CAPITULO XXXIV
Dawn no compartía del todo el entusiasmo de su padre por el Círculo de Labradores del Condado Cray. Por el contrario, lo encontraba desesperadamente de clase media y totalmente burgués. Nada en este mundo la aburría tanto como ver a su madre y a un grupo de sus amigas discutiendo juntas los asuntos de sus respectivos comités.
Afortunadamente, no tuvo que quedarse con ellas. Antes de que su padre se marchara, ella le pidió algún dinero para jugar en las máquinas tragaperras. Fue con el billete al bar principal, el «Bar Mixto», pensó desdeñosamente, para que le dieran suelto, y movida por un súbito impulso, pidió una bebida.
El atareado profesor, un irlandés bajito y pelirrojo, que era quien tenía la exclusiva de todas las ventas que se realizaban en el Círculo, así como la gerencia del almacén de profesores, estaba ayudando a su camarero, igualmente atareado, tras el abarrotado mostrador. Dawn había estado dando clases con él los dos últimos veranos.
—¿ Una bebida? — preguntó suavemente.— Desde luego. ¿Qué clase de bebida quieres?
—Oh, un manhattan — repuso Dawn con desenvoltura —. Hágalo usted con la botella de papá.
El profesor sonrió pacientemente.
—Vamos, Dawnie, sabes muy bien que no puedo hacerte un manhattan a menos que sea tu padre el que me lo pida para ti. ¿ Qué te parece un cóctel de ese jerez que él tiene ex profeso para ti?
—¿Por qué no un manhattan? —insistió ella—. Ya tengo edad suficiente.
—Eso no tiene nada que ver y tú lo sabes. ¿ Es que quieres que tu papá me tire de las orejas? Además, todavía no tienes la edad necesaria, Dawnie. ¿Comprendes?
Dawn sonrió y movió la cabeza con repugnancia.
—Bueno, podré no tener la edad, pero en Terre Haute bien que me sirven bebidas.
—No te la servirían si supiesen la edad que tienes — replicó el profesor —. Y tampoco te la servirían si estuviese allí tu papá. Y esto no es Terre Haute. Sin embargo, guardaré el secreto. — Hizo un guiño—. Así es que, ¿qué te parece ese riquísimo cóctel de jerez?
—¡ Oh, esa porquería! — dijo Dawn explosivamente —. Estoy harta de esa porquería. — Miró al profesor imperiosamente, y éste se limitó a arrugar la frente y a mirarla con pena —.
¡ Vete al diablo, Les!
Luego ella se echó a reír ruidosamente. El profesor sonrió a su vez con simpatía.
—Bueno, si quieres pedírselo a tu papá...
—Está en el bar de los hombres — arguyó Dawn.
—Iré a buscarlo.
—Dame el jerez — dijo Dawn —. Un vaso grande. — El profesor guiñó significativamente —. Y no te olvides de entregarme el cambio — le gritó ella.
Eso de que todo el mundo estuviese tan pendiente de proteger la moralidad de los jóvenes era una cosa que le molestaba.
Se llevó el vaso de vino y el cambio a la máquina tragaperras que estaba a un extremo del mostrador. Tres de las diez máquina* no funcionaban y ella colocó el vaso de vino, que en
realidad no necesitaba en absoluto, sobre el filo de metal de una máquina de diez centavos, y comenzó a meter monedas.
Precisamente entonces pasó detrás de ella Jimmy Shoridge llevando un vaso en a mano.
Dawn no necesitó mirar para ver quién era. Podía decir que se trataba de Jimmy Shoridge por la manera que él tenía de respirar al quedarse de pie justamente a sus espaldas. Jimmy era un principiante en la Universidad de Illinois y era el único hijo y heredero del más antiguo, aunque no el más rico, propietario de todo Parrkman. Dawn había tenido con él varias citas, cuando él estaba todavía en la escuela y al mismo tiempo que ella empezaba ya a salir con Wally Dennis. Por eso sabía la manera que él tenía de respirar, y conocía su respiración en cualquier parte.
Realmente podría ser un individuo casi patético si no tuviera tanto aspecto de globo. Era cuadrado como una caja. Si aquello le importaba tanto como daba a entender, ¿por qué había de actuar como un campesino avergonzado? Ciertamente, si alguna vez ella estuviera dispuesta a enamorarse sería de un hombre que se mostrase mucho más imperioso y menos avergonzado que Jimmy Shoridge.
Fue hacia finales de aquel verano cuando, después de recibir otro de los tajantes sofiones de ella, Shoridge, en lugar de sentarse en silencio, empezó de pronto a verter un torrente de palabras más o menos inconexas, cuyo sentido general era el de que ella no debía pensar mal de él; la tenía por una chica muy respetable, ya que la amaba y quería casarse con ella. Estaba enamorado de ella desde hacía años; desde los primeros cursos. Por aquel entonces sólo la había amado a distancia. Y ahora estaba haciéndole una proposición en serio. Era la primera vez que le hacían una proporción semejante y Dawn se sintió a la vez halagada y apenada. Como desde entonces acá había escuchado dos proposiciones más, y ninguna de ellas por parte de Wally Dennis, había aprendido, si su agudizada intuición de actriz podía servirle de algo, que las proposiciones acaecen por lo visto casi siempre en los momentos más inesperados, momentos por lo general de fuerte emoción de una u otra índole.
En aquella primera época comprendió que Shoridge estaba usando meramente aquella proposición como medio para acercarse más ella, e inmediatamente rehusó de forma inequívoca. Por otra parte, no había sitio en la vida que ella tenía planeada en Nueva York para un esposo tan obtuso como sería Shoridge. Él no sabía lo más mínimo sobre teatro o literatura, ni tenía la menor intención de aprender, y no brillaba ni siquiera en los deportes. En su respuesta ella no dejó lugar alguno para la duda. Sin embargo, a pesar de aquello, él volvió a insistir, poco antes de marcharse a la Universidad de Illinois, y le pidió que aceptara su anillo de alumno del curso superior y se considerara prometida. Ella volvió a negarse, aunque la halagó considerablemente que él insistiera después de lo terminante de su primera negativa, y le explicó con amabilidad que sus ambiciones como actriz, probablemente nunca le dejarían tiempo para casarse.
Desde luego, Shoridge ya estaba enterado de sus ambiciones. Durante su último año en la escuela y el verano intermedio no se perdió ninguna representación en la que ella tomara parte. Realmente resultaba dulcemente patético verlo en todas partes, y al parecer estaba desesperadamente enamorado, el pobre, aun siendo tan tonto.
Delante de la máquina tragaperras, ella metió otra moneda y pulsó los mandos como si no se hubiera dado cuenta de que él estaba allí.
—Hola, Dawnie — dijo Jimmy Shoridge vacilando.
—Hola, Shoridge — contestó ella sin apartar sus ojos de las bolitas.—. ¿ Cómo estás?
—Oh, estoy estupendamente —dijo él—. Yo...
—¡ Ah, he acertado! — exclamó Dawni con un grito de entusiasmo, pensando que si seguía así la jugada ganaría fácilmente dos dólares.
—Pensé que podría verte hoy en el Círculo — explicó Jimmy de una manera un poco tonta, sin que se le ocurriera otra cosa que decir.
A ella todavía le quedaban once monedas. Se volvió a mirarlo con el rostro muy compuesto.
—Shoridge —dijo con calma—, me estás estorbando y no me dejas jugar. No hay esperanza de que pueda ganar ningún dinero si no consigo concentrarme. Dime de una vez qué es lo que quieres — añadió pacientemente —. Es natural que estemos aquí. Siempre estamos estos días. Nos quedamos después de montar el árbol.
Se quedó mirándolo jugueteando con las monedas y tratando de no poner de manifiesto cuán profundamente irritada estaba porque él hubiera venido a observarla.
—Bueno, mira — dijo Jimmy —, yo no quería molestarte. Únicamente... Ya sabes...
Dawn aguardaba, compuesta y paciente, esperando que él siguiera adelante y terminara de una vez. En lugar de eso él se limitó a mirarla sin decir palabra, y luego se encogió de hombros tortuosamente, como si quisiera que se lo tragase la tierra.
—Ya sabes lo que quiero decir —explicó sin apartar de ella su mirada, con sus ojos grandes y saltones en su rostro, con el aspecto de un perro de presa arrepentido de haber orinado en el suelo, pensó Dawn acremente —. ¡ Dios mío, esta noche estás lindísima, Dawnie!
—¿ De verdad lo crees así? — preguntó Dawn mirándose con desasida objetividad—. No es más que un traje viejo que hace ya años que tengo — explicó —. Lo has visto antes miles de veces, Shoridge.
Con aspecto de hallarse terriblemente aliviado, el rostro de Jimmy se dilató en una amplia sonrisa.
—Es posible — dijo él —, pero tú nunca has estado tan guapa con ese vestido.
—No, eso no es verdad — replicó Dawn con experta imparcialidad —. Es una prenda viejísima. Pero no puedes imaginarte lo que va a regalarme papá en Navidad. Todo un vestido completo. Y nada menos que un modelo de Dior.
Jimmy Shoridge pareció como si no estuviese seguro de lo que se esperaba que él tuviese que decir al enterarse de semejante noticia.
—¡ Caramba! ¡ Eso es estupendo, Dawnie! — dijo ansiosamente.
—Papá no sabe que yo estoy enterada — explicó Dawn —. Pero he visto la factura en casa. Por pura casualidad, ya me comprendes.
Sonrió.
Jimmy seguía mirándola ansiosamente, como si estuviera sordo, y los dos se sonrieron.
—Bueno, caramba?, Dawnie, eso es estupendo «-dijo de nuevo. Luego, como arrastrado por una súbita inspiración colosal, agitó abruptamente el vaso que llevaba en la mano—. ¿ Quieres beber algo, Dawnie?
Dawn miró el vaso dubitativamente, como si no lo hubiera visto antes.
—¿Qué estás bebiendo?
—Un —whisky — explicó Jimmy con expresión feliz —. Papá le ha ordenado al viejo Les que me lo sirva. Puedo traerte uno si quieres — ofreció.
—Me gusta este cóctel de jerez —dijo Dawn fieramente, tan fieramente que Jimmy Shoridge la miró a la vez sorprendido y perturbado —. No lo bebería si no me gustase — puntualizó ella.
—¡ Oh, no es que yo tenga nada contra el vino! — se apresuró él a decir —. También a mí me gusta, Dawnie.
Dawn echó un vistazo al abarrotado mostrador.
—No iba a bebérmelo en cualquier parte — dijo.
—Ya lo comprendo — confirmó Jimmy con otro estallido estupendo de inspiración —. Podríamos llevárnoslos arriba a la sala de billares. No hay nadie allí. Y podríamos jugar una partida. ¿ Qué te parece?
Dawn le miró pensativamente. Hasta hacía poco tiempo la sala de billares en el primer piso del Círculo de Labradores había sido estrictamente una provincia masculina. Pero en los últimos años se había tornado coeducativa. Pero aun así, no muchas de las mujeres de edad (como Agnes, pensó Dawn) aparecían por allí; para ellas un vago olor de mala reputación, compuesto por lo que a las jóvenes señoras se les había dicho sobre el humo rancio del tabaco, historias sucias y el descrédito social a otras salas de billares, permanecía flotando en aquella estancia. Pero las mujeres jóvenes habían aprovechado, con el evidente regocijo de invasores que conquistan un nuevo parís, el permiso concedido. Y no pequeña parte de su regocijo consistía, como Dawn sabía muy bien, porque ella misma lo sentía, en aquel ligero riesgo, en aquella calidad vagamente excitante. Las hacía estremecerse de una manera curiosa ante lo imprevisto, y muchísimas mujeres jóvenes habían llegado a ser jugadoras distinguidas. Había tres mesas de billar americano y una de billar corriente, y se celebraban partidas de billar en lugar de partidas de bridge. Y Dawn llevaba jugando ya más de un año.
—Bueno, ¿ qué dices? — preguntó Jimmy Shoridge ansiosamente.
Dawn, que había estado practicando muchísimo desde que había dejado de ir a la escuela y que sabía ahora muchísimo sobre la forma de manejar un taco, examinó al joven especulativamente.
—Jugaré a dólar la partida — dijo.
Jimmy Shoridge la miró sorprendido y a la vez un poco escandalizado.
—Bueno — contemporizó —, quizá no tengamos que recurrir a eso. Soy bastante buen jugador, te advierto. No quiero quedarme con tu dinero.
—Tiene que ser así — dijo Dawn —. Y ahora voy a quedarme aquí y a jugarme el medio dólar en esta máquina como estaba haciendo.
Se volvió hacia el tragaperras.
—Bueno, mira, espera un minuto —dijo Jimmy—. Jugaré contigo a dólar la partida, si te-empeñas. Pero luego no te enfades si pierdes el dinero.
—Bueno, no me enfadaré — repuso Dawn.—, volviéndose de nuevo y guardando las monedas en su bolso —. Podemos jugar a una sola vuelta o a dos, pero yo prefiero lo primero, porque de la otra forma dura mucho la partida.
Jimmy Shoridge la miró un tanto asombrado.
—Muy bien — dijo. Le alargó el vaso que tenía en la mano —. Toma, sujétame esto mientras yo voy a buscar dos vasos más.
Dawn se quedó mirándole mientras se alejaba, sonriendo muy complacida.
—Ya sabes — dijo él cuando volvió trayendo los dos vasos — que he propuesto esto de la partida nada más que como una forma cualquiera de pasar el rato. Sabía que te resultaría excitante jugar como lo hacen los hombres. Además, también estoy enterado de que juegas un poco.
—Será excitante — admitió Dawn con crueldad.
A decir verdad una extraña excitación estaba hirviendo y burbujeando en toda ella: derrotarle. ¡ Si pudiera derrotarle!
—Sugiero — dijo Jimmy, pronunciando la palabra a la inglesa, como había aprendido evidentemente en el curso de inglés en la universidad —, sugiero que te subas tu cóctel de vino a la sala, y así, si alguien sube puedes hacer ver que es eso lo que estás bebiendo y no whisky.
—Al cuerno con el vino — dijo Dawn potentemente, disfrutando de la expresión desconcertada que adoptó el rostro del otro y de la expresión luego de disculpa nerviosa que vino a substituirla.
—Bueno, perdona, Dawnie.— dijo él ansiosamente —. Únicamente estaba tratando de ayudarte. Lo decía por tu bien.
—Basta; tu disculpa queda aceptada. Y ahora andando.
Pero se llevó el vino. Transportando los cuatro vasos se abrieron camino en medio de la muchedumbre que llenaba el bar. Varios adultos dirigieron la palabra a Jimmy, y éste sonrió brillantemente y contestó algunas palabras. Luego se quedó esperándola.
Dawn lo examinaba con una especie de asombrada objetividad, y un sentimiento de firme y competente control, que venía a ser el único quehacer que derivaba de su trato con Shoridge. Eso y el hecho de que podría casarse con él en cuanto quisiera. Shoridge sería capaz de fugarse con ella mañana mismo. Seguro que querría. Y cada día que pasaba parecía el pobre más infeliz. La única razón por la que había empezado a citarse con él cuando estaban en la escuela era porque entonces el muchacho tenía un aspecto muy vigoroso y resultaba toda una conquista para una chica de los cursos inferiores. Atravesaron juntos el buffet y subieron las escaleras.
—Mira, Dawnie —dijo Jimmy —; yo no hacía más que preguntarme qué irías a hacer durante las Navidades. Pensaba que podríamos salir juntos y tomarnos un día de fiesta. Los demás muchachos y yo iremos de todos modos a tu casa por la mañana, para beber el ponche.
—Pues mira, lo siento, pero no me es posible — repuso Dawn caritativamente —. Hemos invitado a Wally Dennis y a su madre para que pasen con nosotros la Navidad. Ellos no podrán tener unas Navidades muy lucidas, ya me comprendes. Y en cierto modo tengo la obligación de atender a Wally. Tengo que pasar el día con él, ¿ comprendes?
—Ah, desde luego —asintió Jimmy solemnemente, inclinando la cabeza con aire de haber entendido muy bien —, desde luego no he dicho nada si tienes esa obligación. No lo sabía. Sí, tiene que resultar bastante desagradable no disfrutar de unas Navidades en forma — dijo sombríamente —. Desde luego no tienes más remedio.
—Sí, eso es lo que pasa — dijo Dawn piadosamente.
—Es una gran amabilidad por tu parte el preocuparte de ellos en esa forma.
—Pues sí. Verás, mamá y Marg Dennis han sido siempre muy buenas amigas — explicó Dawn, mirándole blandamente.
Estaba segura de que Shoridge había oído hablar de sus salidas con Wally; no tenía más remedio que haberse enterado. Pero nunca se podía estar segura. Levantó la cabeza, mirándole astutamente. No debía tomarle el pelo de aquella forma.
¡ Dios mío, podía hacérsele tragar cualquier cosa!
—Dawnie — dijo él volviéndose y parándose súbitamente. Estaban en el desierto corredor que se extendía entre los dos salones —. Dawnie, quiero decirte algo.
—Sí, Shoridge — repuso ella —. ¿ De qué se trata?
—Dawnie — dijo él sobriamente — apenas sé cómo empezar. Dawnie, se trata de esto. Yo sé que tú crees que no soy más que un bufón y un infeliz. Sé que no soy muy inteligente. Pero Dawnie, la razón por la que me pongo a tartamudear delante de ti es porque te respeto. Esa es la razón. Querría mostrarte lo muchísimo que te respeto. Pienso que eres una chica maravillosa. Lamento las cosas tan terribles que te he hecho antes... cuando traté de... en fin, cuando quise que tú... bueno, ya sabes lo que quiero decir. Yo no sabía la chica tan maravillosa que tú eras. Ahora lo sé. Por eso es por lo que te quiero tanto, Dawnie. Estoy desesperadamente, locamente enamorado de ti. Creo que casi te adoro. Quisiera poder borrar todo lo que hice. Y demostrarte mi adoración con obras. Y estarte adorando todo el reste de mi vida. Y ésa es la razón por la que cuando estoy delante de ti nunca digo palabras gruesas. Siempre las digo cuando estoy delante de otras personas. Pero a ti te respeto muchísimo.
Se detuvo y se puso rígido sosteniendo todavía uno de los vasos y retrocedió un poco y se quedó mirándola como si esperase que ella se hubiera convertido en otra persona nada más que a causa de su discurso.
—Bueno, muchas gracias, Shoridge — dijo Dawn prudentemente —. Yo aprecio tus sentimientos.
No se le ocurrió otra cosa que decir. Le sonrió amablemente, tratando de aliviar la frialdad de su réplica, disimulando la expresión excitada que tenía al disfrutar por anticipado de la paliza que le iba a pegar al billar.
Al parecer no era ésta la respuesta que Shoridge había estado esperando y en la que tenía cifradas todas sus ilusiones. Por un momento se quedó mirándola casi sin comprender, luego cogió otro whisky de la mesa y dijo:
—Bueno, yo quería que tú lo supieses. Mira, yo te quiero, y creo que tú serías una esposa maravillosa y una respetable madre de mis hijos.
Esto último lo dijo a toda prisa y su rostro se arreboló culpablemente como si hubiera aludido a algo inmencionable.
.-Mira, la verdad es que no puedo, Shoridge —dijo Dawn—. Llevo algo aquí dentro que me está royendo. No tengo más remedio que convertirme en una gran actriz.
—Comprendo — dijo él sombríamente —. Bueno, ¿ vamos a jugar al billar?
—Sí, pero acuérdate de que es a dólar la partida — le advirtió Dawn.
—Está bien — asintió él lúgubremente, y atravesó el salón llevando los dos vasos.
Dawn le seguía transportando el vaso del whisky y el del vino y preguntándose qué no podría hacer de aquel muchacho si a ella se le antojara, si fuera de esa clase de mujeres que hacen cosas por el estilo. Podría volverlo completamente loco. El tenía la suerte de que ella no fuera así. Mientras subían las escaleras miró hacia atrás y vio que Bob French y Gwen entraban por la puerta principal y les voceó alegremente, y se detuvo bastante rato con un brazo en alto, el que tenía el vino, para estar segura de que le habían visto. Ella pensó Dawn, que sabía muchísimo más sobre los hábitos de Bob de lo que nadie podría figurarse que supiera, muchísimo más sobre los hábitos de muchísima gente de lo que nadie podría figurarse que supiera, pensó con astucia, Bob estaba indudablemente borracho y como era usual cuando estaba bastante borracho se dirigía a la sala de póker en el bar de los hombres.