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Marta y Miguel. Buena gente. Gente guapa, soltó una voz metálica en off. Lo cierto fue que semejante licencia estaba fuera de lugar en aquella escena. No entendía el sentido de aquel comentario. Estaban los dos en silencio y se escuchó aquella bufonada.

Era raro, pero formaba parte del telefilme.

Se amaban. Se necesitaban el uno al otro cada vez más. Si se complementaban a pesar de sus idas y venidas alrededor del mundo, por motivos de trabajo, el futuro sólo podría depararles la mejor vida y relación de pareja. Fueron sus propias predicciones a lo largo del telefilme. Y en la ciudad de Barcelona querían envejecer junto a los hijos y nietos que tuviesen. Así, aquel tinglado laboral al que estaban expuestos tenía los días contados.

Sus risas recorrían el interior diáfano del ático. Aquella alegría protagonizaba las horas que habitaban su hogar, y destacaba en cualquiera de las estancias.

El ático carecía de adornos superfluos. No había cuadros ni fotografías en las paredes. Sin distracciones, una vivienda pulcra y casi monacal. Sólo así, Marta y Miguel podían explorarse y descubrirse junto a las vistas de su ciudad como fotogramas acristalados.

Por muy frenético que fuera el ritmo de trabajo, al final se encontrarían a gusto en el santuario de sus cuerpos y bajo el privilegiado techo que habían elegido para convivir.

La escenografía de la calle, del espacio público, extenso hasta perderse mar adentro, entraba en el dormitorio sin renunciar a la más estricta intimidad.

- Bésame -solicitó Marta.

Él deslizó una mano por la cintura de Marta hasta llegar a una de sus nalgas. La abarcó con vehemencia, y atrajo su cuerpo hacia el suyo.

Deseosos de fusionarse, se apretaron el uno contra el otro. Se envolvieron en más abrazos y besos.

Cerraron los ojos, extasiados.

Él se instaló entre los muslos de Marta. Y ella le invitó a quedarse…

Otra escena de sexo. La película que no termina nunca. Y sin rastro del documental.

Miré el alegre y colorido icono del Cristo de San Damián, que estaba colgado en la pared, justo detrás del televisor.

Pedí al Señor su Luz interior para cumplir fielmente la voluntad divina.

Recé tal y como nos enseñó san Francisco de Asís en el siglo XIII: Altísimo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento .

Al terminar de rezar la oración, sonó el teléfono móvil del Santuario que llevaba siempre a mi espalda, en el interior de mi capucha. ¡Una llamada a medianoche! ¡Dios quiera que no le haya pasado nada grave a ninguno de mis hermanos!.

Europa bonita
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