CAPÍTULO XVI

Dave y Bama no volvieron de Indianápolis antes de los cinco días, a pesar de la resolución que Bama había hecho en el coche mientras iban allí. Cuando Dave volvió, descubrió que Frank había estado fuera de la ciudad todos aquellos días, habiendo ido a Chicago a una exposición de joyería, según dijo Agnes, y se esperaba que volviese al día siguiente o antes. Dave no tenía por qué haberse preocupado de Frank y de su promesa de verle en absoluto. Pero era una cosa que, por alguna extraña razón, le había tenido preocupado y le había hecho sentirse culpable todo el tiempo que estuvo fuera.

Cuando volvieron a Parkman venían conduciendo dos coches. Porque Dave se había comprado uno. Habían hablado sobre eso durante la ida, sobre la conveniencia de tener coche propio, y Bama le había prometido ayudarle a encontrar uno. El estar hoy sin un coche, decía Bama, era como el estar sin pies unos siglos antes. Pero cuando llegaron allí y asentaron sus reales en el hotel «Claypool», todo el grupo se dedicó con tanto entusiasmo a beber que nunca parecía haber tiempo bastante para hacer lo más mínimo sobre el coche. Dos veces, Bama le llevó a sitios en los que se vendían coches de segunda mano, sitios que él conocía, estando allí unos minutos, pero los dos se hallaban tan cargados de licor, si no realmente bebidos, que todo el proyecto parecía no sólo vago e irreal y una pérdida de tiempo valioso, sino positivamente antinatural, una fuga de la realidad. Se comprometieron a comprar el coche en Terre Haute, en el camino de vuelta a casa.

Poco después de aquel mediodía, que era la hora en que todos se habían levantado y pedido que le trajeran el desayuno, Bama le había preguntado concienzudamente a Dave si tenía que volver para algo especial, y Dave quiso recordar a Frank y su promesa de verle y, no menos concienzudo, había dicho que no, y decidieron permanecer otro día. Lo mismo sucedió los cinco días siguientes. Las dos muchachas evidentemente sabían de antemano la clase de juerga que podía esperarse de Bama, motivo por el cual habían venido. Al final fue el mismo Bama quien, como si hubiese cumplido por último alguna misión o necesidad muy especial, que ya hubiese rematado, de pronto ordenó el cese de la fiesta y displicentemente dijo que ya era hora de volver a la desagradable cuestión de tener que ganarse la vida.

Y así había sido, pensaba Dave. Durante cinco días no existió nada de lo que ellos sabían que existía en el mundo, ni nacional ni internacional, ni condado, ni Estado, ni Parkman, ninguna de sus respectivas responsabilidades, embrollos o preocupaciones y sobre todo nada de relaciones íntimas con la gente. Vivían en un hotel, gastaban dinero, se les atendía. Eran unas vacaciones tomadas a la misma vida. Bama se sentía, por lo visto, tan a sus anchas y era tan conocido en Indianápolis como en Parkman. Sus cheques eran hechos efectivos en el «Claypool» sin cartas de crédito ni preguntas. Todos los empleados de la recepción le conocían. Asimismo todos los botones y camareros. Y durante todo aquel tiempo, durante aquellos cinco días, Bama siguió siendo tan basto y campesino y francamente provinciano como lo había sido siempre, como la primera vez que Dave le vio en el bar «Ciro» de Parkman, tan cateto como sus ternos camperos. Aquellos ternos se los compraba él mismo en casa de L. Strauss, donde, por su mucha insistencia, le eran cortados especialmente siguiendo sus indicaciones, para gran angustia del jefe de ventas, y pagaba cien dólares por cada uno.

Y se encargó otro nuevo mientras estuvo aquella vez en la ciudad y llevó a Dave a la tienda para que se hiciera trajes de paisano. También lo llevó a casa de su zapatero.

Todas las tardes (que para ellos eran las mañanas), después de haber tomado el desayuno (regándolo abundantemente con whisky los cuatro: la primera porción de la enorme cantidad que seguirían consumiendo regularmente durante el resto del día), Bama solía darles a las muchachas algún dinero (diez, quince, veinte) y las mandaba fuera (a la tienda, gruñía, o a un cine) y luego, preparándose una nueva bebida, se disponía a empezar el día.

Bebía una barbaridad, de una manera tremenda. Nunca bebía nada más que «Bourbon» y agua natural. Excepto alguna cerveza de vez en cuando. Teniendo en las manos el vaso recién lleno, solía sentarse primeramente en el filo de la cama en paños menores con el sombrero puesto y llamaba al criado para que se enterase de cómo iba su traje, que siempre enviaba a que fuera aspergado y planchado, como primera providencia en cuanto se levantaba, incluso antes de pedir el desayuno. Luego solía tomarse la bebida, a la que podía o no, mientras tanto, haber añadido whisky, en el cuarto de baño, afeitándose y duchándose, descalzo y sin más ropas que sus prendas interiores y su sombrero. Al salir, con el vaso todavía en la mano, usualmente vacío, lo primero que hacía era llenarlo y ponerlo luego cuidadosamente en la mesilla, ponerse luego calcetines limpios y los zapatos, ropa interior limpia, teniendo que quitarse el sombrero momentáneamente para ponerse la camiseta, y finalmente una limpia camisa blanca (en seguida se había comprado accesorios y camisas el mismo día que llegaron) y su corbata, y de esta forma solía permanecer, dando vueltas con su bebida, en plan de hombre que ha vivido tanto en hoteles, que se siente en ellos mucho más a sus anchas que en una casa, hasta que el criado llegaba con su traje.

Las muchachas, desde luego, hacían ya rato que se habían ido. El primer día, Dave las acompañó. Salieron y se tomaron sus bebidas, luego el almuerzo en el «Canary Cottage», en el Círculo, luego más bebidas, luego cruzaron la calle para ir a un cine, luego más bebidas. Dave no podía haberse aburrido más. El segundo día prefirió quedarse con Bama, y las muchachas salieron solas, y Bama le sonrió simpáticamente. Eran unas bonitas muchachas, a su modo, dijo, pero únicamente lo que pasaba es que él no podía soportarlas tanto tiempo. Aquel fue el momento que eligió Bama, murmurando algo de que no quería arruinar su reputación de paisano saliendo a la calle con un soldado; le llevó, todavía de uniforme, a casa de Strauss paira encargarse ropas y después de encargar su propio terno, le dejó allí y se fue solo.

Lo que las dos muchachas hicieran aquellas tardes «mañanas» o adónde iban, Bama ni lo sabía ni lo preguntaba. Al parecer le tenía sin cuidado. Y Dave descubrió que también a él le tenía sin cuidado. Rosalie se había hecho más o menos manejable.

En la tercera tarde, ataviado ahora con una flamante chaqueta de deporte de punto gris y azul y cortada a estilo Hollywood y unos pantalones de franela que le había costado mucho trabajo encontrar entre los sombríos ternos conservadores de hombres de negocio de Strauss, Bama le llevó a casa de su agente de apuestas.

Dave, al principio, temió que los dos hubiesen cometido un error y se hubiesen colado en un club exclusivo para hombres. De vez en cuando había apoyado a gente que se dedicaba a las apuestas en la costa del Pacífico. Invariablemente eran personas encargadas de escuálidas tiendas dedicadas a la venta de tabaco o salas de billar, o bien operaban tras cerradas puertas en la buhardilla de algún edificio de habitaciones amuebladas. Aquí las alfombras eran espesas. Espaciosas y confortables butacas, ceniceros de pie y mesitas de cóctel estaban distribuidas frente a la gran pared-pizarra. Litografías de caballos famosos decoraban las otras paredes. Varios señores ancianos, costosamente vestidos (se preguntó si por L. Strauss), se hundían en cómodas butacas sosteniendo vasos de bebidas que les eran servidas por un negro vestido de blanco. Tres jóvenes, vestidos excelentemente con ternos comerciales de estilo ultra conservativo (también de h. Strauss), circulaban de arriba abajo cortésmente, enarbolando mazos de tarjetas y lápices. De vez en cuando, uno de los sentados caballeros les decía quedamente alguna cosa que ellos escribían con obsequiosidad. Otro caballero, vestido de forma conservadora, se mantenía en pie junto a la pizarra empuñando un borrador y un trozo de tiza. Ocasionalmente borraba algo del encerado y escribía algo en su lugar. Muy poco de la pizarra estaba en uso. Dave conocía lo bastante para saber que esto se debía a que la principal temporada de carreras en el Sur no había empezado todavía. El ambiente que reinaba en todo el establecimiento era en realidad más bien el de la oficina de un rico corredor de Bolsa que el de un ilegal corredor de apuestas sobre caballos.

Y, sin embargo, a pesar de la conservadora respetabilidad y del aire eficiente de negocios del lugar, había también una subyugante nota de secreto y clandestinidad que a él le resultaba muy simpática.

Bama realizó algunos cálculos en el margen de su impreso, con un lapicero de oro, luego estudió la pizarra, hizo algunos cálculos más, se sentó pura y simplemente, estudiándolos y mirando de vez en cuando a la pizarra. Dave se limitó a sentarse, manteniendo su impreso desmañada y torpemente, como un hombre que sostiene un rifle que nadie ha disparado antes; todavía no podía habituarse a este lugar para el que Bama no le había preparado. Uno de los jóvenes se acercó con su mazo de tarjetas y lápiz, murmurando cortésmente que el tiempo estaba ya casi agotado y que dentro de unos momentos no se admitirían más apuestas. ¿ Qué decía el señor Dillert? Bama alzó la mirada y la clavó en él durante un momento como si esperase encontrar una respuesta allí, y durante aquel tiempo el joven aguardó, y luego le entregó uñar apuesta. A continuación dejó caer su folleto y alzó su bebida. El hombre que estaba en uno de los extremos se encasquetó un par de auriculares que le dieron aspecto de copiloto de las Fuerzas Aéreas, anunciando con perfecta insensibilidad que ya habían cerrado la admisión de apuestas y empezó con absoluta monotonía a nombrar las posiciones cambiantes de los caballos a medida qué éstos iban corriendo por la pista, mirando inexpresivamente la pared que tenía delante de sus ojos. Los caballeros sentados en las butacas sorbían sus bebidas v escuchaban silenciosamente. Da ve escuchaba también, sintiendo alzarse en él una tremenda excitación. Cuando todo hubo acabado, el joven de las tarjetas volvió a pasar y le entregó a Bama un vale que el alto meridional se guardó. Luego volvió a recoger su impreso.

Permanecieron allí todo el resto de la tarde, escuchando aquel pesado, monótono, casi salmodiante recital, evaluando una carrera tras otra, y cuando se marcharon, Dave se sentía un consumado profesional de las apuestas.

Por otra parte le había sido permitido presenciar un despliegue de las facultades de Bama en pleno trabajo, y no podía sentir sino una admiración incondicional. El mérito mayor consistía en la paciencia, parecida a la cual no había visto nunca nada, y nunca habría creído que el displicente Bama fuese capaz de tanto, pero de la que iba a ser testigo muchísimas otras veces. Bama trabajaba cada carrera estudiando su prospecto y la pizarra, haciendo una especie de cálculos privados, luego revisándolos, luego revisando la revisión, luego revisando la revisión de lo revisado. Hizo aquello en todas las carreras. Pero sólo apostó en una. En la anterior a la última. Una vez más, el educado joven le trajo otro vale que se guardó en el bolsillo. Cuando iban a marcharse, Bama presentó los vales en el mostrador y recibid del hombre allí sentado un mazo de billetes cuyos tamaños y denominaciones hicieron comprender a Dave, por lo que había podido ver, que su compañero había hecho dinero bastante como para poder pagar cómodamente toda la juerga. Volvieron al hotel con el tiempo justo para encontrarse con las muchachas, tomar sus bebidas, irse a cenar y pasar la noche en la forma acostumbrada.

Al día siguiente volvieron allí. Era el cuarto día de la excursión. Volvieron a ir también el quinto día, y era ya muy tarde, por la noche, o más bien las primeras horas de la mañana siguiente, porque eran más de las cinco de la madrugada, cuando volvieron a casa. A Bama no le había ido tan bien en casa del agente el cuarto y quinto día como le había ido el tercero. Ganó algunas carreras, pero también perdió en otras. Cuando se acercó al mostrador para canjear sus vales, en lugar de recibir billetes, se vio obligado a firmar cheques, aunque cierto es que pequeños, para compensar sus pérdidas. Pero no le importó. Como él decía, ésta era su manía, no su profesión. Antes de marcharse presentó a Dave al hombre de los auriculares con el que cambiaron unos afectuosos apretones de manos y que no dejaba de sonreír mientras miraba inexpresivamente la pared que tenía ante sus ojos y dijo que sí, que estaría muy contento enviándole una tarjeta, ya que era el señor Dillert quien le recomendaba, puesto que el señor Dillert era de los mejores miembros, pero usualmente preferían que el número de miembros del club fuese más bien pequeño y reducido. Restringido.

En el coche, Bama le miró sonriendo y empezó a hablar. Probablemente para mantenerse despierto. Bama había estado en el club de las apuestas todos los días que habían permanecido allí; allí era donde se había metido la segunda tarde cuando dejó a Dave escogiéndose ropa en casa de Strauss.

—Debería haberme quedado contigo — dijo — y así no habrías escogido esa ropa.

—¿ Qué le pasa de malo a mi ropa? — preguntó Dave.

—Nada — dijo el otro, mirando con repugnancia la hechura de Hollywood —. Nada en absoluto, si me acuerdo de ponerme mis gafas de sol antes de mirarte.

Como quiera que fuese, había ido allí todas las tardes. Haciendo un total de cinco tardes en el asunto de los caballos y habiendo obtenido una ganancia líquida de unos cuatrocientos dólares. Contaba nada más que la cantidad neta, le dijo a Dave, no la bruta. La bruta podía haber sido algo más de los mil doscientos dólares, pero él contaba sólo lo que se llevaba a casa, no lo que gastaba. Una sabia política, según le dijo el mismo Dave sonriendo. Bama no comprendió la broma y siguió hablando. Lo esencial era esto: aquello constituía su manía, no su profesión. Esperaba perder. No contaba con ganar ningún dinero con eso. Su profesión era la de jugar en Parkman. A las cartas, a los dados y al billar. Así era cómo había hecho su dinero. No tenía el proyecto de hacer dinero con los caballos. Jugaba únicamente por divertirse, así es que si en realidad llegaba a sacar algo de ellos era miel sobre hojuelas, ¿ no le parecía? Su tono sonaba casi defensivo. Iban cruzando la parte Oeste de Indianápolis, en el camino de regreso, estando las calles virtualmente desiertas ahora a las cinco de la mañana, casi sin tráfico que se aprovechara de la luz cambiante de los semáforos que parecían mucho más brillantes ahora que casi todo el neón estaba apagado. Las muchachas estaban profundamente dormidas en el asiento trasero.

Dave miró a Bama y por primera vez se dio cuenta de que llevaba una pistola. La chaqueta del sureño estaba desabrochada y entreabierta, e incluso a la débil luz del tablero del cochero, la negra pistola se discernía claramente bajo su brazo izquierdo.

Bama notó su mirada y le sonrió alegremente. Era nada más que para protegerse. La traía siempre que venía a la ciudad. Muchas veces le acontecía traer tanto dinero en metálico, que había pedido un permiso al sheriff de Parkman para poder llevarla. Ahora, si el otro se hacía cargo del volante se la quitaría, porque no Ja necesitaba y el maldito chisme resultaba muy incómodo. Mientras que Dave se hacia cargo del volante y le miraba, se quitó la chaqueta y sacó los brazos del doble enrejado de cuero terciado en su espalda de hombro a hombro y lo guardó en el compartimiento delantero y volvió a ponerse la chaqueta. En realidad la licencia de armas del sheriff no tenía ya ningún valor. El sheriff anterior, el que le había dado la licencia, había sido un amigo con el que había jugado frecuentemente al poker. El nuevo sheriff no sentía simpatía por él. No había tratado de renovar la licencia, pero aún seguía llevando la tarjeta vieja.

Dave cogió el arma y la sopesó. Era una «Smith & Wesson» del 32 corto, en un bonito estuche que se abría por el costado, de forma que la pistola podía sacarse de lado en lugar de abajo arriba. El cuero estaba muy bien cuidado.

—Sólo me costó cincuenta dólares — dijo Bama alegremente.

Dave ajustó las correas cuidadosamente y guardó todo en el tablero, empujando luego la pequeña tapadera de muelles.

—¿ La has tenido que usar alguna vez? — preguntó.

—No — repuso Bama alegremente —; todavía no.

En Terre Haute compraron el coche. Llegaron allí justamente cuando el establecimiento estaba abriéndose. Habían hablado de eso durante el viaje, y Bama le llevó a un sitio que conocía en la calle Ohio. No habían dormido en absoluto y se habían pasado bebiendo toda la noche. Bama regateó con el vendedor después de mirar todo el lote, dándoles patadas a los neumáticos, metiéndose bajo las ruedas, examinando los motores. Finalmente eligió un «Plymouth 1942» de un verde pálido y dijo.

—Vamos a dar una vuelta a la manzana. — Cuando volvían, le aconsejó a Dave — Cómpralo. Te llevas una prenda.

El comerciante quería novecientos cincuenta dólares. Pero a fuerza de burlarse del coche, de su fabricante, de quejarse de las cubiertas, del motor, del interior, e incluso de los limpia— parabrisas, Bama consiguió rebajar el precio a ochocientos dólares, luego se negó a cerrar el trato y logró otra rebaja de cincuenta. Dave pagó con doscientos cincuenta en metálico y un cheque de quinientos dólares que Bama hubo de endosar porque el tratante no conocía a Dave.

—Has hecho una buena compra — le sonrió Bama después que recibieron las llaves —. Puede valer muy bien los ochocientos cincuenta. Probablemente tendrás que cambiarle las válvulas después de hacer ocho o diez mil kilómetros, pero por lo demás está en muy buena forma.

Las dos muchachas estaban todavía en el asiento trasero del «Packard» profundamente dormidas. Decidieron dejarlas allí.

—Ahora no vayas a dormirte y a dar un topetazo — le advirtió Bama —. Si ves que te vas quedando dormido, quítate el gabán y abre las ventanillas. Ven detrás de mí. Si tienes que pararte para algo, hazme señas con los faros.

Dave no se quedó dormido. En realidad era la primera vez en su vida que tenía un coche propio. El concienzudo Bama condujo lo bastante despacio para que el otro no encontrara ninguna dificultad. Dave disfrutó inmensamente con el viaje de veinticinco kilómetros.