Los vientos interiores
La primera vez que leí de los vientos que andan por el interior del cuerpo fue en unas notas sobre Medicina china de Owen Latimer, el conocido sinólogo. Como es sabido, los chinos no tienen rosa de los vientos, aunque pasen por inventores de la brújula, antes de los de Amalfi —«Croce dei venti amalfitana», que dijo el poeta—, sino una cruz formada por dos líneas sinuosas que se cortan. En los dos ángulos superiores se señalan los vientos que soplan del interior, de la Mongolia y del Tibet y del cálido Sur, y en los dos ángulos inferiores, los vientos que soplan del mar, aquellos nueve que saludó Tungpo, el poeta, calígrafo y bebedor, cuando estuvo desterrado en una isla. Pues estos vientos, los cinco continentales y los nueve marinos, andan por el cuerpo humano como soplos, siendo muy compleja la técnica que permite sujetarlos.
Cada viento suelto en el cuerpo produce una determinada enfermedad, que cura tan pronto como el viento maléfico es «atado». Los nudos que atan los vientos se consiguen a la vez con medicinas, con palabras y con determinados movimientos del cuerpo, a veces verdaderas danzas.
Algo de esto sabía mi paisano Pardo das Pontes, componedor de huesos, famoso en muchas partes de Galicia. He contado de él en mi Escola de manciñeiros, un tratado que dediqué a los curanderos que conocí en la farmacia de mi padre.
Pardo das Pontes era muy leído y, para darle solemnidad a sus recetas, acostumbraba a meter entre el nombre de la medicina y la dosis un «verbigracia». Escribía: «Láudano, verbigracia, veinte gotas». Era perito en sinapismos. Sostenía que cuando el hígado suda aire, el enfermo está ya en las últimas. Pardo, como un médico de Pekín, sostenía que dentro del cuerpo tenemos vientos nordestes, vendavales, céfiros blandos y brisas calientes, y que las interioridades se mueven según el viento que sople dentro. Pardo recorría con el estetoscopio el cuerpo del enfermo hasta dar con «la bolsa de donde salía el viento». Y entonces entraban en acción sus sinapismos, fabricados por él mismo con mostaza brava que llaman en gallego, alganeira. Pardo gastaba también mucho vino de Málaga. Cuando se sentaba a escribir la receta, aunque fueran las doce del día, mandaba encender una vela y expulsaba de la habitación a las mujeres de la familia. Cobraba tres pesetas: seis reales por examinar el enfermo y otros seis por escribir la receta. De propina admitía una tortilla de chorizo o de jamón y un vaso de vino. Iba a Romariz a visitar diez enfermos y diez eran las tortillas que papaba. Pardo das Pontes creía que todos tenemos una vez en la vida una luna de suerte, y creyendo que llegaba la suya se metió a jugar a la lotería en busca de un premio gordo, pero falló. Poco después dejó de bajar a Mondoñedo. Por las pasadas ferias de San Lucas me encontré con un sobrino suyo y le pregunté por el anciano componedor de huesos. Me contó que se había metido en un saco lleno de flor de tojo y de salvado de centeno para fijar un viento frío que se le pusiera en el estómago.
—Un nordeste —me explicó el sobrino.
—¿Sigue estudiando los números de la lotería?
—No. Ahora echa cuentas del día que le toca morir, y asegura que va algo retrasado.
Pardo no logró sujetar el nordeste, que al fin le dio la muerte. Lo escuchaba terco como Tu Fu el suyo:
«¿Ya no queda más vino? Escáncialo
desde muy alto en la taza,
y que su canto no deje oír ese viento
de la muerte que silba dentro de mis huesos huecos».
Pero Tu Fu, amigo de Li Po, y que pasa entre chinos por inventor del epitafio, no murió del viento que silbaba dentro de sus huesos huecos. También lo dijo él:
«Tu Fu amaba las lejanas colinas y las blancas nubes. Pero, ¡ay!, murió de tanto beber».
Permítanme mis lectores que termine dedicándole un recuerdo a Pardo das Pontes. Le gustaba apostar a quién tenía mejor letra. Pardo tenía una letra redonda muy clara, y sobre las aes ponía una cometita muy graciosa. Silbaba muy bien. Cuando yo era niño y Pardo se acercaba a la farmacia de mi padre, le pedía que silbase, y Pardo, haciéndose de rogar, imitaba para mí el mirlo, la alondra y el pájaro que en Cuba llaman, en Camagüey, el guaro tentador. Imitaba el canto del pájaro cuando anda en amores, y con la mano derecha ante la boca, hacía el trinorete, a palmaditas en los labios, cornetillas como las que ponía en las aes, puestas ahora en el canto enamorado del pajarillo siboney. ¡Que en paz descanse!