CAPITULO XXXVIII

En Nashville, Bama se detuvo para poner gasolina e informarse sobre las carreteras. Por lo visto la carretera 41 no estaba en condiciones muy buenas más hacia el sur. Había otros dos caminos posibles: el de la carretera 31 o el de la 241 y la 19.

Eligieron la segunda solución. A Dave no le importaba. Pararon en Hunsville, Alabama, para tomar un bocadillo y una botella de cerveza, lo primero que comían después de las salchichas en el hotel, y Dave notó entonces por primera vez que estaban en El Sur, con letras mayúsculas.

Aquello le produjo un sentimiento de aprensión nerviosa. Ya en Nashville se había notado algo le peculiar cualidad sureña, pero de forma poco definida. Aquí resultaba mucho más claro. Ante todo estaba la apariencia física de los hombres: altos, de hombros cuadrados, de rostros huesudos y ojos suspicaces y fríos. Se tenía la impresión de que todos iban armados con navajas. Todo el mundo parecía estar aguardando el liarse en una pelea de una u otra clase, con el solo objetivo de aliviar la tensión, y el aura que emanaban parecía cernerse sobre toda la ciudad como una nube sombría.

Bama, por el contrario, parecía estar totalmente a sus anchas bromeando, riendo y charlando con todo el mundo. Dave sintió un intenso alivio cuando volvieron a tomar la carretera sin que hubiese habido ninguna pelea.

—Oye — le dijo a Bama.—, estaba esperando preguntarte algo. Cuando nos paramos en Hunsville me pareció que todos los hombres de allí eran asesinos. Como si estuvieran deseando sacarle a uno el corazón y ponérselo en lo alto del sombrero.

—Eso es un prejuicio que tenéis vosotros los del Norte.

—Parece como si todavía siguieran riñendo la Guerra Civil — dijo Dave.

—No, no están riñendo ninguna clase de guerra. No encontrarías a una sola persona en todo el Sur que no quisiese formar parte de los Estados Unidos. Por lo que están luchando es por la Reconstrucción. Son gente más sencilla, más primitiva. Sus emociones están más en Ja superficie y quizá es eso lo que te asusta. Yo he vivido con ellos mucho tiempo y sé que son buena gente.

—Pero, ¿qué me dices de los negros? — preguntó Dave.

—No creo que sea posible explicarte la forma que tienen de pensar sobre los negros la gente del sur. Creo que no llegarías a entenderlo. La verdad es que muchos sureños quieren a los negros bastante más que cualquier blanco del norte. Y la mayoría de los negros quiere también más a los blancos del sur. Es posible que no te lo creas, pero es así. Lo que pasa es que, si bien los quieren como individuos, están asustados de ellos como tal grupo. Es un miedo que ha ido transmitiéndose de generación en generación.

Llegaron a Columbus, Georgia, ya de anochecida y Dave se puso al volante par a que Bama durmiese un poco. Dave conducía lenta y cuidadosamente, imbuido de la responsabilidad de llevar el coche de su amigo. Cuando éste se despertó una hora más tarde, parecía hallarse completamente refrescado, como si se hubiese llevado durmiendo toda una noche.

Poco después de las ocho de la mañana, al día siguiente, se detuvieron para poner gasolina en la pequeña ciudad de Dering en la Florida central, en la región de los lagos, y Dave consiguió allí el resto de su visión del sur.

Todo empezó con el hombre del surtidor. Era un hombre alto, quizá de un metro ochenta y de unos noventa kilos, joven, de unos treinta y cinco años, con ojos y el cabello obscuros, de un irlandés sureño y unas gotas de sangre india. Se llamaba Jim Custis y enseñaba álgebra en el colegio de Dering. Le contó todo aquello a Bama en forma amistosa mientras llenaba el depósito, limpiaba el parabrisas y medía el aceite. No era él el que estaba a cargo del surtidor, sino que se había quedado substituyendo a un amigo suyo porque no había escuela debido a las vacaciones de Navidad. Se mostraba extrañamente amistoso con Bama, lo mismo que Bama con él y explicó que en el colegio estaban celebrando el centenario. Les explicó las fiestas que se celebraban con dicho motivo, y les preguntó si querían echar un trago. En el condado regía la Ley Seca, pero naturalmente él sabía dónde hallar bebidas.

De esa manera empezó todo. Antes de salir de Dering, donde sólo se habían parado para echar gasolina, se habían tomado ya seis botellas de whisky, pasando el resto del día y la noche completa, otra vez más sin dormir, y hecho cuatro comidas; y antes de separarse de Jim Custis, habían conocido a la familia de éste, incluyendo a su tío James Frye, aprendiendo más sobre Dering y sus alrededores que si llevasen un año viviendo allí.

Quizá no hubiese sucedido nada de aquello si no hubiese preguntado Bama si había tiendas de antigüedades en la ciudad, porque quería comprar algunas cosas de cocina para su mujer, que las coleccionaba. Jim Custis les llevó a su propia casa y les presentó a su mujer y a sus chiquillos. La mujer no pareció muy complacida por aquella visita, pero Bama, con su experiencia de las mujeres sureñas, la embelesó y Jim Custis les dijo que aguardasen mientras él se cambiaba de ropas. Luego dieron una vuelta por la ciudad y Jim Custis insistió en que se quedasen a ver la fiesta que se celebraría aquella noche, entre otras cosas una función de teatro en la que su tío James Frye desempeñaba el papel de sargento de la Confederación.

Frye no se mostró nada encantado al ver a su sobrino bebiendo, pero cuando éste le presentó a sus amigos, le preguntó a Dave:

—¿No será usted Dave Hirsh, el novelista?

Dave asintió embarazado, preguntándose cómo aquel extraño gigante barbudo de los bosques de Florida estaría enterado de la existencia de sus dos novelas. El otro, como si le leyese el pensamiento, continuó:

—Usted creerá que aquí en el sur somos todos unos ignorantes. Pues la verdad es que leemos un poco aunque no hayamos ido a la escuela. He leído sus dos novelas. La primera no me pareció muy extraordinaria, pero la segunda era bastante buena. ¿Por qué no ha escrito más?

—Ahora estoy trabajando en otra — dijo Dave.

Se pasaron el resto del día bebiendo y luego fueron a ver la función, que resultó ser bastante interesante y James Frye les presentó a los actores y a algunas muchachas.

Llegaron a Miami poco antes del mediodía y Dave se pasó allí todo el tiempo escribiendo un cuento que le había sugerido su contacto con aquellas gentes del sur.

Tardó cerca de siete semanas en escribir el cuento, que poco a poco fue convirtiéndose en toda una novela, demasiado larga para ser vendida a una revista. Por primera vez desde hacía muchos años escribía algo de lo que podía sentirse orgulloso. Después de acabar la obra la copió a máquina por duplicado y luego se dedicó a seguir trabajando en su proyecto de la novela de guerra.

Desde luego aquella vida resultaba bastante costosa, pero siempre había una partida de póker con la que nivelar el presupuesto. La extraña racha de suerte seguía estando con ellos.

Cuando salieron de Parkman fue con los primeros hielos de diciembre poco antes de Navidad y cuando regresaron era ya el mes de mayo todo verde y florido y les pareció como si volvieran a un nuevo país. Habían salido como dos desconocidos en relaciones más o menos amistosas, pero regresaban ahora como dos amigos íntimos, enlazados en una amistad con la que se iniciaba el período más productivo de la vida de Dave Hirsh. Éste sabía, cuando cruzaron el puente, que ya no le importaba lo más mínimo lo que pudieran pensar, decir o hacer Frank y Agnes y el resto de la ciudad fosilizada.

Y, más importante todavía, estaba convencido de que ya no le importaba en absoluto lo que hiciera o dejase de hacer Gwen French. Aquel sentimiento perduró unas dos semanas o, para ser exactos, hasta la primera vez que la vio.