CAPÍTULO XLVI
En agosto Frank se enteró por fin de la disposición más o menos definitiva que iba a tener la desviación de la carretera. Los hombres del griego se habían estado moviendo tan queda y eficazmente, que nadie en la ciudad se había enterado de nada. De los ocho propietarios habían conseguido que vendieran solamente tres. Pero con aquello bastaba para llevar adelante los planes. Cuando recibió la llamada telefónica de Clark para que fuera a casa del suegro de éste, salió inmediatamente en el Buick.
Tan pronto como llegó a Springfield fue con el suegro de Clark a la oficina del griego y allí se enteró de que los resultados eran todavía mucho mejores de lo que hubiera podido soñar. Se decidió a dejar toda la tierra a nombre de Frank, porque a los otros no les interesaba figurar por diversas razones.
Cuando salieron de la oficina del griego eran ya las nueve de la noche y había obscurecido. Frank se alojó en el hotel porque sabía que en casa del suegro de Clark se bebería demasiado. De todos modos le prometieron que iría a buscarle un amigo de Clark para que no se aburriera en la ciudad como un forastero.
Aquel amigo resultó ser un tal Eddie Berra, un joven de rostro pequeño e inteligente.
Estuvieron por la ciudad bebiendo en abundancia y buscando a unas amigas, pero en este aspecto la vuelta resultó un completo fracaso.
¡Mujeres! Mujeres americanas. Nunca juegan limpio. Nunca actúan como se supone que deban actuar las mujeres. Toda su vida había estado bajo la férula de una u otra mujer. Primero su madre, luego su esposa.
Tambaleándose se preparó una bebida y su sentimiento de derrota fue trocándose en excitación, en algo que le empujaba a hacer cosas peligrosas y destructivas. Decidió dar un paseo. Un paseo en la ciudad desconocida a las dos y media de la madrugada.
Por alguna razón cuyo sentido no habría sabido explicar, se dejó en el hotel todos sus documentos de identidad. Luego salió del cuarto.
Durante las dos horas siguientes estuvo paseando arriba y abajo por las desiertas calles de Springfield, con el cuerpo excitado y alerta al silencio de la noche y al picante sabor de la aventura. Todo aquel tiempo no habló con un alma viviente. A las cuatro y media regresó de nuevo al hotel y se acostó sin haber visto ni hecho nada.
Cuando el teléfono le despertó a las ocho y media, contestó asustado, convencido todavía de que la noche anterior había hecho algo peligroso.
No era más que el griego, que tenía todos los papeles listos y al que fue a ver nuevamente en su oficina. Después de firmar allí los papeles, volvió al hotel, pagó la cuenta y se metió en el coche para emprender el regreso a casa. Necesitaba ansiosamente estar junto a Agnes.