CAPÍTULO VI
Frank no había reparado esta vez en el relojero, porque estaba pensando en la esposa de Al Lowe. No se permitía presar usualmente en Geneve. Pero estaba empezando a preguntarse por qué ella no lo habría llamado. A causa de Geneve había metido a Al en la tienda cuando éste, que había estado dos años en Illinois, trabajaba como obrero en la «Sternutol» después de haber regresado del Ejército. Ella se lo había sugerido. Fue en una ocasión en que él explicaba algunos de sus planes de ampliación. Y la idea le había parecido acertada. A él nunca se le habría ocurrido. Geneve tenía veintinueve años, tres años más joven que Al, se parecía muchísimo a una modelo de la revista «Vogue» y era muy elegante. Aquellos cuatro años en el Ejército habían pasado también por ella, a juicio de Frank, haciéndola más inteligente. Había trabajado en la tienda de modas que estaba al otro lado de la plaza, durante todo el período de la guerra, como una especie de dependiente principal y ayudante de compras de Dotty Callter, y luego había seguido trabajando porque era una buena muchacha, y ella y Al estaban ahorrando todo lo que podían. Tenía que llamarle dentro de pocos días, calculaba Frank, pues hacía ya más de un mes que no hablaban desde el último viaje que hizo a Chicago para comprar géneros.
Se detuvo en la puerta de la oficina y miró su reloj, pensando que debía llamar a Dave en seguida, antes de que se le escapara la oportunidad. Le llamaría tan pronto como terminase su conversación con Ned Roberts, pensó.
Cogió el teléfono con mucho cuidado de la mano de Edith.
—Diga.
—Hola, Frank — la voz de tenor de Ned Roberts sonó en sus oídos —. Nada más que dos palabras para darte la enhorabuena por el regreso de Dave sano y salvo de la guerra.
—Muchas gracias, Ned — contestó —. Estamos desde luego muy contentos por tenerle de vuelta.
—Yo ni siquiera sabía que estaba en la ciudad hasta hace una media hora, Frank.
—Sí, ha sido una cosa de pronto — explicó —. Ni siquiera estábamos seguros de que llegara a venir.
—Mandó al empleado del hotel a ingresar un cheque bastante substancioso. Por eso me enteré de que estaba aquí.
—Te refieres a los cinco mil quinientos — dijo torpemente —. Sí, ya me pidió su parecer.
Hubo una pausa diminuta, casi imperceptible, al otro extremo del hilo. Luego la voz dijo:
—Es de suponer que no esté aquí mucho tiempo.
—Pues mira, Ned, la verdad es que no lo sabemos. Esperamos que se decida a estar una larga temporada. Después de todo hace muchísimo tiempo que no le vemos. Pero ya sabes tú cómo es Dave.
—Sí, siempre ha sido un poquillo raro. Por cierto, me pareció entender que está alojado en el hotel.
—Sí, se lo recomendé yo mismo. Ya sabes que Agnes ha estado un poco malucha estos días. Me pareció que estaría incómodo en casa. Él lo comprendió así también.
Aquello era un flanco inatacable. Agnes había estado malucha. Siempre lo estaba.
—Tienes razón — dijo la voz —. Desde luego es lo mejor.
—Además, ha estado arreglando la casa últimamente, como sabes — añadió Frank —. Ya sabes cómo son las mujeres en estas cosas. Claro que Dave viene a cenar a casa esta noche, naturalmente.
—Sí, todo eso de la decoración es una lata — aprobó la voz de Ned Roberts con simpatía. Su esposa había estado arreglando el saloncito —. Bueno, no dejes que se fatigue demasiado. Sería una pena que volviese a caer enferma.
—Yo la contengo todo lo que puedo — aseguró —. Todo lo que puedo. Pero ya sabes tú cómo es Agnes.
—Sí, es verdad. Siempre moviéndose.
—Bueno, tengo que dejarte, Ned. Hay gente en la tienda.
—Sí — dijo la voz finamente —. La señora Stevens estuvo aquí hace poco y dijo que ella: y Virginia iban a pasarse por tu tienda para mirar la plata. Dicen que van a ir a Indianápolis a echar un vistazo.
—Sí, es lo que me imagino —replicó Frank —. Nunca hemos pensado que eligiera la: plata en Parkman. De todos modos, muchas gracias por la llamada, Ned.
—No vale la pena, Frank. Lo único que quería es que supieras lo contento que estoy al saber que Dave ha llegado sano y salvo.
—Sí, sí. Muchas gracias.
Colgó y se quedó mirando al teléfono, demasiado ultrajado y furioso para pensar racionalmente. ¿Es que el otro esperaba en realidad engañarle fácilmente? ¡Regresar sano y salvo! La guerra había terminado hacía más de dos años. Una cálida llama de rabia pura se alzó en su interior, consumiendo a Ned Roberts y a su condenado Banco, a las Stevens por su desfachatez de venir a la tienda sin intención de comprar nada, y a todo Parkman hasta los cimientos, alrededores incluidos.
Gradualmente fue dándose cuenta de la presencia de la muchacha, que no le estaba mirando con curiosidad desde su toes«, pero que podría haberlo estado. Resistiendo el impulso a girar sobre sus talones y marcharse al almacén, se sentó ante su mesa. Le alegraba que Edith no hubiese alzado todavía la vista. Era una buena muchacha. El era hermano de Dave Hirsh, veterano del Ejército, y decidió que con toda probabilidad iba a seguir siendo públicamente un motivo de risa hasta que algo nuevo cambiase el foco de la atención local.
Decidió también que aquello no tenía remedio y que por ahora no podía hacer nada. Todo estaba hecho. Aunque Dave no permaneciese en la ciudad ni una noche, su estancia momentánea habría servido ya para agitar todo el viejo fango y recordar a todo el mundo que Frank Hirsh era el hijo del viejo Herschmidt, de la casa de huéspedes de la señora Kruger. Se preguntó cómo el juez se habría enterado de lo del depósito, que seguramente le había sentado como una bomba. Pero sabía que no podría descubrir aquel misterio, ni el mismo juez podría decir tampoco de dónde procedía aquel dinero.
Se presentaba todo tan mal, realmente, que casi podía permitirse la esperanza de que posiblemente la cosa no se pondría peor. ¿Quién sabe? Cinco mil quinientos dólares era un montón de dinero para que un soldado licenciado estuviese manejándolo tan a t la ligera. Tendría que hablarle para que lo invirtiera, antes que lo derrochase. Si él, Frank hubiese dispuesto de tanto capital para poder invertir en su comienzo, sólo Dios sabe adónde habría llegado. Naturalmente en otros tiempos el dinero valía muchísimo más. Pero la inflación seguiría empeorando. Y cinco mil quinientos dólares invertidos ahora en 1947 valdrían diez mil en 1950. Si pudiera convencer a Dave para que le entregase aquel dinero y poniendo otro tanto del suyo, tendría una cantidad suficiente para fundar una empresa propia: «Hirsh & Hirsh S. R. C.». Eso haría que el juez se quedara patitieso. Si se fundaba una nueva fábrica y hubiese manera de descubrir dónde iban a ponerse los cimientos, habría infinidad de oportunidades para hacer buenas inversiones en la dudad y todo el capital sería poco. Quizá fuera mejor «Hirsh Hermanos, S. L.». No habría límites para los propósitos.
Luego el balón reventó, dejándole en la boca los pedazos de goma que habían hecho explosión ante sus narices, y se quedó mirando la pared de enfrente que un momento antes estaba tapada por una sólida burbuja opaca.
Su sentido de la realidad, violado por él mismo, le dijo que todo aquello era imposible. No porque él no pudiese hacer por Dave todo lo que cabía hacer, sino porque Dave no le dejaría que lo hiciera. Lo que sobresaltó a Frank fue que hubiese podido ocurrírsele algo.
Al Lowe estaba de pie, muy agitado, en la puerta de la oficina.
—Sí, Al —dijo pacientemente—. ¿Qué pasa ahora?
—La señora Stevens quiere verte — explicó Al recalcando la última palabra —. Le he enseñado todos los objetos de plata que tenemos en la tienda. Ahora quiere verte a ti.
Frank suspiró.
—Está bien. Ahora voy.
Se levantó y siguió a Al hasta el almacén. Al se volvió.
—He hecho todo lo que he podido, Frank — informó con voz agitada —. He corrido de arriba abajo y le he enseñado todo lo que ha pedido y muchísimo más que no ha pedido, y he sido todo lo agradable y correcto que se puede ser. Pero ha seguido mirando y mirando y de pie. Luego ha pedido verte.
—Se comprende — dijo Frank —. Hoy es su día grande y ella quiere aprovecharse.
Al dio unos cuantos pasos y luego se paró y se volvió de nuevo. Esta vez sus ojos estaban cargados de simpatía, y su voz tenía esa calidad lúgubre de un hombre que trata de consolar a un amigo por la muerte de una persona querida.
—Acabo de enterarme, Frank. Me lo ha dicho la señora Stevens.
—¿ La señora Stevens?
—Sí. Debe haberle visto en el Banco.
—¿Visto qué?
—Lo de Dave — puntualizó Al.
Parecía como si le hubiese gustado decir que lo sentía, pero no estaba seguro de que eso fuera lo correcto. Al revés que Edith Barclay, Al Lowe no era ten joven como para no acordarse de Dave Hirsh.
—Oh. — Frank se pasó la mano pensativamente por la cara. Luego dijo —: Tú estuviste con él en la escuela superior, ¿ verdad?
—No, él se graduó... — respondió Al—. Él salió... — Hizo otro intento, dando un rodeo—..Yo estaba en el octavo curso cuando él era de los mayores.
—Exacto — corroboró Frank —; tú eres más joven. — Estuvo pensando unos momentos y luego añadió —: Hace diecinueve años que no veo a Dave. Probablemente habrá cambiado algo. — Puso su mano en la espalda nuevamente. — Vayamos allá.
—Está bien — asintió Al —. Me pregunto por qué habrá depositado el dinero en el «Second National».
Frank se detuvo y le miró.
—¿También te ha dicho ella eso?
Al inclinó la cabeza afirmativamente.
—Porque querrá tener unos ahorros — dijo Frank poniendo la mano una vez más en la espalda de Al —. Mejor es que vayas tú. Adelántate. Yo.tengo que llamar por teléfono.
Volvió a la oficina, descolgó el teléfono y llamó al hotel, preguntando por Dave. Dos cosas: «no volverse loco e invitarle a cenar».
Edith escuchó esta conversación, inclinada la cabeza, sin interrumpir su trabajo ni alzar la mirada. Después que colgó, sintiéndose un poco mejor, Frank la miró pensativo y se marchó en silencio.
La sala de la tienda estaba separada del almacén por un antiguo armario que casi llegaba hasta el techo, con puertas de cristales arriba y un mostrador en la parte de abajo. Armarios similares estaban alineados a lo largo de las dos paredes y cajas de cristal estaban fijadas al suelo adosadas a los tres muros, con un pasadizo entre ellas. La cuarta pared, naturalmente, eran los dos escaparates con la puerta entre ambos y una amplia entrada. Había además una enorme caja de caudales, ficheros, la mesita atornillada como un banco de carpintero que Frank había usado en sus tiempos para hacer pequeñas reparaciones y limpiezas en los relojes, y que usaba ahora Al Lowe. El surtido de piezas de plata, huecas y macizas, la china, las figuritas, los relojes, las joyas; plumas estilográficas, encendedores, gemelos, artículos de tocador, caros y baratos; todo ello distribuido en cajas de cristal y en las acristaladas estanterías.
Este era el almacén de joyería tan familiar al corazón de Frank como la sala 4e operaciones al del cirujano. A menudo pensaba que era muy sentimental y apelaba a toda su sangre fría recordando el servicio social de todo aquello y el dinero que le daba a ganar.
Pues bien, en medio de aquella familiaridad estaban la señora Stevens y su hija Virginia, rodeadas de piezas de plata, dispersas sobre las cajas de cristal.
—Buenas tardes, señora Stevens — sonrió —. Buenas tardes, Virginia. ¿Cómo están ustedes?
Al se quitó de en medio.
—No es que vayamos realmente a elegir nada concreto hoy, Frank — dijo la señora Stevens con coquetería —. Sólo estamos mirando, ¿verdad, Virginia?
.-Sí — dijo la muchacha.
—Me parece muy bien — expuso Frank —. Miren todo lo que quieran. Considérense como en su casa.
—No queríamos verlo todo —explicó la señora Stevens—. Como le dije a Virginia, si hay algo en Parkman que valga la pena, Frank Hirsh es el único que lo tiene. Pero no queríamos molestarle, ¿verdad, Virginia?
—No queríamos — corroboró Virginia con calma.
—Ustedes no me molestan — protestó Frank —. Para eso estoy aquí.
—No ha traído usted nada de estilo Towle, ¿ verdad, Frank?-preguntó la señora Stevens.
—No, me temo que no.
Al había esperado un minuto, como le había dicho Frank, y luego se retiró para atender a otros clientes.
—Deseábamos ver algo de Towle —insistió la señora Stevens.
—Si son cosas Towle las que le interesan, el viejo. Clatfelter, al otro lado de la plaza, tiene bastantes existencias. Puedo llamarle por teléfono, si usted quiere.
—¡ Simón Clatfelter? — murmuró la señora Stevens —. ¿ Está usted seguro de que tiene Towle?
—Completamente seguro. Ésa es una de las razones por las que no las tengo yo. Towle opina que la ciudad es demasiado pequeña para dos vendedores.
—Yo creía que sólo las tiendas verdaderamente importantes eran las que podían tener Towle —dijo la señora Stevens.
—Pues sucede lo contrario, señora Stevens — explicó Frank con agrado —. Por lo general las tienen las tiendas pequeñas en ciudades pequeñas. Towle es muy especial, un poco anticuado, ya sabe usted. Y creo que el viejo abuelo Simón fue el que compró aquellas cosas, hace ya muchos años. Era entonces el mejor establecimiento de Parkman, como usted sabe. Tendré mucho gusto en llamar a Simón y avisarle, si quiere usted ver las cosas que él tiene.
—Oh, no — dijo la señora Stevens —. Hoy no. Me temo que ya es demasiado tarde.
—Creo que debo tener por alguna parte un folleto con modelos Towle. Podría enseñárselo, si quiere.
—Oh, no — repitió la señora Stevens y miró su reloj —. O sí, nada más que un minutito. ¿ No será causarle mucha molestia? — preguntó dulcemente.
—No es molestia, en absoluto — protestó Frank —. Lo cogí en la Exposición de Chicago el otoño pasado, cuando estaba pensando si traería algo de Towle. Se lo buscaré.
Empezó a buscar en un cajón.
—Bueno, está bien. Sí, eso resultará agradable — dijo ella—. Nada más que para echarle una miradita. ¿No crees que resultará agradable, Virginia?
Virginia parecía perdida en algún dulce sueño.
—Sí, sería muy agradable — dijo.
—Aquí lo tenemos —exclamó Frank desplegando el folleto sobre el mostrador.
Disimuladamente miró a Virginia. Era una muchacha atractiva, de amplias caderas. Delgada, pero redonda de caderas. No recordaba haberla visto desde mucho tiempo atrás. Era curioso; las niñas que se habían conocido sin prestarles la menor atención, se convertían de pronto en muchachas con amplias caderas, y entonces se daba uno cuenta de ellas. Virginia no parecía estar demasiado entusiasmada por su inminente matrimonio, pensó él.
—Oh, tienen algunos modelos deliciosos — exclamó la señora Stevens sin alzar la cabeza —. ¡ Cómo, pero si esto es colonial! ¡ Si una tía mía tenía lo mismo, lo mismo! — dijo alzando la mirada con alguna sorpresa, como si hasta entonces no se hubiese dado cuenta de la importancia de aquello.
—¿ Le gusta a usted lo clásico? — preguntó Frank, mirando el negro cabello de Virginia, que le caía peinado con raya en medio a ambos lados de la cara, y pensando en el joven Arthur Bookwright y en el soldado raso de Arkansas.
En la oficina, el teléfono sonó de nuevo. Y se acordó de Dave. Cuando sonó, todo el mundo en el almacén instintiva* mente cesó de moverse y de hablar, con ese ensimismamiento en que caen los americanos cuando suena un teléfono y esperan o temen que sea para ¡ellos«Al Lowe se volvió para preguntarte a la muchacha quién era.
—¡ Es para ti, Frank!
—¡ Voy en seguida!
Medio se inclinó ante ellas, caballerosamente, y se alejó esperando que la llamada no fuese sobre Dave, pero pensando todavía más en Virginia y en su soldado de Arkansas. Aquel muchacho de Arkansas debía de haber tenido algo especiad, pensó.
La llamada era amistosa, dándole la enhorabuena por el regreso de Dave sano y salvo.
Frank tuvo buen cuidado de no mirar a Edith Barclay cuando colgó. Algunas veces tenía la sensación de que ella podía adivinar lo que estaba pensando. Volvió a la parte delantera.
Las dos mujeres, madre e hija, estaban todavía en el mostrador, donde seguían sus abrigos, y charlaban entre sí animadamente.
La señora Stevens se volvió hacia él de una forma encantadora.
—Realmente tenemos que marcharnos — sonrió —. Muchísimas gracias por todo, Frank. Nos ha sido usted una ayuda grandísima y estoy segura de que le hemos robado un tiempo precioso.
—De ninguna manera — contestó Frank —. Encantado de haberles podido servir de algo.
Siguió de pie, tras el mostrador, cuando ellas se alejaron hacia la puerta, sonriendo a sus espaldas, no fuera a ser que volvieran la cabeza.
Cuando salieron, volvió a la oficina para llamar por teléfono al juez e informarle sobre la invitación que le había hecho a Dave.
Después de la llamada se embutió en su abrigo, le hizo un guiño de despedida a Edith Barclay, que seguía trabajando en su mesa, y le dijo que podía disponer del resto de la tarde como quisiese. Bajo, rechoncho, sin cuello y calvo como su hermano, salió del establecimiento para ir a casa y poner a su mujer al corriente de que Dave comería con ellos aquella noche.