CAPÍTULO LVI
El no sabía exactamente lo que esperaba de ellos cuando llegó a Israel con su novela. Seguramente había esperado elogios. Y alcanzó elogios. Pero ¡ con qué reserva!
Bob conservaba mucho de su antiguo calor, de su entusiástica amistad. Pero también él parecía confuso y molesto. Y Gwen: Gwen estaba tan lejos que parecía que él le estuviera hablando a través de una gruesa pared de cristal. Era algo horrible. Aunque, naturalmente, siendo Gwen como era, se comportó todo el tiempo bondadosa y dulce y agradable, pero esto la hacía parecer a Dave aún más alejada. Y cuando, estando todavía Bob allí, ella anunció que iba a dejar el Colegio y que se iba a marchar de la ciudad, después que terminara el curso, Dave sintió una especie de aterrorizado pánico irracional.
Se quedó allí el doble del tiempo del que pensaba quedarse. Cuando se marchó, no sabía mucho más sobre lo que había sucedido que cuando llegó.
Finalmente, cuando Gwen anunció, cerca de la una, que era tarde y que ella tenía que trabajar al día siguiente, se limitó a preguntar embarazado:
—¿ Qué pasa, Gwen? — dijo —. ¿ Qué es lo que está mal? ¿Qué ha sucedido aquí?
—¿ Sucedido? — preguntó Gwen divertida —. Pues nada.
Ella retiró las tazas de café y se las llevó al fregadero.
—¡ Pero tiene que haber sucedido algo! — insistió Dave desesperadamente, andando en seguimiento de ella —. ¿ Por qué has decidido de pronto marcharte? ¿Por qué has decidido abandonar el Colegio? La semana pasada no tenías pensado nada por el estilo.
—No es necesario que haya sucedido nada parra que yo decida marcharme del Colegio durante algún tiempo — dijo ella ruborizándose —. Por favor, Dave.
—Pero, ¿ por qué?
Gwen se inclinó hacia delante y recogió una de las tazas.
—Ten en cuenta que suelo irme de vez en cuando para estudiar alguna: cosa..Ya era hora de que volviese a salir. Eso es todo.
Dave se la quedó mirando fijamente, tratando de que ella le devolviera: la mirada, pero Gwen no consintió.
—¿ Es que no quieres decirme que estás enamorada de otro? — preguntó él por fin —. ¿ Se trata de eso?
—Pues supongo que sí — dijo Gwen embarazada —. Sí, Sí, eso es. Esperaba que tú lo entendieses sin que tuviéramos que hablar de esto. Sin necesidad de tocar este tema.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué he hecho yo de malo?
Gwen se volvió para darle la cara.
—¿ Es que es necesario que alguien le haga algo malo a una persona para que ésta se enamore de otra? — preguntó ella.
—¡Oh! — exclamó Dave, que se quedó de pronto sin aliento—. Desde luego que no. Supongo que no. La verdad es que no se me había ocurrido nada de eso. Por lo visto quieres decir que has encontrado ya a otra persona.
Gwen seguía mirándole fijamente muy turbada, con el rostro increíblemente tímido y ruborizado.
—A decir verdad, se trata de eso. Por lo menos, yo creo que es eso. — Durante unos momentos estuvo sin decir nada. Luego añadió —: Lo siento.
—Bueno —rezongó él—. Yo... bueno. ¿Es alguno de mis amigos?— preguntó fríamente —. ¿ Alguien a quien yo conozca?
Por un momento los ojos de Gwen flamearon, casi penosamente, habría dicho él.
—Eso no es cosa de tu incumbencia, ¿verdad, Dave? Después de todo nunca ha habido nada entre tú y yo, ¿no es cierto?
Se quedó mirándolo como disculpándose. Estaba claro lo que quería decir.
—Bueno, si no ha habido nada entre nosotros, ha sido únicamente porque tú nunca has... — Luego se detuvo de pronto —. Bueno, no— dijo fríamente —. No, en realidad no es eso. Ahora comprendo por qué no has querido nunca formalizar tus relaciones conmigo.
—Ya te lo dije una vez — dijo Gwen nerviosamente —. Te dije una vez que no quería herirte nunca.
—Bueno — dijo Dave, todavía paralizado y furioso, respirando a duras penas —. Sí, me lo dijiste. Y ahora no creo que haya que decir más, ¿no es así?
—No, no creo que haya que decir más ¡— repuso Gwen.
—Muy bien — dijo él —. Pero todavía queda una cosa: ¿continuarás ayudándome a escribir mi libro?
Gwen se encogió de hombros en un movimiento embarazado.
—Lo haré mientras esté aquí — repuso.
—Bueno, eso significa que, por lo menos, hasta fin de curso, ¿no es así?
Gwen asintió, mirándole honradamente, de una manera increíble y absurdamente juvenil y tímida.
—Eso quiere decir — continuó él — que sólo me queda tiempo hasta junio para terminar la novela — y su voz sonaba dura y ahogada —. Bueno, creo que me bastará. Te pregunto esto únicamente porque necesito tu ayuda. No tengo ningún orgullo en lo referente a mi trabajo. El trabajo es lo único importante realmente, ¿no te parece?
—Me gustará mucho ayudarte en todo lo que pueda hasta entonces — dijo ella.
—Gracias — repuso Dave —. Bueno, creo que lo mejor será que me vaya. — Desde la puerta lanzó una despedida final — Creo que lo tendré todo terminado para entonces.
Desde luego, muchísimo de aquello no era más que orgullo, orgullo torcido, desviado pero de todas formas él hablaba sinceramente al referirse a su obra. En verdad, no tenía forma alguna de saber de momento si podría seguir trabajando, si no se quedaría agotado.
1,0 descubrió inmediatamente, al otro día. Cuando se despertó, sintiéndose muy bien, recordó lo que había sucedido la noche antes. Mientras se bebía sus tres tazas de café estuvo rumiando aquello. Cuando entró en su pequeño escritorio para empezar a trabajar, no se le ocurrió nada, ni siquiera una frase, y la escena en la que había estado trabajando le parecía sencillamente estúpida.
Durante cinco días no trabajó en absoluto, poniéndose un poco más borracho cada día un poco antes, arrastrando un cuerpo más cansado hasta la máquina de escribir. Todo se le había ido. No podía pensar más que en Gwen. Gwen, Gwen, Gwen y todo lo que él la había querido y qué podía haber hecho para que ella se marchase de esa forma. Se pasaba la mayor parte del tiempo arriba en su dormitorio, mirando por la ventana los lúgubres árboles otoñales y el cielo triste y las casas sucias de hollín, saliendo y entrando de pesados estratos de embriaguez y meditación para despertarse a una vaga conciencia de quién era y dónde estaba. Y aquellos momentos de conciencia eran los más penosos de todos y los más insoportables.
Al final, únicamente era la cólera lo que le ayudaba. Una pura cólera rabiosa. Cólera contra el mundo y contra todo lo que en el mundo había. Cólera contra Dewey y Hubie, por emborracharse con la misma frecuencia que él; cólera contra Lois y Martha por quedarse allí sentadas como dos sapos. Cólera contra Bama por estarle estudiando con simpatía. Cólera contra Ginnie Moorehead por ser estúpida. Cólera contra Doris Fredric por ser una perdida siendo tan rica. Pero lo más de su cólera era contra Bob y Gwen French, por haberle tratado de la manera que le habían tratado, por haberle negado todo su cariño, dejándole agotado y exhausto. Nunca había odiado a tanta gente en tan poco tiempo con un odio más puro y más negro, y se sentaba allí en su habitación y estudiaba y saboreaba y amaba aquel odio. Era un odio que llegaba a hacerle sentirse sobrio y que le volvió a poner en pie, y finalmente, después de dos semanas de estar borracho y no escribir una sola línea, le impulsó de nuevo a trabajar. Furiosamente, leyó con detenimiento todo lo que tenía escrito hasta entonces e hizo notas y se dispuso a trabajar de nuevo.
Pero entonces, cuando se disponía a trabajar y a empezar su lucha decisiva, Bama tuvo que marcharse y resultó herido de un disparo de revólver.
Pero no fue el disparo, sino las consecuencias las que originaron todo el jaleo. Y las consecuencias, naturalmente, Dave no las sabía por aquel entonces. La primera noticia que tuvo fue por el telefonazo que recibió de Bama desde el Hospital Católico de San Vicente de Indianápolis, un día a las seis de la mañana. Llevaba ya varios días fuera y Dave no tenía ninguna noticia suya; pero aquello no resultaba insólito, ya que su propósito era el de quedarse en Indianápolis para jugar en las carreras de caballos. Solía estar varios días fuera sin decir una palabra.
—Pero, ¿qué haces en un hospital?
—Un loco que trató de matarme a tiros.
—Pero, ¿ te dió?
—Nos dimos los dos, pero yo fui el primero. — Hubo una pausa seca —. Diablos, yo llevaba más de dos mil dólares y no iba a dejar que me los quitara por las buenas.
Dave, asombrado, preguntó:
—¿Tanto ganaste?
—¿Ganar? Nada de ganar — dijo Bama inocentemente—. Era el último dinero que me quedaba de la cosecha de otoño. Quería invertirlo por aquí.
—Ya: comprendo. ¿Qué quieres que haga? ¿Necesitas que vaya por ahí?
—Sí. Me gustaría que vinieras. Estos malditos locos no me dejan salir de aquí. Dicen que no puedo conducir. Quiero que vengas a recogerme.
—Desde luego; iré y te recogeré. ¿ Dónde te han herido?
—En la cadera. No es nada grave. Pero esta gente no hace más que hablarme del tétano, ponerme penicilina y no sé cuántas cosas más. Y ahora no me dejan salir de aquí.
—¿Te dejarán salir si yo voy?
—Seguro que sí.
—Muy bien — dijo Dave —, estaré ahí tan pronto pueda.
Cuando llegó allí se enteró de toda la historia. Una monja le condujo en un ascensor hasta el piso donde Bama había tomado una habitación individual. El sureño estaba sentado en la cama con uno de los pijamas ridículos e infantiles del hospital, y tenía el sombrero puesto. Junto a la cama estaba sentada en una silla una monja de rostro brillante y risueño.
—Vaya, por fin has llegado — dijo Bama—. ¿Te trajiste mi ropa?
—¿ Es que tenía que traerla? — preguntó Dave.
—Seguro que sí —exclamó Bama. Se volvió y le sonrió a la monja —. ¿ Cómo voy a salir, si no, de esta ratonera? ¿ Quieres que vaya con los faldones de la camisa al aire?
—Como puede usted ver— explicó la monja, tratando de no sonreír —, el señor Dillert es un paciente muy incómodo.
—Y lo seguiré siendo — dijo Bama con firmeza — hasta que no consiga salir de aquí. Me han quitado la ropa, pero no han podido llevarse mi sombrero. Aquí la Hermana ha estado tratando de darme conversación desde que nos vimos por vez primera.
—Bueno, tendrá usted que convenir en que resulta bastante raro eso de tener el sombrero puesto en la cama — dijo la monja, conteniendo la risa.
Era una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años.
—Bueno — dijo Bama —, ¿ qué le parece si fuera usted a buscar mis ropas? Mi amigo va a llevarme a casa. Y estoy dispuesto a marcharme ahora mismo.
—Señor Dillert — dijo la monja —, usted sabe que no puede hacer eso mientras el médico no lo apruebe primero.
Pues entonces vaya usted y busque al médico.
—Muy bien — dijo la monja, levantándose —. Iré y veré lo que puedo hacer. Desde luego no puedo prometerle nada. Ya sabe usted que no se supone que pueda usted levantarse de la cama.
—Esperaré un cuarto de hora — dijo Bama tajante.
Tan pronto como ella se fue, Bama le contó a Dave toda la historia del disparo. Había sido un claro intento de atraco, habiéndose el otro hecho pasar por un policía, pero Bama se defendió con mayor rapidez. El atracador, según se descubrió más tarde, tenía muchos antecedentes de robos, pero nunca de atraco a mano armada.
Bama acabó su relato pocos minutos antes de que llegase el doctor. Éste era un hombre alto, huesudo, de aspecto satisfecho, cincuentón, con.distinguidos cabellos grises y acostumbrado, por lo visto, a ser tratado con mucho respeto.
—Bueno, señor Dillert — sonrió paternalmente —, tengo que discutir con usted algunas cosillas. La Hermana Theresa me dice que otra vez ha estado usted insistiendo en lo de querer irse.
—Mire, doctor, no es que insista en nada, es que me voy.
—Me temo que eso sea imposible — dijo el doctor preocupadamente.
—¿Qué quiere usted decir con eso de imposible? No hay ninguna ley que diga que puede usted tenerme en su ratonera si yo quiero marcharme.
—Desde luego, señor Dillert — sonrió el doctor —. Nadie piensa retenerle aquí contra su voluntad.
—Entonces, ¿por qué no me dejan irme de una vez?
—Porque está usted bastante enfermo, señor Dillert. Presenta un caso bastante avanzado de diabetes, complicado con una clara cirrosis del hígado.
—¿Cómo dice? «-pregunto Bama entornando los ojos.
—Diabetes mellitus — dijo el doctor —. Azúcar en la orina. Le hicimos el análisis correspondiente y descubrimos eso. Sé que ya no vive su padre de usted. ¿Puedo preguntarle de qué murió?
—De gangrena en la pierna — dijo Bama.
—Una causa muy común de fallecimiento en los casos de diabetes no cuidadas, señor Dillert. La diabetes, o por lo menos la tendencia a la misma, es una cosa que se hereda. Y en cuanto a la cirrosis, también he podido diagnosticarla claramente. ¿Cuánto whisky bebe usted al día?
—Yo qué sé. Puede que una botella o más — repuso Bama insolentemente.
—Pues tiene usted que dejar de beber en absoluto.
—¿Por qué? ¿Es que voy a morirme?
—No, de momento no. Podrían quedarle cinco o incluso diez años de vida al ritmo que usted lleva. Pero necesita un tratamiento inmediato. Aquí le enseñaríamos a ponerse usted mismo las inyecciones que necesita y a seguir la dieta que le conviene.
—Eso será lo que usted sugiere, doctor — dijo Bama —. Me parece muy bien. Pero, ¿quiere usted decirle a la hermana Theresa que vaya a buscarme mi ropa?
El médico se quedó mirándole desconcertado. Luego, perdido su aplomo, se dirigió a la monja.
—Hermana Theresa, traiga las ropas del señor Dillert y un impreso de alta para que lo firme.
La Hermana se retiró sin decir palabra. Bama y el médico se quedaron mirándose.
—¿Qué me dice usted de la herida? —preguntó Bama al cabo de un momento.
—Está curada debidamente y no le dará mucho quehacer. Ahora me permitirá que me retire porque tengo otras cosas urgentes. Haga el favor de firmar el impreso que traerá la Hermana Theresa.
Cuando el médico se marchó, Dave le preguntó a su amigo:
— ¿ Qué vas a hacer con lo de la diabetes?
—No te preocupes, ya sabré arreglármelas.
La Hermana le advirtió al entrar que el viaje iba a resultar una dura prueba y así fue, en efecto. La herida se abrió y no dejó de sangrar. Cuando llegaron a Parkman lo primero que hizo Dave fue llamar al doctor Mitchell, al que le contó lo de la diabetes. Entre los tres estuvieron discutiendo el asunto. Bama afirmaba que ni dejaría de beber ni consentiría en ingresar en un hospital. El doctor Mitchell le aconsejó un poco molesto:
—Bueno, de todos modos trate de beber lo menos posible.
—¿ Qué me dice usted de eso de morirme?
—Es difícil de contestar — respondió el doctor un tanto evasivamente—. Probablemente el médico del hospital tenía también razón en esto. Aunque también puede suceder que viva usted más que nadie. Es muy difícil de asegurar nada.
—Bueno, que se vaya todo al diablo. Cinco o diez años es muchísimo tiempo de todas formas. Dave, baja y trae u. a botella de whisky, ¿quieres?
Y de aquella manera fue como quedó arreglado todo.