CAPITULO VII
Edith Barclay, después que se marchó el jefe, no dispuso del resto de la tarde. En lugar de eso siguió en la oficina, modosa, eficaz, esbelta, trabajando hasta la hora del cierre.
No es que hubiera mucho trabajo que hacer. Ni un motivo concreto para quedarse. Pero si hubiese dispuesto de la tarde, no habría podido hacer otra cosa que tomar cocas o café en el colmado de McGeee, ella sólita, sin nadie con quien hablar hasta que no salieran las muchachas que trabajaban en la Audiencia.
Además estaba inquieta por lo del jefe. Sabía sobre él muchísimo más de lo que éste pudiera sospechar. Más de una vez, durante el pasado año, sin que el jefe se enterara nunca, había disimulado discretamente sus ausencias ante la esposa del mismo, cuando la señora llamaba al establecimiento y él se había ido. Quizá tenía sólo los veinticuatro años que confesaba, pero las mujeres maduran antes que los hombres, y además durante los tres años transcurridos desde que salió de la escuela superior había trabajado como auxiliar en la Compañía de Teléfonos y ahorrado el dinero necesario para ir a la Escuela de Comercio de Terre Haute. No había necesitado prestar demasiada atención a las últimas conversaciones telefónicas de su jefe para saber qué había sucedido.
Edith conocía todo el escándalo del hermanito Dave. La abuela de Edith había sido durante años lavandera de Frank Hirsh y odiaba a Frank Hirsh (y a sus éxitos) incondicional y apasionadamente, como sólo una mujer vieja y fracasada sabría hacerlo; ello constituía su tema favorito con sus comentarios a cómo Frank.se había casado con Agnes buscando la tienda de comestibles. Edith no podía evitar, a menos que saliese de la casa, escuchar aquellas historias, por tanto dejar de enterarse de todo lo referente al hermanito Dave.
Era un escándalo, pensaba Edith, que podía haberle ocurrido a uno de cada dos estudiantes que no sabían tener cuidado de sí mismo, pero podía causarle al jefe desazón, especialmente si se tomaban las cosas por la tremenda, que era lo que él hacía con todo.
A las cinco y media, Al Lowe vino a la oficina con el dinero metálico que había que guardar en la enorme caja de caudales empotrada en la pared, a la cual ambos tenían acceso. Edith le oyó llegar. Empezó a rellenar algunas circulares.
—¿ Otra vez va usted a quedarse hasta tarde? — preguntó Al después de cerrar la caja.
—Quiero terminar unas cosillas antes de marcharme — dijo ella sin alzar la vista.
—Bueno — repuso Al recostándose sobre la caja —. La veré luego, Edith.
—Hasta mañana — dijo Edith con indiferencia y continuó trabajando.
Mientras él permanecía allí de pie, mirándola haciendo la misma observación que hacía siempre cuando ella se quedaba hasta tan tarde, la joven podía percibir, aunque disimulada, la sorpresa de Al ante el hecho de que alguien pudiera permanecer horas extraordinarias en el trabajo por su gusto y sin necesidad. Nunca le pidió que le explicase por qué se quedaba. Y suponiendo que se lo preguntara alguna vez, no iba a ser tan tonta como para decírselo, pensó ella, porque era una de las cosas que á él no le importaban en absoluto.
Otra de las cosas que ella sabía sobre su jefe y éste no sospechaba que lo supiera, era que desde hacía años el jefe distinguía demasiado a la mujer de Al Lowe.
Siguió trabajando. (Al ya se había ido.) Escribió una última carta, la metió en el sobre, la franqueó y la puso junto a las demás; luego encendió un cigarrillo, se desperezó en la silla con gestos que, a pesar de todo, resultaban femeninos y habrían parecido atractivos a cualquier hombre, caso de que alguno hubiera podido verla.
Aquel maldito Al. Edith sabía muchísimas otras cosas acerca de su jefe. Sabía todo lo referente al viejo Herschmidt, su partida, su regreso y subsiguiente negativa a cambiar de apellido. Sabía todos los numerosos disgustos de Frank durante los años que llevaba casado con Agnes, y sabía también lo referente a Agnes misma. No podía dejar de saberlo, viviendo como vivía en la misma casa que su abuela Jane. No podía hacer mucho para ayudar a su jefe en el asunto del hermanito Dave, que por otra parte sólo se quedaría una semana o dos. A veces su jefe le parecía un verdadero infeliz.
Desde luego, en la actualidad, todas las preocupaciones del jefe radicaban en el propio hogar, y esa no era jurisdicción de la mecanógrafa. Pero un inteligente hombre de negocios, como el jefe, debería hacer algo mejor que tontear con una tigresa como Geneve Lowe. Edith la había visto con demasiada frecuencia en el establecimiento, y tomado a menudo sus llamadas telefónicas. Era una muchacha de rasgos exquisitos, con la apariencia de una modelo del «Vogue». Parecía que no llevase la ropa encima sino provisionalmente, el tiempo justo para ser fotografiada. Edith estaba por su parte bastante al día de la moda. Lo suficiente para reconocer los vestidos comprados en Chicago y en Nueva York, que Geneve conseguía por medio de Dotty Gallter. La simpatía de Edith estaba totalmente con el jefe. Concedía que Al tenía suerte.
Con su traje sastre, un brazo sobre el respaldo de la silla, las piernas estiradas como un muchacho, la falda alzada hasta las rodillas, Edith fumaba y dejaba que el ambiente silencioso del almacén se deslizara sobre ella, tranquilizándola. Esta era la hora del día que más le gustaba. Cada semana se quedaba un par de tardes después de finalizar el trabajo. Por su gusto se quedaría con más frecuencia, si no temiese que ello llamaría la atención. No quería dar la impresión de que necesitaba horas extras para tener su trabajo al día.
Arrojó al suelo el cigarrillo casi acabado y abrió su estuche de manicura.
Mientras se secaba las uñas se fumó otro cigarrillo. Luego volvió a la mesa y recogió sus cosas, lista para marcharse. Por haberse quedado hasta tan tarde, había perdido el último autobús y ahora tendría que ir andando. No le importaba.
El hogar de Edith estaba en el extremo oriental de la ciudad, cerca de la fábrica «Sternutol», donde su padre trabajaba, en una barriada que había estado fuera de los límites de la ciudad hasta 1943, fecha en que Parkman se había extendido para acomodarse a las circunstancias de la guerra. No había tranvías por aquella parte de la ciudad, ni otra posibilidad de regresar que no fuera utilizando la vieja línea de circunvalación que marcaba los antiguos límites ciudadanos. El patio de los Barclays lindaba antiguamente con el campo, de modo que podía verse desde el seto un buen espacio de terreno virgen. Nadie se resigna fácilmente a perder una posibilidad como aquella, y el hecho de que la joven hubiese vivido tan cerca del campo pudo tener gran influencia en su vida. Algunas veces pensaba que si hubiese vivido en Hull Drive, en vez de por Roosevelt, probablemente habría sido toda su vida telefonista, sin asomarse a la Escuela de Comercio de Terre Haute ni convertirse en secretaria de Frank Hirsh.
Hacía frío. La fría llovizna había cesado. Las aceras relucían bajo las luces de los faroles. No había estrellas. El invierno se manifestaba con evidente prisa.
Edith comprobó que la puerta quedaba bien cerrada, luego se detuvo en la acera para contemplar el establecimiento. Quizá estuvo así unos treinta segundos, mirando atentamente los escaparates.
Aquello representaba un triunfo, y su truco de quedarse hasta tarde formaba parte de una costumbre adquirida durante lo® primeros meses pasados allí, meses de inseguridad y de dudosas preocupaciones, trabajando siempre con la incertidumbre de si aprobaría el período de aprendizaje o sería despedida al día siguiente. Había tenido que olvidar todo lo que le habían enseñado en la escuela y crearse para su uso particular un sistema práctico, para reemplazar el teóricamente perfecto (pero totalmente impracticable) que sus profesores le habían enseñado.
A medida que la incertidumbre fue cediendo el puesto a la seguridad, la eficacia y el éxito, empezó ella a recordar aquellas tardes de lucha y de preocupación como el tiempo más feliz de su vida. La fachada del establecimiento le decía que ya no debería temer nada, cada vez que contemplaba los escaparates. Después de suspirar, se decidió y se encaminó a casa.
Edith anduvo por la Avenida East Wernz, la calle principal que se convertía en carretera cuando terminaba la ciudad. Parkman era una ciudad rica en petróleo y agricultura, y la Avenida East Wernz lo demostraba. Edith iba pasando delante de las casas, los grandes caserones viejos de dos o tres generaciones, entre otros más nuevos, todos con sus parterres y árboles haciéndose menos impresionantes a medida que uno se acercaba a las afueras de la ciudad, hasta que justamente en el extremo de las edificaciones de ladrillo se alzaban dos o tres de los más colosales, construidos apenas media generación antes. Andaba de prisa, embutida en su pesado abrigo y en sus blancas botas de caucho, estilo cowboy, altas hasta la pantorrilla, moviéndose con absoluta seguridad.
Desde la esquina de la calle Roosevelt pudo ver su casa con las luces encendidas. Cuando llegó, encontró a su padre sentado, sin zapatos, todavía en traje de faena, leyendo el periódico.
John Barclay no la miró siquiera. Un olor desagradable a productos químicos flotaba en la habitación.
—Papá, báñate ya — dijo Edith quitándose el abrigo.
—Ahora mismo, cielo — respondió John Barclay —. Sólo quería echarle una ojeada al periódico.
—Puedes leer el periódico después del baño — sentenció Edith.
John Barclay dobló el periódico y lo puso en el escabel donde había tenido los pies, plegó sus gafas y las dejó cuidadosa— mente en el extremo de la mesa.
—Está bien, querida.
Se levantó. Era hombre grueso y calvo, bien musculado. Tiró su chaquetilla de trabajo al suelo, y fue de puntillas al cuarto de baño, en calcetines.
Edith se puso a ordenar las cosas. Colocó las gafas en su funda de imitación de cuero y las dejó luego sobre la librería imitación de roble. Quitó el periódico del escabel y lo dejó encima de la mesita imitación de caoba. Vació el cenicero que John había construido en la fábrica, y limpió la ceniza que había derramado en la alfombra. Cogió los zapatones de trabajo y los puso junto a la puerta de la habitación. De la cocina venía el olor a hígado y cebollas fritos.
—Edith, ¿eres tú, Edith? —llamó su abuela, simulando que no sabía quién era.
—Sí, Jane. — Reunió sus propias cosas, el abrigo y las bota*, para llevarlos a su habitación —. ¿ Qué tenemos para cenar?
—Le dije que se bañara — dijo la voz cavernosa de su abuela —, pero no presta la menor atención a nada de lo que le digo.
Era una desvergonzada mentira. La enorme figura a la que nadie en la tierra se atrevería a no prestarle atención, si ella la solicitaba, surgió de la cocina, vestida con su bata tan ajada como florida. Empuñaba un tenedor de cocina.
—Debías de haber limpiado el polvo — dijo Edith-
—Es lo que quería hacer — contestó Jane —, pero estaba demasiado cansada. Ni siquiera sabía si ibas a venir o no para cenar. ¡ Estás recogiéndote ahora tan tarde!
Edith, que nunca dejaba de venir a casa a cenar cuando estaba en la ciudad, se negó a dejarse coger en la trampa. Dijo únicamente.
—Me he retrasado un poco haciéndome las uñas.
—Bueno, yo no sabía si hacerte comida o no — indicó Jane.
—No tengo mucha hambre. Me prepararé algo yo misma.
—Bueno, quizá haya bastante — admitió Jane caritativamente. —• ¿Dices que tienes una cita hoy?
—Sí.
—También yo — explicó Jane resplandeciente.
Edith sintió necesidad de reñir. Siempre se mostraba un poco desconcertada por las salidas de su abuela, aunque hacía todo lo posible por disimularlo y ser tolerante. Resultaba desalentador entrar en un local público con alguien, y encontrar a Jane en una mesa con una pareja de viejos libertinos.
—¿Con quién es esta vez? —preguntó.
—¡ Oh! — contestó Jane sonriendo.
—Bueno, pues que te diviertas.
Todo resultaría más llevadero si no fuese tan alta y tan gruesa. Aquella visión embarazaba siempre a Edith.
—Otra vez me duelen muchísimo los riñones — explicó Jane penosamente —. Creo que otra vez tengo piedras.
—¿Sigues tomando tu medicina?
Jane gruñó.
—¡ Ay, el muy sinvergüenza del médico! Sólo hace que sacarme dinero, que tantísimo trabajo me cuesta ganar.
Edith permaneció impasible.
—Entonces debes ir a otro.
—Todos son lo mismo —gruñó Jane. Su voz cambió luego—. En realidad lo único que me pasa es que necesito descansar.
—Y descanso es lo que nunca tienes.
—Eso es verdad.
Volvió a la cocina para remover el revoltijo de hígado de carnero y cebollas fritas. Perpetuamente cansada, siempre enferma, con continuos dolores, a los sesenta y dos años tenía más energía que diez hombres, podía hacer casi tanto trabajo como éstos, y se gastaba todos los ahorros en cerveza y en medicinas.
Jane se asomó otra vez a la puerta de la cocina, empuñando el tenedor, cuando Edith estaba a punto de entrar en su habitación.
—¿ Te has enterado de la última noticia? Hoy estuve echando el día en casa de la señora Smith, y fui de las primeras en enterarme. La llamó la señora Harry Appel para decírselo.
Edith se detuvo en la puerta.
—¿Te refieres a la vuelta del hermano de Frank Hirsh?
—¡ Ajajá! — gritó Jane —. ¡ Ese hijo de perra! Me apuesto algo a que no le llega la camisa al cuerpo.
—Pues en la tienda no se le ha notado nada esta tarde.
—¡ Tú! — rezongó Jane con desprecio —. Tú todavía no has salido del cascarón. No puedes darte cuenta de esas cosas. Y si te dieras cuenta no las admitirías tampoco.
—Es verdad. Seguramente no lo admitiría. Pero da la casualidad de que no hay nada que admitir.
—Entonces es que él todavía no sabe lo que ocurre.
—¿Y cómo lo iba a saber yo, si no?
—Puedes haberte enterado en cualquier otro sitio. En toda la ciudad no se habla de otra cosa. El hermanito Dave se ha alojado en las mejores habitaciones del Parkman y ha depositado cinco mil quinientos dólares en el «Second National Bank». No en el «Cray County Bank», figúrate. El «Second National». Y tú estás con él y sin embargo intentas convencerme de que ese maldito Frank Herschmidt no está preocupado.
—Será mejor que te ocupes del hígado — dijo Edith —. Se te va a quemar. Y yo tengo que lavarme.
Entró en su habitación.
—Espera al viernes — gritó Jane a su espalda. El viernes era su día de lavado en casa de los Hirsh —. Ya te contaré después. Agnes nunca sabe disimular su enfado.
Se volvió a la cocina, cambiada la expresión de regocijada malicia de su rostro por un aire de desengaño. Jane estaba convencida de que su nieta no tenía mayor sensibilidad que su estúpido padre. Creía que la única persona en la casa con capacidad para sentir algo era ella. Olvidándose de que también ella se había casado buscando tanto la seguridad como el amor (aunque con mucha menos suerte), Jane volvió a preguntarse una vez más, con renovado asombro, qué es lo que habría empujado a su hija Francine a casarse con un estúpido como John Barclay.
En su habitación, Edith colgó su abrigo. Guardó las botas de agua y se quitó el vestido de la cocina. Se puso una bata para esperar que su padre saliese del cuarto de baño.
Sentada en la cama, cogió los pendientes y los guardó en el joyero que tenía encima del tocador.
Edith vio que Jane había estado otra vez registrándole sus cosas. Indignada hasta las lágrimas, agarró la cajita y se precipitó hacia la cocina.
No es que tuviese muchas joyas, pero las que tenía eran suyas. Las había pagado ella. La mayor parte, pura bisutería, cuidadosamente elegida. Y tenía dos a las que atribuía un gran mérito, compradas ambas en la tienda, antes de empezar a trabajar allí: un conjunto de amatistas mejicanas engarzadas en plata, con pulsera, sortija, pendientes y un alfiler en forma de lechuza; y la otra un par de pendientes de jade verde manzana por los que había pagado treinta dólares. Le molestaba aquella intrusión en sus cosas privadas. No tenía ningún sitio en casa, ni un cajón, ni un armario, ni una despensa, ni una habitación que fueran de ella y nada más que de ella. Ni siquiera en su propio joyero.
Jane levantó la cara del hornillo, pero se recobró rápidamente cuando vio la cajita y se dispuso a la defensa.
—¡ Otra vez has estado en mi habitación!
—No he estado.
—Has estado, has estado. Y has estado hurgando otra vez en mi joyero.
—No he estado — dijo Jane, aunque la culpabilidad estaba pintada en su rostro—. Nunca en mi vida he hecho una cosa así.
Edith estaba empezando a llorar, de pura rabia.
—No tienes derecho a entrar en mi habitación. Yo no entro en la tuya. No puedo tener nada oculto.
—Edith, no he entrado. Dios es testigo de que no he entrado.
—¡ Has estado! Has estado en mi habitación probándote otra vez mis joyas.
Era inútil. Sabía que Jane nunca lo confesaría. Llorando de despecho y de rabia, porque no conseguía siquiera que lo reconociese, Edith se encaró con la abuela.
—¡ Mentirosa! — le gritó, y volvió a su habitación cerrando con tanta violencia que estuvo a punto de arrancar la puerta.
—Te lo digo de verdad, Edith. Debes de haber sido tú misma, y ahora ya no te acuerdas.
John Barclay eligió aquel momento (el del portazo que hizo temblar a toda la casa y el de los gritos de Jane) para salir del cuarto de baño, desvanecido sus olorados productos químicos.
—¿ Qué pasa? — preguntó.
Jane se encogió de hombros.
—Tonterías; cree que he estado andándole en el joyero, probándome sus cosas.
No estaba ofendida, ni siquiera enfadada. Sencillamente, melancólica.
—¿Y lo has hecho, no? — preguntó John después de digerir la frase de su suegra.
—Desde luego que no — contestó Jame —. ¿Pata qué diablos quiero yo probarme sus joyas?
—Bueno, de todos modos, tienes que mirar bien cómo tratas a la chica — dijo John Barclay después de una profunda meditación —. Ya sé que te ataca los nervios, pero es una muchacha inteligente. Y la gente inteligente es muy sensible. No es una bruta como tú y yo, y no puedes tratarla como si lo fuera.
Hay que ver la porquería de hombre que le había tocado como yerno, pensó Jane con desprecio. Se le podía decir que la mermelada era betún y se limpiaría con ella los zapatos tan convencido. Replicó:
—Lo que necesita es casarse.
John la miró consternado.
—Cuando necesite casarse ya se casará.
Jane soltó un gruñido.
—La cena está lista — anunció.
—La chica todavía no se ha bañado — repuso John Barclay—. Será mejor que esperes un rato.
Cruzó la habitación lentamente, en calcetines y se sentó a esperar la cena.
En su habitación, Edith había vuelto a poner el joyero en el tocador y estaba tumbada en la cama. Gradualmente, la vieja desesperanza volvió a gravitar sobre ella como una tienda de campaña a punto de desplomarse.
Sabía que tendría que levantarse dentro de un minuto y tomar su baño. Estarían esperándola para cenar.
Con más energía de la que esperaba, se levantó de la cama, salió al vestíbulo y se dirigió al cuarto de baño. Después de cerrar la puerta, se acercó a la ventana y miró por encima del patio obscuro y del seto, a la plaza de Frederic. El enorme, viejo y feo edificio de tres pisos estaba iluminado, en especial las habitaciones de Doris. Por un momento estuvo tentada de llamarla. Necesitaba hablar con alguien un rato.
Ella y Doris habían sido amigas de la escuela, Doris se comportaba siempre como una persona de más edad, ya que era dos años mayor que Edith. La amistad había continuado, incluso después de marcharse Doris a la Universidad. Durante las vacaciones veraniegas, Doris solía! leerle las cartas y contarle todos los apuntes relacionados con sus problemas amorosos. Todavía seguían haciéndolo. Seguían visitándose, aunque no con la misma frecuencia, porque sus vidas habían tomado caminos diferentes. Doris había vuelto a la ciudad para explicar los cursos noveno y décimo en la Escuela Superior, a pesar de que su padre seguía siendo presidente del «Second National Bank». Una muchacha rara. Edith sentía un gran afecto por ella.
Se apartó de la ventana y se miró en el espejito del armario— botiquín. Su cara era todo un poema. Empapó una toalla en agua fría y se lavó los ojos. Harold querría pararse a tomar una cerveza después de la función, y aquello significaría tropezarse con Jane acompañada por uno o varios de sus amigos. La otra alternativa era ir en auto a Terre Haute y tomar allí una copa, y eso significaba tener que estar peleando con Harold todo el camino de ida y vuelta. Ella había preferido suprimir la cena y elegir una función de teatro. Harold, el pobre infeliz, creía que estaba enamorado de ella. ¿Por qué serían siempre tontos los que se enamoraban de ella?
Abrió el grifo. Hubiera deseado encontrar algún modo de librarse de la cena sin ofender a nadie. Sabía, que era un asunto violento y desagradable.
Tanteó el agua con el pie. Deseaba un montón de cosas.
Una casa y una familia, un esposo que la amase como ella quería ser amada.
Con mucho cuidado se despojó de la bata y se metió en el agua caliente.
Se preguntó cómo se las estaría arreglando el jefe con su hermanito Dave.