La flauta de Arenhim
«Ayer nevó todo el día. Es la primera
nevada del año. Todo está blanco
y silencioso. Falta tu Arenhim».
(De una carta).
Plinio les llama a las golondrinas «aves semestrales», porque pasando entre nosotros medio año, otro medio viven allá en el Sur, donde dijo Luis Cernuda que hay «ligeros paisajes colgados en el aire». Pues según los Grimm, había en Germania, antiguamente, una nación gnómica que tenía sus emigraciones, como las golondrinas y las cigüeñas, y tantas otras aves. Esta nación semestral de los gnomos salía de la selva germánica en estío y no regresaba hasta la primavera, haciendo la competencia a las nuevas flores con sus gorros coloreados. Y esta nación de gnomos tenía un rey, Arenhim, que era un gran flautista. Poseía tres flautas, una de oro, otra de plata y otra de madera de haya, y era tan músico que cada día era capaz de soplar en sus flautas una tonada nueva. Ni la capilla de la catedral de Tuy, con permiso de los hermanos Álvarez Blázquez, tuvo nunca flauta que pudiera competir con Arenhim. (Ni la de Mondoñedo: aquí el último flautista fue Jesús López, impresor, primo del poeta Díaz Jácome. Jesús es el más extraño, casi mágico, flautista del mundo. Sopla, naturalmente, en el agujero de la parte superior de la flauta, pero suelta gotas de saliva por la parte inferior, en lenta lluvia. Prueben. Es imposible).
A este rey músico de quien hablo se le antojó un septiembre el quedarse: quería saber cómo era la selva de los germanos cuando su nación se iba hacia el mediodía, y decidió no viajar, y contemplar el bosque dorado del otoño y la nieve invernal. Su pueblo se negó a acompañarle y se fue. Arenhin estaba prometido en matrimonio con una princesa de su nación, y ésta misma, aunque estaba enamorada de la barbita rubia, rizada como perejil rizado, de don Arenhim, también se fue. El rey enjugó un par de lágrimas, inventó el tema de la ausencia amorosa, que acaso no venga en Ovidio como debiera —fue lo menos ovidiano de todo, pese a los «Tristes», que inventaron los enamorados trovadores—, se despidió de su pueblo, y se quedó. Se quedó en el sendero del bosque, tocando la flauta, soltero y solo en la vida.
Cuando el bosque comenzó a dar hojas secas, don Arenhim se maravilló. Caían ocres, rojizas, amarillas, sobre su colorado gorro puntiagudo, y si Arenhim tocaba, se quedaban un instante en el aire, escuchándole. El propio viento del otoño —que desde Shelley sabemos que es un ave salvaje, de enormes alas—, se detenía, recostado en las grandes ramas, y escuchaba. Cuando Arenhim terminaba de tocar, el viento emprendía su eterno viaje, y llevando en sus manos las tonadas de Arenhim, las dejaba caer aquí y allá, en Francia, en Cataluña o en Portugal, y en el mar. Seguramente que habrá atlánticas sirenas que cantan canciones que no saben de dónde vienen ni a qué sueño se refieren de amor, y son las que dejó caer el viento en las ondas, el ave del viento que se detuvo a escuchar a Arenhim… El rey de los gnomos corrió los caminos del bosque, en compañía de la liebre y del ciervo, del ave fría y de la arcea, por remolinos de hojas secas, entre charcos plateados y sobre tapices con familias de setas de coloreados sombreros. Cuando vino la primera nevada, Arenhim no daba crédito a sus ojos; decía su asombro tocando. Los pájaros más pequeños y delicados del bosque venían a calentarse alrededor de la música de Arenhim, que era como una hoguera en el claro de la selva… Heine dice que en los bosques de los germanos, en otoño o cuando nieva por primera vez, se puede oír todavía la flauta de Arenhim. Se oye siempre lejos, y oyéndola por vez primera se creería que alguien, con una cucharilla de plata, está golpeando una copa de fino cristal.