CAPITULO III

—Hola, muchacho, hola — dijo el recién llegado junto a la mesa.

Parecía evitar deliberadamente mirar a Dave. Bajo la guerrera de aviación tenía puestos unos pantalones grises manchados de barro, vueltos hasta dejar ver dos botas altas de cowboy.

—Espero que no hayáis estado bebiendo cerveza todo el día. Algo habréis dejado para mí — dijo quitándose la chaqueta y sentándose al lado de Dewey Colé. Debajo de la guerrera llevaba una camisa de lana fina.

—Hoy he trabajado de lo lindo — anunció —. Casi me he acabado un capítulo — explicó sin mirar todavía a Dave.

—Me alegro, Wally — dijo Dewey con indulgencia. Le dio con el codo a Hubie —. Córrete hacia allá.

—Hola, Wally — sonrió Bama con tono indulgente —. Dave Hirsh, Wally Dennis — pronunció haciendo las presentaciones como si estuviera acostumbrado —. Wally está escribiendo una novela explicó —. Es escritor.

—¿De verdad? —preguntó Dave cortésmente.

Wally por toda respuesta le miró de pronto, come si bruscamente descubriera su presencia, y le tendió la mano.

—Wallace Dennis. Wallace Francés Dennis-dijo. Por mi madre.

Indudablemente no tenía edad suficiente para haber estado en la guerra, ni siquiera para poder beber cerveza en un establecimiento público, ya que en Illinois no lo permiten hasta los veintiún años; pero en Parkman encontraría manga ancha, ya que los dueños de los bares conocen a todo el mundo. Llevaba el cabello largo, a lo artista.

—Hola, Wally — le sonrió Da ve tomándole la mano.

Wally se la estrechó solemnemente, fijando en él su mirada. Te conozco, hombre, te conozco — dijo sacando una voz incolora de su rostro de pandero — y sé todo lo que has hecho Dave Hirsh. He leído todas tus cosas. Algunas no están mal, pero recuerdan mucho a Saroyan.

La sonrisa de Dave se desvaneció. La consternación se iba apoderando de él.

Dewey castañeteó los dedos.

—¡ Ahora caigo en la cuenta! Yo sabía que había algo en ti que no podía recordar. Ya está. ¡ Eres escritor!

—¡ No lo soy! — protestó Dave rígidamente.

Por su gusto le habría dado un buen puntapié al inocente Wally. En su lugar le preguntó:

—¿ Leiste los últimos cuentos y la novela?

Wally asintió con su pesadez característica.

—Lo he leído todo, hombre, los cuentos, las dos novelas... Me ha gustado más la última, ¡ Eh, tú, Jake! — gritó —. Tráeme dos cervezas, una detrás de otra, de modo que no se pongan calientes. Pero todavía hay demasiado Saroyan... De todos modos, lo último ya es mejor.

—No soy escritor — aseguró Dave a Dewey enfáticamente —. No sé qué será lo que habrás oído. Pero lo cierto es que no soy escritor. Únicamente de vez en cuando se me ha ocurrido escribir alguna cosilla. —Volviéndose hacia Wally, explicó —: En realidad se trata sólo de una novela. La primera no cuenta. Probablemente tienes razón. En los treinta todos nosotros copiábamos a Saroyan, sobre todo aquí en el Oeste. En el Este se copiaba a Thomas Wolfe.

—Ese sí que es un verdadero escritor, realmente grande-exclamó Wally con animación —. Es el único novelista americano que ha sabido pintar un cuadro exacto de lo que es la vida de un muchacho, el infierno que es en realidad la vida de un muchacho. Lo único malo que tiene es que no le concede beligerancia.

Dave se sintió sobresaltado por aquella opinión. Le mordió el interés.

—¿Eso es lo que opinas sobre Wolfe?

—No es idea mía — contestó Wally, sacudiendo la cabeza —. Lo dice mi profesora. Lo cierto es que aunque Wolfe no hiciera nada mejor, ha hecho lo que nadie podrá conseguir.

—¿Quién es tu profesora? —preguntó Da ve.

—Guinevere French — repuso Wally—. La señorita Guinevere French. Enseña inglés en el colegio.

—¿Quieres decir, en el colegio Parkman?

—Claro. ¿Dónde, si no? Pero yo no soy discípulo del colegio — añadió rápidamente —. Asistó sólo a algunos cursos que me gustan, principalmente el inglés.

—Guinevere French. ¿ Es pariente del viejo French, el profesor de inglés?

—Desde luego; el poeta. Robert Ball French. Es hija suya. Son un poco parientes míos.

—Fue él quien me enseñó inglés en la Escuela Superior-explicó Dave.

Ése es. De la Escuela Superior pasó al Colegio [1], después que te marchaste. Ahora está retirado. — Wally tomó un trago de la primera de las dos cervezas que Jake le había traído —. Deberías hacer por verle, ¡ Caracoles! Allí fue donde trabé conocimiento con todo lo que has escrito. Me lo he leído de pe a pa. Gwen French ha coleccionado todas tus cosas. Supongo que eso se debe en parte a que tú eres de aquí. Colecciona cosas de escritores poco conocidos, como tú. Las utiliza en sus clases. Dice que se puede aprender más de ellas que de las obras de los grandes. ¿ Conoces a George Blanca?

—Desde luego, era mi mejor amigo cuando estaba en la Costa, hace ya años — contestó Da ve.

Wally asintió.

—Ya lo sé. Ella tiene coleccionada sus cosas. Incluso sus comedias. Y también las de aquel otro tipo que se suicidó.

Kenny McKeean — aclaró Dave.

Una vez más la consternación y el desaliento le ¿saltaron poderosamente, con más fuerza que antes, dejándole indefenso, queriendo hablar y no hablar sobre aquello, sintiendo un cosquilleo en los codos y en los dedos que se iba prolongando de manera alarmante por toda la piel. ¡ Precisamente en Prakman, de todos los sitios del mundo! Hacía infinidad de tiempo que no pensaba en ninguno de ellos, especialmente en Kenny. El y George eran los que le habían encontrado. Habían bebido bastante y fueron a buscarle para llevarle a una reunión. Era sencillísimo olvidarse de las cosas, si uno quería; aquello había sucedido hacía ya mucho tiempo. Especialmente si eran cosas que pertenecían a un período de la vida que había terminado de modo definitivo. De pronto ocurría algo que hacía volver aquellas cosas con toda su fuerza, como un puñetazo en plena cara.

—Exactamente, ese es el tipo — aprobó Wally Dennis como si se encontrara a muchos metros de distancia —. Escribió dos novelas que no se vendieron, y se saltó la tapa de los sesos.

—No fue así — corrigió Dave —. Se ahorcó. Y había algo más que lo de las novelas. Estaba mezclada una dama en todo aquello.

Los otros se quedaron mirando atentamente.

—¿Quieres decir que se mató por amor? — preguntó Wally.

—Sí — contestó Dave —, por algo da eso. Por amor o por falta de amor.

—No tenía idea de que la gente siguiera haciendo esas cosas

—insistió Wally con incredulidad —. Especialmente los escritores. Bueno, el caso es que ella tiene también todas las cosas que escribió ese tipo. Creo que empezó coleccionando las tuyas, por ser de aquí y por todo lo demás. Hay también obras de otro tipo, pero no recuerdo su nombre. Ahora tiene coleccionados muchísimos trabajos.

—¡ Caramba! — exclamó Bama con su aire desdeñoso —. Deberías preocuparte de esto, Dave. La individua parece pensar muchísimo en ti. Quizá encontrases en ella algo que te conviniera.

—Nada de eso, hombre — corrigió Wally —. Se trata de algo estrictamente profesional. Estáis completamente equivocados. Esta chica es honesta.

—Eso será a tu juicio — replicó Bama con tono de superioridad.

El embrujo del pasado, que había entrado por unos momentos en la estancia, parecía roto ahora para todos excepto para Dave. Los demás empezaron a chismorrear.

—Tengo que advertirte una cosa, hijo —dijo Dewey sonriendo —. A las mujeres les gusta amar. Lo sé... Yo solía pensar así cuando tenía tu edad, y no me sirvió de nada.

—No digo que no, en la mayoría de los casos —replicó Wally sin desconcertarse —. Pero todo eso que estás haciendo es para un libro que se propone escribir. Un libro sobre escritores y novelas. Ya la tesis del doctorado la hizo sobre el miaño tema, hace tres años.

—¿ Qué demonios significa una tesis de doctorado? — preguntó Hubie con su acento regional —. Te advierto que soy un ignorante. ¿ Es que quieres decir que ella va a hacerse también médico?

Dave se puso en pie. Wally estaba sonriendo ovinamente a Hubie; se daba cuenta de que le estaban tomando el pelo. Dave apuró el resto de su vaso.

—Tendréis que dispensarme, Bama —indicó Dave en tono protector. Rodeó las mesas vacías y entró en un estrecho pasillo que tenía dos puertas al lado izquierdo. Entró en una de ellas y encendió un cigarrillo, pero resultaba desagradable estar allí y salió al corredor, se acercó a la puerta trasera y se quedó allí fumando. No hacía otra cosa. Ni siquiera pensaba en nada concreto. Se limitaba a estar allí de pie, mientras algo iba hinchándose en su interior y miraba sin emoción el paisaje mojado. Todo tenía un aspecto muy lúgubre por aquella parte y los ladrillos estaban negros de hollín en los dos edificios inmediatos. Al cabo de un minuto dio media vuelta y regresó por el estrecho corredor.

* * *

Mientras volvía pensaba que todos sus escarceos literarios se debieron en su día a la influencia de Harriet Bowman. Pero no, aquello no era estrictamente verdad. Por lo menos no era toda la verdad, sino sólo una parte de toda la verdad, cubriendo cualquier otra experiencia, cualquier otra asociación de ideas, predestinado para que pasara lo que pasó, ¡Con un maldito abogado! La protesta le inundaba todo su ser.

«Estábamos enamorados entonces», pensó. Cada uno de nosotros, todos y cada uno de nosotros. Enamorados, ¿entendía alguien aquello? ¿Tenía siquiera su para qué? «Dios nos bendice a todos», lloraba el más romántico. Cada bendito de Dios estaba enamorado y cada uno de nosotros, de manera diferente, consiguió lo mismo, aunque quizá Kenny McKeean fuese quien consiguió menos, después de todo. El muy candía...

Todavía estaban hablando alrededor de la mesa. Wally se bebió un trago.

—Deberías conocerlos, hombres. A Gwen y al viejo Bob.

—No, gracias — contestó Dave —. No me hace ninguna gracia que me traten como a una cobaya literaria.

—Nada de eso, hombre —protestó Wally—. Nada de eso.

Les gustaría conocerte, eso es todo. No tenemos por aquí muchos escritores con los que poder hablar.

—¿Les conoces tú? —preguntó Dave.

—Pues sí. Mi madre era una French. Ella y el viejo Bob son primos. El viejo Bob es una excelente persona. Y bastante buen poeta también. Un poco anticuado.

—Nunca he leído nada suyo — mintió Dave.

—¿ Cómo? ¿ Que no has leído nada del viejo Bob? ¿ Siendo paisano suyo? ¡ Chico, es imperdonable! Es uno de los mejores poetas menores del país. — Bebió otro trago de su segunda cerveza —. ¿ Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad? Quizá yo pudiera arreglar eso.

—Poco tiempo. Sólo una semana — contestó Dave —. Y además no tengo interés en conocer a nadie. — Pero no pudo remediar el añadir —: Creo que fui a la escuela en el mismo curso de Gwen French.

—Probablemente — confirmó Wall y —. Es y a bastante madurita. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años. Aproximadamente de tu edad.

—No es fea — dijo de pronto Bama —. Una carita rara y asustada. En eso consiste su atractivo —explicó con aires de entendedor.

—.No está interesada en problemas amorosos —dijo Wally—. Le mataron al novio al principio de la guerra. Lo único que le interesa es la literatura, no los hombres.

—Es guapa — aclaró Bama.

—No te hagas ilusiones —dijo Wally.

—¿Y dices que le mataron al novio? —preguntó Dave.

—Sí — repuso Wally —. Llevaban prometidos más de cinco años.

—Dejadme salir — protestó Bama, poniéndose en pie —. Voy a orinar.

Dave se apartó para dejarle paso.

—En realidad — siguió Wally — eran como hermanos; Lo que ella pueda saber de la vida y del amor ha de haberlo aprendido en alguna otra parte. Fuera de la ciudad... En la Universidad, quizá. Se doctoró en Columbia, Nueva York.

—Si vale tanto — preguntó Dave —, ¿ qué demonios está haciendo aquí?

—Le gusta esto. Ella y el viejo Bob siempre han vivido en la ciudad. Bueno, ahora tengo que marcharme. Dentro de cuarenta minutos tengo una clase. Oye, chico — le dijo a Dave en serio, al mismo tiempo que se levantaba —, ¿ por qué no me dejas combinar una entrevista con ellos? Podríamos organizar una pequeña reunión. Yo traería a tu sobrina y seríamos cinco. Tomaríamos unas cuantas cervezas y charlaríamos un poco.

Dave le escuchó asombrado.

—¿ Qué quieres decir? — preguntó — ¿ No te referirás a Dawn?

Wally asintió al mismo tiempo que se iba poniendo la chaqueta.

—Claro que sí. La chica de tu hermano Frank. Es de las mayores en la escuela superior este curso y estoy tonteando con ella hace algún tiempo. Tiene mucho gusto para la cosa artística y creo que triunfará.

—¿Qué clase de arte? — inquirió Dave incrédulo.

—Declama, pinta un poco. Te asombrarás. Vamos, ¿qué me dices? Podemos pasarlo estupendamente.

—No, gracias — sonrió Dave —. He dejado de escribir y de reunirme con gente de letras. Ni siquiera entendería ya su lenguaje. Así es que no veo la utilidad de visitarles.

—¿Qué has dejado de escribir? — exclamó Wally, que ya estaba embutido en la guerrera, con expresión de sobresalto.

—Así es — confirmó Dave —. Lo he dejado en absoluto.

—Bueno, eso es cosa tuya — comentó Wally al fin —. ¿Te importaría que te hiciese una pregunta? ¿Hay alguna mujer mezclada en todo esto?

—No — sonrió—. Ninguna mujer.

Pensó para sí: «Ninguna mujer; únicamente un cerdo, un grueso cerdo cebado con bellotas, convertido en una vaca. He aquí un bonito título para un cuento: ”E1 cerdo que se convirtió en una vaca”». Comprendía que exageraba su rencor, pero le causaba placer. Había tenido una tarde desagradable.

—¿ Qué diríais si dejásemos de hablar de estas cosas y tomáramos otra cerveza?

—No puedo —se disculpó Wally—. Me limito siempre a dos; es mi máximo. —Luego se volvió a Dewey y a Hubie, como un hombre que recuerda de pronto los buenos modales —. Bueno, chicos, ya os veré. Ahora tengo que irme. Hasta luego.

—Transmite mi amor a todos tus profesores del colegio— gangueó Hubie — y a las profesoras.

—No vayas a coger una máquina de escribir a pulso...— bromeó Dewey.

—Conozco el chiste... — dijo Wally solemnemente.

Se dirigió a la puerta con la misma prisa que había entrado, pateando el suelo con las botas de cowboy de altos tacones.

Parecía arrastrado por un torbellino, y Dave pensó cuántas veces en su vida él mismo había hecho cosas parecidas. Estaba bien eso de ser escritor. Pero no se puede actuar como escritor. Hay que obrar en la vida como una persona corriente. Pensó lo agotado que llegaría Wally a su casa, cada vez que se hubiese visto obligado a soportar gente.

—Es un chico listo — dijo.

—Siempre está lo mismo —explicó Hubie.

—¿ Por qué le sirven cerveza?

—Porque oficialmente tiene veintidós años — contestó Dewey, sonriendo —. Cogió su licencia de conductor el año pasado, cuando cumplió los diecinueve. Cambió los números y puso veintiuno. Dice que ahora está condenado a ser dos años más viejo que es en realidad por todo el resto de su vida.

Dave se echó a reír. Podía oír el paso caballuno de Bama andando perezosamente hacia ellos.

—Pero todo el mundo sabrá la edad que tiene, ¿no?

—Ni que decir tiene, pero no les importa. Ya sabes lo elástica que es la ley. Toca el trombón en una orquesta de baile y así consigue el dinero para sus gastos. Su madre debe de tener algunos ahorros, pero no suelta ni una moneda. El padre murió.

—Entonces, el trombón explica el cabello tan largo — dedujo Dave, levantándose para dejar paso al larguirucho.

Dewey asintió. Bama no tomó asiento. Apoyó las manos en el filo de la mesa y miró sardónicamente a la reunión.

—¿Todavía seguís haciendo la disección del amor y de las mujeres? — preguntó desdeñoso.

—Ya hemos acabado — contestó Dewey —. Siéntate.

Bama se negó, sacudiendo la cabeza.

¿Dónde está el crío? ¿No se habrá vuelto loco, verdad?

Había en su voz un tono de ansiedad.

—No, se ha limitado a marcharse.

—Desde luego sin pagar las cervezas — indicó Hubie, secamente.

—Nunca paga nada —explicó Bama —, ni yo esperaba que lo hiciera.

—Vamos, siéntate — insistió Dewey.

Bama movió la cabeza sonriendo.

—Tengo que dar mi vueltecita. — Luego lo pensó mejor y tomó asiento junto a los otros —. Espera un momento — le dijo a Dave —. ¿ Qué plan hay para esta noche? — preguntó a los demás—. Hay un buen partido de hockey en Indianápolis

—Sí, y me gustaría verlo — indicó Dewey.

Hubie le pellizcó en el brazo.

—Acuérdate de los papeles que tenemos que entregar mañana, Dewey — advirtió —. Hace ya mucho tiempo que ha pasado el plazo.

Dewey le miró con disgusto y Hubie se disculpó:

—Bueno, me dijiste que te lo recordara.

—Está bien — dijo Dewey con repugnancia —. Cogeremos esos papeles que tenemos que entregar mañana. Llevo un mes dejando la cosa de un día para otro. La gente va a echárseme encima.

—Entonces propongo que os quedéis en casa — dijo Bama —. De todos modos, no es cosa que tengamos que decidir ahora. Más tarde podríamos encontrarnos en casa de Smitty. Desde allí podríamos ir a ver el partido y llevarnos a Dave con nosotros.

Una vez más, como antes, Dave tuvo la curiosa sensación de que había algo raro, que no podía explicarse, en la familiaridad con que Bama le trataba.

—Lo que menos importa es el partido. La cosa está en ir allí.

—Procuraré estar a las diez — prometió Dave.

—Está bien. Entonces podríamos encontrarnos en el Club Atlético —dijo Bama—. Está un poco más arriba, en esta misma calle.

—Perfectamente, pero si no llegase, marcharos sin esperarme — respondió Dave, deprimido de pronto.

—De acuerdo — contestó Bama —. Desde aquí vamos a casa de Smitty.

Se levantó y pasó por delante de Dave, que le había hecho sitio. No llevaba abrigo.

—¿Qué es eso? — preguntó Dave.

—Un bar. Por la parte Norte.

Bama permanecía inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, mirando por la ventana la calle mojada y los coches húmedos, con el sombrero en la misma posición que se había quedado cuando recibió el papirotazo. Dave tuvo de nuevo la extraña sensación de haber sido presentado sin ceremonia alguna en el cogollo de la ciudad, en el centro geométrico de sus personalidades y conflictos, de sus placeres y de sus estímulos más artificiales. Caído allí como una piltrafa de buey en medio de una zarabanda de gatos hambrientos Se volvió a sentar.

—Es gracioso — dijo en voz alta —. Esto de verme aquí de vuelta conociendo a gente y enterándome de tantas cosas. Nunca tuve idea de que pudiera haber tantas cosas raras en esta ciudad.

—¡ Oh, esta es una ciudad muy complicada! — explicó Dewey en tono casi protector —. Hay muchas más cosas raras en esta ciudad de las que nadie pueda imaginarse. Más tarde o más temprano todo termina en esta mesa, y aquí se resuelven todos los asuntos.

—A menos que uno pertenezca al club de golf — intervino Hubie con desprecio.

—Aquí o en casa de Smitty — completó Bama, qua seguía de pie, con indiferencia, sin cambiar de postura.

—Pues no veo ahora mucha animación por aquí — observó Dave.

—Es que la gente está trabajando. Espera hasta después de cenar.— dijo Dewey —. Aquí es donde tu viejo se pasa la mayor parte del tiempo — añadió.

—¿Papá? —preguntó Dave con una sonrisa. Una vez más sentía aquel deseo absurdo de echarse a reír —. ¿ Se ha cambiado de nombre?

—No, todavía no — informó Dewey maliciosamente — Herschmidt. El viejo Herschmidt le llama todo el mundo.

—Me figuraba que no se lo había cambiado — confesó Dave—. La última vez que tuve noticias de él seguía con el mismo nombre, y me imagino que Frank estará muy contento de eso.

—También yo lo imagino — dijo Dewey maliciosamente —. Después de todo el trabajo que se tomó para conseguir el cambio. ¿Por qué diablos ha de necesitar nadie cambiarse el nombre? Me explico el cambio si se tratara de buscar otro nombre completamente distinto. ¡ Pero de Herschmidt a Hirsh!

—Mi hermano hizo eso cuando papá se escapó — explicó

Dave —. Sospecho que él creía que así sonaría mejor. ¿ Y dices» que el viejo viene por aquí?

—Sí. En cuanto puede pagarse una cerveza — informó Dewey —. Ahora vive con el subsidio de vejez.

—¡ Qué familia! — pensó Dave desolado —. ¡ Y saber que formo parte de ella!

—Para decir verdad — intervino Bama sin moverse, en la misma postura —, creo que viene ahora entrando por la puerta principal.

Se sacó las manos de los bolsillos y giró sobre sus talones apoyando un brazo en la mesa y dando la cara a toda la habitación impasible, lánguidamente.

—j Oh, no! — pensó Dave —. ¡ Oh, no, no!, ahora, encima de todo lo demás.

De forma casual, como quien no quiere la cosa, al cabo de un momento giró la cabeza lentamente hacia la puerta, donde ya se recortaba a contraluz la figura escurridiza de un anciano vestido con cazadora, botas de faena, gorra de vagabundo y esclavina de hule rojo.

—No creo haber oído nunca su nombre de pila — dijo Dewey —. ¿ Cuál es?

—Víctor — contestó Dave, mirando a su padre —. Pero tampoco yo he oído llamarle jamás así — añadió —. Excepto mi madre cuando yo era un crío.

Su padre avanzó hacia el mostrador sin mirar a ningún lado, se quitó la esclavina, la puso sobre un taburete y se sentó. Pidió una cerveza. Debajo de la cazadora llevaba una camisa azul. Muy lavada y escrupulosamente limpia. En realidad toda su ropa estaba muy limpia, como Dave notó con sorpresa, excepto la esclavina estropeada por el tiempo. No parecían las ropas de un trabajador. Pero, ¿por qué habían de parecerlo? Hacía ya más de diez años que estaba viviendo del subsidio de vejez.

Resultaba difícil creer que uno estaba allí sentado mirándole, y dándose cuenta de que loe demás le miraban a uno, aquel viejo encaramado frente al mostrador era su padre, su padre en carne y hueso. Tenía que esforzarse para creerlo.

Realmente, nunca había tenido de verdad un padre. Desde la época en que estudiaba quinto curso, su hermano Frank fue el único padre que conociera. Pero aún antes de eso había sabido que no tenía ninguno. Muchísimas veces había sorprendido en la cara del viejo aquella mirada que él, como niño, sólo podía comprender intuitivamente. Más tarde, siendo ya adulto, había hallado la misma mirada en los ojos de otros hombres, muchísimos otros hombres. Ellos, esos otros hombres, aquellos muchos hombres solían sentarse y contarle cosas de sus maravillosos hijos e hijas y desplegar sus fotografías, y en sus rostros solía verse la misma mirada que en tiempos había existido en el rostro del viejo cuando rondaba por la casa, modesta pero confortable, al anochecer, después del trabajo, y miraba fijamente, con incredulidad, sus seis retoños, como preguntándose de dónde habían venido tantos crios.

Por lo menos, seguía pensando Dave, él no fingía querernos con pomposos aires de responsabilidad familiar, ni esperaba que le quisiéramos, cosas todas que había exigido el hermano Frank cuando odiándolos por representar un estorbo para él se había visto obligado, por la existencia de los mismos y por la circunstancia, a ser el único apoyo de la familia.

—Creo que debo ir a saludar al viejo —dijo Dave.

Se levantó, se dirigió al mostrador y dijo lo primero que se le ocurrió.

—¿ Qué hay? ¿ Cómo va el negocio de las soldaduras?

El viejo, que parecía una caricatura de su padre auténtico, alzó hasta él uno ojos escrutadores.

Tiene ya más de setenta años, pensó Dave. En tiempos fue rechoncho, como todos ellos, pero la edad le ha aguzado dándole aspecto de pájaro. El pescuezo largo y la nariz germánica, así como los fieros ojos bajo la deshilachada gorra de vagabundo, le daban apariencia de un buitre con cresta.

—Ya no sigo en el negocio — dijo —. Estoy retirado.

Si había reconocido a su hijo lo disimulaba muy bien. Sus siempre peludas cejas parecían desplumadas.

—¿ Te acuerdas de mí? — preguntó Dave sonriendo, como si le hablase a un niño —. ¿ Sabes quién soy?

—Sí — contestó su padre —. Bueno, ¿ qué quieres?

—'Estoy de paso en la ciudad. Pensé que debía saludarte.

—Está bien, ya me has saludado. Si es dinero lo que quieres, no tengo ni un céntimo. Si lo que quieres es que me cambie de nombre, no me lo cambiaré. ¿Qué otra cosa buscas?

—Nada — contestó Dave —. Absolutamente nada. Podría convidarte a una cerveza.

El viejo volvió la cabeza hacia el hombre del pelo gris.

—Díselo a él. Es quien tiene que cobrarla.

—Tráigale al señor Herschmidt otra cerveza — ordenó Dave —, y apúntela en mi cuenta.

—Y puedes decirle a Frank que nunca me cambiaré de nombre. Eso le dará mucha alegría.

Ansiosamente bebió de la cerveza.

—Se lo diré — contestó Dave —. Voy a su casa esta noche.

—Vas a ir a su casa, ¿ eh? Entonces dile que la próxima vez que mande a alguien a sonsacarme debe pagar un vaso de whisky y no una cerveza y que se muestre más discreto.

—Perfectamente — dijo Dave —, se lo diré.

—Y no me trates como un viejo loco.

—Está bien — dijo Dave despreocupadamente —. Póngale otra cerveza cuando la pida — indicó al de la cabeza gris, que estaba al otro lado del mostrador escuchando sin interés—.

Y póngale también un doble de whisky.

—Vete ya y cuéntale a Frankie lo que te he dicho.

Frankie era un diminutivo que Frank había odiado toda su vida.

—Se lo diré — sonrió Dave. Sé apartó del mostrador —. Te veré más tarde.

El viejo bebió ansiosamente otro trago de su cerveza sin mirar a ningún lado. Dave se sentó a la mesa y sonrió mirando a los tres hombres, mientras movía la cabeza con aire apesadumbrado.

—¿ Qué puedo hacer?

Su intención había sido buena. Los otros le devolvieron la sonrisa. En realidad parecían satisfechos.

—Es un gran tipo —dijo Bama con admiración, como si expresara los pensamientos íntimos de Dave —. Bueno, voy a dar una vuelta.

Pero no se fue. En el mostrador el padre de Dave hizo que el del bar le pusiera seis botellas de cerveza en lugar de una, las cuales guardó en su saco, juntamente con la ración de —whisky. Sin pagar nada agarró el saco y se dirigió en línea recta hacia la puerta, sin mirar a derecha ni a izquierda.

Bama se sacó las manos de los bolsillos y encendió un cigarrillo, inclinando la cabeza hacia la cerilla, y luego se adelantó y mantuvo abierta la puerta para que pasara el viejo con su saco. El viejo Herschmidt salió y Bama miró al del bar y le hizo un gesto como si escribiera algo en el puño con un lápiz, luego se señaló con el dedo a sí mismo. Después se volvió y se marchó a la calle.

—¡ Pero no va a pagar él todo esto! — protestó Dave.

—Ya lo ha hecho — gangueó Hubie maliciosamente.

—¿De qué vive? — preguntó Dave.

—Juega — sonrió Dewey.

—¿ Eso es todo?

—Es bastante cuando se juega como él — explicó Hubie.

—Es un magnífico jugador — confirmó Dewey —. Gana muchísimo dinero. Ahora va a jugar.

—¿ Pero es que no tiene nombre? Veo que todo el mundo le llama Bama —> preguntó Dave.

Dewey sonrió juvenilmente.

—Se llama William Howard Taft Dillert. Nació en 1912.

—Pero no hay que llamarle nunca así — sonrió Hubie —. Especialmente Howard, porque así le llama su madre.

—Proceden de la parte de Florence, en Alabama —explicó Dewey con una sonrisa —. De ahí el apodo. Su hermana trabajaba en una fábrica de Birmingham y se llevó la familia allí. Luego vino a Parkman a trabajar en los laboratorios Sternutol y se trajo aquí a la familia. Ahora el otro hermano trabaja también en Sternutol. Bama vino a hacerle una visita y se ha quedado aquí.

—Dillert es un apellido ilustre del Sur — dijo Dave.

—Sí, pero William Howard Taft no lo es —replicó Dewey.

—Sí, por lo menos Woedroy Wilson era un buen demócrata — dijo Hubie.

Dave se echó a reír. Era la primera carcajada verdadera que soltaba en todo el día desde que volvió a este lugar, y fue una carcajada corta. E inmediatamente que la sofocó se sintió de pronto exhausto, desmadejado, completamente vacío. Comprendió que si no hubiese parado de reír, habría seguido riendo y riendo hasta desembocar en una crisis de histeria.

—Bueno, tengo que irme —dijo—. He de volver al hotel y arreglarme para ir a casa de Frank esta noche. Decidle a Bama que muchas gracias por las cervezas y por todo lo demás.

—Te veremos más tarde en casa de Smitty — dijo Dewey. Miró su reloj —. Mi novia saldrá de la fábrica dentro de poco. Estamos esperándola aquí.

—Sí — dijo Dave gravemente —, de acuerdo.

Hizo una inclinación de cabeza, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Se sentía harto de cerveza, y otra vez volvía a sentir hambre. Pero no podía quedarse a comer. Tenía que marcharse.

Salió y tomó la dirección contraria a la de Bama, en derechura al hotel. Todavía seguían cayendo gotitas de nieve, y eso le sorprendió. Pensaba, que había transcurrido muchísimo tiempo. Su vida entera se le aparecía como el paisaje de un hombre que estuviese en medio de un laberinto de enlaces ferroviarios, pasándole trenes por un lado y otro enloqueciendo con silbidos, luces y olor a humo.