CAPITULO XXXVI

En el vestíbulo principal, delante de la chimenea, Agnes y Dawn estaban sentadas hablando con Gwen French, y el joven Jimmy Shoridge, hijo de Harry, estaba colocado en postura de adoración sobre el brazo de la butaca de Dawn.

Desde luego, Frank no tenía por qué saber que su hija le acababa de ganar dieciocho dólares a Jimmy Shoridge jugando en Ja sala de billar. Si lo hubiese sabido se habría sentido apenado por la falta de señorío de su femenino vástago.

En su situación cognoscitiva, lo único que pensaba era en lo buen muchacho que resultaba el joven Jimmy, demasiado bueno para ser hijo de Harry Shoridge, cuando él mismo, Frank, se fue aproximando al grupo. Le gustaría tener un hijo como aquél, además de Dawnie. Bueno, si todos sus proyectos se realizaban como él había pensado, quizá él y Agnes pudieran llegar a adoptar un hijo.

Luego, a medida que se acercaba hacia el grupo, pudo ver con el rabillo del ojo, verdaderamente sólo por casualidad, en el otro extremo de la estancia, sentados con algún otro joven matrimonio, ante una de las mesas, a Al Lowe y a Geneve. Su optimismo era lo bastante fuerte, gracias a Dios, pensó, para soportar aquello, pero por un momento sintió una terrorífica contracción dolorosa en el vientre. Tomando grao cuidado de no mirar y de; ni siquiera hacer resbalar sus globos oculares en aquella dirección, anduvo directamente hacia la butaca donde estaba sentada su esposa y se quedó en pie a su lado, fingiendo escuchar.

Gwen French estaba sonriéndole a Dawn.

—A decir verdad, casi nadie sabe escribir, querida. Para ello es preciso trabajar duramente. Ni siquiera tener mucho talento. Algunas veces pienso que eso, el tener talento, puede ser incluso un obstáculo. Mira todos los escritores que tenemos hoy día. ¿Cuántos son? ¿Cuántos libros? Mil al año.— Volvió la cabeza y sonrió a Agnes implacablemente —. Y no exceptúo ni siquiera a Kenneth Róberts ni a Frank Yerby.

La verdad — sonrió Agnes — es que tengo tu maligna lista.— Indudablemente había estado a punto de decir maldita, pero se contuvo. Dawn adoptó un aire de enojo —. Incluso he leído algunos de ellos.

—¡Oh, no! — estalló Dawn —. ¡ Oh, no! Yo estoy hablando de escritores verdaderamente serios, verdaderamente filosóficos. Los que están tratando de entender la vida. Como está tratando Wally Dennis. En verdadero artista.

—Bueno, ése es un tema completamente distinto — dijo Gwen con calma —. Enteramente distinto. ¿ Cuántos tenemos de ésos? Cuatro o cinco todo lo más. Quizá dos o tres jóvenes.

—de todos ellos, ¿ cuántos pueden llegar a ser verdaderamente grandes? Quizá uno. Tal vez dos. Quizá ninguno. — Sonrió —. Estás hablando de una profesión que tiene una mortalidad proporcionalmente muy elevada. Tratar de encontrar la verdad es ya de por sí muy difícil, pero el encontrarla y tenerla que admitir uno mismo, eso es todavía mucho más difícil.

—¡ Oh, pero es que yo estoy segura de que podría escribir!

—dijo Dawn con los ojos brillantes —. ¡ Sería,un tremendo sacrificio! ¡ Pero yo podría hacerlo! Pues una persona no puede vivir y trabajar al mismo tiempo, como dice Wally. — Miró a Gwen —. El sabe eso por ti. Pero yo podría hacerlo también. — Después extendió los brazos, esparciendo sus dedos y echando hacia atrás la cabeza —. Pero después de todo el teatro es mi verdadero y supremo amor. Oh, yo siento como si estuviera haciendo el amor con él mundo entero cuando subo al escenario. Me da la sensación de que cada persona del público es mi amante personal.

—¡ Dawn! — exclamó Agnes escandalizada, y luego se acordó de donde estaba y sonrió.

Gwen French se volvió a mirarla con rostro impasible. Luego volvió a mirar a Dawn.

—¡ Pero es verdad, mamá! — gritó Dawn —. ¡ Es verdad!

Y puedo ser una gran actriz.

Levantó la mirada hacia Jimmy Shoridge trémulamente.

—¡ Desde luego que puede! — dijo Jimmy inarticuladamente, con voz estrangulada, mirándola con reverente temor —.

¡ Puede! ¡ Seguramente lo comprende usted, señora Hirsh! ¿No piensa usted lo mismo, señorita French?

Dawn le sonrió.

—Espero que pueda —sonrió Gwen con calma, y Dawn volvió la cabeza para sonreír a su profesora.

Pero, al parecer, algo le había hecho perder el interés a Gwen, que no dijo nada más, y sin su caudillaje la conversación languideció, prosiguiendo luego por otros derroteros, como si todo el mundo estuviera embarazado.

Frank había oído poco o nada de la charla. No estaba muy interesado por el arte o la literatura, y le preocupaba mucho hacer ver a su esposa que él no había visto a Geneve Lowe.

Allí estaba ella, sentada en el otro extremo de la habitación, envuelta en sus ropas tipo revista Vogue, y todo lo que él tendría que hacer sería volverse y caminar hacia allí; pero no podía. Porque su esposa estaba allí, y porque el esposo de ella también estaba allí.

Súbitamente tuvo la respuesta, sin ni siquiera haberse hecho la pregunta, de algo que le había estado preocupando durante semanas. De pronto y sin ninguna razón, sé dio cuenta de que aquello era la causa de que Edith Barclay estuviese comportándose como se comportaba. ¡ Era porque estaba enamorada de él! Él lo sabía. Lo sabía ahora tan clara y seguramente como sabía que su nombre era Frank Hirsh. ¡ Edith Barclay se había enamorado de él! ¡ No estaba enamorada en absoluto de aquel infeliz de Alberson! Una idea tan intrigante le hizo olvidarse de todo, incluyendo a Geneve.

Ocultando cuidadosamente su excitación, que Agnes no dejaría de percibir, se quedó allí clavado, rumiándola en su cabeza, con una especie de asombro visceral, hasta que estuvieron a punto de marcharse y Agnes se levantó.

—¿Es que no vas a saludar a Al y a Geneve? —le preguntó ella, después que él la ayudó a ponerse el abrigo.

—¡Cómo! — dijo Frank—. ¿Quién? ¿Dónde?

—A Al y a Geneve Lowe. Están sentados en aquella esquina — dijo Agnes dulcemente —. Seguramente no querrás marcharte sin decirles una sola palabra. ¡ Al trabaja para ti!

—¡ Oh! —exclamó Frank, mirando en torno —. ¡ Oh, no! No, desde luego que no. No me fijé que estaban allí.

—Bueno — dijo Agnes, mirándole expectante —. Ve y háblales.

—Volveré en seguida — dijo él huecamente, y atravesó la larga estancia jadeando furiosamente y esperando que no se le notara el sonrojo.

Le dio unas palmadas a Al en la espalda y habló al matrimonio cordialmente y explicó que no les había visto al entrar del bar de los hombres.

Luego rehizo el largo camino de vuelta hasta la puerta. La verdad era que le habían cogido completamente desprevenido.

—No había motivo alguno para que yo tuviese que ir a saludarles — dijo enfurruñado —. No lo esperaban.

Agnes, enfurecida, no dijo nada, absolutamente nada, nada de ninguna manera, y luego se despidieron de Gwen y de Jimmy. Jimmy que con hábil manejo de pulgares ayudó a Dawn a ponerse el abrigo y se la quedó mirando anhelante— mente.

Frank tenía ahora, cuando llegó a casa, tres razones para emborracharse. El éxito (al menos en su primera etapa) del negocio de la desviación. El haberse dado cuenta (cosa sobre la que todavía no había reflexionado bastante bien) de que Edith Barclay estaba enamorada de él; y el hecho de que Agnes deliberadamente había tratado de colocarle (en una posición embarazosa en el casino. Trató esperanzadamente de hacer que Agnes se arrepintiera y pensase que era por culpa de ella por lo que él se estaba emborrachando, y posteriormente llegó a percibir que, al parecer, había conseguido su propósito, aunque, desde luego, no podía estar seguro. No con Agnes. Con Agnes uno nunca podía sentirse seguro de nada.

Se sentó en la habitación en penumbras después que las dos mujeres, dos hembras, pensó iracundamente, se habían ido a la cama, y bebió y pensó acerca de Edith Barclay enamorada de él. Era, para ser sincero, una idea casi inconcebible. Eso de que alguien, dondequiera que fuese, pudiese estar enamorada de él. Especialmente una mujer joven y bien parecida como Edith. Era una lástima que trabajase para él. Pero bien mirado aquélla era su suerte usual. Desde que había sido admitido dentro del Banco por el juez Deacon y podido votar en el Consejo de Administración, había tomado como regla inflexible la decisión de que ningún hombre de negocios triunfal y en auge podía tantear en lo sucesivo con ninguna de las personas que trabajaran a sus órdenes. Y ésta era una regla que él comprendía que no se podía quebrantar sin lesionar su integridad. Los hombres de negocios que prosperaban no podían hacer aquellas cosas. Pero él no había trazado ninguna regla en cuanto al pensar sobre aquello. ¿Es que se había impuesto alguna regla en este sentido? No, desde luego que no. Por eso se quedó allí sentado y se emborrachó y pensó sobre todo aquello.