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Había llegado el taxi que pedí por teléfono. Apenas tardó diez minutos en llegar a la misma calle Sant Pere més baix. Lo llamé sin contradecir ninguna regla franciscana. La enfermedad espiritual de Aisha requería que llegase al hospital lo antes posible.
Cerré la puerta del Santuario con llave, dándole todas las vueltas en la cerradura. Y la empujé para comprobar que había quedado bien cerrada.
Con destreza, para no mojarme con la lluvia, guardé la llave en la capucha y subí rápidamente al taxi que me llevaría al hospital.
El vehículo arrancó y se dirigió calle abajo. El limpiaparabrisas no lograba apartar aquella lluvia torrencial, empeñada en inundar la ciudad como no lo había hecho nunca.
Bostecé. Espero, humildemente, poder tomarme unas cuantas tazas de café en el hospital. De lo contrario, no sé cómo me mantendré despierto toda la noche, bromeé para mis adentros.
Después de recorrer varias calles, el taxi se incorporó a la avenida Diagonal y aceleró sobre el asfalto mojado, más oscuro de lo normal.
El rigor de la lluvia no disminuía, sino que aumentaba su fuerza, vapuleando el mobiliario urbano: contenedores de basura volcados, vallas protectoras desplazadas, farolas fundidas, bancos empapados y tumbados…
Le comenté al taxista que necesitaba llegar urgentemente al hospital, que se trataba de una emergencia. Entonces fue cuando aceleró el vehículo, circulando a una velocidad mayor que la permitida, dejando dos gigantescas estelas de agua a su paso por la desierta avenida.
Si a este hombre se le ocurriera frenar en este momento o acelerar todavía más el coche, llegaríamos ahora mismo al hospital. ¡Eso sí, empotrándonos directamente contra sus muros por el efecto del acuaplaning!, pensé al observar la velocidad excesiva. No ponía en duda la profesionalidad de los taxistas. Sólo me inquietaban las graves consecuencias de un accidente de tráfico a aquella velocidad. Con tanta agua, serían unas escenas a troche y moche como en un cómic de Francisco Ibáñez.
Sin embargo, por muy rápido que condujera aquel taxista, mi mayor preocupación era atender lo antes posible a Aisha. No podía quitarme de la cabeza su testimonio grabado en DVD.
La relación entre el cautiverio de Aisha y el demonio podía ser posible, aunque necesitaba ver in situ las reacciones del demonio en el cuerpo que poseía diabólicamente.
La diócesis certificaba que era un auténtico caso de posesión demoníaca. Pero en ningún momento se especificó que aquellas vivencias atroces de Aisha habían degenerado en una posesión diabólica… ¡Qué historia de vida tan desafortunada!.
Debía limitarme a realizar mi trabajo: una tarea pastoral de primer orden como era un Ritual de exorcismo mayor.
Sólo debía interesarme por el bienestar físico y espiritual de Aisha.
No iba a exorcizar su testimonio, a pesar de que intuía cuál sería la voz del Maligno en su cuerpo poseído.
Recé para que cesara el sufrimiento de Aisha, para que se desprendiera de aquel horror balcánico…
No hubo actos heroicos en su cautiverio.
Aisha podría haber intentado fugarse de aquel motel de violación, pero jamás habría logrado la libertad.
Montañas escarpadas y prácticamente inaccesibles, campos minados, cazadores de hombres e infinitos puestos de control militar en las carreteras y los caminos.