CAPÍTULO XIII
El bar de «Smitty» estaba situado en la esquina sur de un bloque de cuatro fachadas que se conocía con el nombre de «bloque Madin» principalmente porque aquel título había sido estampado en letras de cemento sobre la fachada de ladrillos por un hombre llamado Madin, que era el que lo había construido.
El ferrocarril del Norte de Illinois, al que universalmente se le llamaba el I N, pasaba por Parkman a un kilómetro aproximadamente de la Audiencia, que estaba colocada, poco más o menos, en el centro de la ciudad. Un pequeño barrio comercial había crecido en las inmediaciones de la estación. Una tienda de comestibles, una barbería, un restaurante y el bar de «Smitty». Más y más gentes que podían costearse el gasto, estaban construyéndose lindas casitas por la parte Norte del I N, una cosa que ningún ciudadano que se respetara habría pensado hacer cuarenta años antes.
BH Smith se había aprovechado de aquel cambio. Ahora, su establecimiento era considerado el bar elegante de la ciudad y de vez en cuando se veía visitado incluso por algunos de los socios del club de golf, donde Smith había ingresado hacía poco.
El mismo Smitty era un tipo voluminoso y excesivamente cordial, que reía muchísimo y ruidosamente, como si pensara que de esta manera podría tener a raya a todos los agobiantes problemas de la vida que estaban amenazando devorarle. Habla decorado su bar astutamente para que semejase una taberna de la época anterior a la prohibición.
Bama y Dave se hallaron, por lo visto, inmediatamente a sus anchas en la atmósfera del lugar. Dave vio cómo Bama parecía sentirse muy seguro allí y se confió totalmente a él. Smitty, que estaba hablando por teléfono, le trató con la complacencia de un carácter privilegiado que tiene por norma divertir a los parroquianos más respetables, que evidentemente acudían por esta misma razón. No se trataba exactamente de campechanía, que el orgulloso Bama no habría tolerado nunca. Se parecía más a una especie de tácito contrato de negocios existente entre los dos hombres.
La misma tolerancia parecía existir hacia un grupo de cinco mujeres jóvenes, sentadas a una mesita junto al mostrador, bebiendo cerveza. Otro tanto regía para Dewey y Hubie y otros dos hombres a los que Dave vio sentados por la parte del fondo, junto a la gramola.
En primer término había una línea de mesitas junto a la pared, todas ellas llenas de un público muy animado. Bama se movía, seguido de Dave, con el aire de una persona que ha estado en el lugar con la frecuencia suficiente para sentirse familiar y seguro allí. Hizo una! inclinación de cabeza a varias personas que le hablaron y dirigió una mirada escrutadora a la mesa de las mujeres jóvenes.
— ¿ Qué es lo que pasa ahora, Dewey? — preguntó a cierta distancia, señalando con la cabeza a la mesa de las muchachas —. ¿ Otra vez estás enfadado con tu chica?
Hubo un coro de risitas en la mesa de las muchachas, no dándose Bama por aludido.
—Ah, esa Lois — explicó Dewey desde la mesa. En la atmósfera tan cargada, Dave apenas podía ver la figura del muchacho —. Otra vez ha cogido una de sus rabietas. Por cualquier cosa. Está volviéndose caprichosa como una prima, donna. Cualquiera diría que se trata de una estrella de cine o de algo por el estilo.
Hubo algunas risas de los hombres que estaban en el mostrador. Mientras Bama hablaba, Dave y él continuaban avanzando hacia el fondo. Había allí cinco mesitas en un rectángulo que podrían haber servido para pista de baile, pero que nunca había sido utilizado para eso, porque una ordenanza municipal lo prohibía: no se podía beber y bailar en el mismo sitio. Todas las mesas estaban vacías excepto aquella en la que estaban sentados los cuatro hombres. Pero un poco más hacia el fondo había también mucho público. En otras mesitas un número de parejas y dos grupos de cuatro personas, los hombres todos con ternos y corbatas de relativa elegancia Dewey y Hubie llevaban las viejas vestimentas del Ejército que lucían por la tarde. Los dos individuos que estaban con ellos iban también vestidos muy descuidadamente. Uno de ellos era un tipo musculoso y de aspecto rudo, con cara de mal humor.
Bama presentó a Dave a los dos desconocidos, señalándolos al decir sus nombres. Eran Gus Nemst y Raymond Colé, hermano de Dewey. Era el que tenía un aspecto tosco. Alguien alcanzó dos viejas sillas de la mesa próxima.
—¿ Qué le pasa ahora a tu chica, Dewey? — sonrió Bama tomando asiento.
Dewey gruñó.
—Está medio loca.
—Aquella es su Lois — le dijo Bama a Dave, indicando a una de las muchachas que estaban en una mesita al otro lado del cuadrilátero —. Lois Wallup. Aquella que tiene un cuerpo tan estupendo. ¿No es verdad? Quiere casarse con Dewey y se pone furiosa porque él no quiere.
Dave se volvió para mirar, y otra oleada de risas se alzó en el grupo de las muchachas.
—¿Para qué demonios tengo que casarme con ella, si no voy a conseguir más de lo que ya estoy consiguiendo? —dijo Dewey.
Alta y carnosa, con bonitas piernas, esbelta cintura y hermosas caderas, tenía un rostro muy pequeño, casi invisible, enmarcado en largos cabellos negros. Dicho rostro se volvió furiosamente hacia la mesa, a pesar de haberse unido ella al coro de risas.
—¿ Qué le has hecho esta vez? — preguntó Bama.
Dewey se limitó a emitir un gruñido.
—Primero — explicó Hubie con su estridente quejumbre nasal —, él quiso hacerle unas caricias, pero ella no le dejó, y se puso furiosa.
Dewey sonrió furtivamente.
—Luego, cuando llegaron Raymond y Gus, le dijo a ella que le diese a Raymond algún dinero — siguió explicando Hubie pacientemente —. Porque para algo Raymond es su hermano.
Dewey tuvo una sonrisa de muchacho en su rostro de hermosos ojos azules.
—No veo por qué ha tenido que enfadarla tanto.
—¿ Quieres decir que es eso lo que la ha enfadado? — preguntó Bama con sonrisa burlona.
Dewey sonrió maliciosamente.
—Eso es.
—No necesito que nadie me dé dinero —exclamó Raymond Colé con furia —. Puedo tener todo el que me haga falta. Y si no lo tengo voy a casa y se lo pido a mi mujer.
No bajó la voz paira decir esto. Dave le miró, recordando vagamente al otro cuando muchacho. Era seis u ocho años más viejo que Dewey, un hombre de estatura media, pero muy corpulento, con brazos que se escapaban de las mangas de su desteñida camisa azul de faena, pero que comenzaba a engordar de mala manera, con aquel rostro redondo, gordo y feo, que había recibido muchos golpes. No tenía nada de aquella inocente franqueza juvenil de Dewey.
—Todo el dinero que has tenido en los pasados seis meses, Raymond — dijo Dewey despreciativa y explícitamente —, podías contarlo con los dedos de la mano de un manco.
La golpeada cara de Raymond se congestionó terriblemente y sus ojos se pusieron de pronto salvajes y enloquecidos por la tensión del momento.
—¡Escucha tú, perro! — exclamó echando su silla hacia atrás y empezando a ponerse en pie.
Como un solo hombre, Bama por un lado y Gus Nemst, un hombre alto y delgado de cara de caballo y de la edad de Dewey, por otro, agarraron a Raymond cada uno por un brazo, sujetándole por la muñeca con eficiencia que demostraba una abundante práctica y le obligaron a sentarse violentamente.
— ¿Y qué pasa con las demás? — preguntó Bama a Hubie, respirando con cierta dificultad mientras seguía forcejeando con Raymond—. ¿También Martha está enfadada contigo?
—No — dijo Hubie —. Pero me he venido aquí a sentarme con Dewey. Llevamos ya así tres cuartos de hora.
—Que se vaya al diablo — dijo Dewey sin resentimiento —. Lo mejor es no echarle cuenta. Fue ella quien empezó. No hay más que esperar un poco y ella cederá.
Durante todo el episodio de Raymond, había mirado a su hermano fríamente y con una especie de cándida indiferencia, y ahora continuaba mirándolo de la misma manera, mientras Raymond luchaba en silencio contra los dos hombres que lo tenían agarrado.
—Martha Grey es la novia de Hubie — explicó Bama a Dave mientras seguía sujetando a Raymond —. Es la que está sentada junto a Lois.
Dave apartó los ojos de Raymond lo suficiente para ver una muchacha bajita de cabello obscuro como ala de cuervo, con unos ojos muy grandes y un aire de enorme suficiencia.
—Vamos, Raymond — se quejó Gus Nernst, sin aliento —. Quédate ya tranquilo.
Raymond, resoplando, hizo otro esfuerzo titánico por levantarse. Luego se relajó tan repentinamente que los otros dos hombres cayeron lanzados contra la mesa.
—Dejadme en paz— dijo con voz alterada —. Ya se me ha pasado todo. No meteré la pata.
Le soltaron y se volvieron a la mesa sin decirle una palabra ni mirarle, pareciendo haberle olvidado del todo.
—Vamos a tomar otro trago — dijo Bama.
—Es una buena idea — repuso Gus —. Pero ya estamos sin blanca.
—Pago yo — respondió Bama —. Tráenos otra ronda —gritó al mostrador.
Desde el mostrador, el ayudante de Smitty, un muchacho manco de unos veintiuno o veintidós años, llevando en el brazo derecho uno de esos ganchos con doble garra de los que dan en el Ejército, le hizo a Bama una señal de asentimiento y empezó a abrir botellas en un total de seis, que puso en una bandeja redonda, transportándola en su poderosa mano izquierda, desdeñando el gancho reluciente.
—Servios vosotros mismos, amigos — dijo colgando el gancho en el cordón de su delantal —. ¿ Qué tal va la cosa, Bama?
—Muy bien, Eddie —contestó Bama blandamente—. Lo bastante bien para poder pagar — añadió entregándole el dinero.
El joven barman lo tomó, sonrió y se alejó, sonando sus ganchos con un.aire ausente, a la manera como un hombre castañetea los dedos.
—No deberías tratar a Raymond de esa forma, Dewey — dijo Hubie con blandura.
—¿Tratarlo de qué forma? —preguntó Dewey—. ¿Por qué no?
—Hombre, es tu hermano — dijo Hubie.
—¿Cuánto tiempo hace que no vas por casa, Raymond?
—preguntó Bama.
—Una semana — contestó Raymond con aire ausente, frotándose las manos.
—Pronto tu mujer empezará a pasar hambre, ¿no es así?— volvió I preguntar Bama.
—Que trabaje — dijo Raymond —. Yo trabajo cuando tengo hambre.
—Cualquiera diría que es un luchador de primera fila — dijo Dewey —. No es más que teatro.
Todos estaban hablando en voz bastante alta y siguieron haciéndolo así, lo mismo para discutir la figura de Lois que para comentar las hazañas de Raymond. La gente que estaba en las mesitas colocadas en los palcos junto a las paredes estaban mirándolos, más bien esperanzadamente y con excitación, como si estuvieran en un espectáculo o en un cine. Da ve comprendió de pronto por qué no había nadie sentado en las mesitas junto a ellos. Indudablemente era porque a nadie le hacía gracia recibir un silletazo en la cabeza.
—Bueno, la verdad es que ha tenido un montón de peleas
—le dijo Hubie a Dewey prudentemente.
—No conmigo — contestó Dewey.
—Contigo más que con nadie — repuso Gus Nernst —. Bébete tu cerveza, Dewey. Déjalo solo.
—Claro que ha tenido sus peleas. No hay más que mirarle a la cara —insistió Dewey sin apartar de Raymond una mirada fría —. Tantas peleas que han acabado por chafarle la cara.
—Maldito seas, Dewey, deja a mi cara en paz — gritó Raymond —. Sal fuera y te partiré la cabeza.
—Vamos — dijo Dewey sin moverse —. Te pondré unas cuantas cicatrices más en esa carota que tienes.
—¡ Ya no aguanto más! — tronó Raymond.
Esta vez se puso en pie tan rápidamente, que no pudieron sujetarle. Dewey, que había estado retrepado negligentemente, se enderezó un poco en su silla y vigiló a su hermano con frialdad, alerta.
—¿Crees tú que en realidad Dewey puede hacerle frente?
—preguntó Dave a Bama con calma.
—No sé — contestó Bama —. Por lo general le zurra de lo lindo.
—Sentaos, sentaos —exclamó Gus Nernst, poniéndose en pie entre los hermanos y levantando su botella de cerveza para que Raymond la mirara —. Sentaos y bebed. Quiero proponer primero un brindis.
Parecía una cosa estúpida en aquellos momentos, pero evidentemente él sabía cómo tratar a Raymond.
—¿Un brindis? —preguntó Raymond, mirando la botella —. ¿ Un brindis a qué?
—¿A qué? A la próxima guerra. Sentaos.
—Vete al diablo — rechazó Raymond.
—Siéntate — insistió Gus.
Raymond seguía en pie, mirando en torno con indecisión.
—Vamos, Raymond — dijo Gus —. Bébete eso y vámonos de aquí. Vámonos a alguna otra parte.
—Esa es una buena idea — contestó Raymond complacido, sentándose y echando mano a su cerveza —. Desde luego que sí. Podemos ir en mi coche a Terre Haute o a algún otro sitio.
Se secó la boca con la mano y se levantó, poniéndose luego su chaquetón de cuero. Empezó a alejarse, pero luego volvió y se tomó el resto de la cerveza que Bama le había pagado.
—Te veré más tarde — le dijo a Dewey con un gruñido, y volvió a marcharse.
—Buenas noches, Raymond — dijo Smitty; y Raymond le saludó con el brazo pesadamente y siguió andando como un oso, una figura de pesadilla.
—Le llevaré a algún lado y le daré el esquinazo — dijo Gus a los demás — y luego volveré.
—¿ Por qué no te lo llevas a su casa? — sugirió Bama.
—¿ A su casa? Lleva cerca de una semana durmiendo en el asiento trasero de su coche.
—Es un milagro que no se haya muerto de frío — dijo Hubie.
—A ése no hay quien lo mate — contestó Gus — Estaré de vuelta dentro de poco.
—Él y su viejo «Dodge 34» — dijo Dewey despreciativa^ mente cuando se marcharon los dos—. Es un cacharro tan repulsivo como su cara. Pero él cree que tiene algo por tener un coche.
—Déjame echar un trago de esa botella — dijo Dave a Bama.
—No deberías empeñarte en ponerle furioso de esa forma
—dijo Hubie.
—¿Por qué no? — contestó Dewey —. Me saca de quicio.
—Sí, pero él no lo hace a propósito.
—Me pone enfermo verle dar vueltas por aquí.
—Antes era un tío estupendo — dijo Hubie.
—Y lo es todavía — replicó Dewey rápidamente —. No te olvides de eso. Pero yo puedo meterlo en cintura. Y él lo sabe.
—¿ Estuvo en el Ejército? — preguntó Dave —. ¿ Es por eso por lo que está así?
—Sí, lo hirieron dos o tres veces. Tendrías que ver sus piernas — respondió Dewey —. Estaba en la 132 de infantería. La Guardia Nacional de Illinois. División «Americal». Guadalcanal y otros sitios del Oeste.
—Pero ya estaba así antes de entrar en el Ejército — indicó Hubie —. Demasiadas peleas de borrachos. Demasiadas veces con la cabeza rebotando en los bordillos de las aceras.
Dewey asintió.
—Desde luego.
—Debías haber visto las peleas que estos dos tenían cuando chicos — dijo Hubie, indicando a Dewey con la cabeza —. Pero entonces no eran más que peleas de chiquillos.
—Pero me apuesto algo a que ha sido un buen soldado, ¿ no es verdad? —preguntó Dave.
—Para decir verdad, es cierto que lo fue —informó Dewey —. Terriblemente bueno. Cuando Raymond estuvo con la «Americal» en Guadalcanal fue...
—Oye, tú, no tengo ganas de volver a hablar de cosas de
guerra esta noche — rezongó Bama —. ¿ Qué hay de esas mujeres? ¿ Volvéis con ellas o no?
—Que se vayan al cuerno — dijo Dewey —. Que vengan ellas aquí, si quieren.
—Eso es. Que se vayan al cuerno — dijo Hubie lealmente.
—Tú, dame un trago de esa botella — dijo Bama a Dave, Antes de que te la bebas toda.
—Podemos comprar más. Muchísimas más —r contestó Dave alargándosela.
—Seguro —repuso Bama, tomándosela de todos modos. Echó un poco en un vaso vacío y le devolvió la botella a Dave —. Ahora espera un momento — dijo a Dewey —. Le prometí a Dave que le buscaría una novia. No podemos encontrarla si están de morros con nosotros.
—No tienes por qué contar con nosotros —dijo Dewey.
Hubie estaba mirando a la mesa de las chicas.
—Desde luego, no nos necesitáis para nada.
—Como sea, ya sabéis cómo son esas mujeres — dijo Bama.
—De todos modos nosotros debemos irnos —repuso Hubie —. Mañana tenemos que trabajar.
—Sí — corroboró Dewey con mal humor —. A ver si me haces el favor de no recordármelo más.
—Ya no me interesan tanto — dijo Dave a los tres hombres—. He cambiado de idea. Voy a ir a buscar otra botella.
Se levantó de la mesa y se dirigió al extremo más próximo del mostrador, donde Eddie, el joven manco, estaba arrancando las latillas de las botellas de cerveza con su doble gancho.
—Este maldito chisme es estupendo para abrir botellas-sonrió el muchacho —. ¿ Qué quiere usted? — preguntó —. ¿ «Pabst Cinta Azul»?
—No — contestó Dave —. Tres cuartos de «Siete Coronas».
—Seguro — sonrió el muchacho —. Pero ya sabe usted que eso no se puede beber aquí — indicó haciendo un guiño.
—Desde luego que no.