Los viajes de San Froilán
Pensé una vez en escribir un largo relato que tratase de los viajes de San Froilán. Haría uno en cada estación del año, y en cada época de su vida. Viaje al monte Cucurrino de sus eremitanzas; viaje a Oviedo, viaje a Compostela, y finalmente el viaje aquel del prodigio, cuando el lobo devoró el asnillo del obispo de León y la bestia se vio obligada a llevar las parvas alforjas del piadoso viajero. Contaría algunos milagros de Froilán, y pondría puntualmente en mi texto el diálogo entre el santo y el lobo, cuidando que pudiese ser representado, como un «misterio», en la plaza de Santa María, por ejemplo, cabe la catedral lucense. En la pieza, además de Froilán y la fiera, hablarían el asno y el fuego del hogar de una posada, que podría ser la del Cebreiro, al lado del cual y sin temor tuvo que tumbarse, como un can, el lobo insolente y solitario de las cumbres. En los días de Froilán estarían levantándose los gruesos muros de Cebreiro. Se hacía el camino de Santiago, que lo abrían los pies de los primeros peregrinos. Froilán pudo encontrarse en el alto monte, batido del viento vendaval, con Giraldo de Aurillac, que regresaba de venerar las reliquias de Jacobo. Estoy seguro de que Giraldo no se sorprendería de la presencia del lobo, porque también él tenía el secreto de las palabras que amansaban las fieras, las que obligaban a retirarse en silencio al oso pirenaico, señor terrible en el Somport. Creo que fue Ernesto Helio el único que se haya preocupado de las conversaciones de los santos taumaturgos con las bestias y el maestro de León Bloy intentaba precisar qué pasaba en el alma del lobo, del oso, del dragón, de la serpiente, cuando escuchaban las palabras de aquellos hombres sencillos, optimistas, caritativos y soñadores. Y digo «alma» porque no sé cómo nombrar eso de dentro del lobo, del oso, del dragón y de la serpiente, eso que era capaz de oír, de estremecerse y de convertirse, como si fuese mismamente el alma humana. ¿Qué oían, por ejemplo, de los sermones de Francisco las aves y los peces, qué forma tomaban en el aire las palabras del poverello, cómo se hacían memoria y nostalgia en la paloma y en la trucha? ¿Con qué palabras logró Froilán quitarle al lobo el pavor del fuego, reducirlo al respeto a la oveja, y poner a la horrible gula luparia en ayunos y abstinencias? Porque no me era posible imaginar las palabras del santo, quizá por eso no escribí mi relato de los viajes de Froilán.
Como muchos otros santos, Froilán profetizó el día y la hora de su muerte. Sabía el momento justo en que tenía que echarse en el mísero catre para dar el alma a Dios. De las historias de santos bretones que aprendí en mi viaje a Bretaña, varias tienen el mismo final: Efflam, Ronan, Corentin, Theneau, cuando les llega su hora, y saben que es ésa, irremediablemente, con mucha anticipación; cuando les llega su hora, se tumban a la puerta de la iglesia que fundaron, con un cirio en la mano. A veinte pasos de distancia se arrodillan los fieles, mezclados los reyes con los siervos, las vírgenes con las viudas. El ciervo de Theneau, con su espléndida cuerna, se abre paso y se arrodilla a los pies del agonizante. Junto a la cabeza de Efflam todos ven un ángel que abre con las manos un saquete de blanco lino, en el que va a recoger el alma perfumada del obispo para llevarla al Paraíso. Cuando Ronan muere, dos lobos le lamen los pies descalzos. Son los que ha quitado de la ira en las landas ovinas y los ha llevado a paz y penitencia, a vivir de limosna de pan centeno… Cuando Froilán muere, a sus pies estará su lobo. Cabizbajo y orejigacho, como en el retablo leonés. Alguna palabra de despedida de Froilán sería para el lobo. ¡Habían pasado tantas horas juntos por los caminos, habían bebido de las mismas fuentes! ¿Y cuando Froilán se arrodillaba a rezar, qué hacía el lobo? ¿Qué comprendía? ¿Se podría decir, sin exagerar, que el lobo rezaba también, a su manera, entornando los ojos dorados, sintiendo que le acariciaba la piel el aire del misterio?