CAPÍTULO II

Estuvo sentado allí unos veinte minutos. Se levantó una vez para prepararse otro trago. Luego volvió a su asiento y estuvo mirando el mojado escenario de la ciudad desde la ventana, balanceándose de vez en cuando sobre las patas de la butaca. Su plan era dar tiempo suficiente para que su hermano Frank llegara a enterarse de la noticia. Luego iría a verlo a su tienda.

Eso era lo que tenía proyectado. Pero cuando se levantó para cruzar la habitación y prepararse un tercer trago, el teléfono sonó estridentemente. Se sintió tan sorprendido, mientras el teléfono continuaba sonando, que apenas pudo decidirse a contestar.

—Hola, Dave — dijo la voz.

—¿ Quién habla?

El teléfono se echó a reír cordialmente en su mano.

—¿ Has estado fuera tanto tiempo que ni siquiera reconoces a tu propio hermano?

—¿Quién, Frank?

En realidad había otros tres hermanos, uno en Milwaulkee, otro en Nueva York y un tercero en San Luis. Al de Nueva York ni siquiera se había molestado en llamarlo cuando estuvo allí.

—¿ Es que tienes otros hermanos en Parkman? — preguntó la voz.

—No —contestó Dave—. Bueno, ¿qué quieres?

—Lo que quiero es saber por qué no me has llamado. Acabo de enterarme en este momento que estás en la ciudad.

—¿Ah, te has enterado?

—Ned Roberts acaba de decírmelo desde el «Second National».

—He llegado esta misma tarde — explicó Dave.

—Pero ¿por qué no nos has anunciado con anticipación que venías?

—Lo decidí en el último momento.

—Podrías haber telefoneado o puesto un telegrama — insistió la voz —. Es una bonita manera de comportarse, después de estar tres años en Europa.

Dave pudo darse cuenta de que su sonrisa no era cordial.

—Bueno, después de todo no estaba tan seguro de que quisieras verme, Frank.

—j Que no querría verte! — exclamó el teléfono —. Escucha. ¿ Qué vas a hacer esta noche? ¿ Por qué no vienes a cenar con nosotros a casa? No es que vayamos a tener nada especial, pero podrás tomar con nosotros lo que haya. Sé que Anne y el pequeño Dawn se alegrarán muchísimo de verte. — Hubo una pausa —. ¿ Qué me dices?

—Bueno, Frank, yo...

—Está bien — interrumpió el teléfono —. Pasaré a recogerte.

—i Maldito sea, no puedo! — estalló Dave.

—¡ Tonterías! Claro que puedes. Son poco más de las cuatro. Ahora no me es posible salir de la tienda, pero en el invierno cerramos a las cinco y media. Iré a recogerte después.

Dave sonrió furtivamente.

—También podría yo ir a pie.

—No, no; yo te recogeré. ¿Por qué no empaquetas tus cosas y te trasladas aquí con nosotros? Tenemos sitio de sobra.

—No — contestó Dave, tajante —. Te lo agradezco, Frank, pero estoy aquí perfectamente instalado. Me han dado una bonita suite. Además, sólo voy a estar una semana en la ciudad.

—¿ Nada más? — inquirió la voz —. Podrías necesitar más tiempo. De todos modos no te vendría mal una semana con nosotros.

—¡ No! — gritó Dave desesperadamente.

—Bueno, como quieras — tranquilizó el teléfono —. Pero ten la seguridad de que eres bien venido, Dave. Pasaré a recogerte a las cinco y media.

—De acuerdo — contestó, sintiendo vagamente que había ganado un tanto.

Tan pronto como colgó empezó a pensar en todas las cosas que podría haber dicho. Podría haber dicho fríamente que lo sentía mucho, pero que tenía otro compromiso para esta noche. O podría haber dicho que no era esa la manera con que Frank escribía a Francine diciéndole que no tenía el menor interés en verlo.

Lo que podría hacer era no estar en el hotel cuando él viniese. Pero esas cosas no se pueden hacer. Lo que debería haber hecho era no haber aceptado.

Encendió un cigarrillo. Sus manos estaban temblando perceptiblemente. Era increíble que aquello le hubiese afectado tanto. Fumó profundamente, hambrientamente. Poco a poco fue pasándosele la excitación.

En el primer round había sido vencido. Y todavía la cosa no había hecho más que empezar. Incluso en sus más locas esperanzas de éxito no había contado con un triunfo tato grande como el de conseguir que fuera Frank el que le llamase el primero. Aquello había sido el primer error, y el que Frank hubiese llamado en lugar de esperar a que fuese él quien lo hielera. Después de haber perdido el equilibrio le había derribado con aquella inesperada invitación para la cena. Le arrebataba así el privilegio de la ofensiva. Y Dave se veía no solamente desbordado, sino en completa derrota.

De pronto se echó a reír. ¡ Por Dios santo, que todo esperar de aquel canalla! No tenía nada de raro que hubiese eliminado a las demás joyerías de la ciudad, excepto a dos pequeñas a las que toleraba. El hombrecillo mezquino y mentiroso no alcanzaba la categoría de canalla completo. Podía pensar sobre él sin perder su tranquilidad, con uñar especie de pequeño rencor. Quizá se debiera todo a que Frank hubiese ejercido siempre el papel de padre de familia, desde el día en que el viejo había desaparecido cuando Da ve no era más que un chiquillo. Representaba la autoridad familiar. Quizá por serlo fuese el propio Frank quien sugirió — ¿ sugirió?, ¡ ordenó! — que él se escapase con aquel circo. I/e había dado cinco dólares. Cinco asquerosos dólares. A los otros hermanos no pareció importarles nada el asunto. Y aquel reproche incluía1 a Francine; aunque él no debería pensar aquello. Se sintió culpable de semejante pensamiento. Después de todo, ella se había sacrificado por él. Pero ninguno de los demás le importaba lo más mínimo. Ni en un sentido ni en otro. Excepto Frank, el muy canalla. Pensaba en él, entornando los ojos malignamente.

Miró su reloj. De pronto no pudo resistir el pensamiento de pasar hora y media más en las habitaciones de aquel hotel.

Tenía hambre. Hasta ahora no se había dado cuenta. Un hombre necesita comer, ¿ no?

Echó una mirada a su capote y decidió no ponérselo. Lo que necesitaba era tomar un poco el fresco. Hacía demasiado calor. Sintió de pronto el rostro sofocado. Una manzana más allá había un restaurante-taberna-cervecería, cerca de la plaza, lo recordaba perfectamente. Se miró en el espejo para ver si estaban derechas las cintas de las condecoraciones.

Y de pronto, sin razón alguna que lo justificara, se sorprendió pensando en Harriet Bowman. La señorita Harriet Bowman, de Los Ángeles. Ahora estaba casada. Se casó antes de que Dave hubiese sido movilizado. Ni siquiera sabía dónde vivía. Pero Francine le había escrito diciéndole que tenía otro niño. Cuatro años es mucho tiempo. Podría tener incluso un hijo más. Se había casado con un abogado. De todas las profesiones del mundo fue a elegir un maldito abogado. Un muchacho ambicioso, que prometía. Se miró en el espejo, ¡Oh, Harriet Bowman, si supieses lo que te has perdido, lo que rechazaste! «No es que me importe mucho. Pero me sentiría mucho mejor si estuviese seguro de que estabas enterada.» ¿Qué importa casarse o no? La cólera le ayudó a luchar contra el malestar que sentía en el estómago. ¿Por qué diablos había empezado a pensar en ella?

Se abotonó el cuello y se apretó la corbata. Luego salió y cerró la puerta tras él.

* * *

Fuera del hotel seguía cayendo llovizna de nieve, pero empezaba a clarear. Se detuvo unos momentos bajo la marquesina, respirando el aire frío y húmedo. Calle arriba, en la misma manzana que la estación de autobuses, estaba la taberna-cervecería. Se llamaba «Casa Ciro». La recordaba desde su juventud. Después de un momento de indecisión se encaminó hacia ella lentamente, pisando los diminutos copos de la nieve goteante.

Un hombre alto y narigudo, con la cabeza gris, estaba detrás del mostrador, limpiando los vasos en medio de una atmósfera de amoníaco cuando Da ve entró. En uno de los rincones había una parrilla bajo una campana de cristal, para preparar «perros calientes». De una de las paredes colgaba una litografía anunciando una feria. Un dibujo casero hecho a lápiz estaba clavado detrás del mostrador con la recomendación: «¡ Beban un schooner!» El hombre de la cabeza gris escuchó dolientemente su petición de dos «perros calientes» y un schooner y se alejó lentamente para prepararlos.

El sitio había sido amueblado de nuevo desde que estuvo allí por última vez, pero por lo demás no había cambiado en nada. Sintiéndose repentinamente excitado, Dave empinó el jarro de cerveza que le trajo el hombre y se tomó la mitad. Luego dio un gran bocado a uno de los «perros calientes». De pronto se sentía entusiasmado y hambriento.

Excepto tres jóvenes que estaban en una de las mesas tomando cerveza, no había nadie en el local. Dave observó cómo le miraban. Uno llevaba un bonito traje gris claro y un sombrero gris perla, un poco al estilo del oeste. Los otros dos seguían luciendo sus viejos uniformes del Ejército. La tranquilidad parecía desprenderse de las mismas paredes. Era como retroceder al año 1910. Se tenía la impresión de que había serrín en el suelo. Los tres jóvenes tenían el aspecto de quienes han pasado toda la noche fuera y están tranquilizándose con una cerveza, antes de volver a empezar cuando se haga de noche.

Dave observó cómo le miraban de nuevo, y cuando pidió su segundo schooner, el del temo gris y el sombrero les dijo algo a los otros dos, y se levantó y vino andando perezosamente hacia él, junto al mostrador, con un cigarrillo colgado de la boca. Alto, delgado, de hombros enjutos, con un vientre saliente, debido más a la curva anormal de su columna vertebral que a la panza, asentó los pies con el mismo balanceo lento con que un caballo se posa en sus patas traseras dejando caer todo su peso en las ancas. Se paró frente a él, lánguido, arrogante, insultante y por lo visto, congénitamente irrespetuoso. Dave se puso en tensión. Luego, cuidadosamente, con la punta del dedo índice, el hombre dio un papirotazo al ala de su sombrero, echándoselo hacia atrás lo suficiente para descubrir el movimiento del pelo. Sólo entonces comprendió Dave que el individuo se encontraba bastante mal.

—Hola, señor Hirsh — tartamudeó el otro — Bien venido al hogar. — Tras su nasalidad había huellas del acento sureño —. Yo soy Bama Dilliert — explicó sin intención de alargar la mano.

—Hola — contestó Dave inexpresivamente, echándole una ojeada.

Podía tener un metro ochenta o más, con ojos circundados de instadlas obscuras, piel muy reseca. Su edad, unos treinta y tres años. El temo, a pesar de parecer caro, por lo deficiente de su hechura daba a entender que había sido hecho en una ciudad provinciana. El individuo necesitaba un afeitado, tanto como su traje un planchado. El cuello y los puños mostraban una limpieza dudosa. El tipo parecía un verdadero golfo. Por encima del desastre, desdeñándolo todo, el sombrero gris perla se alzaba como una joya. No tenía ni una motita de polvo y en sus alas estrechas y recogidas, el planchado era liso e impecable, como si acabara de ser comprado o no se hubiera utilizado nunca.

—¿ Qué tal le sienta verse de nuevo en Parkman? — preguntó sardónicamente.

—¿ Cómo sabe usted quién soy? — preguntó Dave a su vez.

—Diablos, no hay más que mirarle para saber que es un Hirsh — sonrió el otro —. Además ya sabíamos que estaba usted en la ciudad.

—¿Ya?

—Las noticias circulan rápidamente en este poblacho.

—Ya lo sé. Pero no creía que lo fuera tanto.

—dio la casualidad de que estaba en el banco. ¿ Por qué no viene usted y se sienta con nosotros? — insistió el hombre alto de aire desdeñoso. Aparentemente aquella mueca de desdén era de nacimiento —. Se nota que no conoce usted a nadie. Claro, que si le parece bien acompañarnos...

—Desde luego que sí — contestó Dave —. ¿ Por qué no? Tráigame otros dos «perros calientes» — indicó al hombre de la cabeza gris.

—Dave Hirsh encuentra a Dewey Colé y a Hubie Murson ¿No te importará que te tutee? —preguntó Bama Dilliert.

—En lo más mínimo — contestó Da ve —. A vuestra salud.

—A la tuya — dijeron los otros dos al unísono.

Eran más jóvenes. Los tres estaban bebiendo cerveza en sendas botellas. Bama se echó hacia atrás, de forma que podía ver a Da ve de frente.

—¿No has visto todavía a Frank? — inquirió con tono amistoso, pero con su mismo aire de desdén.

—Todavía no — explicó Dave —. Le he hablado por teléfono.

—Debe de alegrarse mucho al verte — muequeó Bama con aire de experto —. ¿ Verdad que se parece muchísimo a Frank?— sugirió a los otros—, tiene exactamente el mismo aspecto.

—Sí — repuso Dewey Colé lúgubremente —, pero yo no consideraría eso como un cumplido.

—Dewey sirve de caddy a Frank en el club — sonrió Bama; —Nunca aprenderá a jugar al golf — sentenció Dewey sombríamente —. Todos los días se da una caminata de muerte y nunca aprende nada.

— Ni aprenderá nunca1 — intervino Hubie Murson como un eco —. Sin embargo, gana todos los días — añadió con una voz nasal, quejumbrosa de por si, de la cual estaban ausente en forma visible las ges y las eses.

Dewey le miró disgustado.

— Siempre gana sus apuestas — corroboró —! Obliga a los demás a que le den bastantes golpes como para poder ganar. Si no, no apuesta.

Bama se echó a reír blandamente.

—Juega al poker de la misma manera. Con lar diferencia de que en el poker es un buen jugador.

Al parecer Dewey no escuchó lo que el otro dijera. Estaba mirando a Dave.

—Yo solía derrotar a Frank cuando estaba sirviéndose de caddy — explicó como si Bama no hubiese hablado —. Volvería a hacerlo otra vez en menos de una semana. Pero naturalmente no soy miembro del club. Ya he crecido. No hago de caddy.

—No, ahora es revocador — explicó Bama —. Y otras muchas cosas. ¿Sabes que tu vieja amiguita sigue viviendo todavía en New Lebanon? —sonrió a Dave...

New Lebanon era una aldea, unos quince kilómetros al Sur.

—Nada de mi amiguita — protestó Dave —. Nunca lo fue.

—Si la vieses ahora, chico, dirías eso con doble motivo

—apuntó Dewey —. Está hecha una mole.

—La verdad es que ahora tiene siete críos — puntualizó Hubie Murson.

Bama se echó a reír encantado.

—Exacto. Ahora es una señora muy respetable. Un poco llenita, pero muy respetable. Se casó con uno de los otros dos tipos que estaban tonteando con ella al mismo tiempo que tú. ¿ Lo sabías?

—Sí, ya lo sé — contestó Dave —. Frank se lo escribió a mi hermana. Estoy enterado de todo.

Por lo visto los otros tampoco ignoraban nada.

—Yo una vez pasé también cuatro meses en un circo — explicó Bama con su eterna mueca risueña —. Por un motivo diferente. No me gustó mucho la cosa.

—Ni a mí tampoco — dijo Dave.

La sensación de cosa nueva se le había borrado tan pronto y tan irrazonablemente como le había venido. Mujeres. Cierto que estaba pensando en una mujer, pero no en la que creían. Ellos nunca habían oído hablar de Harriet Bowman. ¡ Con un abogado!, Con un maldito, espantoso abogado! Diablos, no había más que acordarse de aquella otra mujer alemana. O de la muchachita que estaba en... ¿Por qué figurarse que toda la ciudad había de estar enterada de aquellas historias?

—¿Por qué diablos se te ha ocurrido volver a este agujero? — preguntó Dewey Colé desdeñosamente.

—Me emborraché en Chicago — explicó.

—Desde luego no podía ser más que una ocurrencia de borracho — asintió Dewey con el mismo desprecio.

—¿ Por qué estás tú aquí? — preguntó Dave.

—Diablos, porque vivo aquí — respondió Dewey encogiéndose de hombros —. Yo y tu hermano Frank vivimos aquí.

—Bueno, yo también he vivido en mis tiempos — comentó Dave.

—Claro —rezongó Dewey.

Dave le miró pensando en los tres tipos aquellos al mismo tiempo, considerando que probablemente había dado en el clavo al sospechar que habían estado de jarana toda la noche y estaban desengrasando para meterse en otra juerga.

Era un muchacho guapo, de unos veinticuatro a veinticinco años, con ensortijados cabellos negros y hermosas pestañas larguísimas sobre ojos azules asombrosamente inocentes. Pertenecía a un tipo humano del Oeste que Dave conocía muy bien; esbelto y grácil, cráneo alargado y estrecho, huesos finos, venido desde Inglaterra a Virginia, Kentucky y por fin a Illinois, resultado étnico de muchas generaciones. Dewey llevaba su cabeza orgullosamente, como debieron de llevarla, pensó Dave, los Estuardos escoceses antes de perderla. Usaba camisa militar abierta y una vieja guerrera de cuello alto con divisas de sargento. Se estaba dando cuenta del escrutinio de que era objeto por parte de Dave y le miraba fijamente.

Hubie Murson era un joven rubio y rechoncho, con una gran nariz afilada como una cuchilla. Llevaba una guerrera a lo Eisenhower, pantalones caqui y botas de reglamento. Había en todos ellos la misma cualidad, algo que no era peligroso ni amenazador, pero daba impresión de peligro.

La única manera de explicarlo, pensó, era que llevaban una vida que seguía exigiéndoles una lucha continua. La mayoría de la gente nunca empieza a reñir hasta que ha cumplido los veinticinco años. Toda ciudad tiene un grupo como aquél, que vive en los linderos, pero siempre dentro de la ley, estrictamente dentro de la ley; sin cometer crímenes, pero sin poder ser considerados tampoco como personas respetables. Gente de mal vivir. A Dave le atraían de una manera especial. Probablemente porque los respetables eran generalmente una lata, con todas las mentiras que tenían que decir sobre sí mismos hasta que terminaban por creérselas. Y además, ¿cómo no iba a atraerle aquella gente de mal vivir siendo él mismo uno de ellos?, pensó lastimeramente. Harriet se lo decía así constantemente. Cada vez se arrepentía más de haber venido.

—Por lo que veo, el hermanito Frank no es santo de vuestra devoción — dijo con una leve sonrisa.

Por un momento el rostro de Dewey Colé tomó una expresión casi de sorpresa. Luego contestó:

—Creo que he hablado más de la cuenta.

—No más de lo que tienes por costumbre — señaló Hubie.

Dewey le dirigió una turbia mirada.

—Frank es una buena persona — dijo caritativamente —. Es un buen muchacho. Lo único que le pasa es que se las quiere dar de hombre notable. —Tomó un trago de cerveza, soltó la botella y luego esbozó una mueca—. Sí... Un tipo como el viejo Wernz.

Echó la cabeza hacia atrás, y Dave comprendió lo que quería decir. Miró por los cristales de la ventana al edificio de «Second National Bank», que estaba al otro lado de la calle, y que Antón Wernz III había reedificado en 1924. Había otros dos edificios que formaban parte de la misma manzana y toda ella ostentaba la inscripción en cemento de Bloque Wernz, 1925 fue la única puñalada que había conseguido asestar al padre de Dave, en su competencia con éste.

—Creo que todo el que no es — apuntó Dave jocosamente — aspira a convertirse en un hombre notable.

—Yo no — replicó Dewey despreciativamente.

—En cierto modo, tú lo eres ya — sonrió Hubie.

A Dewey le agradó la frase y sonrió, brillantes los claros ojos azules. Era imposible no sentir simpatía por él.

—Mira —le dijo a Dave —, tengo que pedirte que me disculpes. No quería criticar a tu hermano delante de ti.

—No tiene importancia — le tranquilizó Dave —. En realidad sospecho que en parte tenéis razón.

—Bueno, lo que yo dije sobre Frank no significa que tenga nada contra ti ni contra tu familia, ¿comprendes?

—Me lo figuro.

—Pues sí, no tengo nada — repitió Dewey, en una explosión súbita, mientras sus ojos tomaban un brillo belicoso, de orgullo —. Y si alguna vez tuviese algo, tú lo sabrías, porque te lo diría yo. Yo mismo.

—Me parece muy bien — aprobó Dave, levantando los ojos al ver que se acercaba el dependiente de la cabeza gris.

Hubo una pausa. Todo el mundo clavó la mirada en la mesa. El de la cabeza gris traía «perros calientes» y otra ronda de cerveza; pero no se trataba de los dos «perros calientes» que Da— ve había pedido; era una fuente con diez o doce. Por lo que Dave sabía, nadie había pedido aquello. Pero el hombre lo depositó allí y empezó a servir las cervezas y a recoger los cascos vacíos. Nadie dijo una sola palabra hasta que le vieron alejarse. Él, por su parte, tampoco habló lo más mínimo. Nadie hizo ademán de pagarle.

En medio de aquel silencio, Dave se dio cuenta de que desde el exterior entraba un aire frío y húmedo. Los demás parecían estar comprobándolo también, pero él se sintió de pronto más solo que nunca.

Dewey cogió un «perro caliente». Lo mismo hicieron los otros.

~ —Has de saber — dijo Dewey — que yo me acuerdo muy bien de cuando saliste de la ciudad. — Se movió un poco en la silla —. Tú no me conocías. No era más que un crío, pero me acuerdo de que formabas parte en el equipo de rugby de la escuela.

—Sí — recordó Dave —. Tuvimos el honor de ser el equipo más malo de toda la historia de Parktnan. A. mí me echaron en seguida.

—Sí, también me acuerdo de eso — añadió Dewey con un resplandor de satisfacción en sus ojos claros—. A ti y a otra partida de muchachos, porque estuvisteis bebiendo. También me acuerdo de todo lo que pasó cuando dejaste la ciudad.

—Pues yo no me acuerdo — sonrió Bama —. Claro que yo no estaba aquí entonces. Me lo han contado infinidad de veces.

—Pero no te lo habrán contado tantas veces como a mí

—dijo Da ve secamente.

Se alzó una gran risotada de todos ellos. Dave supuso que su obligación era disfrutar y enorgullecerse un poco de su fama, bañándose en los rayos de gloria que estaban derramando sobre él, pero en lo único que había estado pensando todo el tiempo era en la forma de marcharse sin herir sus sentimientos.

—También tu padre está por aquí, en la ciudad — dijo Dewey, como si aquel fuera un pensamiento que se le hubiese ocurrido de pronto.

Lo dijo con la sonrisa peculiar que tenían todos cuando hablaban del padre de Dave, que se había escapado y había vuelto luego. Era una cosa que Dave había olvidado por completo durante el tiempo que había estado fuera, pero ahora recordaba los tiempos de sus últimos cursos en la escuela, con la diferencia de que aquella sonrisa ya no tenía fuerza para turbarle.

—El viejo sinvergüenza — comentó sonriendo —. Tampoco a él le he visto.

—¿Y a tu madre? —preguntó Dewey.

—No, tampoco.

—Tu madre y él siguen sin hablarse — insistió Dewey.

A Dave le dieron ganas de echarse a reír, pero lo pensó mejor. De todos modos en aquel momento se abrió de golpe la puerta de la calle y un muchacho vestido de paisano, aunque con guerrera de aviación, entró en el bar y se encaró con el grupo.

Dave notó que Bama y los otros le sonreían amistosamente. «He aquí otro — pensó —. Me pregunto cuántos tipos así tendré que conocer todavía antes de largarme.»