CAPITULO LXVIII
En efecto, era el bebé más bello, más adorable y más encantador que hubiese aparecido nunca en el mundo. La señora Dawn Hirsh Shoridge y el señor James Harry Shoridge, su marido, estaban perfectamente de acuerdo en este punto, como en todos los demás puntos, pensaba Dawnie con delectación. La señorita Diana Sue Shoridge, entonces de edad seis meses, era la niña más admirada del mundo. Aquella tarde de finales de agosto de 1950 en que Dave estuvo pensando en aquel matrimonio, la pareja estaba enseñando aquella maravilla de la Naturaleza a un reportero de la revista «Weight», que estaba escribiendo un trabajo sobre los estudiantes casados.
En un elegante saloncito, ricamente decorado gradas a los regalos de boda, mientras que el periodista hacía sus preguntas y el fotógrafo manejaba su «Leica», en tanto que Shoridge respondía con amabilidad y eficacia, Dawnie se decía que su marido y ella formaban un notable ejemplo de matrimonio estudiantil.
—Otra vez — ordenó el fotógrafo —. Se me ha escapado esa expresión. Mire usted de nuevo al bebé pensando exactamente lo que estaba pensando antes.
Dawnie obedeció diciéndose que la experiencia suprema de la vida de una mujer era la de la maternidad. No había nada más grande. Si no se tenían hijos no se era una verdadera mujer. Y ya sabía lo que más tarde sería la pequeña Diana: una danzarina de ballet, la más grande danzarina del mundo. La niña mostraba ya verdaderas condiciones.
El reportero, habiendo acabado el interrogatorio de James, se ocupó entonces de Dawnie. Ésta expuso sus ideas sobre la vida de los estudiantes casados y respondió después a las preguntas sobre la cuestión de las salidas de jóvenes antes del matrimonio. Todo el mundo lo hacía. Era la vida. ¿ Que iban un poco más apretados de la cuenta? Bueno, pero la cosa no pasaba nunca de unos cuantos besos. No, sinceramente, ella no creía que ese límite se pasase nunca en aquellas salidas. A pesar de lo que decía el doctor Kinsey, sonrió ella, no existía sexualidad precoz en las universidades americanas. Evidentemente, había excepciones, como las hay siempre. Pero no muchas. La nueva generación era, desde ese punto de vista, muy equilibrada. Luego expuso sus ideas sobre el matrimonio y la maternidad. Encontrándose el mundo en el umbral de una guerra atómica, la gente joven maduraba antes y comprendía más rápidamente el papel que les tocaba desempeñar como ciudadanos y padres de familia.
Finalmente, con el carnet de notas ya bien repleto, el periodista anunció que había acabado y después de varias fotografías más, los hombres se fueron.
—Dawnie — dijo entonces Shoridge enlazando a su mujer por el talle —, has estado maravillosa. Especialmente cuando has hablado del matrimonio, de la madurez, del mundo y todas esas cosas. Te estaba oyendo con orgullo.
—Pues tú tampoco estabas mal en tus respuestas, Shoridge-dijo ella.—. También yo estaba orgullosa de ti. Pero, ¿ves tú? No hace falta más sino decir la verdad, siempre la verdad.
Luego se pusieron a hablar de su próximo viaje a Parkman, que harían a principios de septiembre. Llegarían justamente para las fiestas del centenario de la fundación de la ciudad por el explorador y escritor Francis Parkman. Las fiestas durarían toda una semana. Y los abuelos podrían gozar a sus anchas de Diana Sue.
—¿Ves tú la vida que se extiende delante de nosotros, Shoridge? — preguntó Dawnie con voz apasionada —. Nada cambiará, seguirá siendo siempre una vida de felicidad y de maravilla. Es preciso que la gente se merezca esta felicidad, Shoridge; no la regalan en balde. Hay que ganarla, como hemos hecho nosotros.
—Desde luego— asistió Shoridge.
Decidieron no decir nada sobre el articulo en la revista hasta no ver si incluirían o no las fotos. Pero, ¿no iba a ser maravilloso aquello de estar en Parkman en las fiestas del centenario?