CAPITULO XII
En la sala de billar, dos viejos, con las patillas manchadas de tabaco, estaban sentados en los bancos color de caoba adosados contra la pared, leyendo los periódicos. El propietario o gerente, lo que quiera que fuese, estaba detrás del mostrador de cristal hojeando las páginas de una revista deportiva de automovilismo. Los tres miraron cuidadosamente cuando Da ve entró. Dave se quitó el capote dándose cuenta de pronto de que las miradas se clavaban en las cintas que se había puesto para impresionar a Frank y a Agnes, y lo colgó en una de las perchas imitación de caoba que había en la pared, y fue directamente al teléfono que estaba en un ángulo del mostrador. Podía olvidársele más tarde. Además tenía que hacerlo ahora en que el deseo sé había apoderado de él. Marcó el número de Frank y ahuecó la mano en torno al micrófono de forma que el hombre que estaba detrás del mostrador no pudiese oírle. Transcurrieron varios largos momentos antes de que hubiese una respuesta.
—¿ Frank?
—Alió.
La voz de su hermano sonaba espesa, estropajosa.
—Aquí Dave.
—¿ Dave? — murmuró Frank.
—Sí. Estoy en la ciudad. Escucha, he estado pensando en lo que me dijiste, ¿ sabes? He cambiado de idea. He decidido meterme en eso.
—Está bien — murmuró Frank vagamente.
— De acuerdo. Me pasaré mañana por la tienda y arreglaremos los detalles.
—Está bien — murmuró Frank —. Pero que muy bien.
—Oye, ¿ qué te pasa? — preguntó Dave —. ¿ Estás borracho?
—No — volvió a murmurar Frank —. ¿ A esta hora de la noche? Es que estaba dormido y me has despertado.
—Bueno — dijo Dave —. Te veré mañana, entonces.
Colgó y se dirigió hacia la mesa de billar del fondo, sintiéndose satisfecho como un hombre que ha realizado una tarea.
—Gracias — dijo al hombre que estaba detrás del mostrador.
—Está bien — contestó el otro con indiferencia, hojeando las páginas de su revista sin alzar la mirada.
Dave se abrió camino hasta la mesa, pasando entre las vacías que estaban en penumbra. No conocía a ninguno de los concursantes excepto a Bama. Y aunque en su juventud había sido un buen carambolista, sabía ahora que no estaba en forma. Súbitamente se sintió embarazado y a disgusto.
Había siete jugadores tomando parte en la partida. Estaban jugando una variedad de las treinta y una, tal como él se había figurado al ver a tanta gente. A dólar la tirada. Cuatro de ellos, iban vestidos con chalecos de punto o trajes de faena, dos llevaban gorras plateadas de ferroviarios. Otros lucían los uniformes indescriptibles de los dependientes de cualquiera de las tiendas de la Plaza. Los seis eran jóvenes, esto es, por debajo de la edad madura, y todos parecían estar disfrutando intensamente de una noche de jugarse el dinero, lejos de la mujer y de los crios.
Por contraste, Bama Dillert parecía una gallina en corral ajeno. No tenía aquella mirada de casado de los otros, y se había cambiado de traje, llevando ahora un terno meticulosamente planchado y de forma diferente, cuya chaqueta no se había quitado para jugar. También llevaba, encasquetado cuidadosamente en su cabeza de viudo, otro sombrero del Oeste de alas muy estrechas, de un marrón claro, con el filo de color más obscuro y tan meticulosamente e implacablemente planchado como el traje. Se había afeitado y bañado, y llevaba una deslumbrante camisa blanca y una corbata que podría ser el sueño de cualquier pintor futurista. Indudablemente estaba convencido de que ello constituía un rasgo de complejidad.
Cuando Dave se acercó y se apoyó en la mesa próxima, Bama cambió de taco, estudió la mesa, pasó unos dedos largos amorosamente por el borde ahuecándolos en un pequeño puente, se inclinó para dar la tacada, exponiendo puños inmaculados que no mostraban huella de las aparentes horas de juego, hizo un movimiento brusco y seguro hacia el otro extremo de la mesa y se enderezó luego para ver cómo la pequeña bola de marfil, cuyo número correspondía a la que él había elegido, corría por el fieltro.
—Lee y llora — disparó con su tonillo desdeñoso y nasal de siempre.
—Tío con suerte— dijo uno de los del chaleco de punto.
—Dije que lloraríais — repitió Bama con el mismo desprecio nasal —. Ahora ya podéis llorar, sucios bastardos. Aflojad la pasta.
A medida que hablaba dio la vuelta alrededor de la mesa y fue recogiendo los seis dólares que los demás habían colocado en la banda. Alto, delgado, cargado de espaldas, con aquel vientre colgante puesto como apéndice a la anormalmente curvada columna vertebral, posando sus pies de la misma lenta manera caballuna, lánguido, arrogante, desdeñando incluso el dinero. Recogió los billetes despreciativamente de un manotazo y se los guardó en un bolsillo del pantalón.
—¡ Volaron! — gruñó, y golpeó con el taco varias veces en el suelo, acercándose luego a Dave—. ¿Cómo va la cosa, Dave?
El dueño, el mismo que había estado leyendo la revista deportiva, estaba ya allí con el cepillo antes de que el otro hubiese terminado de hablar, apareciendo súbitamente en el instante en que la partida se acababa como si hubiese adivinado el fin con la anticipación, por telepatía y desde las páginas de su revista hubiese venido teletransportado en lugar de andando. Pero la exclamación y el golpeteo del taco y la colocación del dinero en el bolsillo parecieron servir como una especie de terminación oficial para el juego y un como silencioso suspiro colectivo se alzó en torno a la mesa, como si hubiesen estado todos jugando con dinero que en realidad no podían tener, y luego se relajaron y empezaron a prepararse para la nueva partida. Bama, como ganador, pagó la mesa'.
—Ya os dije que no debíais permitir que Bama tuviese una oportunidad para la última tacada — dijo uno de los del chaleco de punto a uno de los horteras.
—Déjalo en paz — dijo otro.
—¿ Quieres ser tú quizá quien tire antes que él? — preguntó el dependiente con frialdad.
Bama se recostó en la mesa al lado de Dave, esperando que el dueño pasara recogiendo las nuevas puestas y volvió sus estrechos ojos velados hacia Dave.
—¿Cómo te fue en la cena?
Una vez más había en su voz aquella extraña e incongruente nota de amistad íntima que resultaba demasiado grande parra el poco tiempo que llevaban de conocimiento y que no cuadraba ni con el carácter ni con la voz de Bama. Dave se preguntó a qué se debía aquello. ¿ Podría Frank ser tan importante?
—Perfectamente — dijo.
—¿Te dieron bastante de comer? — sonrió Bama.
—Demasiado — contestó Dave. Estaba allí viendo cómo los demás hombres se movían alrededor de la mesa esperando que el dueño les entregara sus bolas —. Encontré a la chica — dijo.
—¿A quién?
—A Gwen French. Estaba invitada a cenar.
—¿ Ah, sí? — exclamó Bama, calmoso —. ¿ La enamoraste?
—No lo he intentado — respondió Dave —. Creo que Wally tiene razón. No vale la penar.
—Varaos. La he mirado a los ojos. Sí vale la pena.
—No lo creo — dijo Dave.
Descubrió que no le hacía ninguna gracia que Bama hablase de Gwen de aquella manera. Ni siquiera en confianza.
—Muy bien — sonrió Bama —. Tú sabrás dónde te aprieta el zapato. ¿ Quieres echar una mano? — preguntó, señalando a la mesa.
El embarazo de Dave volvió.
—Estoy mirando — dijo —. Jugaré más tarde.
—Mejor es que entres ahora si tienes esa intención. Porque ya no tardarán en cerrar. Cierran a las once, y te echan a las diez y media.
—Bueno, entonces quizá juegue una manita — dijo Dave —. Si hay sitio.
—Hay muchísimo sitio, señor Hirsh — dijo uno de los dependientes con cortesía.
—Muchas gracias — contestó Dave.
Se dirigió a la pared más próxima y cogió un taco de una de las perchas, enojado por haberse mostrado tan pomposo y preguntándose por qué lo habría hecho así cuando no era su intención. Se alivió entreteniéndose con gran diligencia en elegir un taco que fuera bueno. Ya estaba de cabeza en el asunto.
Cuando volvió a la mesa, Bama se le acercó y se puso a su lado.
—Tú tiras detrás de mí — dijo en tono protector, con cierta ansiedad en la voz —. Fui el último que entré, así es que tú tienes que seguirme. Y como he sido el que he ganado la última partida, eso significa que yo abro y que tú tiras el segundo.
—Se mostraba amable y solícito. Dave se preguntó si el tipo creería que él no sabía una palabra del juego. Pero no era eso. Bama volvió a preguntarle —: ¿ De acuerdo? — y su voz sonaba más como la de un anfitrión complacido que está orgulloso y algo patéticamente conduciendo a uno de sus raros visitantes por sus propiedades escasamente frecuentadas.
El dueño, habiendo recogido las bolas, y reunido todos los bolindres empezó a agitar la negra botella de cuero. La empuñaba en su mano derecha agarrándola por el gollete y sacudiéndola, mientras que la giraba de un lado a otro, dándole vueltas con su izquierda con gran estilo. De cuando en cuando daba con el fondo sobre el filo de la mesa. Finalmente, empezó a sacar los bolindres del gollete de la botella echándolos en la mano uno a uno y tirándolos sobre la superficie del fieltro hacia los jugadores, que los cogían, los miraban furtiva e inexpresivamente, y los ocultaban luego. Cuando ya todos tenían sus bolindres, alzó la botella y abruptamente desapareció de nuevo, tan de improviso y silenciosamente como había aparecido, sin haber dicho una sola palabra en todo el tiempo.
Bama rompió el fuego, encorvándose todo lo que pudo al otro extremo de la mesa, echado todo su peso en la cadera derecha y en la mano izquierda, su codo izquierdo alzado en alto sobre el pequeño puente de su voluminosa mano izquierda por el que el taco se deslizaba con suavidad. Era increíble que no se hubiese ensuciado sus blancos puños en toda la noche. Su apertura fue un disparo muy limpio que envió las coloreadas bolas desde el triángulo en todas las direcciones, hundiendo dos de ellas en los agujeros. Una de las bolas pertenecía al primer dependiente, y Bama le sonrió. Siguió tirando y hundió otras tres bolas antes de fallar.
Dave, cuyo turno llegó a continuación, no hundió tres bolas en todo el juego. Ni llegó a hundir un total de tres bolas en ninguna de las otras cuatro partidas que jugaron antes de que sonara la hora de marcharse. Aquellas partidas no duraban mucho tiempo, y menos aún de la forma que jugaba aquella gente, y el nerviosismo, más una extrema preocupación por su torpeza y un gran embarazo por sus errores y un ansia salvaje de ganar en todos los juegos se combinaron para hacerle jugar bastante peor de lo que podría haberlo hecho con la poca práctica que tenía.
Nadie se brindaba a darle ánimos. El haberlo hecho, después de como él estaba jugando, habría resultado una fatuidad. O algo que se habría prestado a interpretaciones molestas. Era desesperante, Tampoco le ofrecía nadie ninguna simpatía. Fríos, duros, perennes jugadores de dólares, no sentían simpatía por nadie. Probablemente no les gustaba parecer vampiros, y la diferencia entre su forma de jugar y la de él puede que les turbara, pero no iban a negarse a aceptar aquel dólar extra.
Bama ganó tres de las cinco partidas, aprovechándose de ellos tan insolentemente como se había aprovechado en la última, hasta que por fin llegó el dueño y dispuso el cierre. Uno de los dependientes ganó una partida y uno de los aldeanos ganó otra. Dave jugó en todas ellas, deseando poder quitarse de en medio cuanto antes, pero incapaz de hacerlo porque su orgullo no se lo permitía, y sintiéndose más y más inflamado a cada minuto. Cuando cesaron, todo lo que sintió fue alivio. Mientras se ponía en movimiento, su cólera se disolvió y se vio reemplazada por una profunda y casi intolerable melancolía. En este estado de ánimo se dedicó a pensar en Gwen French.
El proyecto entero no le parecía ahora tan apetitoso ni tan digno de estima como le había parecido al principio cuando se le ocurrió por vez primera, y deseó no haber llamado a Frank ni haberse entregado. Ella realmente no era una mujer muy apetitosa, no lo era en absoluto, si pensaba uno en eso objetivamente.
¡ Y nada menos que cinco mil quinientos dólares!
Bama había vuelto a uno de los salones y estaba allí sentado en un banco color caoba, aguardando y fumándose un cigarrillo:. Tras él, los demás seguían todavía hablando mientras el dueño continuaba apagando las luces. Luego los cuatro hombres en traje de faena pasaron a su lado y se marcharon juntos al restaurante a tomar café.
—¡ Vaya! —exclamó uno de ellos —. ¡ Si está nevando!
Un momento más tarde salieron los dos dependientes, como dos entidades desconectadas, sin hablarse, cada cual por su camino hacia su propio coche.
Bama se colocó a su lado.
—¿Listos para marchar? —preguntó. Estaba doblando por la mitad un grueso fajo de billetes. Hizo con ellos un rollo y les pasó una gomita alrededor —. Todos juntitos —.dijo echándose a reír y guardándose el paquete en el bolsillo.
—¿ Cuánto has ganado? — preguntó Dave.
Bama estuvo un momento estudiándole escrutadoramente, como debatiendo si le diría o no la verdad.
—Cerca de treinta.
—No es mal trabajo para una noche.
Bama se quedó de nuevo estudiándole. Se había puesto su gabán, y se había echado el sombrero hacia delante. Lo llevaba muy encasquetado en la frente, pareciéndose muchísimo a los sombreros que un soldado lleva en campaña, excepto en el pliegue estilo Oeste y en la ancha cinta de los bordes.
—No está mal para unas cuantas carambolas — admitió —. Pero si tuviese que vivir de eso me moriría de hambre.
—Pues tienes el aspecto de pasarlo perfectamente.
Bama dibujó una sonrisa.
—Bueno, no será porque gane un gran sueldo en la fábrica «Sternutol».
—Pues yo así lo creía — dijo Dave.
Bama volvió a sonreír. Apoyó los pies lánguidamente en el banco próximo e inclinándose hacia delante, sacó un cigarrillo de un paquete que tenía en el bolsillo del pecho.
—Esta noche he tenido un encuentro en el Parador de las Águilas con una buena partida de poker, antes de encontrarte-explicó con una mueca —. Ese ha sido el primer dinero que he cogido.
—Debe de haber sido una buena partida.
—Hay buenas partidas por aquí, de vez en cuando — sonrió y movió la cabeza —. Bueno, ¿ estás listo?
—Desde luego. Cuando quieras. No he hecho más que estar viendo nevar.
Sin mover sus pies, Bama giró el torso para mirar.
—Sí, resulta bonito, ¿no es verdad? — dijo, tratando de parecer interesado, cortésmente. Bajó los pies y aplastó el cigarrillo medio fumado bajo la puntera afilada. Luego se acercó a la ventana y estuvo mirando—. También en Alabama solía nevar cuando me vine de allí, pero no puede compararse con lo que nieva por aquí algunas veces. — Estaba allí de pie con las manos en los bolsillos, alto, cenceño, cargado de espaldas, más bien delgado. Tenía los pies grandes —. Me imaginaba que no llegarías a venir esta noche — dijo mirando a las ventanas —. Que te quedarías allí con tu hermano, con Frank, teniendo una bonita reunión familiar de bienvenida.
—Pues no, no me he quedado — dijo Dave.
—Sí, ya lo veo — sonrió Bama balanceándose —. Ya veo que no te has quedado.
—Vine aquí directamente — amplió Dave.
—¿ Qué ha pasado? — preguntó Bama volviendo sonriente al banco —. Habéis tenido alguna disputa.
—No, Frank y yo nunca disputamos. Nos entendemos bien.
—Si vosotros os entendéis, sois los dos primeros hermanos que lo hayan hecho en la vida — dijo Bama —. Mi hermano y yo estamos siempre peleando por el maldito trabajo en la «Sternutol» desde hace diez años que viene aquí.
Dave le miró interrogativamente y el otro movió la cabeza hacia el Este.
—Trabaja allí.
—Ah...
—Y cree que yo debía trabajar allí también — explicó Bama con una mueca burlona —. Pero no siento el menor deseo.
—Tampoco parece que te haga mucha falta.
—Desde luego que no.
—Entonces, ¿por qué te preocupas?
Podía oír cómo el dueño del establecimiento estaba moviéndose detrás de ellos, en el fondo.
—Eso es —dijo Bama—. El mismo es otro jugador de poker. Acostumbraba á vivir de eso hasta que se casó. Ahora él juega siempre en el «Mocoso Lodge». Yo juego aquí. Pero él opina que yo debía tener un empleo fijo. La culpa la tiene su mujer. El cree que no es respetable si no tiene un trabajo seguro.
Se detuvo sin sacar ninguna conclusión. Las luces estaban ya todas apagadas menos la que brillaba sobre sus cabezas y el dueño estaba moviéndose en el fondo sombrío, colocando probablemente las cubiertas de plástico sobre las mesas.
—Me temo que tendremos que irnos de aquí — indicó Dave —, antes de que nos echen.
—Siéntate — contestó Bama con aire satisfecho —, no te preocupes. — Abrió su gabán dejando al descubierto una botella de medio litro en el bolsillo lateral—. Acabo de comprarle esto. Me conviene estar a bien con mis amistades comerciales. No nos echará.
—Pero ¿estaré autorizado yo también? —dijo Dave.
—Mientras estés conmigo, sí. Podemos estar aquí hasta las dos — fanfarroneó Bama —. Si es que nos da la gana. Aunque no sé por qué demonios se nos iba a antojar eso.
—Tampoco lo sé yo — dijo Dave —. Quizá para no tener que volver a casa. Vámonos al «Smitty».
—Se trata siempre de lo mismo — dijo Bama —. ¿ no es así?
—Lo que yo necesito es respirar — dijo Dave.
—Lo que te hace falta es una esposa. ¿Por qué no te casas?
—¿Por qué no te casas tú?
—Estoy casado — dijo Bama.
Como Dave no contestaba, porque no podía ocurrírsele respuesta alguna, ya que todo aquel tiempo había estado tan convencido de que Bama era soltero, el alto meridional añadió:
—Me casé en Alabama, cuando no tenía más que diecinueve años. Tengo ya dos crios.
A Dave no se le ocurrió nada que decir.
—Siempre me había figurado que eras soltero — explicó finalmente.
—¿Por qué? ¿Porque voy rondando de un sitio para otro?
Una vez más, como le había pasado antes, la convicción de su propia fealdad personal, de su absoluta carencia de atractivos físicos, golpeó sobre él como un mar irritado sobre un mercante, barriendo todo lo que no estaba afianzado.
—¿ Sabes? — dijo —, yo tengo una teoría. Creo que la culpa de todo la tiene la música popular. Tú sabes cómo uno puede sentarse y ponerse a escuchar alguna balada de amor junto a una gramola o a una radio y se te mete dentro y te hace soñar sueños irrazonables.
—A mí no me molesta — dijo Bama.
—No es que moleste. Pero a mí me fastidia. Y yo creo que son esas malditas canciones las que nos ponen románticos sobre el amor y las mujeres y todo lo demás. Querámoslo o no. En Europa no pasa lo mismo. Por lo menos no pasa lo mismo que entre nosotros.
—Escucha — dijo Bama —. Yo no quería hacerte pensar que me refería a mi mujer cuando estaba hablando hace unos minutos. ¿O es que te has hecho esa idea?
—¿ Cómo? — Por un momento no llegó a comprender lo que el otro quería decir —. ¡ Oh! — exclamó —. De ninguna manera — mintió —. Yo supuse que estabas hablando en general.
Bama pareció aliviado.
—Bueno, entonces está bien. Porque yo no hablo de mi mujer. En absoluto. No le hablo a nadie. No tengo por qué hacerlo. Mi mujer está en casita como le corresponde, como tiene que estar la mujer de uno. Soy yo el que llevo los pantalones en la familia. Ella hace lo que yo le digo y cuando yo se lo digo. Si no lo hiciera, no seguiría mucho tiempo.
Dave sintió ganas de echarse a reír.
—Bueno, así es como debe ser, ¿ no?
—Tienes muchísima razón — gruñó Bama —. Y así es cómo va á ser. Vamos, echémonos esto al coleto y vayamos a casa de «Smitty». Allí es donde hay material.
—Bueno — asintió Dave —. ¿ Por qué no?
Recogió su capote. Bama estaba esperándole, manteniendo la puerta abierta.
—Te veré más tarde, Curly —le gritó al dueño calvo, que estaba por allí cerca.
Se dirigió hacia el morro en forma de filo de hacha y los aguzados guardabarros de un «Packard 1937» aparcado ante una puerta próxima al restaurante. Dave examinó el coche sorprendido. Se había figurado que su nuevo amigo tendría un «Chevie» o un «Plymouth». Este coche era todo negro y estaba bonitamente cromado, luciendo sobre el gran radiador un adorno consistente en una mujer con ropas sueltas que alzaba una rueda de plata. Seguía siendo un coche caro a pesar de tratarse de un modelo anticuado. Parecía estar muy bien conservado. Bama se acercó al vehículo y empezó a apartar la nieve del parabrisas con las manos desnudas.
—Déjame que yo haga eso — dijo Dave —. Tengo guantes.
—La nieve estropea el cuero. Yo también tengo guantes.
Siguió limpiando la nieve con sus manos desnudas, primero el parabrisas, luego el capó, luego la ventanilla trasera, sosteniendo un fuego incesante de conversación a medida que realizaba su trabajo.
—Desde luego hace un frío del demonio. Nos va a costar trabajo arrancar. Le compré este maldito coche a un vendedor de coches usados de Indianápolis y gracias a Dios no se dio cuenta de que tenía un motor estupendo. Prefiero una cosa así a uno de los coches nuevos de la posguerra. Este todo lo que necesita es un poco de cuidado con el carburador.
Parecía haber un gran afecto en sus manos mientras trabajaba, un afecto que parecía fuera de carácter e incongruente en el tahúr cínico que él se jactaba ser. Resultaba una escena casi doméstica. No hubo la menor dificultad en poner en marcha el motor.
—Dejemos que se caliente un poco — rezongó amorosamente después que se metieron dentro del coche y encendió el contacto—. No querrás conducir tú, ¿verdad? ¿No tienes coche?
—No.
—Mejor. Entonces no tenemos que preocuparnos por sacar tu coche y ver dónde lo aparcamos si decidimos ir a algún lado. Dewey y Hubie estarán por ahí fuera y ya veremos qué han planeado.
—¿ Dónde es la casa de «Smitty»? — preguntó Dave.
—Más hacia el Norte, siguiendo la línea de tranvías. En la primera manzana.
—Me acuerdo de aquel sitio. Antes había una papelería.
—No lo sé — dijo Bama —. Desde que yo vine aquí, siempre ha habido un bar. — Examinó el indicador de la temperatura —. Ya está casi bien. Lo que debías de hacer es quitarte ese uniforme tan pronto como sea posible. A la gente de por aquí no le hace gracia ver uniformes, ahora que la guerra ha terminado.
—Sí, es lo que pensaba hacer — dijo Dave —. Todavía no he tenido ocasión de vestirme de paisano.
—Llevas ahí una buena colección de cintas — rezongó Bama amistosamente al mismo tiempo que maniobraba con el «Packard» hacia atrás —. Es algo de lo que puede estar orgulloso un simple infante, cuanto más uno de Intendencia. Ya me di cuenta antes. Debes haber estado en una buena unidad.
Dave nombró su División.
—Convirtieron a nuestra Compañía en infantería durante la bolsa. De no ser así, tendríamos únicamente el distintivo de buena conducta.
—Yo estuve en el Primer Ejército — dijo Bama con indiferencia —. En la Novena Blindada. Soy un tanquista veterano. Por lo visto estuve a tu flanco izquierdo.
—Entonces estuviste en Aquisgrán.
—Sí, en Aquisgrán, en Remagen, en Segen, en todos esos sitios — citó Bama con indiferencia, mirando hacia atrás.
—También yo estuve por allí. Una Compañía de abastecimiento de gasolina.
—Sí — asintió Bama, enderezando el coche —. Quizá hayáis sido vosotros los que nos habéis provisto de gasolina más de una vez.
Volvió a mirar el indicador de temperatura. Mientras lo observaba, Dave volvió a sentirse sorprendido. No se figuraba que Bama hubiese estado nunca en el Ejército. Dewey había dicho que lo movilizaron. Pero había supuesto que Bama se había escurrido de una manera o de otra. Parecía más el tipo de perpetuo paisano, uno de esos cínicos que se pasan toda la guerra criticando desde retaguardia. No un ex combatiente. Desde luego no había en él nada del veterano profesional. Aguardó a que Bama echase a andar con el coche para decirle alguna otra cosa. En lugar de eso, fue el otro quien dijo:
—Le llaman «Bar Smitty», porque lo lleva un tipo llamado Smith. Es el único bar decente de la ciudad y donde recala toda la gente juerguista. Casi todo el mundo trabaja en la fábrica de ropa interior. Es posible que haya por allí algunas chicas que valgan la pena.
Mientras hablaba, condujo el «Packard» por uno de los costados de la plaza, dio vuelta a la esquina, enfiló al Norte y aceleró, pero manteniendo el control perfecto del automóvil. Dave se dio cuenta de que iba en compañía del mejor conductor que hubiese conocido nunca.
Pasada la línea de tranvías, llegaron junto al bar cuyas luces y música prometían diversión. Algo que hacer. Risas, amor y entretenimiento.
—Vamos, entremos — dijo Bama.