CAPITULO XXVIII
Edith estaba sintiéndose apenada por su jefe, no ominosa. Estaba avergonzada de sí misma por haberse irritado con él en el coche. Pero podía imaginarse muy bien lo que habría dicho la vieja Jane si por casualidad estaba levantada o se despertaba y veía al jefe trayendo a Edith a casa en su coche a las once y media.
Además le habría gustado más venir andando. Le gustaba mucho su paseo nocturno de regreso al hogar. Especialmente si era ya bastante tarde. Prefería pasear. Pero no podía disuadir al jefe estando del humor que estaba. Por lo visto el pobre hombre no tenía el menor deseo de volver a su casa. Y por eso se vio ella en la obligación ridícula de tener que quedarse de pie en aquella esquina, esperando que él se quitase de en medio, para después poder ella proseguir su camino sin que él la viera alejarse y se sintiera aún más ofendido por ello.
Aguardó hasta que ya no pudo seguir viendo los pilotos y luego empezó a andar nuevamente en dirección hacia la dudad, rebasando la gran casa Fredric con su patio sombreado de árboles.
No hacía más que dar un paseo, sin ir a ninguna parte en particular, y mirando los grandes caserones, para al cabo de un par de manzanas, tomar por la avenida de North Ash. El tipo de casas cambiaba inmediatamente. Su paseo de regreso del trabajo, por las noches, era uno de los placeres más exquisitos de Edith. Especialmente si era ya tarde y hacía mucho tiempo que había obscurecido. Entonces, con las calles desiertas, y todo el mundo dentro, era como si aquella fuese su propia ciudad; su posesión privada. Ella la poseía. Todas las casas, la gente que había dentro, los faroles, las aceras, los bordes de césped, todo. Todo parecía estar bien esta noche, pensó de una manera patricia y afectuosa, sintiéndose un poco ridícula. En la esquina de Wemz volvió hacia el este para tomar el mismo camino que había traído, ya en dirección de su casa.
Al pasar de nuevo delante de la casa Fredric observó la presencia del largo coche negro aparcado allí cerca. Estaba segura de que no estaba allí antes, y lo reconoció instantáneamente. Era el coche de Bama Diller. Prácticamente todo el mundo conocía en la ciudad el «Packard» negro 1937 que el tahúr campesino cuidaba de manera tan meticulosa y casi de solterona, y que conducía como un demonio protegido por Dios con todas las bocinas del infierno a sus espaldas.
El gran caserón, notó ella, estaba del todo obscuro, excepto la única luz de noche que mantenían encendida en el vestíbulo de la planta baja siempre que Doris estaba fuera, y que Dorís se cuidaba de apagar al entrar.
Durante años, Edith había correteado por todo el caserón. En toda su infancia y en todos los veranos cuando los años de universidad de Doris, hasta que ésta volvió a casa desde el oeste para dedicarse a la enseñanza. Y Edith conocía el funcionamiento de todo en aquella casa, así como el horario rígidamente mantenido al que los Fredric ajustaban su manera de vivir y que no había variado en quince años. Aquella luz no estaría encendida si Doris no estuviera fuera.
Incluso era posible, pensó, que hubiese estado allí cuando el jefe la trajo a casa y cuando ella pasó por allí por primera vez. Aparcado como estaba allí en la sombra bajo los árboles, casi nadie podría verlo. Especialmente a estas horas de la noche. Estaba a salvo.
Llena de una súbita excitación burbujeante que casi la (Aligaba a reír, y al mismo tiempo disgustada consigo misma porgue tenía ganas de reír, Edith siguió adelante, teniendo buen cuidado de no alterar ni el ritmo ni la velocidad con que iba andando. Si ellos estaban mirando y la veían, no podrían darse cuenta de que ella les había visto.
Llegó hasta el rincón y hasta la luz y luego dobló al sur por la Avenida Roosevelt, en dirección a su propia casa.
Había tres casas entre la esquina y su casa propia, y al pasar cada una de ellas volvía la vista atrás hacia la zona de aparcamiento de los Fredric. El coche seguía todavía allí. Si una sabía que estaba allí y donde tenía que mirar, se le podría ver. Pero de otra manera resultaba casi imposible.
El coche seguía estando allí mismo cuando ella llegó a su casa.
Cuando se acercó a la casa, Edith vio con sorpresa y de repente que había una luz en la habitación que daba a la calle. De repente, porque había estado mirando con tanta intensidad en la otra dirección; y con sorpresa, porque dejaban de noche una luz encendida.
Sacó las llaves de su bolso y entró quedamente, preguntándose qué podría estar haciendo Jane a aquellas horas de la noche; porque ella sabía que no podía tratarse de su padre. John Barclay, cuando volvía a su casa de su pesado y aburrido trabajo, relativamente insignificante y sin responsabilidad alguna, que desempeñaba en la fábrica Stemutol, leía el periódico, se comía luego su enorme cena, volvía a leer el resto del periódico y caía drogado de comida y de imprenta dentro de su cama y se quedaba dormido como un tronco hasta que el despertador le hacía levantarse a la mañana siguiente para empezar de nuevo; y nada, absolutamente nada, podía despertarle. Normalmente, Edith lo había comprendido todo en Jane, porque usualmente esta era la hora en que Jane solía regresar a casa. Pero en los pasados días no había salido nunca por las noches y se había ido a la cama inmediatamente después de cenar. Edith no lo comprendía. Pero se dio cuenta de que había obrado cuerdamente al no permitir que el jefe le trajera hasta la misma casa.
—¿Qué pasa, cariño? — preguntó cordialmente—. ¿Cómo es que estás todavía levantada?
Poco más o menos había sorprendido a Jane de pie y descalza, con el salto de cama puesto, en la salita de estar.
—Ay, no pasa nada — gangueó su abuela, con su garganta rasposa. Su aspecto era a la vez culpable y desconcertado —. Únicamente que no me sentía muy bien.
Edith se quitó el abrigo y desalfileró el sombrero. Bajo los ojos de Jane se veían círculos obscuros. Una oleada de efusión y simpatía pasó por la muchacha.
—¿ Otra vez tus riñones?
—No — dijo Jane reticente —. Por lo menos no más que de costumbre.
Se mostraba reservada.
—¿ El corazón, entonces? — dijo —. ¿ No estás realmente enferma?
—No estoy enferma — contestó Jane vaga e indecisamente —. Únicamente que no me siento bien.
—Deberías haberte puesto algo en los pies — dijo —. Esa sí que es una forma segura de enfermar, el andar descalza de esa manera.
—Sí — replicó Jane, mirándola obsesionada.
—Ve y coge tus zapatillas — dijo Edith crispadamente —, y luego vuelve. — Al decir esto, sonrió —. Y voy a decirte algo que te va a gustar muchísimo oír.
¿Sería posible que su abuela hubiera vuelto otra vez a enamorarse como una loca? Tenía todos los síntomas. ¡ Oh, no! pensó, ¡ otra vez, no!
—Está bien — dijo Jane, pero sin mucho entusiasmo.
Recorrió los pocos pasos que la separaban de su habitación y volvió inmediatamente con sus ajadas zapatillas que debían de haberla estado esperando justo detrás de la puerta, y luego se sentó en una silla alta y colocó sus manos con las palmas hacia abajo sobre sus rodillas, dispuesta a escuchar atentamente, embutida en su salto de cama. La escena parecía la de una jovencita púdica sentadita en la escuela, y Edith sintió de pronto ganas de echarle los brazos por el cuello y abrazarla.
—Pues bien, yo venía a casa del trabajo, andando — empezó.
—Has estado fuera hasta muy tarde — dijo Jane reticentemente y sin mucho calor—. Pensé que ya estarías en casa.
—Es el balance mensual — explicó Edith —. Bueno, pues como te iba diciendo... Pero primero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie ni se lo vas a mencionar a ningún alma viviente.
—Lo prometo — declaró Jane con solemnidad.
Se hizo una cruz en el pecho.
—Bueno, pues cuando yo iba pasando junto a la casa de los Fredric vi un gran coche negro aparcado en la parte trasera, junto al garaje. Allí en la obscuridad, ya sabes, debajo de aquellos árboles. Y la luz del vestíbulo estaba todavía encendida. Tú sabes que Doris la apaga siempre cuando entra.
—¿Qué clase de coche? —preguntó Jane.
Edith sonrió un poco.
—Un «Packard» 1937, negro, sedán.
—¡ Ajajá! — estalló Jane roncamente, mostrando sus primeros signos de entusiasmo. Se palmeó fuertemente los muslos —. Bueno, que me condenen si no es Bama Dillert. Que me arrastren por los suelos si me equivoco. — Sacudió la cabeza solemnemente —. Esa Doris está llegando hasta el fondo mismo del barril, ¿verdad? No podía elegir un tipo más terrible de hombre. ¿ A quién se le ocurre salir con ese diablo? Yo le conozco muy bien.
—Ya sabía yo que esto te gustaría.
—Desde luego que sí — dijo Jane voluptuosamente — Seguro que es como yo te digo.
—Pero acuérdate que no debes decírselo a nadie — advirtió Edith.
—¿ Decírselo a alguien? ¿ Quién, yo? — Jane cruzó sus enormes brazos y se enderezó sobre la silla como una inmensa roca. Le sonrió a Edith cínicamente. Luego dijo —: Te he estado poniendo en guardia contra esa chica Fredric durante años y años. Pero tú no querías creerme.
—Tú nunca has visto nada.
—No — dijo Jane, y sonrió —, no he tenido esa suerte. Pero conozco a gente que lo ha visto todo. Y...
—¿Quién? —preguntó Edith.
Jane movió un dedo hacia delante y hacia atrás de su cara.
—No tengo por qué mencionar el nombre de nadie — replicó ella astutamente, y prosiguió —: Estoy enterada de lo que dijo uno de los muchachos una noche en el bar Smitty, estando borracho.
—¿ Quién dijo eso?
—No te importa — replicó Jane —.De todos modos, el muchacho se retractó más tarde. Dijo que estaba borracho y que había mentido. En fin, trató de portarse como un caballero, ya me entiendes.
—Por tanto, tienes que reconocer que no hay ninguna prueba — arguyó Edith.
—Tengo pruebas — dijo Jane con tono feliz. Se dio unas cuantas palmadas en la cabeza —. Aquí están todas las pruebas que necesito. He estado vigilando a esa muchacha durante años y años. Desde que empezamos a vivir aquí. Acuérdate de que tú fuiste su recadera durante mucho tiempo.
Edith se irguió irritada.
—Eso no es verdad — protestó crispadamente —; no fui nada de eso. — Pero después sonrió. — Bueno, de todas maneras, esto ha servido para que se te quiten las preocupaciones sobre tus molestias y se te pasen tus miedos, ¿ no es así?
Jane, que en aquellos momentos estaba ocupada en el proceso de encender un cigarrillo, detuvo el fósforo a mitad de camino y se quedó mirándola fijamente, volviendo la expresión obsesionada poco a poco a sus ojos circundados de obscuros anillos.
—Si — dijo lentamente —. Sí. Eso es lo que has hedió.
Como si recordara concienzudamente algo prosiguió la faena y encendió el cigarrillo que ya no parecía apetecer.
—¿Qué es lo que pasa, Jane? —preguntó Edith—. ¿Qué lío hay aquí? ¿No estarás enamorada otra vez? —Impulsivamente se puso en pie de un salto y se precipitó sobre ella para abrazarla —. Oh, yo te quiero tanto, Jane. Tú eres la mejor persona que hay aquí. Siento muchísimo todas las cosas tan desagradables que te digo. En cuanto que las digo. Si quieres ponerte algunas de mis joyas...
—¡No me toques! — exclamó Jane, poniéndose en pie de un salto repentinamente, antes de que Edith pudiera alcanzarla.
Edith retrocedió.
—¿ Cómo? ¿ Qué pasa?
—Nada — dijo Jane reticente —. No pasa nada. Cínicamente que la espalda me duele un poco. Eso es todo. Me dio miedo de que fueras a apretarme.
—Jane, ¿es que estás enferma?
—No —respondió Jane iracunda—, no lo estoy, maldito sea. Ya te dije que no estoy enferma. No me siento bien, eso es todo. — Se apartó —. Creo que será mejor que me vaya a la cama.
—Está bien — dijo Edith en tono jovial. Te veré por la mañana, querida.
—Buenas noches, niñita — dijo Jane, mirándola ceñudamente.
Aguardó hasta que Edith hubo cerrado la puerta de su habitación y luego se dirigió ella a la suya, apagando la luz del recibidor.
—Cuernos y recuernos! Habría dado cualquier cosa porque Edith no la hubiera sorprendido rondando por la casa de aquella manera; ella había pensado que su nieta estaba ya en casa, acostada y dormida. Jane se daba cuenta de que su expresión de loca la tenía pintada en todo el rostro, pero aquella no era una cosa que pudiese remediar. Siempre se le notaba todo
en la cara; cualesquiera que fuesen sus sentimientos se le ponían de manifiesto automáticamente. Entró en su habitación con una tristeza enfermiza y aterrorizada.
Una profunda soledad, juntamente con el conocimiento intensísimo de que no había ayuda en ninguna parte, volvió a sumergirla una vez más como le había pasado antes, como la había sumergido una y otra vez, hasta hacía seis días desde que no era más que una cría. La vergüenza la escaldaba, y la culpabilidad le daba frío; y las dos cosas rugían en ella como vientos sueltos en un túnel para la prueba de aviones.
Se acusó a sí misma amargamente. Su nieta tenía razón. Pero también ella la tenía. Con manos temblorosas cerró su puerta lastimeramente. Luego, obedeciendo a un segundo pensamiento, echó la llave.
En su habitación la primera cosa que hizo Jane fue sacar un paño del cajón de la mesa, y quedándose descalza en el suelo (ya había arrojado lejos las malditas zapatillas), se lo echó encima de su salto de cama.
«Bueno, ya lo tengo, pensó. Seguro que ahora lo tengo. Ahora di en el clavo.»
El horror y el terror iban deslizándose a la par por su pecho y por su estómago como un espasmo muscular, ante el pensamiento de lo que tendría que hacer. Edith y John. Y aquí ella teniendo que cocinar para todos. Viviendo en la misma casa y usando el mismo cuarto de baño. Y con toda la gente para la que trabajaba, además.
Se había hecho escrupulosa y concienzudamente limpia frotando y frotando sus manos con grandes cantidades de jabón fuerte, antes de acercarse a la cocina o de entrar en alguna de las casas en las que servía. Siempre que se sentaba en un retrete, en las casas o aquí, frotaba cuidadosamente el asiento y la taza. Le estaba costando más de una hora al día todo aquello de tanta limpieza. Y hasta ahora no parecía que nadie se hubiese contagiado. Dios mío, pensaba ella, enferma de horror, ¿qué pensaría si se contagiaba Edith? Una muchacha joven y bonita como Edith. O si se contagiaba alguien como Agnes Hirsh. La gente para la que trabajaba confiaba en ella.
Y sobre todo, por encima de todas las cosas, no debía permitir que Edith se enterase. Eso de ninguna manera.
El horror y el odio de sí misma, y aquel viejo sentimiento de culpabilidad que había vivido con ella como un dolor de muelas familiar durante cerca de cincuenta años, se hinchaba en ella de una manera enfermiza, haciéndole sentir la carga de la vida pesadamente sobre sus hombros.
Cansadamente se echó en la cama y apagó la luz, haciendo crujir los muelles en una débil protesta contra su peso, y luego se tendió allí, insomne. «Qué cosa tan terrible — se dijo —. Me he convertido en una vieja enferma.»
Haciendo crujir los muelles, Jane se volvió de cara hacia la pared, presentando sus amplias grupas a la habitación, y se acurrucó contra el muro. Aquella enfermiza y asustada tristeza culpable de su juventud volvió a agarrarla de nuevo, y ella se puso a llorar. La áspera y vieja Jane se puso a llorar.