CAPITULO LIII
Frank Hirsh no podía recordar una época en que Agnes se hubiese mostrado más maravillosa, más dulce y amable que durante los seis o siete meses últimos. Ni siquiera de recién casados habían estado tan unidos y tan enamorados. En octubre, después de llevar a Dawnie al Colegio, se habían tomado un mes de vacaciones que habían pasado en la playa de Miami. Habían asistido a todos los clubs nocturnos y a las carreras de galgos y de caballos, pasándolo maravillosamente en una verdadera luna de miel. Nunca se había sentido más feliz en toda su vida.
Antes de marcharse a Florida, Frank había encomendado oficialmente a Al Lowe el puesto de gerente de la tienda. Todavía continuaba viendo a Edith uñar vez o dos a la semana. Le habría gustado llevársela de vacaciones lo mismo que a Agnes, pero comprendía que aquello era imposible; ella tendría que pasar las vacaciones por su cuenta.
Era lógico que se sintiera más feliz que nunca en su vida: tanto la esposa como la amante le estaban totalmente rendidas, dos mujeres que le amaban profunda y abnegadamente, un negocio que marchaba viento en popa en la joyería y perspectiva» verdaderamente grandiosas en lo de la carretera. Podría hacerse millonario. ¿Qué más podía desear un hombre?
Desde que empezaron los trabajos para la desviación, Frank había seguido de cerca todo el proceso, formando sus planes para el bloque donde campearía su nombre.
Ya había estado dos veces en Springfield para hablar con los arquitectos. En un principio quiso recurrir a una firma de Indianápolis para que le hicieran los planos. Pero el viejo suegro de Clark le recomendó otra firma de Chicago, con la que Frank accedió a ponerse en relaciones inmediatamente. Ya estaban casi todos los planos listos y lo único que había que esperar era que terminasen con los trabajos de la carretera.
Feliz. ¡Demonio, desde luego que era feliz! Había veces en que, recordando los malos ratos que había pasado en otras ocasiones, tanto con sus mujeres como con sus negocios, Frank tenía que pellizcarse para estar seguro de que no era todo un sueño.
También lo relativo a la adopción del niño era un proyecto bastante avanzado. El niño se lo entregarían en febrero. Era un rubito de siete años de edad, de origen alemán. Desde luego, siempre podía ser devuelto a su familia si no cuajaba durante el período de prueba y también la familia tenía derecho a retirarlo antes de que la adopción definitiva se llevara a efecto.
Naturalmente, Frank tendría que comunicarle la noticia a Edith. No estaba muy preocupado por la reacción que ella pudiera mostrar, pero con todo se sentía un poco nervioso. Estaba seguro, por una especie de instinto, que ella se sentiría ofendida, pero también sabía que Edith era una muchacha bastante sólida para reprimirse y superar el mal trago.
Cuando la recogió en el coche en el pequeño bar de Terre Haute, donde siempre se encontraban, después de haber recibido la carta del hombre encargado de gestionar lo de la adopción, decidió comunicárselo todo. Tomaron un par de copas en el bar y después montaron en el coche para dirigirse a Clinton, un pequeño restaurante donde solían cenar. Y Frank, al ver un grupo de niños andando por la calle, tuvo una inspiración desesperada. ¡ Niños: ésa era la solución! Podría decir algo sobre los niños en general y de allí pasar a tratar de la cuestión en forma naturalísima. Pero apenas se le había ocurrido la idea, los niños desaparecieron. Bueno, lo haría con el próximo grupo de niños que vieran.
Durante todo el camino a Clinton y al ir por la ciudad, una vez salieron del restaurante, no vio ya a un solo niño. Únicamente cuando llegaron al hotelito donde iban a pasar sus dos o tres horas de compañía ilícita caramente comprada, vio por fin a unos niños: los dos hijos del gerente del hotel estaban sentados en el despacho de su padre leyendo embelesados unas revistas cómicas.
También era mala suerte la suya, pensó Frank desesperadamente; porque por aquel entonces ya se había resignado. ¡Diablos, no podía hacerlo ahora! Era literalmente imposible.
Pero afortunadamente, cuando estuvieron en el cuarto, Frank vio en una de las paredes un cuadro de un niño de unos nueve o diez años. Aquélla era su excusa. Se acercó a la mesa para servirse un trago y miró el cuadro y se puso a comentarlo, insistiendo con énfasis especial sobre cómo había sentido siempre la necesidad de un hijo que se encargase de sus negocios y de perpetuar su apellido.
Edith le miraba fijamente sin decir nada. No es que hubiera lágrimas en sus ojos, pero sí una profunda tristeza. Gradualmente él fue tartamudeando hasta quedarse sumido en el silencio.
—Supongo que para ti esto será una cosa rara — dijo él.
—No, ya estoy enterada de todo.
—¿ Que estás enterada? ¿ Quién te lo ha dicho?
—Jane. Me lo ha contado todo.
—¿Jane? Pero ¿cómo ha podido enterarse ella?
Edith sonrió débilmente.
—¿ Quién sabe? Como consigue enterarse de todas las cosas. Yo me preguntaba cuándo te decidirías a decírmelo.
—Que me aspen si lo entiendo — dijo Frank. Luego hizo una pausa —. Espero que eso no hará que te sientas disgustada.
Edith se limitó a sonreír con su misma apagada sonrisa y no dijo nada. El se preparó una nueva bebida y ella habló entonces.
—Tráeme a mí otra, ¿quieres?
Él se volvió y se quedó mirándola inquisitivamente, ella le volvió a sonreír.
—Un vaso grande, por favor — dijo ella alegremente.
Con la botella en la mano, Frank se la quedó mirando sin saber qué decir.
—Esa maldita Jane.— prorrumpió— no sé cómo consigue enterarse de todo.
Edith bajó el vaso del que había bebido ávidamente.
—Sí, siempre le pasa lo mismo.
Un pensamiento inquietante, que nunca se le había ocurrido, asaltó a Frank de pronto.
—¿Crees tú que ella puede estar enterada de lo nuestro? —Si lo está, no creo que se lo vaya a decir a nadie, ¿ verdad? —No, supongo que no — dijo él sin mucha convicción —. Después de todo, tú eres su nieta.
—Sí, creo que sabe todo lo nuestro, aunque a mí nunca me ha dicho nada, pero yo comprendo que lo sabe.
Frank movió la cabeza desconsoladamente, mirando fijamente el fondo de su vaso. No se podía hacer mucho en ningún aspecto, sino aguardar y confiar en que la vieja no dijera nada. Se tomó un trago de su bebida.
—Precisamente yo quería hablarte de tu abuela. Me parece que ahora no tiene muy buen aspecto. Se está quedando muy delgada.
—Sí, pero no quiere ir a ver a ningún médico. Ya no trabaja en más casas que en la tuya. ¿ No lo sabías?
—No; no sabía nada.
—Incluso ha dejado de trabajar para tu hermano Dave y para su amigo Bama. Y sin embargo, yo sé que le gustaba estar allí.
—Será quizá que bebe demasiado — sugirió Frank.
—No, no es eso. Ahora no bebe ni la mitad que antes.
Y empezó a hablar de su abuela, angustiada, arrepentida de haberse peleado algunas veces con ella. Después de todo era quien la había cuidado desde niña.
Él escuchaba pacientemente y aprovechó una pausa para intervenir.
—Mira, yo siempre he creído que te convenía establecerte fuera de aquí. ¿ Qué te parece si te comprara esa casa de la que ya hemos hablado otras veces?
—No, Frank — dijo ella —, eso no serviría de nada. Tú sabes que no serviría. Nadie va a creerse que yo tenga dinero bastante como para comprarme una casa. Además no puedo dejar ahora at Jane.
Frank se quedó mirándola sin saber qué decir. Era aquél un tema que ya habían tratado muchas veces. Él se sentiría mucho mejor si pudiera darle algo, comprarle algo, cualquier cosa. Pero ella nunca aceptaría nada.
—Bueno, creo que será mejor que volvamos a casa — dijo él cálidamente, pero con una angustia mal reprimida.
Nunca más en su vida, comprendió de pronto con una especie de pánico miserable y desesperado, volvería a entrar en la habitación de un hotel sin pensar en Edith Barclay. ¡ Qué cadenas se echa uno mismo al cuello! ¡ Qué miserias, qué culpas y qué terrores nos echamos encima!
Pero desde luego, en cuanto que la dejó en la esquina de su calle y siguió luego conduciendo para su propia casa, su felicidad, toda la felicidad suya, retornó; y pudo retreparse y pensar en todo aquello con complacencia y satisfacción. Nunca en su vida se había sentido tan auténticamente feliz.