CAPÍTULO V

Frank Hirsh había estado aquel día almorzando con George Walters. George era el propietario del establecimiento de prendas para caballeros situado junto a la joyería. Usualmente regresaban del almuerzo juntos, pero hoy George había tenido una cita y por eso Frank volvió solo, sintiéndose feliz, incluso complaciente. Ciertas molestias sociales y su hermano Dave eran dos cosas lejos de su pensamiento.

Mientras caminaba, consciente del efecto de su abrigo de piel«de camello y del obscuro sombrero de invierno que iba luciendo, algunas personas le saludaban y él aceptó sus inclinaciones de cabeza como reconocimiento de respeto que Frank Hirsh gozaba en Parkman.

Sintió de pronto un fuerte ataque de miedo a la ciudad. El aspecto de la vieja Audiencia en la plaza sin árboles, la visión de las viejas lápidas con los nombres de las calles que necesitaban reparación desde mucho antes de la guerra, los faroles peculiares que no tenían parangón en el mundo entero. Miró los bloques de edificios que tenían en la fachada la fecha de su construcción y el nombre del dueño BLOQUE PARKER, 1907; BLOQUE MCGEEE, 1904; BLOQUE WAYNE, 1899; BLOQUE WERNZ, 1900 y así sucesivamente, sin olvidar, el BLOQUE WENZ, 1925; de Antón III.

Era su ciudad y él la amaba. Conocía todas sus calles. Y cada casa de sus calles y por lo general los antecedentes de la mayoría de los habitantes. Había vivido allí toda su vida, y no le gustaría vivir en ninguna otra parte.

Y con todo, pensó de pronto, todavía estaba aguijoneado por el sentimiento de la competencia. Sentimiento que no se le aquietaría hasta que no coronase su vida con uno de aquellos bloques, en el que se asentaría ya hasta su muerte. Porque el caso era que no existía ningún bloque Hirsh. Si tuviese el.dinero necesario le gustaría comprar una de aquellas manzanas demasiado viejas de casas comerciales, y derribarla y construir otra modernísima para poner su nombre en una placa. Pero todavía no tenía el dinero suficiente, La guerra se había portado bien con él, como casi con todos los hombres de negocio, y lo había levantado desde simple propietario de una joyería al puesto actual, que poseía inversiones en más de un comercio local, pero sin proporcionar aquella cantidad de dinero necesaria. Aunque ya estaba en camino de conseguirlo.

Era bajo, rechoncho, sin cuello, calvo como sus hermanos, todos manifiestamente holandeses germanizados, construidos tan idénticamente como guisantes de olla, de forma que cualquiera de Parkman podía reconocer desde lejos a cada uno de los cinco muchachos Hirsh.

Había algunos parroquianos en la tienda, la mayor parte gente del campo, y Frank les sonrió benignamente, sintiendo hacia ellos una especie de efusión paternal por el hecho de venir a comprar a su establecimiento. Al Lowe estaba ya de vuelta de su almuerzo, y ayudaba a la nueva dependienta a atender a la clientela.

Desde que tomó a su servicio a Al, seis meses antes, y dejó de vender él mismo, Frank sólo atendía a los clientes en ocasiones muy raras, cuando se le antojaba. Le causaba una sensación grata no tener que ocuparse de eso. Al iba a servirle de buen gerente para este establecimiento, algún día, cuando él empezara a montar sucursales; era joven, de aspecto agradable,

Heno de buena voluntad, sin experiencia todavía, pero aprendiendo rápidamente; quizá demasiado ambicioso, pero eso era cosa que el tiempo mismo se encargaría de arreglar.

La muchacha, desde luego, estaba completamente verde, era gruesa de cintura e incapaz de hablar con corrección, como les pasaba a todas las chicas del campo que llegaban a la ciudad; nunca sería más que una simple dependienta, de todos modos sería una buena auxiliar... A menos que su novio volviese del Japón, se casara con ella y la sacase del negocio.

Formaban una buena tripulación los tres juntos, pensó Frank mientras atravesaba la habitación que servía de despacho y muestrario y se dirigía a la pequeña oficina trasera en la que su secretaria estaba trabajando detrás de una mesa.

Al Lowe, saliendo rápidamente del mostrador, le interceptó el paso.

—Frank, la mujer de Tom Alexander ha venido a buscar el nuevo reloj que pedimos para ella.

—¿ Qué pasa? ¿ Todavía no ha llegado?

Siguió andando hacia la oficina mientras Al le seguía con la cabeza arrebolada.

—Bueno, pues ese es el caso. Ha habido un lapsus en esto, Frank. Yo comprendía que debía estar aquí, así es que lo reclamé. Pero no hay comprobante ninguno de que se haya pedido.

—¡ Caramba! Eso es muy desagradable.

—Ya lo sé — dijo Al con aire decaído. Estaba muy trastornado. Añadió —: Fui yo mismo quien hizo la venta. Recuerdo que extendí una nota de pedido.

Siguió hablando hasta que llegaron a la puerta de la oficina. La muchacha se levantó sonriendo, pero cuando vi ó que Frank estaba ocupado, volvió a su trabajo sin pronunciar palabra.

Frank escuchaba las explicaciones de Al mientras colgaba el abrigo de pelo de camello cuidadosamente. No era un asunto muy grave. Por otra parte no resultaba nada conveniente que se descuidaran pedidos como aquél. Eso hacía que el establecimiento cobrara fama de informal. Pero lo que más le irritaba era que Al no hubiese sabido arreglárselas él solo, sin necesidad de tenerle que hablar de aquel asunto al jefe. Eso era lo que habría hecho un hombre listo. Eso era lo que habría hecho el mismo Frank. Mientras el jefe no se enterara de las cosas no tenía por qué indignarse. Pero Al había venido a contárselo necesitando que le dijeran algo, tal vez para que lo tranquilizaran o tal vez para que le echasen una riña. A pesar de su irritación creciente, Frank seguía manteniendo una voz ungida de paciencia.

—Al, sabes muy bien que un negocio no puede ser llevado de modo tan despreocupado, porque así perdemos los clientes. Esa es una de las cosas principales que yo he estado tratando de... — vaciló, buscando la palabra justa.

—¿Inculcar? — sugirió Al.

Frank asintió.

—...inculcar a todo el personal de esta casa. La eficiencia

Y dijo —. La meticulosidad en el servicio.

Al asintió lastimeramente.

—Bueno, extiende otro pedido por duplicado y ponle la fecha atrasada y muéstrale a la señora la copia de papel carbón. Eso le demostrará que no estás mintiendo al decirla que no se sabe qué habrá pasado. Así se arreglará la cosa.

Al le miró con admiración.

—Ya había pensado en eso — dijo —, pero no estaba seguro de que se pudiera hacer.

—¿Qué otra cosa harías, si no? — preguntó Frank pacientemente —. ¿ Decir la verdad? ¿ Que perdimos la orden? ¿ Quieres que la gente llegue a pensar que llevamos el negocio a la ligera?

Y algunas veces desesperaba de que Al llegase a aprender lo referente a la buena marcha del establecimiento —. Ve y prepara ese duplicado. Y recuerda ese truco por si alguna vez sucede lo mismo.

Después que el otro se hubo ido, asintiendo con aire feliz, Frank sacó un paquete de «Lucky» de uno de los cajones de su mesa, encendió un cigarrillo, y se retrepó en su sillón de cuero. Bueno, aquella pequeña crisis estaba ya superada. No dudaba de que la esposa de Tom Alexander no se creería ni una sola palabra de todo lo que dijera Al, y se marcharía y se pondría a hablar mal de la tienda, pero eso no le importaba. Si hubiese querido que la mujer de Tom Alexander se tragara el cuento, le habría hablado él en persona. Pero a Al le convenía entrenarse en las cosas importantes. Frank sintió de pronto una gran ternura paternal por Al, al que había sacado de la industria química local de «Sternutol» cuando el muchacho estaba trabajando allí como simple obrero. A veces resultaba difícil creer que el muchacho sólo tenía treinta y dos años y acababa de pasarse cuatro años como soldado de infantería.

Bueno, era su deber ir formando a Al Lowe. Simplemente a causa de la mujer de Al, aunque no fuese por otra razón. Recordó de pronto que Gene ve hacía mucho tiempo que no le llamaba, luego se encogió de hombros y se olvidó. Pero — cosa curiosa — siguió pensando muchísimo en el mismo Al. Era un buen muchacho. Su principal dificultad estribaba en que tenía un corazón demasiado bueno y una cara muy franca. Desde luego esto no era culpa de Al.

—¿ Sabe usted algo acerca de ese pedido traspapelado, Edith?

Y preguntó negligentemente a la muchacha mientras seguía estudiando el techo.

—No, señor Hirsh — contestó la joven.

Era una muchachita de la localidad, de veintitrés o veinticuatro años, recién salida de la Escuela de Comercio, con labios y uñas brillantes de pinturas y con un ligero balanceo en las caderas que debía de haber practicado mucho tiempo, pensó Frank, antes que se le convirtiese en un movimiento tan natural y atractivo.

—Bueno, quizá convenga que nos ocupemos de esas cartas —dijo Frank — si no hay algo más urgente que reclame mi atención.

—Sí, señor — dijo Edith, soltando la sumadora para coger su bloc de notas.

El había sido su primer jefe, y la muchacha llevaba ya casi un año en la casa, siendo su lealtad profesional incorruptible e incuestionable. Esta era la ventaja que se obtenía ayudando a la gente humilde, haciéndoles subir un escalón hada la gente de cuello duro. El padre de Edith, John Barclay, trabajaba también para la casa «Sternutol», como había trabajado Al.

Sintiéndose un poco abrumado por aquella prueba de su listeza, y saboreando por anticipado la agradable seguridad animal de una tarde de invierno de trabajo fácil, con luces y calefacción, Frank se puso a dictar las cartas que en realidad no tenían necesidad alguna de ser dictadas, ya que Edith conocía la rutina tan bien como él.

Entonces fue cuando llegó la primera llamada telefónica. Con la noticia de la llegada de Dave.

—Un momento, señor, es el teléfono —'había dicho Edith Barclay volviéndose en la silla para contestar —. Es para usted, señor Hirsh.

Frank lo había tomado asintiendo, teniendo buen cuidado de que sus manos no tocaron las de ella recogió el auricular de los esbeltos dedos manicurados. Siempre hacía lo mismo con sus ayudantes femeninos. No corría ningún riesgo; era ya un hombre demasiado importante para permitirse con la dependencia libertades que otrora se había permitido. Y ella era una muchacha bastante bien parecida.

—Diga — exclamó, e inmediatamente cambió la tarde.

El que llamaba no pudo reconocer a quien le estaba hablando. No había pensado en Dave más que vagamente, una vez que Francine le había escrito contándole que Dave embarcaba para Europa. «¿Dave?» «Tu hermano Dave». «¡Ah, Dave!» Eligió rápidamente la mentira menos embarazosa y al mismo tiempo menos rebatible que pudo decir y se aferró a ella. Hizo saber que estaba enterado de todo y que era él mismo quien había invitado a Dave. Todo el mundo en Parkman sabría que esto no era verdad, pero el único medio que tendrían para probarlo sería preguntárselo a Dave y nadie se atrevería a hacer eso.

Con la pequeña porción de cerebro que le quedaba libre del sobresalto, notó que debía de haber conseguido su propósito, al menos en parte, porque el que llamaba no dejó ¡de mostrarse un poco picado al colgar.

Edith, que evidentemente no había estado escuchando, aguardaba con la cabeza inclinada y el lápiz en ristre a que él continuase. Tenía un cuello muy bonito, pensó. Como él no siguió dictando, ella alzó la cabeza.

—¿ Puede usted contestar el resto? — preguntó él pesadamente.

—Desde luego, sí, señor — contestó ella —. ¿ Algo desagradable, señor Hirsh?

—No — repuso Frank —. Siga usted con las cartas. Tengo otras cosas que hacer.

Salió.

Tenía que pensar. Lo primero era imaginarse por qué Dave no le había llamado. Evidentemente, debía traer algo en la manga. Como respondiendo a sus pensamientos, el teléfono volvió a sonar en la oficina.

—¿Señor Hirsh? Es para usted.

La voz de Edith sonaba débilmente reprobadora. Frank volvió a la oficina. Su mente estaba trabajando a tanta presión que ni siquiera tuvo tiempo de pensar en volverse loco.

—Es el juez, señor Hirsh — susurró Edith, con la mano puesta en el micrófono.

El juez era Steve Deacon. Pero en Parkman nadie le llamaba así; era siempre el juez. Había prestado servicio durante un mandato en el tribunal del condado en su juventud. El juez era presidente del Consejo de Administración del «Cray County Bank», del cual Frank era un miembro, el más reciente. El juez era también el principal accionista en la «Compañía de Construcción y Préstamo de Parkman», en la cual Frank, por sugerencia del otro, había comprado recientemente un número de acciones con derecho a voto. ¿Es que ella creía que podría molestarle contestar una llamada del juez?; pensó qué podría querer de él el juez en aquellos momentos.

Sentado en las sucias y obscuras oficinas del «Deacon & Deacon, Abogados», al otro lado de la plaza, encima del almacén «Kroger», respirando afanosamente a causa de su profunda e insalubre gordura, el juez Deacon no le dejó hacer preguntas.

—¿Sabe usted que su indigno hermano está de vuelta en la ciudad?

Y Acaban de decírmelo — contestó Frank.

—¿Sabe usted que acaba de depositar cinco mil quinientos dólares en el «Second National Bank»?

Y No —repuso Frank con voz desmayada—. Le aseguro que no lo sabía.

—Bueno, pues ahora lo sabe —dijo el juez con voz capaz de secar todo un prado florido.

Frank sintió la picadura de su vanidad. Trataba de no darse por enterado. Estaba obteniendo información valiosa.

—Sospecho que eso nos pondrá un poco en ridículo — sugirió Frank.

—No es cosa que nos vaya a matar — rezongó el juez —. Por lo menos no lo creo. Claro que tampoco nos hace ningún bien. No creo que haya usted visto nunca a ninguno de mis parientes haciendo nada parecido.

Esto, reflexionó Frank, era totalmente cierto; el juez, como solo y único hermano mayor de ocho hermanas y numerosos sobrinos distribuidos por todo el condado, mangoneaba todas sus propiedades. Eso constituía parte substancial de sus intereses.

Y Paro es que sus parientes de usted viven aquí — arguyó

Frank — En un sitio donde puede tenerles a raya. Además son más o menos formales.

Y No tan formales — gruñó el juez —. Me gustaría ver cómo iba a arreglárselas usted para manejarlos.

Y Bueno, agradezco su llamada y su información, de todos modos. Yo ni siquiera sabía que él estaba aquí hasta hace unos momentos. Él mismo no me ha llamado.

—No le he llamado a usted para que me agradezca nada — replicó el juez malévolamente —. Le he llamado para ponerle sobre aviso. Alguien debe llamarle la atención á ese muchacho y enseñarle un poco de cordura.

—¿Puede usted sugerir quién? —preguntó Frank.

—Bueno, usted es su hermano. Y el cabeza de familia.

—He estado tratando de inculcarle algo de cordura desde hace treinta y cinco años —explicó Frank.

—Pruebe otra vez, diablos —dijo el juez—. Pruebe con más fuerza. ¡ Ah, otra cosa! Ned Roberts probablemente le telefoneará dentro de poco, según me imagino. Así es que esté preparado. Es una buena cosa para nosotros que haya sido yo quien le haya telefoneado primero, ¿ no le parece? — concluyó colgando antes de que Frank pudiese contestar.

El fuerte del juez no era desde luego la amabilidad. Frank colgó su teléfono, sintiéndose más indignado por la torpe descortesía del juez que agradecido por la información que le había dado. Iracundamente se preguntaba cómo diablos habría podido arreglárselas Dave para tener juntos cinco mil quinientos dólares. Aquel no era el Dave que él recordaba.

El juez era un personaje poderoso a quien valía la pena tener al lado en asuntos de negocio, pero no podía decirse que resultara precisamente agradable trabajar con él.

Edith Barclay seguía con la cabeza inclinada sobre la mesa. Pero se notaba que había estado escuchando sin perder palabra.

—Bueno — exclamó él, irritado —, ¿ se ha enterado usted ya de todo?

—No, señor —dijo Edith con calma, y siguió trabajando —. Espero que no sea nada desagradable.

Frank se quedó mirándola fijamente, queriendo decirle algo, pero era un auxiliar demasiado útil para disgustarla.

—Si hay más llamadas para mí, quiero hablar con todo el mundo. No importa cuántas sean las llamadas ni quienes las hagan.

Bueno, ahora sabía qué era lo que Dave se traía.

—Voy a salir.

No iba a ningún lado, sino a volver al almacén-despacho. Quería reflexionar sobre aquello, y la penumbra y quietud del local debían resultarle tranquilizadoras.

—Sí, señor — contestó Edith quedamente.

Pero el almacén no resultó ninguna; ayuda. El amojamado relojero que hacía reparaciones en su cubículo no levantó la cabeza; y su nariz, que nunca levantaba para nada, a menos que una mujer pasase al lado, estaba pegada a un reloj como si tratase de descubrir su avería por el olfato. Siempre hacía lo mismo. Frank regresó a su oficina.

La actitud de Frank hacia el más joven de sus hermanos había sido siempre de indignada incredulidad. Uno no podía saltarse a la torera los usos y costumbres como aquel joven creía que se podía hacer. No, si uno quería vivir con la gente. La indignación estaba amalgamada con un desprecio intenso hada la completa incapacidad del muchacho para hacer nada y una especie de aterrado orgullo porque Dave había resultado ser un artista, un escritor.

Frank no leía un libro al año y decía que era porque estaba demasiado ocupado ganándose la vida, pero la verdad estaba en que los libros le horripilaban. Nunca aprendería a leerlos con facilidad. No servía nada que su esposa Agnes, que tenía espíritu literario, fuese capaz de captar en los libros un sentido espiritual, religioso o intelectual que él mismo no lograba encontrar nunca, sintiéndose ignorante a causar de eso. Por aquella misma razón se sentía secretamente orgulloso de tener un artista, un escritor en la familia, porque a Francine no la tomaba en cuenta. Pero comprendía también que Dave debía haber juntado algún dinero con todo aquello. Había seguido la carrera de Dave muy de cerca, mucho más de cerca de lo que nadie pudiera sospechar, excepto posiblemente Francine, y había leído con gran cuidado todos los cuentos y las dos novelas cuando ella se los envió, y no podía ver que hubiese mucho sentido en nada de aquello, ni le extrañaba que la gente no quisiese comprarlos. Por ejemplo, ¿quién diablos había oído hablar nunca de un hombre enamorándose de una elefanta? Y, sin embargo, los editores de Nueva York habían aceptado el engendro, Lo único que le había conmovido de todo aquello fue el segundo libro acerca del jugador de rugby, y su principal efecto fue el de la sorpresa que le produjo comprobar que Dave sabía muchísimo de rugby. Frank nunca lo hubiera sospechado. Pero luego, poco antes de la guerra, Francine le había escrito para decirle que Dave estaba trabajando en algunos guiones de cine y como prueba le citaba los títulos. Frank, que nunca iba al cine y que sólo tenía ideas vagas acerca de Hollywood, empezó a ver todas aquellas películas. Una vez más se sintió decepcionado. Todas eran del oeste, menos dos comedietas ligeras, y todas eran películas malas, horriblemente malas, atroces, y además no encontró el nombre de Dave mencionado en ninguna de ellas. Afortunadamente no le había hablado a nadie de la lista, ni siquiera a Agnes. No le quedó más alternativa sino la de colegir que Francine le había mentido, y le escribió para decírselo. No obtuvo respuesta alguna. Pero más tarde se alegró cuando Francine, después de guardar un largo y dolido silencio, le escribió preocupada para decirle que Dave había sido movilizado y para pedirle que hiciera algo en su favor. Se alegró al tener noticias de Dave y al saber lo del Ejército. Opinaba que el Ejército podría hacerle muchísimo bien a Dave.

Ahora estaba claro que el motivo de no haberle llamado Dave era porque éste calculaba que la noticia del depósito llegaría a sus oídos de una manera o de otra, casi en el mismo momento en que lo hiciera. Eso sólo podía significar que venía dispuesto a formar jaleo.

Quedaban dos alternativas: o bien Dave le llamaría más tarde, o bien no le llamaría en absoluto. Con un certero instinto para el cambio, sentado ante la mesa de su oficina, se desdobló y reconstruyó el plan de Dave. Dave tenía la intención de llamarle más tarde. Él lo sabía. Probablemente la idea era hacerle sudar un poco por lo del depósito. Y si esto era verdad, y Frank sabía que era verdad, entonces su movimiento de réplica era llamar él a Dave primero, cogerle con la guardia abierta. Dave esperaría que él estuviese enfadado. Por tanto no estaría enfadado. Invitaría a Dave a cenar.

Luego ya veríamos lo que pasaba.

Sorprendiéndose con los ojos fijos en el cuello inclinado de Edith Barclay se echó hacia atrás y alargó la mano para coger el teléfono, cuando súbitamente le asaltó otro aspecto del asunto en el que él no había pensado.

Era un cuello delicioso, estaba pensando la mitad de su mente, especialmente, inclinado de aquella manera. Las dos hebras de tendones o como quiera que se llamase aquello, que subían hasta la base del cerebro, se destacaban en altorrelieve, pero suavemente, formando unos hoyuelos muy femeninos y muy frágiles.

Quedaba la cuestión del viejo. La vuelta al hogar de Dave reavivaría toda la vieja historia. ¡ Y él, Frank, que se había convertido en uno de los mejores amigos del doctor Cost! Todo aquel viejo fango y aquella sepultada porquería se agitaría ahora en el fondo del pantano.

Frank le había ofrecido cuatro veces el importe de su pensión si se marchaba del condado. Pero el viejo se negaba a salir de Parkman, por mala idea, como se había negado a modificar su apellido, como continuaba vagabundeando por un sitio y otro de la ciudad, luciéndose sin afeitar, sin lavar y sin ir nunca sereno; de taberna en taberna y escuchando a la gente decir: «Ahí va el viejo Herschmidt, padre de Frank Hirsh».

Por la media puerta de cristal de la oficina vio, al otro lado de la mesa, que Al Lowe se acercaba por el pasillo.

Al estaba en el marco con ojos relucientes

—Frank, la Señora Stevens y su hija Virginia acaban de llegar. Ya sabes, el matrimonio Stevens-Bookwright.

Frank habló con paciencia.

—¿Y por qué tiene que importarme que la Señora Stevens y su hija Virginia vengan?

—Por la cuestión del casamiento — le informó Al —. Están eligiendo la plata. Va a ser un casamiento por todo lo alto. Ya conoces la historia. Creí que te gustaría saber que han venido.

Era verdad que Frank sabía la historia. Más de lo que sabía Al. Frank era amigo del padre de Arthur Bookwright, Harold Bookwright, jefe de compras de la «Compañía Stemutol de Productos Químicos». Era uno de los mejores casamientos que iba a presenciar Parkman en muchos años, y un tributo triunfante a la tenacidad y al ingenio de la señora T. L. Stevens.

Durante la guerra, Virginia Stevens se había enamorado de un anodino soldado raso de aviación, de Arkansas, al cual había conocido en Bloomington cuando ella estaba terminando sus estudios en la Universidad de Indiana. Cuando volvió a casa con su diploma y los planes para casarse con el soldado, la señora Stevens, que no sabía que aquello pudiese ser una cosa seria, saltó a la arena armada con el argumento de que Virginia era demasiado joven para casarse. Había investigado la ascendencia del soldado de Arkansas y descubierto que no había otra cosa que diez o doce generaciones de destripaterrones. Hizo prometer a Virginia que aguardaría un año y me tratarte a otros muchachos, entre los que sugirió a Arthur Bookwright, que vivía unas cuantas casas más arriba. Arthur estaba entonces estudiando en West Point. De esa forma, para complacer a su madre y convencerla de su madurez, Virginia trató al cadete Bookwright en los períodos que éste pasaba en casa con permiso, y después de la guerra Virginia siguió tratando a Arthur, graduado ya de alférez. Aquello apartó un obstáculo. El otro obstáculo era la señora Bookwright. Mientras estaba en West Point, la señora Bookwright instaba a Arthur para que se reuniera con hijas de generales, y cuando estaba en casa con permiso trataba siempre de buscarle la amistad, por lo menos con alguna hija del gerente de la «Sternutol». Pero la hora de Arthur sonó en Texas, donde se enamoró de una camarera que prestaba servicio en la cantina. Cuando estas noticias llegaron a Parkman, la señora Stevens se apresuró a cruzar la calle para compadecer a su querida amiga, la señora Bookwright. La señora Bookwright no era tampoco tonta. Entre las dos maquinaron un plan cuyos detalles eran todavía desconocidos en Parkman, como lo era el método que habían empleado para reducir a Arthur. Pero una noche que Harold Bookwright estaba de copas en el casino, le había contado a Frank, en confianza, que estaba seguro de que Arthur había seducido a Virginia durante las vacaciones. Arthur sería inducido a creer, sin conocimiento de Virginia desde luego, que la joven iba a tener un hijo. Esto era lo que maquinaron las dos señoras.

Naturalmente, Arthur tenía que portarse como un caballero y casarse con Virginia. Harold iba a costearles los gastos mientras Arthur estudiase ingeniería naval después de graduarse en la Academia de Aviación y pedir el retiro.

Frank, que simpatizaba con Harold, y que al mismo tiempo apreciaba la amistad de éste por unos cuantos negocios que habían hecho juntos, no había divulgado ninguno de los detalles. Frank era un socio secreto en la agencia «Dodge» de Parkman, que gracias a Harold, por lo menos parcialmente, había sustituido con coches nuevos algunos viejos vehículos de la compañía «Sternutol». Frank no se lo dijo ni siquiera a su esposa, aunque Agnes trató de sonsacarle multitud de veces. Ahora le dijo a Al con la misma inagotable paciencia.

—Al, T. L. Stevens está encargado de los repuestos de automóviles en el Oeste. Su hija va a casarse, por decirlo así, con el Consejo de Administración de la «Sternutol». Su esposa no va a escoger la plata o la china aquí, en Parkman. Por la misma razón que va a celebrar un casamiento por todo lo alto, aunque ello le cueste a T. L. empeñarse por dos años.

—Bueno — replicó Al —, nos daría mucho prestigio que eligieran las cosas en nuestro almacén.

Con su paciencia germánica, que lentamente se iba diluyendo, Frank dijo:

—Desde luego que lo sería. Pero no nos comprarán nada, Al. Sólo están dándose una vuelta por las tiendas. Te digo que irán a «Terre Haute», a Danville, quizá incluso a San Luis y a Indianápolis, y probablemente llegarán hasta Chicago y hasta Marshall Field antes de decidirse.

Se levantó de la mesa y empujó al empleado hacia el almacén.

—Pero es posible que a Virginia le guste alguna de las cosas que tenemos — arguyó Al.

—Virginia no tiene por qué opinar en este asunto, Al.

Al asintió gravemente.

—Quiere usted decir que será su madre quien elija las cosas. Sospecho que tiene usted razón.

Su voz estaba ahora calmada. Mientras habían estado hablando, algo de la inagotable y obtusa paciencia de Frank había ido penetrando en su excitación, rebajándola y aquietándola por momentos, hasta llegar a un punto en que los dos hombres hablaban ya en tonos idénticos de indiferencia, alzando Frank la mano hasta el hombro del alto Al cómo un pequeño cochero que exhorta a un voluminoso substituto y lo envía a alguna misión delicada, En realidad todo aquello hacía que Frank se sintiese muy paternal.

En la oficina: sonó el teléfono.

—¡ Señor Hirsh! — llamó Edith Barclay desde la puerta de la oficina —. ¡ El teléfono ¡

El relojero, por primera vez desde el mediodía, levantó la cabeza de su pupitre de reparaciones. Miró a Edith, que estaba de pie en la puerta, y continuó mirándola.

—¿Quién es? —preguntó Frank.

—El señor Roberts, del «Second National Bank» — respondió Edith.

—Voy en seguida —dijo Frank.

Ella volvió a entrar.

El relojero agachó la cabeza.

—Ahora vuelvo — decía Frank con la mano en el hombro de Al —.Sé educado y agradable, y muéstrales todo lo que quieran ver. Pórtate como si realmente creyeras que van a comprar algo. Más tarde es posible que tengamos que mandar un buen reloj para T. L. con motivo de la Navidad.

Al asintió. Frank acudió al teléfono.

E1 relojero no alzó la cabeza cuando pasó.