CAPITULO XXII
Aflojando gradualmente condujo el coche cuesta arriba por la rampa de tierra que iba acercándose al nuevo puente. Las columnas y soportes del nuevo puente pintado de aluminio recogían la luz de los faros del pequeño «Plymouth» subiéndola hasta la obscuridad. Abajo, por la parte del Sur, a su derecha, podía ver las diminutas ventanas iluminadas de las casas de la ciudad.
Tras el puente quedaban los ocho kilómetros de Israel a Parkman, kilómetros que él iba a conocer tan bien, corriendo sobre una baja llanura arenosa, lisa como la palma de la mano, desde la colina donde Parkman se asentaba hasta la imperceptible altura en la que Israel hacía su nido junto al río.
Todo parecía viejo. Viejas casitas, viejos caserones, algunos de ellos de estilo colonial sureño, con pórticos, otros de finales de los años 1880 con sus graneros coronados de cúpulas convertidos ahora en garajes. Viejos árboles. Olmos enormes, robles de más de un metro de tronco, arces casi tan grandes, sombreando viejas campiñas que trepaban magnánimamente hasta la calle de doble pendiente que había sido en tiempos la carretera.
Dave condujo lentamente por la parte baja de Israel, pasando junto a la vieja Audiencia de rosados ladrillos que no tenía una plazoleta en torno como en Parkman, sino que se componía de dos bloques sobresaliendo de la única calle comercial junto al río, como si el que la construyera en los viejos días hubiese contado con que la ciudad crecería rápidamente alrededor y formaría su propia plaza, ya que, evidentemente, toda ciudad situada junto a la arteria comercial, como lo estaba aquella, no tuviese más remedio que crecer. Era un bello edificio antiguo, simple y austero en su estilo del «Período Revolucionario», como esas Audiencias que se ven por Virginia y por Pensilvania, de las que había sido copiada.
Era extraño, pensó Dave; había estado viniendo por aquí una y otra vez cuando era un crío, y nunca se había dado cuenta de que se trataba de una cosa histórica. Hasta ahora. Nunca había estado dentro del viejo museo establecido en la antigua Audiencia. Tendría que visitarlo alguna vez.
Dio la vuelta a la izquierda cuando llegó a la única calle comercial. Había tres o cuatro bloques de pequeñas casas de comercio, situados uno junto al otro; la mayor parte de un solo piso. La casa de Bob French estaba al extremo de la sección comercial, en la parte de la calle junto al río, separada de los pequeños edificios de negocio por la alameda que acababa a unos cincuenta metros del escarpado. La entrada de carruajes estaba en una esquina, y en ella campeaba la vieja verja de hierro forjado a la que, por encargo de Bob, el herrero local había añadido su nombre en retorcidos hierros: Último Retiro. Entre los árboles brillaban las luces de las ventanas. Cruzó la puerta, chirriando las ruedas del pequeño «Plymouth» en el camino enarenado. Los árboles eran, como Bob los había descrito, muy corpulentos y un cierto número de ellos mostró la moteada corteza de los sicomoros a la luz de sus faros. Antes de que hubiera parado y cortado el motor en el aparcadero próximo a la casa, se abrió una puerta lateral que arrojó su luz sobre el patio.
—Por aquí — le llamó la voz de Gwen French —. Ven por este camino.
Apagó los faros, cerró el contacto, se guardó la llave y siguió a lo largo del pequeño muro de ladrillos hasta el sitio en que ella le esperaba al pie de la puerta, y se preguntó si esto podría ser considerado como un signo propicio, el que ella indudablemente había estado aguardándole, tal vez incluso con ansiedad.
—Vaya, dichosos los ojos — sonrió Gwen alegremente, mirándole —. Entra. Tienes muy buen aspecto. — Le guió al interior —. Un pajarito me contó que te has pasado una buena temporada en Indianápolis con ese tahúr de Bama. Así es que no sabía si hacerme ilusiones de verte sano y salvo o no — dijo ella alegremente.
—¿Hola, Gwen, cómo estás? — murmuró él, achicándose.
De repente, una vez más, la timidez se apoderaba de él. Se daba cuenta de que, con sólo mirarle, ella podía ver sus malvados designios. Estaban al pie de una escalera que conducía abajo, la abovedada obscuridad del sótano, notó él, mientras pensaba, sintiéndose muy desgraciado, que ella no parecía mostrarse muy celosa. Le condujo hasta la puerta de una habitación, apartándose para que él pasara primero, y lo que vio le hizo quedarse clavado en la puerta momentáneamente. Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir. Tras él entró Gwen, sonriendo jovialmente.
—Estaba cocinando — explicó ella con alegría —. Por la manera que tuviste de hablar por teléfono no sabía si vendrías o no. Si hubiese estado segura, ya estaría todo listo.
Pasó a su lado para dirigirse al hornillo. Estaban en la cocina. ¡ Pero qué cocina! Por lo menos tenía seis metros de ancha y una longitud de veinte o treinta metros. Era enorme. Aparadores y despensas en el extremo más próximo, con accesorios cocínenles, sólo reducían su tamaño un poco; un techo no exageradamente alto reforzaba la impresión de inmensa largura; cuatro grandes vigas soportándolo corroboraban aquella impresión. A Dave le pareció de pronto que estaba mirando un inmenso vestíbulo en un castillo medieval. Al extremo opuesto de aquella turbadora perspectiva de muros paralelos había una enorme chimenea de ladrillos pintada de blanco, de sus buenos dos metros de ancha por metro y medio de alta, con estantes de libros en todo su alrededor y con un brillante fuego ardiendo alegremente y alimentándose con un leño enorme. Al lado, con la cabeza vuelta hacia él, pareciendo como si, cuidadosamente, hubiese adoptado aquella pose para recibirle, estaba sentado Bob Franch, sonriéndole.
—Bueno, ¿qué piensas de nuestra cocina? — dijo encantado, como un chiquillo que enseña una bicicleta nueva —. La estás viendo desde el mejor sitio para poder apreciarla — añadió levantándose.
Dave no pudo menos de sonreír; era evidente que el viejo Bob se había situado allí en aquella pose deliberada, no tontamente sino con un serio propósito, el de ofrecer la perspectiva y tamaño de una figura humana al fondo de la estancia, y transmitir el efecto adecuado de su grandiosidad. Bob, avanzando hacia él, volvió a sonreír de una forma que demostraba haber comprendido el sentido de la sonrisa del otro.
—Es hermosísimo — dijo Dave sinceramente —, muy hermoso.
Y lo era. Exactamente eso. Lo mismo que un fondeadero, un fondeadero en una noche de nieve, de viento y de escarcha. Como en una de esas tarjetas de Navidad que a uno siempre le gusta mirar, pero sin creer que ya puedan existir lugares así.
Aquel extremo de la estancia había sido arreglado en torno a la chimenea, de la que todavía colgaban algunas viejas poleas de hierro forjado. Dos divanes de aspecto no demasiado caro estaban situados uno enfrente del otro, en ángulos rectos con la chimenea del testero, dejando toda la anchura de ésta libre y entre ellos una mesita redonda para el café. Detrás de los divanes, dejando apenas sitio para pasar, una gran mesa antigua, pesada y obscura con macizas patas labradas y sillas con respaldo de cuero en torno, estaba puesta para la cena con sólido servicio de china, aquella vieja vajilla color de aceituna que uno solía ver en los restaurantes chinos hace años. Casi debajo de todos aquellos muebles, con vividos bloques y ángulos de colores en contraste, estaba la más grande alfombra india que Dave hubiese visto nunca. Se extendía casi de pared a pared. En sus bordes estaban dos cómodas poltronas con lámparas de pie junto a ellas. En uno de los rincones se hallaba una gran radiogramola con estanterías para discos en torno. Las librerías se alineaban a lo largo de las paredes y subían casi hasta el techo, colgando encima de ellas viejas piezas de cerámica entre las que predominaban platos pintados a mano representando, según supuso Dave, gruesos monjes o escenas de caza o de bebedores. Era una habitación que podía constituir el sueño de cualquier temperamento artístico; él mismo había solidó soñar con habitaciones como aquélla, en tiempos. Pero nunca había esperado tener una.
—No resulta tan costosa como podrías figurarte — le sonrió Bob, como si estuviera adivinándole los pensamientos —. La mayor parte de lo que hay aquí lo fuimos haciendo nosotros mismos. Y en cuanto a los muebles eran cosas de familia, ya sabes.
—Le dije que no pusiera los libros en la cocina, porque el humo y la grasa los echaría a perder. Pero él siguió en sus trece y de todas maneras lo hizo — sonrió secamente Gwen —. Menos mal que le hice prometer que los pondría en el otro extremo.
En pie junto al bordillo del fregadero, estaba cortando lechugas y algunos tomates extraídos de una larga caja de cartón que aseguraba que provenían de Florida, echándolos luego en un pesado mortero del mismo color aceitunado que la vajilla que estaba sobre la mesa.
— ¡ Qué sería de una chimenea sin libros? — sonrió Bob. Él y Dave se dieron la mano —. Yo mismo hice toda la labor de carpintería —explicó orgullosamente—. Yo mismo construí todos estos estantes y armarios. ¿Supongo que querrás un «Martini», no es así, Dave?
—Sí — contestó Dave —. Sí, gracias. Es un sitio hermoso
Y dijo sencillamente; no se podía decir otra cosa.
—Creo que lo es — dijo Bob con timidez.
Se acercó al bar, que estaba en el otro extremo de la estancia, junto al reborde de la cocina. Dave se sentía cálido, y confiado, y expansivo, respirando a gusto como si fueran a estallarle los pulmones de satisfacción.
—¿Te importa que eche una pequeña ojeada? —dijo—. He visto muchas viejas cocinas en Nuremberg y en Munich que tenían un aspecto muy parecido a ésta.
—¡ No me digas! Eso es halagarme — dijo Bob —. Has mencionado a Nuremberg. Muchísimas de las cosas que ves aquí proceden de Baviera. Como sabes estuve allí estudiando
Y explicó casi disculpándose.
—Sí, ya lo sabía — contestó Dave.
Se volvió para mirar a Gwen. Esta había empezado a sacar algo de un armario. De tenía vuelta la espalda y se inclinaba hada delante rebuscando. Da flamante bata casera que llevaba apretada sobre el vestido, le había subido un poco la falda y realzaba la anchura femenina de las caderas.
Ella sacó unas cuantas cosas del aparador, buscando lo que quiera que fuese.
Si un hombre pudiese vivir en este sitio, nada más que estar aquí sólo y vivir aquí, podría verse libre de la demencia del amor. El amor era sólo soledad. El amor era únicamente miedo. Si él pudiese sencillamente vivir aquí, solo, completamente solo, sin nadie, podría estar sereno, podría llevar una vida serena. Podría estar sano, cuerdo, pensó. ¡ Encontrar un sitio así en Parkman, Illinois!
Gwen había dado media vuelta y estaba de pie mirándole.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Nada —dijo ella y se volvió hada el fogón.
Y Es realmente un sitio hermoso — comentó él huecamente.
—Gracias —dijo Gwen sin alzar la mirada del trabajo que estaba haciendo sobre la mesa de cocina.
Dave se volvió rápidamente para mirar alguna otra cosa. Emparedado entre los más modernos aparatos cocineriles había un viejo hornillo de ladrillo. Se quedó mirándolo. Bob French le puso un vaso de «Martini» en la mano.
—Todavía usamos todas estas cosas — le explicó Gwen al verle examinar unos viejos hierros.
Había adoptado una expresión de marcado enojo que Dave supuso a qué se debía, pero luego se dio media vuelta y siguió con su labor cocineril.
—¿ Cómo está tu «Martini»? — le sonrió Bob.
Dave echó una mirada al vaso que tenía en la mano y luego bebió un sorbo.
—Magnífico — contestó —, magnífico. No podía estar mejor.
Aquello era verdad. Pero en aquellos momentos y en aquel sitio le habría parecido estupendo el vermouth más corriente.
—Me alegro —dijo Bob frotándose las manos y con un aspecto de exagerada satisfacción —, me alegro. Yo ya no puedo saborearlos con frecuencia — explicó lastimeramente —. Excepto cuando salgo a algún lado. Entonces no tengo más remedio que tomarlos. Pero voy a beberme un «manhattan» y Gwen va a hacer lo mismo. Así no te sentirás tan solo.
Se acercó al bar para hacer las mezclas.
—Yo me tomaré el mío aquí, papá — indicó Gwen —. ¿ No vas a sentarte junto al fuego, Dave?
—Estoy bien — dijo Dave, y le sonrió insinuante y provocativamente, para darle a su frase un doble significado —. Estoy estupendamente aquí.
Dave se tomó otro sorbo del vaso que tenía en la mano y miró en torno, sintiendo la misma cálida, confiada y expansiva impresión que le había hecho sentir la casa.
—¿Usas esto alguna vez? — preguntó señalando con la cabeza el fogón de ladrillos, al observar que había cenizas en la rejilla.
—De vez en cuando — contestó Gwen, alzando la cabeza y volviendo luego a bajarla —. Es muy bueno para los asados grandes y cosas parecidas. Pero resulta muy complicado tener que trabajar con él constantemente.
Se inclinó, con sus largos cabellos, competente, serena, con aquella expresión atractiva un poco cruda que le era característica y que él parecía haber olvidado hasta ahora, lo mismo que se había olvidado de su voz, y abrió la puerta del horno para mirar dentro.
Inclinada de aquella manera, como lo estaba ahora, esta vez él notó que rehuía volverle la espalda. Mientras la miraba, Dave experimentó la misma sensación que no muchos días antes había experimentado al observar a Edith Barclay en el bar «Smitty» y ello se reflejó en un pensamiento análogo, el de lo mucho que podría querer a aquella mujer.
Un rico olor de carne y de especias salió desde el horno hasta la habitación y también aquello parecía encajar allí, resultar adecuado como todas las demás cosas.
—¿Qué estás cocinando? —preguntó íntimamente.
—Corazón de ternera. ¿Te gusta?
—No lo sé. Nunca lo he comido.
—Te gustará —prometió ella sonriente, mirándole por un momento de lleno y directamente a los ojos.
Luego bajó la vista para mirar su reloj y se movió, con gracia y seguridad, a levantar la tapadera de la marmita en la que algo estaba hirviendo desde que él había llegado. Luego, separando un poco la tapadera y haciéndola actuar como colador, vació el agua y cuando apartó del todo la tapadera, quedó a la vista una docena de grandes patatas y batatas mezcladas. Tomando un gran cucharón empezó a sacar algunos de aquellos tubérculos y a ponerlos en el horno junto con la carne.
—No es que tengas que comerte todo eso esta noche — dijo Gwen jovialmente, sacando otra patata con el cucharón —. No sabrás mucho de cocina, ¿verdad?
—Un poquito nada más — sonrió Dave —. ¿Por qué?
—Creíste quizá que iba a poner todo eso en la mesa, ¿ no es así? Pero es que siempre pongo a hervir un montón y lo que sobra lo guardo en la nevera. Cuando se ponen duras me sirven para hacer sopas o puré. — Por un momento, pero nada más que por un momento, sus ojos cambiaron; el parpadeo de timidez desapareció, y se abrieron de par en par, mirándole francamente desde el horno, de un modo que resultaba íntimo e invitador, y que hizo que incluso la sonrisa que flotaba en sus labios pareciera de pronto de coquetería —. Y las batatas las frío.
—¿Batatas fritas? —preguntó Dave blandamente, apoyándose en el filo de la mesa.
—Como en el Sur — sonrió Gwen tímidamente —. No has probado una cosa buena si no has comido rodajitas de batatas fritas con mantequilla y espolvoreadas con azúcar.
Había metido dos grandes patatas y dos grandes batatas en el horno. Luego se enderezó y cerró la portezuela.
—¿ Siempre hierves las patatas primero? — preguntó Dave blandamente, mirándola a la cara.
Gwen asintió y sonrió con timidez.
—Siempre; eso ahorra tiempo. No soy de esas cocineras a las que les encanta pasar horas y horas en la cocina haciendo una comida. Y además, el hervirlas primero hace que se pongan más jugosas.
—Ah — dijo Dave.
Él mismo se enderezó un poco, lánguidamente, y tomó un trago de su bebida, vigilándola descaradamente sobre el filo del vaso. Era curioso los miles de implicaciones que uno podía poner en una palabra, una palabra que no decía ni significaba nada.
Mirándole todavía con aquel brote de timidez, que no era realmente timidez sino embarazada complacencia, Gwen se volvió y se dirigió a otro de los aparadores situados junto a la puerta, no la puerta por la que habían entrado, sino otra que había en el ángulo opuesto, andando huesuda y alta de piernas con aquella angulosidad casi masculina, pero con aquellas caderas definitivamente femeninas. Caderas de las que se sentía muy consciente y de las que estaba disfrutando ahora, sin duda ninguna. Estaba sosteniendo un flirt, aquello era seguro. Y sabía cómo desenvolverlo, pensó él; lo sabía perfectamente. No era guapa, al menos uno no pensaría de ella que era una belleza si estaba lejos de ella, pero cuando se estaba con ella resultaba hermosa.
—¿ Qué vas a preparar ahora? — preguntó él.
—Manzanas — dijo Gwen jovial e imperativamente —. Y ahora vete al otro lado y habla con papá y déjame sola hasta que termine de preparar todo esto. Si no no acabaré nunca
Y rió conscientemente —. Vamos a comer dentro de unos minutos.
—Muy bien —rezongó Dave empequeñeciéndose.
Todo estaba listo. Había una nota casi de promesa en la voz de ella y él pensó cuán fácil resultaba todo en realidad, una vez que estaba uno de humor. Pero al mismo tiempo se dio de pronto cuenta de la existencia de Bob French, que todavía seguía de pie al otro extremo del bordillo de la cocina, mezclando sus «manhattans». Aquello parecía requerirle durante demasiado tiempo. Dave se había olvidado completamente de que el otro estaba allí. Se volvió con rapidez, espoleado por el aguijón de la memoria, y recorrió la larga distancia, en dirección a Bob.
—Geneveve, aquí tienes tu bebida — dijo Bob desde el otro extremo, casi inmediatamente.
—Ponía en la mesita del café — contestó ella —. Iré a tomármela dentro de un minuto.
Dave recorrió toda la largura de la habitación, acercándose adonde estaba el otro junto al mostrador interior que servía para la especie de bar casero y donde se hallaban colocadas las dos mixturas rojizas con sus cerezas marrasquinadas dentro.
Y Sentémonos — propuso Bob. Luego sonrió encantado, infantilmente—. Junto al fuego. Vamos a poner algún disco.
Se acercó a la consola sobre la que estaban colocados dos gruesos álbumes.
—Hace ya mucho tiempo que no escucho la «Fuga» de Bach. ¿Crees que te gustará?
—Desde luego — contestó Dave rápidamente —Me agradará mucho.
—Este es el grupo— explicó Bob, colocándose detrás de él —. El disco que yo tengo está hecho para orquesta. Lo prefiero al del piano solo, por lo menos en esta parte. Aunque no siempre.
Se sentó junto a Dave en el diván y recogió el vaso que había dejado sobre la mesita del café.
Luego la música entró en la habitación para ellos, como el calor del fuego, baja de volumen, primero un violín, después dos, luego otros instrumentos, contrapunteando el tema, enormemente sencillo al parecer, y, sin embargo, tremendamente complejo, lento y medido por lo visto incluso en sus partes más rápidas, calmoso, fresco, melodiosamente suave, razonable como sólo los matemáticos pueden ser razonables, y sereno. A Dave, que no sabía casi nada de música clásica, le pareció como si esta fuera la única música, de toda la que se hubiera escrito en cualquier tiempo, que podía ser tocada allí y en aquel minuto, constituyendo un encaje y complemento perfectos con todo el resto del lugar.
—Dime —preguntó de pronto, sintiendo de nuevo aquel deseo ridículamente emotivo de complacer, de agradar a aquel anciano del que era huésped —, dime, ¿ es todo así?
Bob sonrió de pronto, saliendo de La música, con una sonrisa un tanto lastimera.
—No. No, a decir verdad no lo es. En realidad el conjunto se parece bastante poco a esto, excepto algún que otro rincón. Pero esperamos ponerla de la misma manera algún día. Más tarde te mostraré el resto, si quieres.
—Claro que quiero — repuso Dave —. Me gustará muchísimo.
—Ya ves, tenemos demasiadas cosas — dijo Bob disculpándose, como si se avergonzara de aquello —. Cosas como esa gran mesa que ves ahí. Tenemos muebles así por toda la casa. Esa mesa es de la familia de mi madre. Fue traída por tierra en un vagón cubierto desde el Estado de Nueva York a Ohio y luego, en la misma forma fue trasladada desde Ohio aquí. Tenemos roperos, aparadores y cómodas — siguió diciendo en un tono cansadamente enumerativo— y viejas camas, y armarios triangulares, y sillas, y mesas, esparcidos por toda la casa. La mayor parte proviene de una u otra familia. Aunque algunas de las cosas fueron compradas por mi mujer. Ella misma era una especie de anticuario. Pero, como ves, no podíamos movernos casi en Parkman, cuando salíamos de la escuela, y por eso fue necesario trasladarnos a otra parte. Prácticamente no quedaba otra solución.
—Eso no es verdad — dijo Gwen, con su clara voz fría, acercándose a ellos, viniendo del horno, con un frutero lleno de manzanas. Su voz sonaba muy positiva, muy entera y casi repulida —. Creo que no insistirás en hacer uso del mobiliario como una excusa para comprar esta casa simplemente porque te da vergüenza de tener un poco de dinero. No creo que eso sea juego limpio ni contigo mismo ni con respecto a otras personas. Es algo bajo y es inmoral.
Los dos hombres se quedaron mirándola mientras ella se sentaba y comenzaba a partir las manzanas. En un tiempo cortísimo parecía haberse cambiado en una persona completamente distinta, una persona más parecida a la maestra fríamente responsable que Dave había conocido en casa de Frank.
—Tienes completa razón, querida Gwen — dijo Bob solemnemente, mirándola con cierta guasa.
Ella no levantó la mirada, sino que siguió ocupándose de sus manzanas.
—¿ Este estilo es lo que se llama Americano Primitivo?
Y preguntó Dave, apartando su mirada desde la mujer hasta la mesa.
Y Bueno, más bien se diría una deformación — explicó Bob en una voz apenada que quería sonar como una excusa por su cultura.
—No es nada de eso — dijo Dave sin levantar la cabeza —, y tú lo sabes muy bien.
—El Primitivo Americano se tiene entendido que ha de ser muy simple — prosiguió Bob dirigiéndose a Dave —. Mientras que puedes ver que las patas de esa mesa no tienen nada de sencillez.
—Pero sin embargo no están llenas de adornos —opuso Dave.
—Sí — dijo Bob, sonándole la voz todavía un poco extraña, como si algo extravagante siguiera teniéndole apenado —. No están adornadas, desde luego. Mira, como te dije antes, tengo una idea: la de por fin arreglar las distintas habitaciones según los distintos períodos de estilos, ya me comprendes. Por ejemplo, tenemos bastantes cosas de la época holandesa de Pensilvania como para montar toda una habitación. Tenemos muchísimas cosas. Y tenemos también muchas habitaciones. Claro que sólo es un proyecto. Pero me gusta rumiarlo — dijo disculpándose.
Gwen no decía nada y proseguía con sus manzanas. Luego muy de improviso, echó mano a su bebida, que apenas había probado, y se la tragó de golpe en dos sorbos, abruptamente, sin decir nada ni mirar a nadie.
Bob volvió a mirarla con guasa, si bien su rostro no tenia nada de risueño, sino más bien de humor amable y comprensivo.
—¿ Qué clase de madera es esa? — preguntó Dave refiriéndose a la mesa.
—¿Ésa? — dijo Bob, con la voz todavía apenada por tener que hablar de muebles —. Es cerezo y palisandro. La tapa es de cerezo. Como sabes eso no es lo corriente. Por lo general se mezcla la caoba y el palisandro. Las patas son de palisandro, de una sola pieza. Pero lo que le da mérito es el tallado de las patas. No precisamente las vueltas en sí mismas sino los paneles hexagonales que hay entre las distintas vueltas, con una especie de hojas levantadas — explicó esforzándose —. En realidad no he visto ninguna otra mesa así.
—Es muy hermosa: — aprobó Dave —. También lo son esas sillas.
—Sí, esas sillas — asintió Bob —. Son muy buenas en su estilo. No 9e suele ver ese arqueado en los respaldos. Llegaron por tierra con la mesa — añadió con el mismo tono deprecatorio.
Dave inclinó la cabeza asintiendo. Tenía la sensación de que había agotado todo lo que pudiera decirse o comentarse.
—Hemos hablado ya demasiado de muebles antiguos — dijo Gwen acremente sin levantar su vistas de las manzanas —. Realmente demasiado. Y a pesar de la manera que él tiene de hablar, lo cierto es que va a conseguir una cosa muy insólita y muy bella cuando tenga terminada toda la instalación.
—Sí, pero va a ser algo que requerirá mucho tiempo — se disculpó Bob.
—No veo cómo puedes esperar en completar un proyecto como el que tienes en la cabeza en unos cuantos días o semanas
Y dijo Gwen crispadamente —. Y no he visto nunca que nada que valga la pena no requiera muchísimo tiempo y trabajo y sudor.
Se levantó con sus manzanas, que había acabado de cortar, habiendo puesto cada trozo sin pelar en la fuente y los meollos con las pepitas en el frutero, y se llevó todo al horno andando con aquel paso masculino, de hombros semialzados, que le era característicos, como si ya no quedase nada más que decir.
—Muy bien — dijo Bob cordialmente —. ¿ Qué te parece si tomamos otra copa, Dave? Veo que tu vaso está vacío.
Se levantó, desplegando las largas y delgadas piernas bajo el esbelto torso, sobre el cual estaba aquel rostro perpetuamente interesado, de ojos brillantes.
—Sí — contestó Dave —. Sí, tomaré una copa. En realidad, tomaré hasta dos.
No comprendía lo de Gwen, lo que le había pasado, pero Bob le hizo sentirse solicitado, honradamente solicitado.
—¿Un doble? — preguntó Bob —. Eso es estupendo. — Se dirigió al bar —. ¿ Y tú, Geneveve?
—Sí — contestó Gwen—. Me tomaré otro.
—Pues yo también — dijo Bob galantemente —. Un día es un día.
—No tenía la menor idea de que tuvierais un sitio como éste — dijo Dave mirando los ardientes y crepitantes leños que estaban en el fuego. Volvió la mirada a Bob—. No tenía la menor idea de que hubiese un sitio así por estos alrededores. En ninguna parte. Pensaba que solamente la gente muy rica poseía cosas como éstas.
—Bueno, naturalmente, tenemos una pequeña renta familiar
Y dijo Bob con aquel tono casi de disculpa, desde el bar —. Son muebles valiosos. Nos sentimos inclinados más bien a no tener en cuenta su valor, pero, desde luego, no tuvimos que comprar los. Por lo menos a mayor parte. Si hubiésemos tenido que vivir de lo que ganábamos como maestros y escritores, me temo que tendríamos que habernos hecho conserjes del Estado hace ya algún tiempo.
—No creo que la cosa hubiera llegado hasta ese extremo
Y dijo Dave rápidamente.
—Papá — reprendió Gwen repulidamente, con aquella voz suya claramente desaprobadora —, ya sabes que no me gusta ver cómo te rebajas de esa forma. Ya sabes que eso no resulta saludable y que no debías permitirte hacerlo.
—Pero si es algo evidente, querida Gwen — replicó Bob con dulzura —. Afrontemos los hechos — dijo, sonriendo por el uso que hacía de aquella frase moderna —. Yo estoy ya pasé. Soy uno de esos viejos poetas anticuados. Me temo que la gente joven no me lea ni poco ni mucho — le sonrió a Dave tristemente —.
¿ Y por qué no ha de admitir uno los hechos? — le dijo a Gwen —. Nada más que por pura vanidad — sonrió —. Eso es lo que hace que uno necesite un poco de reconocimiento.
—Lo más difícil de conseguir en este mundo — interpoló Dave.
—Lo menos importante de este mundo — replicó Gwen maniobrando positivamente en el horno.
Metió en él una parrilla, añadió manteca y azúcar y luego sacó un jarrito de una de las despensas. Dave se dedicó a ver qué haría con las manzanas sin pelar. Las sacó de la fuente, las metió en una cacerola y empezó a moverlas.
—Aquí tienes, Dave — dijo Bob inclinando su larga osamenta para depositar una gran copa en la mesita de café que tenía enfrente. Se frotó las manos—. Creo que hay algo más de un doble — sonrió, empinando sus hombros escurridos y guiñando ampliamente.
Una vez más, a la luz rojiza del fuego, Dave se sintió impresionado por lo extraño de aquel largo bigote y del cabello arreglado tan corto, y de aquellos ojos tan azules y tan brillantes, que todo lo engolfaban.
—Gracias, Bob — dijo cuando el hombre alto volvió a dirigirse al bar.
—Es un placer — contestó Bob cordialmente —, es un placer.
Comenzó a mezclar los nuevos «manhattans».
Dave volvió la cabeza para mirar de nuevo a Gwen, que todavía seguía en pie junto al fogón, agitando la cacerola. No podía figurarse qué era lo que había pasado, qué había hecho él de malo, y estaba preocupado por lo que iba a hacer con aquellas manzanas que no había pelado. El dulce olor de la fruta que estaba cocinándose había empezado a extenderse por la estancia. Evidentemente no iba a pelarlas en absoluto.
—Tu bebida, querida Gwen — dijo Bob alegremente —. Supongo que te la vas a tomar aquí.
Y sin esperar respuesta se la llevó adonde estaba y la depositó con cuidado en el bordillo junto al horno. Gwen, todavía agitando las manzanas, le miró, no dijo nada, y no tocó el vaso.
—Gracias — dijo cuando él se retiraba.
—Y la mía —exclamó Bob con prosopopeya.
Se llenó el vaso y se lo llevó a la mesita de café junto a la que estaba sentado Dave en uno de los divanes, y se sentó en el otro. Tras ellos la música serena y precisa de Bach seguía sonando aún en la gramola.
—Gwen me ha dicho que has escrito algunas poesías — dijo Bob en un tono delicado y cuidadosamente medido para expresar con su inflexión tanto un genuino interés como al mismo tiempo la alusión de que no había por qué hablar de ella si al otro no le interesaba.
Dave alzó la mirada hacia donde estaba Gwen, cuya bebida permanecía sin tocar, junto al horno.
—Oh, no es más que una pequeñez sin importancia — dijo volviendo la vista hacia Bob —. Las he escrito de vez en cuando. — Se sentía embarazado —. No son muy buenas, y en realidad ni siquiera se trata de poesías.
Ella no debía habérselo contado. Cuando volvió a mirarla, se quedó sorprendido al notar que su bebida había desaparecido. El vaso se hallaba donde estaba antes, al parecer, como si nadie lo hubiese tocado, pero allí no quedaba más que la cereza. Por lo visto se lo había tragado de la misma manera que había hecho con el primero.
—No estés tan seguro — le advirtió Bob, alzando un dedo
Me preguntó si podré tener el privilegio de leer algunas.
—No se las ha traído — dijo Gwen desde el horno con voz clara y pulida.
—¿ Por qué sabes que no las he traído? — preguntó Dave.
—Lo sé — dijo Gwen volviéndose a mirarle otra vez cara a cara, con los ojos completamente abiertos, pero esta vez distanciada, en lugar de efusiva—. Bueno, el caso es que no las has traído, ¿ verdad? — inquirió ella. Luego, antes de que él pudiese contestar, exclamó —: Caballeros, la comida está servida.
Alzó la tapadera de la cacerola y con una cuchara fue sacando las manzanas y colocándolas en una fuente de la misma loza pesada, blanquecina y aceitunada, y la llevó a la mesa.
—No, no las he traído — murmuró Dave con timidez —. Me acordé, pero no las traje. No creí que fueran lo bastante buenas.
—Quizá algún otro día — dijo Bob ansiosamente, y al parecer sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo a su alrededor —. Bueno, vamos a sentarnos. — Se levantó —. Tráete tu copa. Si quieres otra después de acabar ésa, no tengas reparo en decírmelo.
—Sí me apetece, como probablemente me apetecerá, yo mismo me la mezclaré — le sonrió Dave.
—Bueno — dijo Bob, inclinando su cabeza de cepillo —, estupendamente. Eso es lo mejor.
Dave estaba empezando ya a sentir el efecto de la bebida.
—¿ Sabes? — dijo mientras se sentaba y ponía la bebida en la mesa —, lo que más impresiona en este lugar es que es tan seguro.
—¿ Tan qué? — preguntó Bob sentándose.
—Seguro —dijo Dave, lanzando una mirada circular por la habitación —. Ya me entiendes. Seguro.
—Seguro-repitió Bob. Mostrándose un poco sorprendido, cogió su servilleta, la desplegó y también él dirigió una mirada en torno —. Sí, creo que comprendo — dijo cortésmente —. Aunque yo nunca había pensado en esto de esa forma, ya me entiendes.
—Naturalmente — dijo Dave —. No podía ocurrírsete. Pero es el sitio más seguro que yo haya visto en mi vida. Uno se siente aquí completamente a salvo. Me siento a salvo aquí. Es un sitio seguro — insistió como si el énfasis exagerado con que recalcaba la palabra pudiera dar a entender lo que quería decir.
Gwen había sacado los corazones de ternera y las grandes patatas del horno, lo había extendido todo en una fuente y lo había colocado en la mesa. No había más. Ningún pan, ningún entremés, ningún segundo plato de verduras. Luego trajo otra gran fuente con la ensalada de lechugas y tomates cortados y la puso encima de la mesa, y una botellita de salsa que decía Girard's San Francisco en su etiqueta y que sacudió vigorosamente un momento, colocándola luego junto a los platos para la ensalada.
—No — dijo ella claramente al sentarse —. Estás equivocado, esto no es nada seguro. Es nada más que te lo parece. En realidad, no es seguro en absoluto. En realidad, lo único que hace es trasladar el peligro a un nivel más útil.
Cogió su servilleta. Sus ojos estaban un poco empañados por el licor que no tenía la costumbre de beber, y un mechón de sus cabellos de color indefinible le había caído sobre la frente, y tenía el rostro todavía arrebolado por el calor del horno.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Dave cautamente.
—Bueno, ¿ qué clases de peligros hay? — preguntó a su vez Gwen directamente, con aquella firmeza tan suya, como si estuviese contestando la pregunta de un estudiante —. Sólo hay dos peligros. El peligro financiero y el peligro espiritual. El peligro financiero es el peligro social proveniente del prójimo, el peligro exterior. El peligro espiritual es el peligro que procede de nosotros mismos, de dentro. Si hemos apartado el peligro financiero de la lucha diaria por la existencia y el refugio, sólo ha sido para cambiarlo en el peligro más distante de los Bancos, los créditos y la economía. Hemos renunciado a un montón de cosas para tener este sitio.
Se detuvo para cobrar aliento.
—En segundo lugar, el tener todo esto — siguió explican— do casi pedantescamente — impone una responsabilidad aún más grande sobre nuestros hombros. Cuando apartas la lucha por las necesidades básicas, tienes que suplantarla con el ansia de poder, que ocupe su lugar. No teniendo necesidad de trabajar, uno puede convertirse fácilmente en un borracho, o en un buscador de emociones o degenerar en la inutilidad. Todos los animales son perezosos, como creo haberte dicho antes.
¿ Crees que yo sé algo? A causa de la potencialidad de pereza que hay en mí misma y contra la que tengo que estar luchando todo el tiempo. Nada está seguro para siempre, Da ve, tú lo sabes. Únicamente te estás mostrando sentimental.
Su voz estaba incluso temblando ligeramente, y cuando alzó su tenedor, aunque todavía no tenía nada en su plato, la mano también le temblaba un poco. Dave estaba desconcertado.
—Bueno, desde luego tienes razón — dijo tímidamente y con cautela —. Y yo estoy equivocado. — El pecho parecía contraérsele en un gran apretón, y exhaló un profundo y enorme suspiro —. Creo que voy a prepararme otra copa — dijo levantándose.
—Estupendo — le dijo Bob jovialmente —, estupendo, Da— ve. Creo que encontrarás todo lo que necesitas. Por mi parte, me parece que no me atreveré con otra.
—No tienes más que imaginarte a Marlowe, a Nash o a Robert Greene — seguía diciendo Gwen a sus espaldas —, tratando de vivir aquí tan tranquila y exiguamente como nosotros lo hacemos. Tom Wolter estaría ya harto de esa ventana y se habría echado al césped, borracho y fracasado — insistió ella.
—Gwen, ¿quieres pasarme las patatas? —preguntó Bob con una voz cordial y hambrienta.
— ¿ Cómo? — preguntó ella. Luego su voz cambió —. Oh— dijo—. Sí, sí, desde luego.
Se las acercó.
Y Tienes un aspecto delicioso — comentó Bob alegremente —. Me encantan las patatas, Dave — advirtió —, será mejor que vengas y empieces a comer, muchacho, o te encontrarás con que no te dejo nada. Estoy tan hambriento como un oso.