Si vuelve el holandés
Dame Krina Van Oestjade ha tenido un sueño en el que ha visto al holandés errante en sus tres palos. La señora Van Oestjade se ha pasado varias semanas en una biblioteca de Ámsterdam hojeando libros de geografía y atlas, buscando la estrecha bahía, cerrada por altas y oscuras cumbres, en la que, en su sueño, la nave del holandés estaba anclada. La ha dibujado y se la ha mostrado a viejos marinos holandeses retirados de los Siete Mares. Pero ninguno la ha reconocido. Finalmente, un etnógrafo alemán que ha viajado por el Pacífico ha señalado que se trata de una bahía llamada Soroa, en las Marianas, donde él ha realizado estudios. Ha mostrado fotografías a Dame Krina.
Dame Krina nunca había estado allí, ni visto fotos. Por otra parte, las únicas fotos de esa bahía son las del etnógrafo alemán. Sí, los mismos montes, con aquella extraña falla, y el antiguo volcán, muy característico. La señora Van Oestjade soñó en tecnicolor, y vio las aguas intensamente azules, la blanca playa, y la mancha verde de la selva que llega hasta el arenal. El holandés tiene ahora el pelo blanco. Estaba a proa, descalzo y con los brazos cruzados sobre el pecho. Dame Krina en su sueño, se acercó, caminando sobre las olas, y le dijo al errante:
—¡Os compadezco, señor!
El holandés, infinitamente triste, miró para ella y se retiró en silencio.
Cuando va a ser visto el holandés por esos mares de Dios, generalmente alguien sueña con él. Casi siempre han sido mujeres. La última vez que alguien habló con él fue en Marsella, en 1817. El holandés desembarcó y la hija de un tratante en cueros se enamoró de él. Un tío de la muchacha había sido agente de Fouché, y era de los más exaltados napoleónicos. Se le ocurrió que el holandés errante podía ir con su nave a Santa Helena, recoger allí al Gran Corso y traerlo a Francia. El errante dijo que tardaría siete años en poder volver a tocar tierra.
—¡No podemos esperar tanto! —dijo el marsellés—. ¡Francia hiede!
Y golpeaba la mesa de roble, que había sido del priorato de Bellecourt, con un saco de cuero lleno de monedas de oro, de espléndidos napoleones, que alzaba difícilmente con las dos manos…
No me digan que no hubiese sido precioso el retorno del Emperador en la nave del holandés errante.
El extraño y desesperado viajero eterno va a ser visto en cualquier parte, en una de esas raras escalas que le están permitidas. Mientras dure su peregrinación, su nave no se hundirá, y el irreprochable roble germánico de que está construida, no lo pudre el mar. Los grandes temporales respetan sus mástiles y sus velas, y la provisión de pan y agua a bordo es inagotable. El holandés lleva siempre un pañuelo rojo al cuello. Lo que más sorprende es que se ha hecho políglota. En Nápoles habló italiano, en el siglo XVII; en Lisboa portugués, seis días antes del terremoto, y en Marsella, con el fiel al Emperador, en francés. Es un tipo alto, flaco, con los ojos claros. Siempre tiene sed.