CAPÍTULO IX
Frank no necesitaba haberse preocupado por Agnes lo más mínimo. Agnes estaba optimista. Se había bañado, arreglado los cabellos y vestido, y tenía el aspecto pimpante y feliz de por lo menos diez años más joven. No había ningún signo de que una hora antes hubiese estado llorosa y enfadada. Recibió a Dave con tan honesta acogida y encantadora gracia como si durante los diecinueve años pasados no hubiera hecho más que esperar su regreso.
Es más. La pequeña Dawn estaba también con ella como miembro del comité de bienvenida. Comprendió Frank que su presencia no podría deberse sino al influjo de Agnes.
La casa estaba deliciosa a la luz de las lámparas y bajo la iluminación indirecta recién instalada. En la mesa había servicio para seis, deslumbrantes con el blancor de los manteles y el brillo de la plata.
Era un precioso hogar, pensó Frank. Se fue al aparador y nerviosamente se sirvió un buen chorro de whisky. Sólo entonces siguió a los demás hasta la cocina.
Agnes estaba mostrando a Dave con orgullo el funcionamiento del lavaplatos automático. Dawn había vuelto al saloncito y había cogido un libro.
—¡ Eso es todo! — decía Agnes —. Cuando los sacas, ya están listos. Lavados, enjuagados y secos. Es uno de los mejores aparatos de la ciudad. Con lo único que hay que tener cuidado es con no dejar rastros de comida en los platos que han de ser lavados por la máquina.
—Es asombroso — confesó Dave.
Frank pensó que uno podía creer que aquello era realidad, cuando él sabía que era sólo disimulo. Decidió orgullosamente que para su edad, su esposar era una mujer hermosa y muy amable cuando se lo proponía. Se acercó a ella y le pasó un brazo por la cintura.
—Quizá a Dave no le interesen mucho nuestros aparatos domésticos.
—¡Oh, no! — protestó Dave —. Me interesan muchísimo.
Estaba empezando a recobrarse un poco de la sorpresa por la efusiva acogida que no se esperaba.
—Vosotros los hombres quizá preferís hablar de coches o cuestiones de negocios— dijo Agnes con aire de muchachita inocente —. Pero a las mujeres nos gusta enseñar la casa.
Le dirigió a Frank una sonrisa embelesada, brillantes los ojos con una llamarada de amor que no había brotado nunca antes que Dave apareciera en escena. Frank pensó que aquella mirada no volvería a aparecer después que Dave se hubiese marchado.
—Bueno, pues entonces se la enseñaremos entre los dos.
—Quiero verlo todo — dijo Dave.
—Pero primero vamos a tomar un vasito — dijo Agnes —. ¿Quieres ir haciendo la combinación?
—Desde luego que sí. Con mucho gusto — sonrió Frank, frotándose las manos—. ¿Vas a tomar tú un vasito?
—Bueno, quizá tome uno — dijo Agnes —. En vista de que es una ocasión especial. —Sonrió a Dave —. Espero que te gustarán los «manhattans», Dave.
—Me encantan los «manhattans» — contestó él.
—Nosotros somos bebedores de «manhattans» — insistió ella—. Tu hermano es famoso por sus «manhattans». Además, somos demasiado viejos para cambiar del whisky a la ginebra; empleamos exclusivamente whisky.
—También yo soy un viejo bebedor de whisky — dijo Dave.
Se preguntaba cuánto tiempo iba a durar todo aquello.
—Vamos a ver cómo los haces — sugirió Agnes —. Realmente es un espectáculo que vale la pena.
—¡ Magnífico! — asintió Frank, abriendo marcha y guiñándole a Dave —. Ella sabe que lo hago siempre mejor cuando tengo público.
Todos juntos, después que Frank hubo mezclado las bebidas y ofrecido los vasos, el matrimonio mostró a Dave el resto de la casa, explicando cómo habían restaurado algunas habitaciones para tener más espacio, cómo habían añadido cuarto de baño a las dos habitaciones del entresuelo. Llevaba el vaso en la mano mientras hacían la inspección. Explicaron cómo habían echado abajo la pared que separaba la sala de estar del comedor, de forma que ahora había allí un amplio arco en lugar de una sencilla' puerta, y le mostraron cómo habían añadido una habitación a los sótanos, como una especie de cuarto de desahogo. Tras de lo cual volvieron al comedor para tomar otro trago.
Frank lo necesitaba. Gradualmente había ido descendiendo desde la cólera hasta una depresión agudísima. Era una buena acción que tanto él como Agnes hiciesen todo lo posible por entretener al huésped y él se sentía orgulloso. Lo que le deprimía era saber que aquella armonía no persistiese entre ellos una vez que el huésped se hubiera ido.
—¿Vas a tomar otro vasito con nosotros? —preguntó.
Agnes estaba, bajo la mirada de Dave, inspeccionando la mesa. Enderezó unos milímetros una cuchara sopera antes de contestar.
—¿ Crees de verdad que me convendrá preguntó coquetamente —.Puedo emborracharme.
—¡ Adelante sin miedo! — dijo Frank, guiñando a Dave —.¡ Adelante sin miedo! Estás entre amigos.
—Bueno, muy bien — rió Agnes sonrojándose como una muchachita—. Sólo uno más. No repito nunca, pero esta vez voy a hacerlo.
Regresó junto a la mesa.
—Van a venir otras dos personas a cenar con nosotros.-explicó a Dave —. Por eso hay seis cubiertos.
—Sí — corroboró Frank —. Se trata de Robert Batí French y de su hija Gwen. ¿Te acuerdas de ellos, Dave?
—Sólo vagamente — contestó —. Fui a la escuela en tiempos de Bob French.
—Los dos son escritores — dijo Agnes —. Por eso les he invitado. Pensé que así tendríais un buen tema de conversación. Bob French es muy conocido en toda la nación como poeta.
—Sí —dijo Dave —. He oído hablar de él.
—Así me gusta. Ahora vosotros, los muchachos, os vais a la otra habitación, os sentáis y tomáis algo de beber — ordenó Agües —. Yo voy a ir a la cocina para preparar las cosas. Tú me llevas mi vaso allí, papaíto.
—Desde luego — respondió Frank —, desde luego que te lo llevaré.
Acababa de servirse otro chorro de whisky.
Ella se filé a la cocina. Sus negros ojos no podían disimular su alegría y el placer de la reunión. Nadie tenía la menor idea de la energía precisa para alzarse hasta semejante estado de excitación. Había sido un esfuerzo tremendo, que luego 9e pondría de manifiesto. Pero justamente ahora, como una nave del espacio a punto de alcanzar la velocidad definitiva, podía serenarse por inercia, a costa del combustible previamente despilfarrado.
—Bueno, Dave — indicó Frank —, puedes llevarte tu vaso a la otra habitación y hablar allí con la pequeña Dawn. Me reuniré contigo dentro de un minuto, tan pronto como sirva a Agnes su whisky.
Dave se encaminó a la habitación bajo el arco que en tiempos había sido ana sencilla puerta, sosteniendo su vaso cuidadosamente. Dawn estaba leyendo en la butaca de cuero. Él se sentó en otra butaca más pequeña, tapizada.
Dawn alzó brevemente la mirada; sus hermosos ojos se clavaron en la frente de su tío, sonriendo lejanamente, dejando luego caer con un gesto el cabello sobre su rostro, ocultando así su severa expresión de persona adulta.
Dave carraspeó un poco y se tomó un trago de la bebida. No experimentaba el menor sentimiento de tío ante su sobrina de diecisiete años. Ella había nacido dos años después de haberse marchado él, y nunca la había visto en carne y hueso. Sí en fotos, como niña gordita, como niña menos gordita y como muchacha poco gordita. Desde su salto a ultramar ni siquiera la había visto en fotos. En aquellos dos años la transformación había tenido lugar; la crisálida se había metamorfoseado en mariposa. Llevaba un suéter de lana de Cachemira, una falda plisada, también de lana, medias cortas y mocasines rojos como si vistiese un uniforme escolar. Dave se agitó en su butaca con desasosiego. La joven tenía el mismo cuerpo bajito y achaparrado de todos los Hirsh, sólo que en ella resultaba bien.
—Hoy he conocido a un amigo tuyo — dijo él.
—¿ Ah, sí? — respondió Dawn, alzando lentamente la cabeza —. ¿ Quién?
—Un muchacho llamado Wally Dennis — respondió Dave.
—¡Ah, Wally! — Dawn sonrió con aire protector —. Sí. He salido algunas veces con él. Creo que quiere ser escritor y quizá llegue a serlo. Es un buen muchacho.
Volvió la mirada a su libro. Aquello parecía haber agotado el tema. Dave volvió a carraspear.
—¿Qué estás leyendo?
Dawn alzó la mirada hasta la frente de su tío, con ojos bien abiertos, pero sin cerrar el libro.
—«En busca del tiempo perdido» —dijo.
—¿ Proust? — preguntó Dave —. ¿ Están dando en la Escuela Superior un curso sobre ese escritor?
—¡ Oh, no! — repuso ella, sin cerrar todavía el libro —. Mi profesor de declamación me lo recomendó.
—Parece lectura un poco difícil para una chica.
Dawn sonrió.
—¿Tú crees? A mí no me lo parece; me gusta mucho.
—Yo nunca he podido soportarlo — informó Dave —. Siempre me ha parecido demasiado blando para mi gusto.
—¡ Oh, no! Si eso es precisamente lo que le hace tan maravilloso. No pensarás eso de verdad...
—¿ Sobre Proust? Bueno, quizá me he expresado con alguna exageración.
—Tiene una de las sensibilidades más exquisitas de escritor que yo haya leído — afirmó Dawn.
—Sí, desde luego tiene una gran sensibilidad — convino Dave —. La verdad es que he tratado a demasiados intelectuales de baja estofa en Hollywood. Gente que habían hecho de Proust un fetiche. Temo que fuera eso lo que me puso en guardia contra él.
—Pero ¿crees que eso está bien? No se le puede echar la culpa a Proust, ¿ verdad?
—No. Desde luego no se le puede echar la culpa. Eso era lo que yo iba a decir.
Dave tomó otro sorbo de su «manhattan» para darse ánimos, preguntándose qué diablos retendría tanto tiempo a Frank.
Como sí se sintiera halagada por la última observación de su tío, Dawn cerró su libro. Sonriendo amablemente, aunque más a sí misma que a él, enlazó sus dedos sobre uno de los brazos de la butaca y giró en la misma hasta hacerle frente.
Tú eres un protégé de Saroyan, ¿verdad?, cuando estabas fuera de aquí — preguntó ella.
Dave no podía evitar que sus ojos mirasen a hurtadillas
la línea de la falda de su sobrina que ocultaba el muslo atlético.
—De ninguna manera; nunca he conocido a ese señor.
—Yo he leído tus cuentos y tus libros. Ya sabes, los que nos envió tía Francine. Se parecen muchísimo a los de Saroyan.
—¡ Oh, todos le copiábamos! — dijo Dave —. A él, o a Steinbeck si uno vivía en California. En el Este, a Thomas Wolfe. Eran los únicos que se vendían.
—¿ Cómo es la vida en realidad fuera de aquí? — preguntó Dawn ansiosamente —.¿Es realmente tan fabulosa como dicen?
—Sin dinero, todos los sitios son iguales.
—Pero tú has vuelto, ¿no? — preguntó Dawn, esgrimiendo su brillante sonrisa seductora.
—Solamente porque tengo un empleo esperándome — mintió Dave.
—¿En los Estudios?
Dave asintió. Si de verdad tuviese uno de aquellos empleos a la vista no lo aceptaría.
—¿Para qué Estudio trabajas?
—Principalmente para la «Universal». También un poco para la «RKO».
Una declaración sonaría bien, especialmente dicha de aquella manera. En realidad él no era más que un guionista de séptima clase para películas del Oeste, como escritor principiante, y nunca habían utilizado una sola línea de sus guiones.
—¡ Oh, algunas veces desearía ser un hombre! — exclamó Dawn —. Los hombres pueden hacer muchísimas más cosas que las mujeres. No creo que eso sea justo.
—Bueno, las mujeres también pueden hacer un montón de cosas que no pueden hacer los hombres — dijo Dave —. A menudo he deseado ser mujer para poder hacerlas.
—¿Qué cosas? —preguntó Dawn—. Dime una.
Inmediatamente se dio cuenta de que se había metido en un agujero.
—¡Oh, un montón de cosas!
Anhelaba que Frank volviera.
—¡Ah, bueno! — dijo Dawn —. Los hombres pueden hacer cosas que las mujeres no podrán nunca. Tú te fuiste de casa y te las arreglaste por tu cuenta cuando tenías mi edad. Has estado rodando por todo el país y trabajando en un montón de empleos diferentes, y has vivido tu propia vida. Eso es lo que ha hecho de ti un artista. Pero ¿ qué dices de mí? ¿ Qué pasaría si yo quisiese escribir? ¿Crees que podría presentárseme la más pequeña Oportunidad? Ni aunque Frank y Agnes me dejaran, que no me dejarían, yo no podría hacerlo, porque soy mujer.
—¿Es que escribes? —preguntó Dave aliviado.
—¡ Oh, no, no escribo! Excepto algunas cosillas sin interés. Creí que ya lo sabías. Mi especialidad es el teatro. ¿No te lo dijo Wally?
—Sí — contestó Dave —. Es verdad que me lo dijo. Lo que yo quería preguntarte es la clase de temas de tus trabajos. ¿ Cine?
—¡ No! No quiero ir a Hollywood — protestó Dawn —. En realidad lo que quiero es ser actriz.
Dave asintió.
—Entonces, Nueva York.
—Por lo que sé — dijo Dawn seriamente —, la única manera de ir a Hollywood es triunfando antes en Nueva York.
—Calculo que eso ayuda mucho —dijo Dave.
Se dio cuenta de pronto de que estaba siendo agraciado (¿agraciado?) con una serie de confidencias que el resto de la familia probablemente no habría oído nunca.
—He hecho mis planes — explicó con aire confidencial Dawn —. Ni siquiera puedo ir al colegio.
—El colegio nunca ha sido ayuda para los artistas — corroboró Dave.
—¿Lo ves? Ya lo sabía. No haces más que confirmar mi punto de vista. Por eso quiero ir a Nueva York por mi cuenta, y darme allí a conocer. Pero no se lo digas a mis padres.
—Espera un momento — advirtió Dave—. No es tan fácil como tú crees abrirse camino en Nueva York. Hay una competencia enorme.
—No hay competencia que valga si una sabe lo que lleva entre manos — refutó Dawn.
Con el rabillo del ojo, Dave vio que Frank cruzaba el comedor, todavía con su vaso en la mano. El rostro de Frank parecía congestionado, observó Dave, y parecía probable que se hubiese desarbolado jiña escena en la cocina. Una escena relacionada con él. Frank bebió con ansiedad y entró en el saloncito sonriendo.
La escena en la cocina no había tenido a Dave como motivo. Había girado sobre que Agnes le había sorprendido preparando la combinación con el whisky caro. Naturalmente, para calmarse necesitaba beber más.
—¿ De qué estáis charlando? — preguntó cariñosamente, recogiendo el vaso de Dave.
—Teníamos una pequeña discusión sobre Marcel Proust — dijo Dawn.
—¿Quién es? —preguntó cariñosamente.
—j Oh, papá! — exclamó Dawn ruborizándose.
—¿ Qué pasa? ¿ He dicho alguna inconveniencia?
—Tú sabes muy bien quién es Proust — protestó Dawn echándole un cable —. El escritor. Te lo estuve explicando la otra noche.
Nunca se lo había explicado porque ella nunca había leído a Proust.
—No me acuerdo. — La cordial sonrisa de Frank resultaba un poco falsa —. Por Dios, hija, no puedo acordarme de todos los escritores. Tengo que ganar el pan para esta familia.
Se echó a reír de nuevo, con cordialidad fingida.
—Siempre hace lo mismo —explicó Dawn. dirigiéndole a Dave una sonrisa —. Cualquiera diría que no ha leído un libro en su vida.
—Bueno, en realidad no he leído sino uno o dos — sonrió Frank.
—¡ Oh, papá! j Deja de portarte ya como un granjero!
Bajo la ligera sonrisa había temblor de rabia en su voz. Se levantó súbitamente de la butaca, cogió su libro, cruzó la habitación y se dirigió al vestíbulo donde estaba la escalera.
—Espera un momento. ¿ Dónde vas ahora? — preguntó Frank.
—¿Dónde voy a ir? Arriba. A leer —dijo Dawn con desenvoltura —. No puedo concentrarme aquí, mientras estáis hablando.
—Pero la comida estará lista en seguida — dijo Frank.
—Bueno, pero tú podrás llamarme, ¿ no, tonto? — propuso Dawn muy desenvuelta —. Tú querrás tu butaca grande, y yo no puedo leer en el sofá.
dio media vuelta y desapareció antes de que Frank tuviese oportunidad de contestarle. Frank estuvo dudando un momento si debía ordenarle que volviera y reñirle. Desistió de esta idea y se sentó en la butaca de cuero con un afectado suspiro de satisfacción.
—Es una niña muy temperamental — dijo con orgullo, y luego se dio cuenta de que Dave tenía todavía el vaso en la mano—. Espera, voy a traerte otro trago.
—Gracias —dijo Dave.
Estaba preguntándose si debería consultar a Frank sobre la posibilidad de encontrar una esposa en Parkman, preguntándose a sí mismo si Frank sospecharía que había sido la figura de su hija la que había hecho nacer aquella ocurrencia. Se decidió en contra.
Mientras mezclaba el whisky, Frank seguía hablando de Dawn a Dave, que estaba en el saloncito.
—En realidad es una chica muy inteligente. No lo digo porque sea hija mía. Todos sus profesores lo dicen. Pero es testaruda. Ahora se le ha metido en la cabeza la idea de hacerse actriz. No me importa que lo sea, pero creo que lo que pasa es que ha cogido la manía de que cuatro años en el colegio serán cuatro años perdidos. Cada vez que trato de hablarle del colegio se pone hecha una fiera. Y es el caso que en junio próximo se graduará en la enseñanza media y es hora de que vaya pensando en ir al Colegio Superior.
Frank se aseguró de que nadie le veía y luego vertió un buen chorro de whisky del más caro. Siguió hablando sobre los colegios. Era un problema que había investigado a fondo. Sabía el terreno que pisaba. Había toda clase de escuelas excelentes donde una futura actriz podía aprender un arte. «Western Reserve» en Cleveland, la de «Arthur Jordán» en Indianápolis, la «North Western University». Podía ir a cualquiera de ellas si quería. Si eso le gustaba a ella, desde luego que lo tendría.
Dawn estaba echada en la cama, presa de una aflicción abrumadora. Nunca debía haber entregado su secreto a Dave, porque era casi seguro que éste se lo contaría todo a Frank. Ni debió bajar jamás con «En busca del tiempo perdido» para que Dave la viese leyéndolo. Debía haberse mostrado más prudente. Pero, ¿ cómo iba ella a saber que el único artista de la familia pensaba qué Proust estaba ya «passé»? ¡ Oh, qué loca! Cualquier otro libro habría sido mucho mejor. Y Frank... Frank había empeorado las cosas diez veces más. Y Agnes, comportándose como una colegiala.
Abajo, Frank regresó al saloncito con los vasos llenos.
—Para decir verdad, me alegro de que la chica se haya ido arriba — dijo —, porque hay algo de lo que quería hablarte antes que lleguen los French.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó Dave.
—Bueno — dijo Frank, con el mismo afectado suspiro de satisfacción —, pues se trata «de tus planes. Tus planes para el futuro.
—Poco hay que hablar de eso —dijo Dave —. No tengo ningún plan.
La cosa empezaba entre ellos como una partida de poker, v la intensa y silenciosa sensación de estar alerta, propia de los jugadores de poker, acababa de manifestarse.
—Se trata también de ese dinero tuyo que has depositado en el «Second National Bank» — dijo Frank.
—¿ Qué pasa con eso? — preguntó Dave.
—No tiene sentido que queramos jugar al escondite — indicó Frank —. Da la casualidad de que estoy enterado de lo que tienes. Un buen amigo mío me ha llamado para decirme que depositante cinco mil quinientos dólares en el «Second National». En realidad me llamó diez minutos después de que los entregaras. Y si no calculaste lo que iba a suceder a continuación, es porque es más obtuso de lo que yo me figuraba.
Le sonrió a Dave sin rencor.
—Yo no he pensado en nada —repuso Dave—. Sencillamente, era el Banco que estaba más cerca del hotel.
—Bueno, no es incumbencia mía decirte dónde has de depositar tu dinero. Eso no me va a llevar a la bancarrota ni va a perjudicar al Banco con que opero. Pero creo que debes planear algo en invertir ese dinero,
—Mis planes se reducen a vivir de él — dijo Dave.
—Me desagradaría verte despilfarrándolo.
—No tengo intención ninguna de despilfarrarlo; quiero sencillamente vivir de él.
—Hay un viejo refrán que dice que el dinero llama al dinero. T6 no puedes vivir siempre de eso — declaró Frank —. ¿Te importa que te pregunte cómo lo has conseguido?
—Lo gané. En el barco en que regresamos de Europa — explicó Dave.
—Es demasiado dinero para el poker.
—Las partidas son muy fuertes en esos barcos. Y no hay otra cosa que hacer.
Frank se bebió su «manhattan» con facilidad.
—Bueno, la verdad es que llevo pensando en ese dinero tuyo todas estas seis horas últimas — confesó —. Y se me ha ocurrido una idea. En realidad fuiste tú quien me la diste.
—¿Yo?
La tensión de poker estaba haciéndose más profunda. Tal como lo había planeado Frank, pensó Dave. Hay que vigilarlo, tiene algo en la manga y va a hacer uso de eso en seguida para conseguir que saques ese dinero del Banco. Aunque no sea para otra cosa.
—Y esa es una de las razones por las que pensé que deberla darte una oportunidad de ser tú el primero en participar.
—Bueno — dijo Dave —, yo no...
—Es uno de los mejores asuntos que se haya visto en mucho tiempo para una buena inversión — le interrumpió Frank —. Esta noche dijiste algo en el coche, Dave, que me impresionó, citando veníamos a casa. Eso de que esta ciudad podría muy bien costear un servicio de taxis. Nunca se me había ocurrido antes, ni creo tampoco que se le haya ocurrido a nadie, pero el caso es que es verdad.
—Bueno, la única razón por la que dije aquello... — empezó a explicar Dave.
Frank le cortó la palabra con un gesto de la mano.
—No importa por qué lo dijeras. Ya sé por qué lo dijiste. Estabas fanfarroneando. Lo cierto es que se trata de una idea magnífica. Lo que no comprendo es por qué no se me ha ocurrido nunca a mí. Así, pues, ¿ por qué no meternos los dos en esto? Yo tengo un poco de dinero disponible, y si quieres juntar tus cinco mil quinientos dólares, yo pondría siete mil y te nombraría socio. Te estoy haciendo una oferta. Creo que es un trato leal.
—Creo que es mucho más que leal —.dijo Dave. Lo creía de verdad—. Pero a mí no me interesan esas cosas. Un negocio...
—¿Y por qué no? Compramos tres o cuatro coches usados— dijo Frank complacido —. Creo que sé incluso el sitio donde podríamos encontrarlos. Soy un socio, bajo cuerda, de la «Agencia Dodge-Plymouth». Después contratamos algunos chóferes baratos y alquilamos uno de esos pequeños edificios que están al borde de la plaza, lo convertimos en parada de taxis, ponemos un teléfono y ya está el negocio en marcha. No se necesita un gran desembolso de capital. Y a partir de entonces se haría un buen dinero contante y sonante.
—Estoy seguro de que se haría — contestó Dave, costándole trabajo disuadirse de que Frank estaba tratando de engañarle de una manera u otra —, pero yo no sé nada de negocios, Frank. ¿Por qué no pones tú lo mismo que yo, y seríamos tan socio uno como el otro?
—No creo que con once mil dólares tuviéramos bastante para empezar — contestó Frank con desenvoltura, tomando otro trago de su bebida —. Los coches están ahora caros. Probablemente tendríamos necesidad de ampliar el capital al cabo de dos o tres meses.
—Así es que por mil quinientos dólares de más, tú tendrías el control del negocio — arguyó Dave.
—Bueno, tú mismo dijiste que no sabes nada de negocios
—replicó Frank —. Yo sí sé.
—Eso es verdad — dijo pensativamente Dave —. Creo que tienes razón.
—Por otra parte, obtendrías así más de los quintos de las ganancias — calculó Frank. Hizo una pausa de segundas —. Once veinticincoavas partes, para ser exacto. Eso es más de un tercio. Y no tendrías ningún quebradero de cabeza.
Dave asintió.
—¿ Quieres decir que haces todo eso sólo por mí? ¿ Sólo porque yo soy tu hermano y porque te di la idea?
—’Bueno, tanto como eso, no — contestó Frank —. Pero necesito un socio y no quiero invertir tanto dinero mío en un solo negocio. Y ya que ha sido tuya la idea no veo por qué no habrías de aprovecharla.
—No sé — dijo Dave —. No soy hombre de negocios. — Alzó la mirada hasta los ojos de su hermano, que le vigilaba—. ¿No estarás haciendo todo eso para que quite mi dinero de ese Banco?
—¡ Dios santo! — dijo Frank —. ¿ Crees que voy a tirar siete mil dólares por darme el gusto de verte sacar el dinero del «Second National»?
—No, no digo eso, pero comprendo a dónde quieres ir a parar. Con esta combinación recobrarás todo el prestigio que hayas podido perder, y además obtendrías un provecho. Especialmente si la gente se entera de que me he asociado contigo.
—No he perdido ningún prestigio — afirmó Frank —. ¿ Lo has hecho por eso?
—No — denegó Dave —. Ya te lo dije. dio la casualidad de que era el Banco que estaba más cerca del hotel. Envié al botones con el cheque...
—Como quieras — dijo Frank, dándole otro tiento al vaso —, pero puedes estar seguro de que no encontrarás nada mejor en que invertir tu dinero.
—La verdad, no sé qué decirte — dijo Dave —. No sé cómo iba a arreglármelas — declaró por fin —. Necesitaré ese dinero para volver a la costa y seguir viviendo allí.
—Pues no vayas a la costa —repuso Frank cruzando las piernas —. Quédate aquí.
—¡ Quedarme aquí! En esta maldita ciudad.
—Eso mismo —respondió Frank—. ¿Por qué no? Espera un momento y no te amontones. Te diré lo que estaba pensando.
En momentos así se sentía más vivaz, porque se veía a sí mismo minucioso e imaginativo, pero no porque esperara ganar más dinero, sino por la satisfacción de sentirse dueño de la situación.
Tenía también otros momentos descorazonadores, como cuando discutía con Agnes y con Dawn; momentos en que la depresión y el miedo le corroían, y que sólo podían ser compensados por estos otros que le restauraban y volvían a llenarle de vitalidad y de entusiasmo.
—Atiende a lo que voy a decirte — continuó —. Tú tienes que sacar el dinero del Banco para llevártelo a la costa, ¿ no es así? Por eso no podrías invertirlo en el servicio de taxis. Si lo inviertes, necesitarás algo para vivir. Muy bien. Pero siempre será preciso que alguien se encargue de ese negocio. Yo no puedo hacerlo. ¿ Por qué pagar a un desconocido? Tú estás aquí, te encargas del asunto y en paz. Te pagamos un sueldo. Tú vives de tu sueldo y ahorras lo que te corresponde de los beneficios.
¡ Diablos, ninguna persona joven que empieza en un negocio podría recibir una oferta más ventajosa!
—Desde luego que es algo diabólico — contestó Dave —. Pero no, muchas gracias. No tengo ningún deseo de convertirme en un comerciante. Y si lo hiciera, no sería para llevar una monótona parada de taxis. Eso no va conmigo. Te lo agradezco. Nunca me ha gustado vivir de esa forma, y no voy a empezar ahora.
—No esperarás llegar a ser algo en el mundo adoptando una actitud así, ¿verdad? —preguntó Frank en tono desenvuelto, volviendo a mojarse los labios con el «manhattan» —. ¿ Ni querrás hacer una fortuna sin trabajar, siquiera un poco, por conseguirla?
—No lo sé — dijo Dave — ni me importa. Quizá no. La verdad es que me desorientas. Yo podría haber hecho solo algo de eso, si hubiese querido.
De pronto, convencido de que estaban intentando atraparle, quiso levantarse y echar a correr. Pero ¿ adonde podría ir?
—¿Qué vas a hacer cuando vuelvas a Hollywood? —preguntó Frank —. No has escrito nada durante los últimos seis años, ¿verdad?
—¡ Yo qué sé! — casi aulló Dave —. ¡Eso no importa! ¡ No es de eso de lo que estamos hablando!
Tras ellos, en el vestíbulo, la campanilla de cuatro tonos de la puerta principal sonó como si transcurriera una eternidad entre una y otra nota.
—Esos son los French — explicó Frank —. Vuelve a pensar en lo que te he dicho.
—No tengo nada que pensar —contestó Dave—. Sabes mi respuesta, de una vez para siempre.
Agnes salió de la cocina para abrir la puerta. No miró a los hombres, como si supiera que su discreción era muy importante en aquellos momentos.
—Escáchame — dijo Frank con voz clara, aunque al levantarse se tambaleó un poquito —. No estoy aconsejándote ningún enredo. En esta ciudad habrá en los próximos años un sinfín de cosas importantes. Si tuviese tiempo, te podría hablar de algunas de ellas. Va a haber movimiento en grande. Tú y yo podríamos aprovecharnos, y con un poco de trabajo y cuidadosos ahorros e inversiones, podríamos entre los dos arrebatarles esta ciudad a algunos de esos sucios sinvergüenzas, como los Wernzes. Y en la puja quedarnos con un buen pico de capital. La perspectiva me complace. Si eres inteligente, también te complacerá a ti.
—No cuentes conmigo — dijo Dave —. No me gusta esa clase de vida; nunca la he hecho y no voy a empezar precisamente ahora.
vio entrar a los recién llegados. Agnes iba delante; detrás, la mujer, y finalmente, el hombre. Este fue quien atrajo sus miradas y su atención.
Era alto, cenceño y muy derecho, con el cabello blanco como la nieve cortado a cepillo, estilo muy de acuerdo con la pequeña cabeza; con un bigote grande, pesado, insólitamente esposo, que resultaría incongruente y fuera de lugar junto a un cabello' tan corto en cualquier otra persona y que, sin embargo, en aquel hombre encajaba tan bien que era el único bigote con que podría ser concebido. Aparentaba más de sesenta años. Pero lo característico de su cara era la expectación casi infantil de los ojos. Irradiaba simpatía y su personalidad era arrolladora. Dave le recordaba de la Escuela Superior con aspecto diferente, haciendo con él la escena del duelo del «Hamlet».
La mujer, como una paradoja viva, era diferente y sin embargo igual. También era alta, pero muy esbelta; unos amplios hombros cuadrados sostenían un cuello grácil, delgado, sus cabellos eran tan largos que le caían sobre la espalda. Su sonrisa era inquietante. Sus rasgos resultaban irregulares, y sus cejas no estaban depiladas. Sin embargo, el conjunto tenía una in— dudable belleza.
Dave supo inmediatamente que el padre y la hija iban a gustarle, y por ello se sintió malhumorado y molesto.
Agnes hizo las presentaciones.
—Desde luego, desde luego —dijo Bob French deliciosamente, estrechando su mano con fuerza —. Fui yo quien le explicó a Shakespeare en la Escuela Superior, pero me temo que no resulté un maestro muy brillante.
—No puede usted sacar sangre de una lechuga — dijo Dave.
—Es triste — repuso Bob French —, pero es verdad. Podría decirle ahora que he leído toda su obra, pero no se lo diré. Aunque sí la he leído.
Dave no dijo nada.
—¿Cómo está usted? — intervino Gwen French.
Su padre no se había molestado en esperar que fuese ella la que hablara primero. Su voz era muy tranquila, con una especie de trémolo de tambor ligeramente destemplado. Tenía mucho dominio de sí misma. Parecía no estar mirándole, pero él sabía muy bien que lo estaba estudiando cuidadosamente.
Sin duda alguna, pensó Dave irritado, me mira como a un mirlo blanco.
—He oído decir que explica usted literatura —dijo él.
Ella sonrió sin contestarle. No había necesidad. Su padre se echó S reír encantado
—Quizá quiera usted enseñarme — persistió Dave.
El padre volvió a echarse a reír complacido.
—Eso es lo que ella necesita — dijo —. Otro toquecito más.
—Me temo que mis cursos estén todos completos para el resto del semestre — dijo Gwen amistosamente —. Quizá el año que viene.
—¿«Manhattans»?— preguntó Frank, que oscilaba ligeramente, ligerísimamente, de cuando en cuando.
Todos se dirigieron al comedor.
—Un «manhattan» sentará muy bien, Frank — dijo Gwen con dominio de sí.
—Bueno, la verdad es que no me vendría mal un «Martini»— dijo Bob French —. Y no digas que te faltan en casa.
—¡ Qué cosas dices! — exclamó Frank con una mueca —. Todo lo que quieras — y se inclinó hacia la puerta del aparador—. Eres ya demasiado viejo para beber «Martinis», Bob, y tú lo sabes muy bien.
—Desde luego — asintió Bob French —. Por eso los bebo. Me proporcionan la ilusión de mi juventud. Errónea ilusión, desde luego, pero sólida, tangible...
Su hija le sonrió, tolerante.
—Es verdad, Guineveve — declaró —. No te rías.
El viejo era, pensó Dave, el más joven de la reunión.
Confió que la cena despejaría un poco.