CAPÍTULO LVII

Cuando Dawn volvió a casa procedente del Colegio el último fin de semana de marzo e informó a sus padres de que ella y Shoridge iban a casarse por la Pascua de Resurrección, sus padres se quedaron tan sorprendidos como los padres de Shoridge y todo el mundo en general. Al principio Agnes y Frank se mostraron completamente en contra del proyecto; Agnes porque pensaba que su hija era demasiado joven y Frank porque creía que cuando cuajara el asunto de la carretera ella podría aspirar a casarse con cualquier otro muchacho adinerado. Pero Dawn, después de haber triunfado en la campaña principal que acababa de realizar, no iba a dejarse desbordar en campañas secundarias. Una vez que la batalla estuvo acabada y decidida, Frank dijo que a fe suya aquel casamiento iba a ser la ceremonia más grande que Parkman hubiese visto nunca. Dawn cedió a su madre la palma de la victoria y se volvió al Colegio imponiendo una sola condición; la de que Wally Dennis y la madre del mismo no dejarían de ser invitados a la boda.

La historia de su conquista de Shoridge no había tenido grandes complicaciones, aunque Dawn hubo de darse cuenta de que, si bien el muchacho era bastante dulce, bajo su barniz de timidez había una personalidad realmente fuerte, que ella no sospechaba.

—Dawnie, ¿tú crees que tendremos hijos?

—Claro que sí; necesito niños, muchos niños.

—Pues tú verás como los tenemos. No puedes figurarte, Dawnie, lo mucho que significas para mí. No sabes lo muchísimo que te quiero. Toda mi vida te he querido.

Y fue después de aquella conversación definitiva cuando él se encargó de poner al corriente a sus padres que estaban en Champaign y ella por su parte se lo dijo a Agnes. Los padres de Shoridge se mostraron en un principio incrédulos, no porque no les gustase la noticia, según le explicaba Eleanor Shoridge a Agnes, sino porque les había cogido tan de sopetón.

—También a mí me sorprendió muchísimo, querida — decía Agnes junto al teléfono —. ¿Cómo? Sí, claro que lo es. Un plazo terriblemente corto. Pero los tiempos han cambiado desde que nosotras éramos muchachas, Eleanor. También a mí me habría gustado que esperasen hasta junio. Pero ya sabes que desde la guerra la gente ha evolucionado muy de prisa. El otro día leía yo en una revista que hay infinidad de estudiantes que ya están casados. Ah, ¿también la leiste tú? No, por ahora no hemos pensado en ninguna clase de fiesta. Si te parece podrías venir mañana, Eleanor, y pasaríamos el día juntas. Tenemos que hacer un montón de cosas y no nos quedan más que veinte días como tú sabes. Y Frank por su parte está empeñado en que éste sea el mejor casamiento que se haya visto nunca en Parkman; ya sabes tú como es Frank. Así es que, hasta mañana, Eleanor.

Después de aquella conversación telefónica Agnes y Dawn se fueron a la cocina, donde Frank y el joven Walter, recién adoptado, estaban jugando a las damas. El niño era un hombrecito tranquilo y pacífico. Agnes ya había informado a su hija en febrero de que apenas transcurrida una semana desde que consiguieron el niño, Frank había hecho cambiar los carteles de la tienda poniendo Frank Hirsh e Hijo, Joyería. Mientras miraba ahora aquel hermanito llovido del cielo, Dawn podía ya perdonarle a su padre el haber deseado un hijo tan frenéticamente.

Luego fueron todos a Indianápolis, acomodándose Dawn con el joven Walter en el asiento de atrás, tratando de entablar conocimiento con su nuevo hermano, lo que constituyó una tarea bastante difícil, porque el niño se limitaba a contestar cuidadosamente las preguntas que se le hacían, sin dejar de admirar el paisaje. No se permitía ningún capricho.

Ya Agnes le había contado lo maravilloso que era como hombrecito de su casa, y aquello se podía creer. Era él quien se hacía su cama todas las mañanas, quien colgaba su ropita y guardaba cuidadosamente todos los juguetes con que se había estado entreteniendo. Su habitación estaba siempre inmaculada.

—¿Qué tal te va en la escuela, Walter? — preguntó Dawn sonriendo.

Con una mano puesta en el filo de la ventanilla, él volvió la cabeza.

—Me gusta mucho — dijo —. Tenemos una maestra muy buena. Es una señora muy simpática.

—Supongo que no estarías acostumbrado a hacer viajes tan largos como éste.

—No, desde luego no lo estoy.

—Pues mira, resulta muy agradable vivir como nosotros vivimos — sonrió Dawn alentadoramente.

—Sí, desde luego que lo es — dijo Walter mirándola con gravedad.

—Mamá dice que eres un maravilloso hombrecito de tu casa-dijo Dawn.

—Sí, señora. En el orfanato nos enseñaban a hacer todas las cosas nosotros mismos, y siempre nos estaban aconsejando que diéramos las menores molestias posibles a nuestros padres.

—Tú provienes de Chicago, ¿ verdad? — preguntó Dawn cortésmente.

—Sí, señora — dijo Walter —. Cuando era pequeño vivía en Lake Forest, con mis antiguos padres.

—Oh — dijo Dawn —. Esa es una ciudad muy hermosa y muy rica.

—Sí, señora, pero mis padres no eran ricos. Mi antiguo padre trabajaba en un garaje. Él y mi madre se divorciaron y él se marchó. Luego cuando mi madre murió, a él no le pudieron encontrar y yo no tenía más parientes. Por eso me enviaron al orfanato.

—Ya veo —'dijo Dawn, algo cortada.

—¿Le gusta a usted ir al colegio? — le preguntó Walter de repente.

—Creo que sí —sonrió Dawn —. Pero cuando me case voy a ir a la Universidad de Illinois.

—A mí también me gustaría ir a la Universidad-dijo Walter gravemente —. Quiero ser ingeniero.

—¿Ingeniero de ferrocarriles? —sonrió Dawn.

—No, señora — repuso Walter —. Ingeniero eléctrico. Me gustaría construir grandes presas.

Luego los dos se quedaron mirando el paisaje.