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La doctora me ofreció una silla frente a la mesa de trabajo de su despacho, en la primera planta de la Unidad de Psiquiatría Avanzada.

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales de las ventanas.

- Doctora, le agradezco que me atienda a estas horas. -Un reloj luminoso, el único objeto colgado de aquellas paredes azules, marcaba las 5:17 a. m.-. He estado estudiando toda la documentación que usted envió a la diócesis.

- No se preocupe, padre, hoy estoy de guardia en el hospital -dijo mientras se acercaba a una rinconera-. ¿Le apetece un café?

- Sí, por favor. -¿Con leche?

- Mitad y mitad con una cucharada de azúcar.

- Padre, tiene usted los bajos del hábito empapados.

Sin moverme de la silla, miré por encima del hombro. La doctora, psiquiatra, estaba preparando el café, pero también me observaba detenidamente.

- La túnica, doctora. La llamamos túnica -dije riéndome.

Ella gesticuló con las cejas, y luego me mostró una sonrisa.

- Ya ve. Una no deja de aprender algo nuevo todos los días. Los capuchinos con túnica, y el resto con hábitos.

- Bueno… no exactamente, pero más o menos es así.

Bienvenidas fueron las risas.

Y además de tener los dobladillos de la túnica empapados, tenía mojadas las sandalias y los pies. Pero, gracias a que no llevaba calcetines y al cuero del calzado, pronto tendría la piel seca.

La doctora me dejó una taza humeante sobre la mesa. Me llegó un intenso aroma a café recién hecho.

- Muchísimas gracias -le dije-. ¿Y usted no se sirve otro?

Ella se acomodó sobre su sillón de cuero blanco y me sonrió cálidamente.

- Acabo de tomarme uno hace un rato. Quería estar despejada para recibirle.

Di un sorbo a la taza. -¡Y lo estará durante toda la noche! -bromeé sin dudarlo.

La doctora se rió, pero guardó la compostura en seguida. -¿El café está demasiado cargado?

- Potente, pero delicioso. Se lo agradezco de todas formas. Me vendrá muy bien…

Sabíamos que el motivo de mi visita al hospital no era para realizar un spot publicitario sobre el mejor café del mundo.

No había tiempo que perder.

- Padre, el estado de Aisha Cupina es grave -dijo con preocupación.

Asentí apenado, mientras resguardaba entre mis manos el Santo Rosario, protector y salvaguardia. El contacto de las cuerdas y la madera de olivo, del Huerto de Getsemaní, con mi piel transmitía la benefactora Gracia de quien intercede por sus hijos sufridores.

- Supongo que ahora el aspecto de Aisha Cupina no es el que tenía cuando entró en su hospital -agregué a media voz.

- Sin embargo es ella, padre -aseveró la doctora-. Aunque le confieso que jamás he visto un cambio físico tan espectacular en una paciente. -¿Cómo empezó todo?

La doctora vaciló un instante. Luego se apoyó sobre la mesa, cruzando los brazos.

- Padre, todo empieza por lo que una paciente imagina. Y termina con un diagnóstico médico, más o menos acertado, pero verificable. -¿Lo tenéis para Aisha Cupina?

Europa bonita
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