CAPITULO XX

Hubo que emplear varios días en montar la parada de taxis y luego casi otra semana en poner todo aquello en movimiento. Había la cuestión de la instalación y del alquiler. Luego la cuestión de comprar los coches. Lo de las licencias necesarias, las autorizaciones, los documentos, los contratos por firmar. Frank nunca dejaba de asombrarse al entrar en un nuevo negocio, por la voluminosa cantidad de papeles que había que firmar, contrafirmar, autorizar con testigos, ante notario y contra notario para impedir que la gente honrada abusase una de otra. Casi todo el trabajo lo hizo él mismo.

El edificio que arrendó por fin era un bloque que estaba fuera de la plaza en la calle South Plum, un montoncito de ridículas casuchas que nunca habían sido reemplazadas por algo mejor. En tiempos había habido allí una especie de casa de té que desde hacía más de un año estaba en desuso. Además, a él no le importaba. Lo que quería no era un edificio bueno, sino barato. Y no quería tener que gastarse en obras ni emplear dinero en el asunto. Además estaba en una alameda y disponía de un recuesto en la falda de la colina que se había nivelado con los desechos de varias generaciones y donde podían aparcar varios coches.

También disfrutó muchísimo escogiendo los coches, peco fue un goce diferente. Como le había contado a Da ve, ti era un socio durmiente en la agencia «Dodge-Plymouth»; ni siquiera el juez Deacon estaba enterado de eso; en realidad no lo sabía nadie, excepto él mismo y Slim Carrol y el procurador de Slim que fue el que arregló los papeles. Slim había necesitado dinero en varias ocasiones en que dio la casualidad de que Frank lo tenía y se lo proporcionó contra participación en el negocio. De esa manera consiguió coches buenos en los que sabía que podía tener confianza. El placer radicaba en el hecho de poderlos obtener baratos y dentro del mayor secreto.

Había después la cuestión de los conductores. Cuando todo lo demás estuvo hecho, el arriendo del edificio, la compra de los coches, en resumen todo lo que necesitaba mantenerse en secreto, se decidió a contratarlos. Quería ahorrar dinero con los chóferes. O bien tenía que tomar a hombres de confianza y de reputación ya formada, en cuyo caso tendría que pagar salarios equivalentes a los «Sternutol» o el «Petróleo Kentucky» o los establecimientos de la parte alta de la ciudad. No es que estos establecimientos pagasen mucho. Pero siempre era más de lo que quería pagar. O bien podía contratar a muchachos recién salidos de la Escuela Superior, que vivían en casa y no tenían familia alguna a su cargo, pero eran, por lo general, chóferes bastante brutos.

No quería, no podía pagar los salarios exigidos por los primeros y no quería contratar a los segundos a causa de lo irresponsables que eran. Pensó durante algún tiempo en contratar a mujeres, pero desechó la idea por su convicción de que las mujeres eran demasiado nerviosas para ser buenos conductores; los crios serían mejor, y además porque tenía también el presentimiento de que en Parkman las mujeres chóferes no resultarían muy bien. En una gran ciudad quizá. Pero aquí no.

Ahora bien, había todavía otro elemento en la ciudad que podía considerarse como una cantera. Estos elementos eran del tipo de las personas inseguras y de mediana reputación a las cuales podían decirse que pertenecían Dewey Colé y Hubie

Murson: gente joven la mayoría, unos casados, otros solteros, cuyas familias nunca habían representado mucho en la ciudad, pero que por lo general eran hombres más bien fracasados y que preferían vivir y trabajar barato a tener que ocupar cargos sólidos y respetables que les obligasen a estar todo el día al pie del cañón.

Todos aquellos tipos jóvenes eran muy aficionados a conducir; y raramente, si es que lo lograban alguna vez, conseguía ninguno de ellos reunir el dinero bastante como para comprarse un coche. Además, siempre había muchísimos zangoloteando por la ciudad. Por último, pero lo más importante, estaba la cuestión del dinero por la que podían ser contratados.

No era: de ninguna manera lo mismo que en la tienda, donde un fondo de respetabilidad era una condición sine qua non. Pero nadie iba a preocuparse de quién le llevaba dentro de un taxi, con tal de que el taxi le llevara a alguna parte.

Habiéndose decidido, Frank se lanzó a buscar el personal. Astuta y sabiamente se dirigió al «Foyer». El «Foyer» era la otra sala de billares que había en la plaza. La diferencia principal entre el «Foyer» y el «Club Atlético» era que el «Foyer» era el punto de cita de todos los propietarios de establecimientos y hombres de negocios de las inmediaciones de la plaza, mientras que el «Club Atlético» era más el refugio de los muchachos de la Escuela Superior y de la gente del campo. Nadie sabía por qué esto era así. Pero siempre había pasado de aquella manera.

Posiblemente, pensó Frank, mientras pedía una cerveza, aquello se debería a que el «Foyer» servía cerveza y tenía un mostrador para el despacho de licor a granel. Se bebió dos cervezas y jugó dos partidas de billar. Llegó allí a las nueve de la mañana y antes de las once tenía ya tres chóferes.

Una buena muestra de los mismos era Albie Shipe. Albie Shipe tenía 28 años y había estado rondando por Parkman toda su vida hasta que llegó a convertirse en una especie de adminículo de la ciudad. Su anciano padre había sido el único trapero del que Frank pudiera acordarse hasta cinco años antes de la guerra, fecha en la que murió. Albie había vendido periódicos desde que tenía diez años y continuó vendiéndolos hasta cumplir los veinte. En una familia nunca conspicua por su brillantez en la escuela, Albie estaba incluso por debajo de lo normal. A los dieciséis años abandonó la escuela y el grado sexto para siempre, y continuó vendiendo periódicos hasta que obtuvo en la Audiencia una especie de puesto de encargado de tener cuidado del horno del portero, y desde allí fue graduándose para una serie de tareas similares. Naturalmente, cuando la guerra llegó, fue uno de los primeros que pudo librarse. La oficina de reclutamiento lo envió al Ejército donde estuvo cargando, conduciendo y descargando camiones durante todo el conflicto, y fue desmovilizado con una condecoración muy sencilla, la de la «Medalla de la Buena Conducta», cuya cinta continuó usando, después de llegar a casa, en la solapa de su chaqueta de cuero. No es que fuera un imbécil, un idiota o algo por el estilo. Era nada más que lento y se contentaba con cualquier cosa. Frank se sintió muy paternal al contratarle. Albie se había mostrado muy complacido. Iba a ser la primera vez que conducía un vehículo desde que estuvo en el Ejército.

Los otros dos hombres contratados por Frank eran tipos similares. Un escurridizo joven con cara de hurón llamado Fitzjarrald, cuya familia había venido aquí desde el Este antes de 1860; y un alto muchacho rubio apellidado Lee, probablemente un distante pariente pobre de todos los Lee de Virginia, ya que su familia había venido a Parkman desde el Sur, en 1870, después de la guerra civil.

Estaba en realidad muy complacido con su selección y desde allí se fue a ver al dueño de la estación de servicios más próxima a la parada de taxis (ya estaba empezando a pensar como si tal parada existiera) donde realizó un convenio en cuanto a la adquisición de gasolina y aceite y en cuanto a la prestación de servicios con un descuento importante por instalar en la ciudad aquel negocio.

Al día siguiente, después de llegar a casa había ido a la oficina del juez y había recogido los contratos, mientras que el juez le miraba impasiblemente como si estuviese leyendo el interior de su cabeza, cosa que volvió a sacarlo de quicio. Hablaron sobre otro par de negocios brevemente y pasaron el resto del tiempo como si todavía fuesen amigos. Tan pronto como volvió a la tienda llamó al hotel preguntando por Dave.

Su hermano no estaba allí, le informó el empleado, Freddi Barker, aquel muchacho tuerto. Había salido temprano y había dejado el encargo de que se le dijese a cualquiera que llamara preguntando por él que había salido a dar una vuelta en coche por la región y que hiciesen el favor de dejar sus nombres y él llamaría más tarde.

—¡ A dar una vuelta en coche! —repitió Frank—. ¿Dar una vuelta en coche con quién?

—Él solo — informó Freddi —. En su propio coche, señor Hirsh.

Frank le dio las gracias y colgó. ¡ En su propio coche! Así es que ahora.tenía un coche. Bueno, no había que hacer nada más sino esperar. Frank deseó no haber permanecido tanto tiempo en Chicago, sentado a su mesa y mirando la parte trasera de la bonita cabeza de Edith Barclay. Frank decidió de pronto que sería mejor que él fuese al hotel. Cogió los contratos de encima de su mesa y se los metió en el bolsillo del abrigo.

Dave le introdujo en la suite luciendo unos caros pantalones de franela y una jocunda camisa deportiva estilo Hollywood. Frank se quedó sorprendido; sólo lo había visto vestida de uniforme y no esperaba que se pusiese ropas de paisano. Llegó a la conclusión de que no tenía un aspecto tan ni tan áspero así, vestido de persona. El rostro de Dave estaba enrojecido y sus ojos ligeramente vacilantes.

—Antes de que empecemos — dijo Dave en tono beligerante — tengo que decirte algo. Ya no puedo aportar cinco mil quinientos dólares. Sólo me quedan cinco mil. He comprado un coche.

—¿Por quinientos dólares?

—Bueno, no — respondió Dave con deliberada vaguedad —. Tenía también algún dinero en metálico.

—¿Cuánto has pagado? —preguntó Frank sintiéndose un poco aliviado.

—Setecientos cincuenta.

—¿ Qué marca es?

—Un «Plymouth 1942» — dijo Dave —. En buenas condiciones.

—¿Gomas?

—Buenas gomas.

—Podría habértelo conseguido por seiscientos cincuenta — dijo Frank —. Ya te conté que soy un socio durmiente en la agencia «Dodge».

—No quería esperar — repuso Dave belicosamente —. Lo necesitaba entonces.

—Bueno, está bien — dijo Frank, sacándose los contratos del bolsillo —. Eso sólo significa que tendrás menos porcentaje en el negocio.

—No me importa — replicó Dave —. Pero yo necesitaba el coche.

—Bueno, no hay necesidad de enfadarse por eso — le tranquilizó Frank—. Es tu dinero. Veo también que te has comprado unas bonitas ropas.

—No tenía ninguna. Ya te lo dije. Llevaba encima algún dinero en metálico. Además gané un poco en las carreras.

—Ese Bama es único — comentó Frank —. Juega magníficamente al billar y es un hacha en el poker. No sé cómo se le da con los caballos — añadió queriendo tirar de la manta.

—Es su manía —explicó Dave testarudamente—. Con lo que hace dinero es con las cartas y el billar. A los caballos juega sólo para divertirse. No le preocupa ganar o perder.

—Seguramente bebe muchísimo — insinuó Frank gentilmente —. Más de lo que le conviene. Bueno, aquí están los contratos — dijo.

Desplegó las diversas copias sobre la mesita del café.

—¿ No habrá que cambiarlos ahora? — preguntó Dave con curiosidad.

—No. No se menciona cantidad alguna — explicó Frank —.Y puedo encargarle a mi secretaria que cambie los porcentajes más tarde y así podemos empezar.

—¿No tienen que ser legalizados ante notario o algo por el estilo?

—Mi secretaria tiene el título de notario [3] — dijo Frank —. Ya se encargará de hacérmelo más tarde.

—Ah — dijo Dave, asintiendo —. ¿ Para qué tantas copias?

—Es lo ordenado — explicó Frank —. Tú te quedas con dos, yo con otras dos, y una para los archivos de la sociedad.

—Está bien, dame una pluma — dijo Dave —. ¿ Dónde tengo que firmar?

—¿ No quieres leerlo primero?

—¿ Qué diablos? Además no me enteraría de lo que leyese.

—Bueno, hay una cosa que quiero leerte — indicó Frank, sacando su pluma de la chaqueta.

Volvió la última página y leyó en voz alta la cláusula del «dar o tomar» que había insertado el juez, y luego la explicó, alzando la mirada hacia su hermano más joven.

—Está bien, está bien — aprobó Dave —. Dame la pluma. ¿Dónde tengo que firmar?

—Aquí, en esta línea — le indicó Frank — y media firma en cada página. Tienes que hacer lo mismo en todas las copias.

En silencio, Dave se arrodilló junto a la mesita del café y fue garabateando las diversas copias, firmando y medio firmando.

—Con esto firmo mi sentencia de muerte — comentó con una sonrisa malévola.

Acabó, tapó la pluma y se la devolvió a Frank que se puso a firmar también.

—Bueno. Ahora que todo está acabado — dijo Dave —,¿ qué te parece si tomáramos un trago?

—Puedo tomar uno — aprobó Frank —. Para celebrar la cosa.

Dave inclinó la cabeza abruptamente y se dirigió a la mesa del teléfono sobre la que estaban el hielo y el licor.

—Hay una cosa de la que quisiera hablarte — dijo Frank — y es lo referente al nombre de la compañía. Lo he dejado en blanco hasta que nos pusiéramos de acuerdo. He pensado que un buen nombre sería «Taxis de los Hermanos Hirsh».

—¡ Cielo santo! — exclamó Dave —. ¡ De ninguna manera!

—¿Por qué no?

—Porque no — respondió Dave seriamente.

—Bueno, entonces ¿qué te parece «Compañía de Coches Hirsh & Hirsh»?

—Mira — dijo Dave —. No es una operación de gran ciudad la que vas a iniciar. No querrás que toda la gente de este poblacho se carcajee de ti.

Frank le miró enojado.

—Muy bien, ¿cómo la llamarías tú, entonces?

—Demonios, ¿yo qué sé? Algo así como «Taxis de la Banda Roja». O «Coches Blanco y Negro». Algo por el estilo. Pero nada de nombres pomposos que hagan reír a la gente.

—Me gusta eso de «Taxis de la Banda Roja» —dijo Frank—. Podemos ponerle una banda roja y negra en los costados como la banda blanca y negra que tienen los taxis de Chicago, ya sabes. —. Hizo una pausa —. Pintaríamos los coches de amarillo.

—De negro — dijo Dave.

—Pero si tenemos la banda en rojo y negro... —empezó Frank, pero luego lo pensó mejor —. Está bien. De negro. Podemos poner una pequeña línea verde a lo largo de la banda roja.

—Pero que no se note mucho — asintió Dave —. Ahora mira. Ya que está todo arreglado, ¿ cuándo empiezo a trabajar para ti?

—No es para mí para quien vas a trabajar — protestó Frank inmediatamente.

—Bueno, para nosotros.

—Todavía tengo que ocuparme de un montón de cosas. Arrendar un local. Comprar los coches. Contratar a los chóferes. Todo el papeleo consiguiente. Todavía puede tardar la cosa una semana o diez días por lo menos.

—¿Tanto tiempo? — gruñó Dave —. Bueno, está bien. Voy a trasladarme de aquí y cogeré una habitación en el otro hotel. En el «Douglas». Tengo que empezar a ahorrar dinero, ahora que soy otra vez pobre. Así es que puedes localizarme allí cuando lo tengas todo listo.

—Está bien. Pero hay muchísimas cosas en las que podrías ayudarme —indicó Frank.

—Bueno. Si me necesitas para algo me llamas al «Douglas»-dijo Dave como si estuviera ansioso por empezar a trabajar —. ¿ Quieres que te firme ahora un cheque por los cinco mil? Tendré que cerrar mi cuenta. Cinco mil es todo lo que me queda.

—¿Por qué no me aceptas una letra que yo te gire?-propuso Frank.

—¿ Qué diferencia hay?

—Yo que tú haría mejor eso — insistió Frank.

Dave sonrió acremente.

—De esa forma la letra la negociaría el «Cray County Bank», ¿no es así?

—No — protestó Frank —. Nada de eso. Es que es una combinación mejor, simplemente.

—Está bien — concedió Dave —. Mandaré a Freddi a que se encargue de hacer eso antes de que cierren los Bancos esta tarde.

Frank esbozó una mueca.

—¿ Por qué? ¿ No prefieres ir tú mismo?

—No — dijo Dave —. Nada de eso. Es una combinación mejor, eso es todo.

Una vez más volvió a sonreír con aquella sonrisa fría, malévola, acusadora.

Frank le miró un momento, agachó la cabeza y gruñó:

—Touché.

Volvió a la tienda. No sabía que después de irse, su hermano se había sentado mirando sombríamente las ventanas entornadas y dejando que sus pensamientos volvieran a deslizarse por el cauce que habían seguido toda la mañana y aquella parte de la tarde durante la entrevista: preguntándose sombríamente por qué demonios se le habría ocurrido entregar su dinero y entregarse él mismo, entregarse atado de pies y manos a este maldito servicio de taxis que lo amarraba a Parkman. Pero Frank tuvo ocasión de convencerse, durante la siguiente semana, mientras estaba trabajando frenéticamente, que su hermano Dave no iba a serle de mucha utilidad. Cada vez que trataba de ponerse en contacto con Dave en el otro hotel, el «Douglas», donde se había instalado, Dave no aparecía. No estaba allí. Estaba fuera en alguna parte, no sabían dónde, no sabían cómo podía ser localizado. Incluso llamó a Dave una noche a las once y media, y Dave todavía no estaba allí. Aquella era la forma en que Dave recordaba sus promesas, reflexionó.