EPILOGO

Venían corriendo por los campos fangosos, sobre la nieve, trotando como perros, con los fusiles encañonados rígidamente, con sus uniformes enguantados o sus amplios y largos capotes y las enguantadas botas, las conspicuas bandoleras blancas cruzando sus pechos, y uno les disparaba. Algunas veces, más tarde, cuando la compañía resistía, se podían contar centenares de cuerpos que se quedaban en la fiesta frente a la posición. Otras veces, cuando la compañía no podía resistir, no se sabía cuántos y cuántos habían matado. Pero no era cosa que pareciera importar mucho. Había tantos y tantos de ellos, que no importaban los centenares que uno pudiera matar. Nunca era bastante. Llegaban en enjambres, como hormigas o termes, por todas partes, viniendo de todas las direcciones, siempre alrededor, siempre encima. Y en aquellas ocasiones la compañía terminaba por ceder a la presión constante y se retrocedía lo mejor posible a lo alto de otra loma, y allí se reagrupaba y se reformaba y se establecía otro perímetro.

No siempre corrían. A veces andaban. En largas hileras delgadas, espaciadas cuidadosamente, con los fusiles en la rígida posición de apunten, cuesta arriba, al encuentro de uno. Y otras veces bajaban en fila, corriendo todos al unísono, marchando con sus botas enguantadas, enarbolando los fusiles, en columnas de cuatro en fondo, muy juntas. Tratando de rebasar por 45 flanco, naturalmente. Y por lo general lo conseguían. Entonces era cuando mejor se les podía tirar. Pero con mucha más frecuencia, ni que decir tiene, solía ser de noche.

Al anochecer, cuando se hacía la obscuridad, si el viento soplaba de aquella parte, podíais oírles a veces en la colina próxima: aquella extraña canción desafinada y lúgubre; estaban cantando a la muerte, preparándose a morir. «Deben de estar cantando nuestras muertes», solía decir alguien. Luego, con las tinieblas, los tambores, y los pífanos, y los pitos, y los címbalos, y los platillos cesaban sus ruidos impíos y lúgubres, y el ataque empezaba de nuevo. Y si la noche era bastante clara, o si alguna casa o algo estaba ardiendo en cualquier parte, podíais ver aquellas espadadas hileras de hombres espadados, hombres extraños, ajenos, totalmente extranjeros e ininteligibles, bajando de su propia colina, cruzando los helados campos fangosos, empezando a subir la colina que estaba a vuestros pies. Parecían preferir siempre las cuestas más suaves, al menos para su ataque principal. Algunas veces, si las ametralladoras y los fusiles ametralladores no se encasquillaban o no se helaban o simplemente no reventaban, el fuego resultaba demasiado denso para ellos y se echaban a tierra entre las rocas. Luego empezaba el cañoneo y el contracañoneo y volvía a empezar la fusilería mientras ellos trataban de acercarse lo bastante para el asalto. Utilizaban un truco, cuando creían que ya estaban bastante cerca: tres hombres corrían en forma de

Y con la punta al frente, los dos hombres de atrás disparando para cubrir al de delante. Muchas veces pequeños núcleos conseguían irrumpir dentro del perímetro en sus asaltos. Pero luchaban de una forma muy graciosa. Porque una vez que estaban dentro, muchos no sabían qué hacer y se quedaban desconcertados hasta que alguien los iba derribando. Aunque no todos hadan eso. Mientras la compañía conservó su unidad fue retirándose hada el Oeste poco a poco, con el regimiento, con la División. Nunca habían sido atrapados lo bastante como para que los machacasen del todo. Pero si bien habían conservado su unidad, las filas iban aclarándose rápida, peligrosamente.

Ahora el combate parecía haber adoptado su fisonomía definitiva. Después de la primera gran batalla, que habíamos perdido de una manera tan mala y en la que la compañía intervino muy poco, todo se redujo a retirada y lucha, retirada y lucha. Con buena suerte, retrocediendo con la División a poniente, sin correr a tontas y a locas. Pero de todos modos estaban viviendo en un infierno, un infierno suyo. La dificultad consistía en tantas colinas escalonadas, en un tiempo tan maldito y en que nadie sabía donde estaba nadie. Podían estar detrás de ti en grandes columnas, podían estar delante, podían estar a los lados. Había que mantener un perímetro tan apretado como fuese posible, y pelear. Luego, cuando al día siguiente se pusiesen a comer y a enterrar a sus muertos, cosas que parecían hacer siempre, se cogía la carretera y se efectuaba la retirada. Ése era el modelo. No había por qué hacer cuestión de un ataque.

Wally Dennis, Wallace French Dennis, primer titular de la beca del Colegio de Parkman para la Novela, podía, mientras limpiaba su fusil y revisaba sus cargadores, pensar en su antigua vida en Parkman, a tantos miles de millas y a tantos miles de años de distancia. Aquello no había sido él, eso era todo; aquello había sido otra persona. Cuando se acordaba de Gwen French y de Dave Hirsh, y de Bama Dillert, y del viejo Bob... bueno, no eran personas reales. No eran más que un sueño, y esto, lo de aquí, lo de ahora, eso era lo real. Era gracioso que una vez hubiese estado enamorado de una muchacha llamada Dawn, una muchacha que había sido la causa de que él se alistase en el Ejército. Tenía gracia. Había gente graciosa. Horriblemente graciosa. Pero la única gente que él conocía y que sabía que existieran eran ésta y por este orden: primero, su escuadra, de la que tenía que cuidarse y ver que se cambiar»® los calcetines; segundo, la compañía y el capitán, el capitán Hewitt, al que todos ellos amaban desesperadamente y que era el principal instrumento que hasta ahora había mantenido la compañía unida, que no tenía miedo de nada que viviese, porque el capitán Hewitt no lo tenía; y tercero, una larga línea de hombres.desconocidos detrás de él, por el regimiento y la División, a los que no había visto nunca y nunca conocería, pero que estaban gobernando con su estrategia la existencia continuada de su vida. Y eso era todo. Su oído malo llevaba tiempo fastidiándole y él no podía cuidarlo. Pero cositas como aquéllas no importaban. Ahora no. Wally había estado en la posición de Pusan, fue el único que quedó de su escuadra, pero la posición de Pusan no había sido nunca como esto. Hacía ya mucho tiempo, el veinticuatro de noviembre exactamente, cuando vio derramarse las hordas como hormigas, y entonces dejó la idea de salir alguna vez vivo de todo esto.

«¡ Ahí vienen!», decía de pronto alguien, y entonces él comprobaba si tenía las bombas a mano. Ya nadie llevaba el casco; no es posible llevarlo con este frío sin que se hielen las orejas. Y era gracioso sacar la cabeza sobre el parapeto de aquella manera; pero había que hacerlo. Era algo que había que hacer.

Todavía tenía su Randall núm. 1 y la había llevado todo el tiempo, la llevaba al cinturón y la tenía muy brillante y suave. Siempre que limpiaba el fusil limpiaba también su Randall y la frotaba cuidadosamente con el trapo aceitado que llevaba en la camisa. Desde luego, en el fusil no se podía poner grasa ninguna con este tiempo, porque se congelaría en seguida. Pero con la Randall era distinto y el aceite le sentaba muy bien, dejándola tan brillante y limpia como cuando la tenía en casa. Y él estaba encantado con ella. Le había salvado la vida en más de una ocasión. Y sin proponérselo, había hecho una propaganda estupenda de aquella clase de navajas, porque todos sus camaradas venían a admirársela. Pero lo mejor era el sentido de comodidad y suerte que le proporcionaba aquella herramienta. La superstición de Wally era que si lograba conservar su navaja limpia y en buena forma podría salir vivo de esto y no ser apilado como un fardo en los camiones, muerto. Había matado con ella a ocho chinos.

Era curioso y casi increíble. Se necesitaba mucha más fuerza de lo que él había creído para meter un cuchillo afilado en el cuerpo de un hombre. Por donde costaba menos trabajo era por la garganta, pero tampoco resultaba fácil. La carne se pegaba y resistía. Había matado a ocho chinos. Ocho hormigas. Únicamente que no eran hormigas; eran hombres.

Eran muy diferentes de nosotros aquellos asiáticos. No tenían la menor idea de la importancia individual de una vida humana separada. Y en eso eran como hormigas. Era como luchar contra las terroríficas hordas mogólicas de Gengis Kan. Aparentemente no les importaba nada matar o ser muertos. Estaban terriblemente mal equipados. Sus uniformes eran inapropiados para aquel frío. El arroz del que vivían no habría servido de nada para nuestras tropas. Sus fusiles rusos no eran de los mejores, aunque también tenían mucho armamento americano, cogido de nuestras posiciones. Pero no era raro que subiesen las lomas sin arma ninguna.

«¡Ahí vienen!», solía decir alguien, y él sacaba la cabeza sobre el parapeto, elegía sus blancos y empezaba a tirar.

La frase que corría por la cabeza de Wally mientras disparaba por la aspillera era la de que los atacantes querían apoderarse de lo nuestro. Querían nuestro pan, nuestra comida, nuestros fusiles, nuestras municiones, nuestras granadas, nuestras ropas de abrigo. Y además querían lo que estaba detrás de nosotros: los lujos con que nunca habían soñado, la riqueza de América, que teníamos que conservar a toda costa, porque nosotros la habíamos hecho. Apuntar y disparar. Apuntar y disparar. Elegir los blancos. No malgastar la munición. Apuntar y disparar.

Se podía estar matando toda la vida, pero ellos seguirían corriendo colina arriba con sus curiosos uniformes, callada, terca, interminablemente. Era una nueva especie de vida, sin tribunales ni derechos, sin fuerzas de policía. Sólo existí* «fe verdad la compañía. Ellos querían lo nuestro, pero yo quiero conservarlo si puedo.

«¡ Otra vez vienen!», decía alguien, y se volvía a escuchar los címbalos y los platillos, los pitos y las flautas. Y había que reunir lo que quedaba de la escuadra, y siempre se perdía un hombre o dos en el pelotón, algunas veces más. Y los otros seguían subiendo como hormigas, no como gente, como animales.

«¡ Vienen otra vez!»

O bien se oían voces de «replegarse, retroceder, evacuar».

¿ Qué era lo que había dicho Napoleón hablando de China? «Es un dragón que duerme, dejadlo dormir.» Quizá algún día, en un lejano futuro, los rusos mismos serían devorados por el Frankenstein que había creado tan imprudentemente. «Eso sería gracioso», pensó adormilado. Apuntar y tirar.

«¡ Vienen otra vez!»

«¡ Retirarse, retirarse!»

La última vez que se dio cuenta de que algo sucedía reunió a su mermada escuadra, cuatro hombres, y los guió hasta la parte de atrás de la loma y entonces sintió un fuego que le alcanzaba las nalgas y las piernas con un estallido prolongado y cayó de bruces. «¿Estoy muerto?» No, nada de muerto. Pero no podía mover las piernas, y le dolían mucho. Debía haber sido en la cadera. Sus muchachos seguían corriendo. Quizá alguno notara su falta y se volviera para recogerle. O quizá no la notaran hasta más tarde, mucho más tarde.

Esforzándose con los brazos, y sudando de dolor en medio del frío, Wally se arrastró hacia el enemigo, una palabra tan graciosa. Se le había caído el fusil y no tenía pistola. Pero le quedaba la navaja.

Se la puso contra el costado y sintió una enorme tranquilidad.

Luego oyó las voces cortadas, aquel curioso tableteo de sus palabras vio varios chinos en la cresta y uno de ellos le vio a él y se paró. Debía estar a unos ocho o diez metros. Dos extranjeros, dos desconocidos totales, dos hombres. El chino se le aproximó con cuidado. No tenía fusil. Y Wally levantó la navaja y le amenazó con ella. El chino se paró.

Quizá hubiera sido mejor hacerse el muerto. Una vez más el chino empezó a acercarse, con precaución, de una manera curiosa, y una vez más Wally le amenazó con la navaja y el otro se detuvo. Entonces el chino rebuscó en su uniforme y sacó una granada, una granada americana, le quitó la horquilla y se la arrojó a Wally. Hubo el chasquido familiar y los hombres que estaban en la cresta se pusieron al abrigo, sonriendo.

Wally miraba fascinado la granada. Estaba nada más que a unas cuantas pulgadas de su cuerpo. Pero él no podía alcanzarla. Desde luego, no podía. Bueno, su escuadra se había salvado.

Wally Dennis, el sargento Wally F. Dennis, de Infantería.

Y se acordó de pronto del manuscrito inacabado, encerrado en el cajón de su escritorio, allí, en casa. Y seguía mirando fascinado, sin apartar la cabeza ni cerrar los ojos. Luego el mundo entero estalló, estalló en su cara.

Los chinos salieron de sus abrigos y el que había lanzado la granada caminó sonriendo hacia el cuerpo ennegrecido. La granada americana no había destrozado mucho el rostro, pero toda la cabeza estaba ennegrecida. El chino se fue aproximando cuidadosamente, hizo rodar el cuerpo de una patada, se agachó y cogió la espléndida navaja y la miró con curiosidad. Poniéndose de rodillas empujó el mentón de aquel cuerpo e introdujo la hoja certeramente por la garganta, cortando la gran arteria, que bombeó sangre en un chorro. Mirando luego el cuerpo, el chino se puso en pie con aire feliz, y examinó su navaja nueva. Desató la cadenilla que la afianzaba a la muñeca del muerto y se la puso en su propia muñeca. Luego se dirigió hada sus compañeros aullando excitadamente, blandiendo con orgullo la navaja cubierta de sangre que había cogido como presa. Todos le miraron envidiosamente. Uno de los hombres, más ansioso que los demás, trató de quitársela, y el nuevo propietario sólo tuvo que hacer un pequeño movimiento con la mano y el envidioso se retiró con un profundo corte en un dedo. Todos los demás se echaron a reír. Luego el orgulloso nuevo propietario metió la ensangrentada navaja en su estuche, sin ocurrírsele ni remotamente la idea de limpiar la sangre'; y los cuatro hombres siguieron andando.

RECONOCIMIENTO

Una vez más, al pasar revista a los seis años que tardé en escribir esta novela, no encuentro otro calificativo aplicable a la tarea que llamarla una empresa colectiva.

Mi agradecido reconocimiento ha de manifestarse aquí al señor y a la señora Harry E. Handy por su invariable confianza y ayuda, tanto financiera como espiritual, y en particular a la misma: Lonney Handy por su valiosa ayuda y consejo; al señor Burroughs Mitcliell por su fe firmísima y su notable apoyo editorial; al señor Horace S. Mages por el tierno cuidado con que veló a un artista más bien inestable como yo mismo; y al señor Ned Brow, de California, que durante seis largos y difíciles años estuvo siempre tomándole el pulso a la obra.

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13/02/2013