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Santuari de la Mare de Déu de l'Ajuda Estaba viendo un telefilme romántico a las doce menos cuarto de la noche, pero mirar la televisión no era ninguna de las ocupaciones que desempeñábamos los hermanos franciscanos. Desde que ingresé, recién cumplidos los veinte años, en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, muy pocas veces me había sentado frente al televisor. Y si lo había hecho, fue para ver una noticia importante o un evento relacionado con nuestra comunidad franciscana.
Después de mi ordenación, en las postrimerías del siglo pasado, me confiaron el Santuario, una pequeña iglesia ubicada en la calle Sant Pere més baix de Barcelona. Allí residía -huésped y peregrino- y realizaba gran parte de mis tareas pastorales, centrando mi trabajo en el cuidado y el mantenimiento del edificio.
Cumplía mis funciones con estricta diligencia como un franciscano de pro, bajo la dirección del obispo diocesano. La flexibilidad horaria total era mi jornada laboral. ora et labora . Atención permanente a la comunidad de fieles católicos, Santa Misa, lecturas espirituales, oraciones… Biblia en mano, siempre tenía presente el versículo 7 del capítulo 12 de La carta a los Hebreos: Perseverad en vuestra disciplina.
Afortunadamente, mi descanso consistía en ocuparme de mis feligreses.
El Santuario era un viejo y estrecho edificio de cuatro plantas situado en una calle angosta y oscura del centro de la ciudad. Sus vidrieras, sus paredes, su capilla, sus habitaciones y sus muebles eran muy sencillos.
Fue la primera residencia de los capuchinos en Barcelona. A lo largo de más de cien años había sufrido incendios y saqueos. Estuvieron a punto de reducir el Santuario a cenizas durante la Semana Trágica de 1909. Y gracias a Dios volvieron a reedificarlo.
Era un lugar muy humilde, esencialmente pobre.
Durante el día estaba bien acompañado por el trasiego de los hermanos franciscanos y los feligreses que llegaban hasta allí. Y por la noche me quedaba completamente solo en el edificio.
Trabajar y vivir entre aquellos muros era algo realmente apacible y sereno. Un espacio de compañía y soledad enriquecedora que uno vivía con enorme alegría.