CAPÍTULO XXIV

Gwen French se había quedado de pie en la puerta del vestíbulo después que Dave se inclinó al salir y cerró la puerta exterior. Se apoyó contra la jamba, recostando su cuerpo alto y casi masculinamente angular, con la mano descansando sobre la madera, y escuchó con preocupación la oleada en voz baja de maldiciones y el ruido de pisadas irregulares que iban alejándose, pero no pudo impedir que una ligera sonrisa se sobrepusiera a su ansiedad.

Lo que ella quería realmente hacer era seguirle a él afuera y detenerlo. Podía llevarle a Parkman en el propio coche de ella y dejarlo allí si es que todavía insistía en marcharse, y por un momento casi estuvo a punto de hacerlo. Pero sabía de antemano que la vanidad y el orgullo masculinos nunca soportarían aquello, que él nunca admitiría que estaba tan borracho. Por eso se contuvo y se limitó a quedarse a la puerta, escuchando atentamente.

La situación inmemorial de la mujer, pensó ella iracundamente, con una súbita violencia arrolladora. También ellas sirven con su inmovilidad.

Finalmente resonó la portezuela del coche y luego hubo silencio, silencio que duró un largo intervalo. «Tanteando con la llave», supuso ella. Al cabo de un rato, como todavía no se produjera sonido alguno, incapaz de dominarse, descendió de puntillas los cuatro escalones del vestíbulo y apoyó la oreja en la hendidura de la puerta exterior. Permaneció de aquella forma con la mano en el picaporte, medio dispuesta todavía a salir. Pero luego finalmente el coche se puso en marcha. Sintiéndose nada más que un poco aliviada. Gwen volvió a subir los escalones y cerró la puerta interior con bastante irritación.

Aquel individuo tenía una tremenda vitalidad animal. Con ella llenaba cualquier sitio donde estuviera casi hasta el paroxismo, y cuando se marchaba hacía que el lugar se sintiera físicamente vacío. Bueno, tenía un montón de temas por corregir y calificar antes del día siguiente, se recordó a sí misma, poseída del sentido del deber.

Se acercó a la chimenea. No se molestó en arreglar el fuego como lo había prometido a Dave, y apenas pensó en aquel asunto. En primer lugar el fuego no lo necesitaba en absoluto. Cualquier leño que se pusiera allí ahora, estando tan caliente como estaba, se limitaría a arder de cabo a rabo y no duraría una hora. Por lo visto él no conocía lo más mínimo sobre fuegos con tiro.

Alta, angular, reposada, competente, atractiva, se quedó mirando la roja campaña, la chispeante incandescencia del fuego como si buscase en él una especie de alimento físico. Resultaban extraños los caminos que seguía la vista para hacer que la gente se convirtiera en lo que tenía que ser. Ya se había consumido bastante del último leño metido en el hogar como para ser una espesa capa de ascuas, ardientes e irradiantes, de las que alaban pequeñas llamas violetas. El gran tronco trasero, hendido y abierto en cuadrados superpuestos, iba dejando caer pedazos pequeños como rojas cerezas en el rojo dorado de las ascuas con delgados sonidos metálicos, como si dentro del ciclo de cambios químicos de madera a ceniza hubiese un espacio en el que la leña se transmutara primero directamente en metal. Fuego. No resultaba ninguna maravilla que los alquimistas lo llamasen uno de los cuatro elementos básicos.

Una virgen. ¡ Una virgen a los treinta y cinco años! ¿ Qué diría él si ella se lo dijera? Se quedaría mirándola lleno de incredulidad. Y echaría a correr, probablemente, como un conejo asustado, si ella conseguía convencerle.

Abruptamente se apartó de allí y se sentó en uno de los divanes, junto a la mesita del café. Cerró los ojos deseando acurrucarse a esconderse en cualquier lado. Momentáneamente se sentía indefensa, completamente derribada. Una oleada seguía a la otra, golpeándola como un mar embravecido rompiendo contra un acantilado con viento fuerte. Poco a poco todo fue pasando.

Gwen se levantó y recogió la taza de Dave y la coctelera y las llevó al fregadero, y las estuvo enjuagando con agua jabonosa. Una vez limpias se volvió sin saber qué hacer. Los temas escolares estaban todavía apilados junto a una de las dos butacas que ella solía usar. No tenía ganas de hacer nada; no le parecía que hubiera nada lo bastante importante para tener que hacerlo. Y sin embargo, necesitaba con suma urgencia hacer algo. Cualquier cosa.

Sin rumbo estuvo andando por la estancia y se sentó junto a la enorme mesa, apoyó los codos en ella y sostuvo entre sus manos los costados de su alargado rostro, mirando fijamente el fuego ofensivo.

Una virgen. Una virgen a los treinta y cinco años. ¡ Oh, cómo se echaría la gente a reír!

La verdad, la desnuda verdad, era que se sentía una mujer muy infeliz. ¿Por qué no admitirlo? Era infeliz por el hecho de ser mujer. Porque era una mujer que no tenía ningún talento ni deseos de exhibición, como Dave y Wally. O, si los tenía, le daba miedo de usarlos. Miedo de exhibirse, porque era una mujer y había sido educada por una mujer, como una mujer, en la convicción de que las mujeres nunca, nunca, deben exhibirse. Había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que su madre era una mujer ignorante y estúpida; todavía aquello era algo que la avergonzaba. Pero ¿cómo iba a haberlo sabido? Estaba bien educada?, era admirada universalmente, prácticamente era ella la que regía su iglesia, la apreciaban sus amigos del club. Estaba considerada como una buena esposa y una buena madre, se decía de ella que era brillante, se pensaba que era hermosa. ¿Cómo iba ella, una muchacha zanquilarga y huesuda, a saber que todos aquellos juicios y opiniones estaban equivocados, eran superficiales y ni siquiera las más de las veces eran creídos por los mismos que los proferían? Formaban parte meramente de la red de mentiras necesaria para mantener la gran conspiración humana de la importancia; el mercado negro de la masa de usted cree en mí para que yo crea en usted. Cuando ella lo descubrió todo, era ya demasiado tarde. Su mentalidad y sus opiniones podían ser cambiadas, desde luego, pero nunca se pueden cambiar las emociones que se han incrustado en nuestro ánimo como un ladrillo machacado se incrusta en la pared. Las emociones seguían estando allí. Y lo estarían siempre.

Los hombres querían degradarla a una. Aquello era la visión. Tan poco original como cualquier otro estribillo de los que pudieran existir en los Estados Unidos del siglo XX. Los hombres querían dominar y alterar a una para luego echarse a reír. Los hombres querían tomar la cosa más preciosa que una tenía, y destrozarla para satisfacer las propias demandas egoístas de ellos, y luego arrojarla a una como un saco viejo. Los hombres querían hacer de una un ser monstruoso y feo y gordo. Los hombres se las ingeniaban para que una no fuese ya nunca hermosa. Los hombres querían degradar.

Todo aquello lo había estado oyendo incluso antes de poder entenderlo. Por eso era todavía virgen. «Una virgen», pensó Gwen acremente. A los treinta y cinco años. ¡ Oh, cómo se reirían! Por eso había sido. Ya era algo el poder entenderse una a sí misma intelectualmente y saber por qué se sentía de aquella manera. Pero una cosa muy distinta era la de cambiar los sentimientos. Los psiquiatras, los poderosos psiquiatras, no podían hacerlo ni siquiera con ellos mismos. Esa era la medida de sus pobres triunfos.

Nunca había hablado de esto con su padre. No podía. Le daba demasiada vergüenza y demasiado embarazo; y además le parecería bastante tonta. Pero estaba segura de que él lo sabía y lo comprendía todo. Su propia vida de él debía de haber sido un verdadero infierno sobre la tierra con aquella esposa.

Si ella hubiese sido menos inocente. Más viva. Otras muchachas no habían tenido en cuenta la «sabiduría» de los padres, y habían seguido adelante, persiguiendo el horizonte de cualquier manera. Pero no ella: ella creía.

No era de extrañar que se hubiera dedicado a ayudarles a estos balbuceantes, ineficaces y débiles machos idiotas, que, sin embargo, tenían una cosa, como había dicho Dave: el ardiente deseo de arrancarse toda la ropa interior del alma y exhibirse en público.

Pobre y débil pitanza. Pero ella lo hacía porque lo que ellos hacían era lo que ella más deseaba hacer en el mundo. Exhibirse. Ella, una maestra de escuela, una profesora de inglés en un colegio, virgen.

Se levantó y se acercó al hornillo para servirse una taza de café. Realmente era muy curioso. En cierto modo. Como el hombre que va eligiendo el grueso de las barras de acero, va probando cuidadosamente la resistencia de las mismas, ajustándolas con meticulosidad y exactitud, doblándolas en la forma precisa y justa, sin darse cuenta ni un solo momento que todo aquel tiempo lo que ha estado haciendo es construirse su propia jaula, su propia celda para toda la vida.

Había sido una jaula muy fácil de construir. Oh, muy fácil. La primera etapa se remontaba a la escuela superior, cuando ella aprendió que la manera más fácil de tratar a los muchachos era decirles que se estaba enamorada de algún otro.

De aquella forma ellos nunca se volvían locos por una, sino que la miraban con gran respeto (¡ el respeto que los muchachos pueden tener por las muchachas!), y querían ser el mejor amigo y confidente de una, al cual se podía acudir para contarle todas las cuitas, esperando siempre, por supuesto (se les podía notar en la cara), que podrían atraparla a una en el momento justo y lo bastante despechada cualquier noche. Pero mientras tanto, nunca empujaban y se limitaban a aguardar, pasivamente. Se forjaban así unas relaciones muy agradables.

De allí, para cualquiera con un poco de cerebro y cierta habilidad para utilizarlo, sólo había que hacer una simple inferencia lógica para pasar a la segunda etapa en el colegio, cuando todas las chicas empezaban a tener pretendientes y a hablar de ellos: la astuta mirada socarrona, la sonrisita, el aire de protección con los hombres. El j miradme, tengo un aire propio! Resultaba fácil convencer a las chicas. Todo lo que había que hacer era parecer de vez en cuando muy repulida. Ahora ella no sabía cuántas habían tenido novio de verdad y cuántas habían estado fingiendo como ella misma. Pero por aquella época pensaba que todas lo tenían. Excepto ella misma. De todas las grandes historias amorosas, no había nada que un estudiante en el colegio admirase más que una historia de amor trágico en cualquiera de curso. Y, extrayendo datos de las chicas, era fácil saber lo que había que decir a los hombres con el mayor número de detalles, y era fácil descubrir que ellos se lo creían todo con más facilidad incluso que los chicos de la escuela superior. La única diferencia era que en la escuela superior se decía «estar enamorada» y ahora se decía «tener un novio». No había más que repetir que una estaba superando una desgarradora historia de amor infeliz, y todos se mostraban tan tiernos y solícitos, que parecía increíble. Y de pronto, aunque realmente no se sabía todavía, excepto de una manera muy vagamente inquietante, la jaula quedaba medio construida.

Todavía podría haberse escapado cuando volvió a casa de la escuela. Tal vez. Pero ¿podía haber algo más sencillo que decirles a los hombres de la ciudad natal que una estaba enamorada de un chico de la escuela? Lo creyeron tan fácilmente como los muchachos del colegio. Una vez que una sabía esto, una vez que se captaba el principio oculto tras la culpabilidad masculina, resultaba lo mismo de sencillo utilizar el mismo truco para marcharse un sábado. Excepto que ahora se trataba de un hombre que había vuelto a casa.

Lo que pasaba, siguió pensando Gwen, era que algo había cambiado ahora, y ya no se trataba de una broma, sino que se había convertido en un enorme secreto, el de su virginidad. En esencia, por esto era por lo que se había puesto en relaciones con aquel muchacho que trabajaba en un Banco, después de volver ella a casa con su título de licenciada. Estuvieron comprometidos cinco años. Incluso podría haberse casado con él.

Cuando él fue muerto en un ataque aéreo japonés sobre un área de retaguardia en un campamento de oficinas militares en alguna estrambótica islita del Pacífico, pareció como si nadie se hubiera muerto. Aquél parecía ser el destino del pobre muchacho. Pero la última etapa estaba cerrada para ella. La jaula estaba terminada y ella se había quedado dentro. ¿Cómo iba a poder casarse ahora con ningún hombre, ni siquiera deseando casarse, ni siquiera amándole? ¿Dejarle descubrir que todas las historias no habían sido más que mentiras?

De esta forma se convirtió en la mujer de mundo que se aburría con el amor. Wally Dennis se lo creyó. Los brillantes jóvenes de la Universidad de Yale encuadrados en Time amp; Life y el mundo editorial de Nueva York lo creyeron. Dave Hirsh se lo creyó también.

No había tenido la menor intención de flirtear con él de esa forma. En absoluto. Nada había hecho presagiar que pudiera surgir una cosa así, y de pronto se había desatado todo sin darse ella cuenta. Y la verdad era que a su vanidad aquello le gustaba. Pero no estaba bien hacerle eso a un hombre cuando no se tiene la intención de seguir más adelante.

El café estaba ya listo, pero no necesitaba ningún café. Apartó el cazo y lo vació. No sabía qué era lo que quería. Los temas seguían apilados junto a su butaca. Desde luego, no era aquello lo que quería. Y desde luego, no era un hombre lo que quería.

¿Por qué no podría ser ella como Doris Frederic, cuyo padre era el propietario del Banco, y que enseñaba inglés moderno en la escuela superior?

Una salvaje, medio loca, inflamada de rebelión borboteaba en Gwen.

Como la sangre de un hombre ametrallado en el pecho, pensó: «He aquí una imagen bonita. Lo que yo debería hacer es escribir».

Estuvo hasta bastante tarde leyendo los temas. Era ya más de la una cuando acabó con ellos, de forma que todavía estaba despierta cuando Bob llegó, andando de puntillas un poco irregularmente, subiendo las escaleras de su propio dormitorio.

Después de todo, Bob había tenido razón en lo de Wally, pensó ella brevemente. No había venido. Se preguntó qué habría podido impedírselo.