Una torre para la tragedia

Unos amigos que andan de excursión por la Hélade —si es que visitar tierras griegas, Itaca o Delfos puede llamarse ir de excursión— me mandan una postal desde Chipre, precisamente desde Famagusta. En la tarjeta postal puedo admirar una torre redonda, que formaba parte de las fortificaciones venecianas en el siglo XIV. En alto mástil se izaba la bandera con el león de San Marcos, de la Serenísima. En una de sus almenas apoyó una vez su blanca y suave mano Desdémona. Estaba Otelo. El sol matinal hacía brillar el gran aro de oro en la oreja derecha del moro. Ambos callaban, siguiendo a Shakespeare avant-la-lettre, cuando dice aquello en el RicardoIII: «¡Revélale las horas silenciosas de los matrimonios felices!». Habrían subido a aquel alto para despedir a la nave de la República que los había llevado a la isla. El pañuelo con el que Desdémona decía adiós a los marinos de su patria, era un regalo de Otelo. Era un pañuelo rojo. Era ese mismo pañuelo rojo que jugará tan importante papel en la tragedia shakesperiana. Las naves venecianas conocían el Sudeste que soplaba aquel día, que se desplegaba en ráfagas iguales y era la mayor franquía del mar helénico. El Sudeste de Salamina y de Lepanto, el Sudeste para las naves del trigo de Egipto, y el que llevó a papahígos al gran Pompeyo contra la piratería antigua. El Sudeste de la gran jornada de Actium, que se muda en Noroeste para que huya Cleopatra, asustada paloma. Un viento que se puede medir, digo yo, con hexámetros, y que yo imagino, o invento, que debió ser para los griegos lo que todavía es el viento del Norte para los hiperbóreos. Aquel que en el verso de Swinburne, que suelo citar muchas veces, corre con pies ligeros que brillan a lo largo del mar.

Estas de la tarjeta postal eran las piedras venecianas que tenía que defender Otelo. Estrenaba ruidosos cañones, y juegos de banderas para comunicarse con las otras torres.

Dicen algunos que el lenguaje marino de las banderas fue inventado por los venecianos. El capitán moro —un etíope, según algunos eruditos— llevaría en la diestra cuando subía a las almenas aquel bastón pintado de azul, con anillos de plata, que la Serenísima daba a sus capitanes de mar y guerra —Portugal todavía conserva esta denominación para sus coroneles del océano, para sus capitanes de navío—, y que mientras el capitán dormía lo vigilaban dos alabarderos. Los marineros y soldados de Venecia, y los propios mercenarios suizos, creían que estas bengalas tenían propiedades mágicas, y que poco menos que veían y escuchaban al través de las paredes, para contarle luego al Dogo lo observado. ¡Siempre secreta, vigilante Venecia! Pero el bastón de Otelo no llegó a ver ni a oír en el alma de Yago. A descubrir aquel huidizo, silencioso, apasionado pensamiento. Parece muy fácil el demostrar que Yago de quien estaba enamorado no era de Desdémona, sino del propio Otelo. Y quizá desde aquel mismo día en que escucha a Otelo en el Senado iniciar con su voz clara aquel famoso discurso:

—¡Muy altos, nobles y poderosos señores! —comienza inclinando levemente la cabeza.

El acento de la levantía, dulce y sensual, colorea el véneto vulgar que sale de los labios del moro. Cuenta sus hazañas, y como Desdémona, las escuchaba. Y el amor que nace entre ambos, como nace un lirio. (Desdémona ya era mayorcita, y seguía soltera. Esto según las últimas inquisiciones; nada de niña como Julieta; los veintiocho o más). Yago, que estaba presente en un rincón, tras el cordón negro que cierra media aula al pueblo, amó. Desdémona es la rosa que hay que deshojar para que el capitán no huela más su aroma. Los celos y el pañuelo rojo. Yago lo hace todo, serpentino, hasta que las manos de Otelo ponen la muerte en el cuello de Desdémona, blanquísima. «¡Apago la luz, y apago su luz!»

Todo eso ahí. Todo eso entre esas piedras en las que ahora un soldado del país de Shakespeare quiere impedir que turcos y griegos se degüellen. Hay sacos terreros ahí, y en la torrecilla del Halconero. La mano de Desdémona hacía, en los días felices, bolitas de carne sin sangrar para alimento de los halcones que su marido el moro usaba para abatir las palomas emigrantes. Como en el verso estupefaciente de Góngora, de la batalla entre el halcón y la paloma, quedarían unas plumas «en los anales diáfanos del viento». Nadie, en ninguna lengua, dijo nunca mejor esta batalla, en ninguna lengua del mundo.

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