CAPÍTULO XIV
Los cuatro estaban sentados en torno a la mesita bebiendo cervezas que de vez en cuando mezclaban liberalmente con el whisky recién comprado por Dave y discutían las vidas privadas e íntimas de varias personas a las que Dave no conocía, pero que evidentemente eran todas miembros de su pandilla, su camarilla, su grupo, tanto muchachos como muchachas. Hablaban sobre unos y otras. Todos parecían tener sus problemas, en su mayor parte amorosos. Dewey era por lo visto el líder no oficial ni reconocido del grupo. Bama disfrutaba la posición única de ser una especie de consejero mayor de todos ellos, aunque sin llegar a ser realmente uno de ellos. De vez en cuando volvían a tocar el tema candente de las muchachas que estaban sentadas en el palco de enfrente.
—¿ Por qué diablos creéis que están sentadas ahí? — rezongó Bama con disgusto —. Están sentadas ahí esperando que vosotros volváis.
—Déjalas que esperen —dijo Dewey serenamente—. Estoy contento.
—¿ Es que no le han pagado a Lois hoy en la fábrica? —preguntó Bama, astutamente.
—Sí, le han pagado — dijo Dewey —. Pero que se vaya al cuerno. No me hace falta su dinero. Por lo menos esta noche.
—Mira, Dewey — dijo Bama lenta y cuidadosamente, como si le estuviera explicando algo incomprensible a un niño — aquí está la cosa. Le prometí a Dave que le buscaría algo esta noche. Está recién llegado y no conoce a nadie aquí. Por eso le dije que le ayudaría. Pero nosotros no podemos levantarnos e ir allí si vosotros os quedáis aquí.
—A mí me tiene sin cuidado que vayáis adonde queráis
—protestó Dewey —. Allá vosotros. Yo no me voy a enfadar por eso.
Dave seguía mirando tranquilamente a la muchachita fea, pero muy agradable, que había vuelto la cabeza después que él la había sorprendido mirándola, y que ahora hablaba animada«mente con su amiguito. Cuanto más la miraba, tanto más agradable le parecía. A pesar del hecho de que no tenía nada de bonita. Su nariz era demasiado grande y demasiado afilada. Su cara demasiado chupada, su cuello era también muy delgado y muy largo. Y, sin embargo, había algo detrás de su cara y dentro de sus ojos. ¡ Había tantas mujeres en el mundo como aquella, tantas mujeres que tenían un amor que dar sin saber a quién, y que estaban deseando darlo! ¿ Por qué ninguna de ellas había de tropezar con él? Él podría muy bien amar a aquella muchacha.
—Y o podría colocar este asunto sobre la base de una amistad personal — dijo Bama solemnemente —, y pediros que volvierais allí. Como un favor que me haríais.
—Bueno, si pones la cosa en ese plan — repuso Dewey con repugnancia —, no tendría más remedio que ir. Pero te aseguro que no me haría ninguna gracia.
—Bueno, no haré nada de eso — dijo Bama —. Pero, ¿ qué os parece esto otro? ¿ Qué os parece si voy al palco y le hablo un rato a las muchachas y les digo que volveréis si Lois y Martha consienten en trasladarse a otro palco? ¿Y si consigo que se trasladen al primer palco que esté vacío, os levantaréis tú y Hubie y os sentaréis con ellas dos allí?
Dewey se encogió de hombros pacientemente y sonrió un poco,
—Bueno, creo que sí. Tendremos que hacerlo por ti. Pero, hablando francamente, estoy muy bien aquí sentado. Estoy pasándolo bien — insistió. Y era verdad que lo estaba —. Puedo pasarlo bien en cualquier parte.
—Pero ¿ lo harás? — insistió Bama.
—Si eres tú el que te mueves primero, claro que lo haré —: enmendó Hubie.
—Perfectamente — dijo Bama—. Ya voy.
Todos ellos, incluyendo a Dave, vieron cómo el larguirucho tahúr echaba atrás su silla, se levantaba y se dirigía lánguidamente hacia el palquito de las muchachas, con el sombrero un poco echado hacia atrás, lo justo para mostrar el nacimiento del pelo, moviéndose con aquel perezoso andar caballuno que le era característico. Se deslizó junto al espacio vacío que había al lado de dos de las muchachas, volviendo la espalda a su propia mesa y dándole la cara a Lois y a las otras dos, y empezó a hablar. Dave volvió la cabeza para mirar al otro lado a la jovencita fea, pero muy juvenil, que había alzado la vista al observar el nuevo movimiento en aquella mesa. Ella apartó la mirada rápidamente. Dave habría jurado que estaba mirándole principalmente a él.
—No sabía que estaba casado — dijo volviendo la cabeza en dirección a su mesa — hasta que me lo dijo hace un rato.
—No tiene aspecto de casado — concedió Hubie.
—Sí, está casado — sonrió Dewey mirando a Bama con afecto —. Se compró una finquita al Sur del condado con el primer dinero que ganó después de volver aquí, instaló allí a su mujer y sus dos crios y los dejó por las buenas. Suele visitarlos cada quincena poco más o menos. La mayor parte del tiempo se queda aquí en la ciudad. Tiene alquilada una habitación.
—Pero la utiliza muy poco — intervino Hubie.
—¿Quién te lo ha contado?
—Martha.
Dewey se echó a reír.
—Probablemente es verdad.
—¿ Queréis decir que ella está allí sola en la finca y es la que hace todos los trabajos? — preguntó Dave.
—No — repuso Dewey —. Él ha colocado allí a un matrimonio que vive en una casa cercana. El matrimonio es el que hace los trabajos. Ella se limita a estar allí y a vigilarlos. Una especie de encargada.
—Debe de ser una vida bastante aburrida para ella — indicó Dave.
—Parece que no le disgusta. Se limita a vivir allí. Los niños van a una escuela rural.
—Oye — dijo de pronto —, tú conociste a mi hermano Raymond en la Escuela Superior, ¿verdad?
No era tanto una pregunta como una afirmación.
—Sí. Esto es, yo sabía que existía. Iba tres años por detrás de mí. Le recuerdo como a un chiquillo muy bruto que estaba siempre peleándose, incluso ya en aquel tiempo. Oye, ¿ quién es aquella muchacha que está allí junto a la pared, frente a nosotros?
Dewey giró en su silla para mirar.
—Es la muchacha que trabaja en la oficina de tu hermano Frank — contestó Dewey —. Se llama Edith Barclay. Antes había sido telefonista.
—No será una broma — dijo Dave mirándola de nuevo —. ¿ Es verdad eso?
—Desde luego; yo creía que tú ya la conocías —dijo Dewey — por la manera que tenías de mirarla.
—No — contestó Dave sibilinamente —. No la conozco. Con que la chica de la oficina del hermanito Frank, ¿eh?
Entonces por eso era por lo que había estado mirándole.
—Una bonita muchacha, ¿verdad? —dijo Dewey decentemente, esto es, sin sugerir nada —. El tipo que está con ella es
Harold Alberson. Trabaja para la «Sternutol» en el departamento de ventas. Es de la gente de cuello duro.
—¿Están prometidos? —preguntó Dave.
—No — carraspeó Dewey —. Edith suele salir con muchachos, siempre diferentes. Por lo que sabemos, Harold está loco por ella y querría casarse, pero a ella no le importa un comino. Ni ése ni otros, según nuestras noticias. Claro que nosotros no nos movemos en el círculo de ella.
—¿ Qué círculo ni qué pamplina? — protestó Hubie —. Su viejo trabaja en la «Sternutol» lo mismo que el mío.
—Me pregunto si mi hermanito Frank no estará aprovechándose un poquito — sugirió Dave.
El pulso estaba empezando a corrérsele desde el pecho hasta las orejas, salvajemente. Se veía ya haciendo extravagancias.
—No lo sé — dijo Dewey, escrupulosamente honesto —. Aunque lo dudo. Nunca he oído hablar de eso. Y probablemente me habría enterado. Aunque, bien mirado — añadió, dándole suelta a su inclinación más natural —, no me sorprendería. ¿Te sorprendería a ti? Porque realmente es un cromo, ¿no? Bonita de verdad.
—Creo que voy a levantarme y saludarla — le espetó a Dewey —. Después de todo, es prácticamente de la familia.
—Adelante — sonrió Dewey.
Dave se tomó un último trago de cerveza y se levantó y anduvo por la sala en dirección al palco de la muchacha, la vieja y agria arrogancia nacida del licor, subiendo más y más y consumiendo su timidez completamente. Era aquella una de las pocas emociones dignas de confianza que hubiese tenido el placer de sentir alguna vez en su vida. Además, ahora ya estaba lanzado.
Ella le vio acercarse y sus ojos se dilataron ligeramente, y se volvió y se puso a hablarle a Harold muy aprisa. Aquello le agradó. Se sentía muy poderoso. Ella debía de tener usos veinticuatro o veinticinco años, pero representaba por lo menos veintisiete. Harold tenía veintitrés o veinticuatro y los representaba. Dave apoyó un brazo en el antepecho del palco y les sonrió arrogantemente.
—Hola — dijo en tono insultante —. Usted es Edith Barclay, ¿no es verdad? Trabaja para mi hermano Frank.
—Pues sí — dijo ella —, lo soy. ¿ Cómo está usted, señor Hirsh? — y se lo presentó a Harold Alberson.
Su voz era baja, núbil, tal como él se había imaginado, y ahora la tenía turbada y su rostro se mostraba violento.
Dave se sintió mucho mejor.
—Hola, muchacho —dijo magnánimamente a Harold, sonriendo todavía con aire insultante —. Pensé que era usted
—dijo a Edith, ignorando la mano de Harold—. Por eso, pensé que debía venir a saludarla.
Tras él, sobre el ruido de la conversación, de la música y de la bebida, podía sentir clavados los ojos de los otros palcos en su espalda, vigilando especulativa e intensamente. Sabían perfectamente quién era! él.
—¿Cómo supo usted quién era yo? —preguntó ella con su misma voz baja.
Dave sonrió tontamente y contestó lo primero que se le vino a la cabeza.
—Estuve en la tienda unos minutos esta tarde.
—Oh, no lo sabía — dijo ella. Luego añadió, más pensativamente —: Pero yo trabajo en la parte de atrás, en la oficina...
Dave cerró y abrió los ojos lentamente y con arrogancia.
—Ya lo sé. Pero dio la casualidad de que usted salió un momento con unos papeles y yo la vi. Usted no se fijó en mí.
Los ojos de ella, observándole con la hueca fortaleza de las personas profundamente desconcertadas, parpadearon un poco
Y revelaron que ya sabía que él estaba mintiendo.
—Es todavía la vieja tienda de siempre, ¿no? —preguntó él insolentemente.
Ella asintió.
—No sabía que usted la hubiera visto nunca.
—Nunca la he visto. Hasta hoy. Pero Frank nos mandó algunas fotos — sonrió Dave —. Bueno, tengo que volver con mis amigos. Conoce usted a mis amigos, ¿verdad? Pero me alegro de haber venido. La veré a usted mañana. Mañana tengo que ir a la tienda otra vez. A ver a Frank. Esta noche estuve en su casa, cenando.
—Me alegro de haberle conocido — dijo Edith con su misma voz baja, sus ojos no solamente turbados ahora, sino un poco vagamente culpables también, como si en cierto modo aquello fuera culpa suya.
No mencionó que ya ella sabía lo de la cena en casa de Frank.
—El gusto ha sido todo mío — sonrió Dave —, se lo aseguro. Todo el gusto ha sido mío. Pensé que debía acercarme cuando vi que usted me estaba mirando.
—¡ Yo no le estaba mirando!
Fue una exclamación instintiva, y una exclamación culpable, sacada de ella sin que hubiese podido evitarlo, como si la hubiesen pinchado con un alfiler y se le hubiera escapado un grito.
—¿ No? — sonrió Dave —. Bueno, no me gusta contradecir a una señorita. Pero cuando esté usted sentada y mire a alguien, no debe de hacerse la sorprendida cuando ese alguien se levanta y se acerca a hablarle. Adiós, Harold.
Hizo una pequeña inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y se alejó, pero no antes de haber visto la expresión ultrajada en el rostro de la muchacha y su mirada que era una mezcla de desconcierto, cólera y ofensa por el hecho de que a él se le hubiese antojado venir aquí y deliberadamente ponerla en un aprieto cuando ella no le había ofendido en lo mas mínimo ni hecho nada que justificase su acción.
La verdad era que ni él mismo sabía realmente por qué había hecho aquello. Excepto que ella se mostraba tan endiabladamente núbil, tan casadera, y porque él estaba empapado de aquella maldita e impulsiva energía que brota del sufrimiento y de la falta de amor y que de uno u otro modo había observado también en ella.
Se tomó su tiempo para volver a la mesa, aunque no necesitaba tanto, muy pendiente de todas las miradas de los palcos que estaban clavadas en él.
—¿ Qué te ha dicho? — le sonrió Dewey cuando le vio sentado.
Había pedido previsoramente otra cerveza para Dave.
—Me dijo que estaba encantada de conocerme — dijo Dave brevemente, y procedió a beberse la mayor parte de su cerveza fresca.
Hubie resopló.
—Sí, parecía que estuviera encantada de conocerte. Parecía que estaba a punto de asesinarte.
Dave sonrió, sintiendo en oleadas pegajosas el gusto ácido y punzante de la demasiada bebida, la demasiada vida, borrándosele toda su arrogancia para volverle de nuevo. Sabía que se había convertido en un imbécil colosal, un loco furioso, pero no se dolía mucho de haberlo hecho. Más bien se sentía alegre, muy alegre. Le gustaba haberlo hecho. Era asunto suyo si le gustaba convertirse en un loco, ¿no?
—Se siente muy a gusto — dijo, sonriendo con una mueca lúgubre.
—Y eso es todo lo que vas a sacar — rezongó Hubie.
Hubie se volvía más y más discutidor a medida que bebía más y más.
—No te enfades, Dave — sonrió Dewey comprensivamente —. No es ella tan mosquita muerta como parece. ¿Ves aquella señora anciana en el palco de la esquina haciéndole carantoñas a aquel viejo? Pues bien, esa es la abuela de Edith, Jane Staley. Jane es un tipo estupendo; es una de las mejores amigas que tengo en la ciudad; siempre está dispuesta a prestarle a uno un machacante para una cerveza. Pero nadie sabría lo que son capaces de hacer los viejales en esta ciudad en cuestiones amorosas si no fuese por Jane. Así es que no vayas a creerte que esa Edith es una virgencita inocente.
—Es raro que se hablen estando aquí o en cualquier otro sitio del pueblo — explicó Hubie con indiferencia.
Dave miró al palco del ángulo, aunque no tenía gana ninguna, no le importaba lo más mínimo si una vejancona de sesenta o más años encontraba alguna dificultad en pasar entre dos mesas. Pero entonces la recordó, sobresaltado. Era la misma vieja Jane que solía cuidarle cuando niño. Pero había engordado de una forma espantosa. Le entraron ganas de echarse a reír de pronto en una carcajada siniestra. Ninguno de ellos, en ningún sitio, en ningún momento, entendería lo más mínimo, ni la menor idea. ¡ Qué manera de presentarse a una mujer a la que uno quería enamorar! ¡Querer que se enamorara de uno! ¡ Seguramente hoy había cogido una borrachera gorda!
—La vieja Jane trabaja también para Frank — le informó Dewey mirándole con curiosidad—. O más bien para Agnes. Es la que le hace las faenas de la casa.
—Ya lo sé. Quizá tenga que levantarme y saludarla también a ella.
Se echó a reír estentóreamente. Mientras que seguía mirando a los ancianos, Bama se levantó del palco de las chicas y empezó a andar lánguidamente hacia ellos. En súbita y arrolladora exuberancia de Dave incluía a Bama también. ¡ Qué libro podría hacerse algún día con estos personajes! Una auténtica tarea para algún escritor. Para alguien. Alguien, como Wally Dennis, debía escribirlo.
—Oye Bama —gritó lleno de excitación.
Desde su palco, también Edith observaba cómo el alto Bama volvía a ocupar su sitio en la mesita. Evidentemente había logrado rellenar el bache entre Devvey Colé y su amiga Lois Ballut. Ahora todos volverían a sentarse juntos. Hasta que surgiera alguna otra dificultad.
Había sido una diversión interesante observar una escena divertida, y ella había gozado más o menos con aquello. Pero todavía se sentía turbada por la intrusión de Dave, y por eso estaba molesta, y de pronto le pareció que aquella había sido una manera inútil y poco recomendable de pasar una noche: el ir a «Smitty» después de la función y beber cerveza y presenciar una disputa entre Dewey Colé y su amiga.
¡ Y con Harold Alberson ¡
Miró a Harold un momento, y como éste la estaba observando con sus grandes ojos, sonrió, luego volvió la vista a su cerveza, de la que bebió sin darse cuenta, y después volvió a mirar a la mesa, poniendo una expresión de absorto interés en su rostro.
Pobre Harold. No habían hablado más que una vez desde que Dave Hirsh se había acercado al palco, y eso para preguntarle Harold si quería otra cerveza y decirle ella que no.
Se había sentido terriblemente violenta, y estaba ofendida. En su mayor parte porque la cosa había sido tan conspicua. En realidad no era nada que la afectara personalmente y él estaba bastante bebido y ella lo comprendía. Pero había sido todo tan escandaloso e inesperado. ¿Por qué diablos tenía que ocurrírsele a él hacerle una cosa semejante? Ella nunca le había tratado.
vio cómo el tahúr Bama se deslizaba en su silla. Ella nunca había sabido su apellido; siempre le había oído llamar Bama.
—escuchó fría y analíticamente la eufórica exclamación con que Dave saludaba la vuelta de su amigo. Era sorprendente lo mucho que en verdad se parecía al jefe. Era lo mismo que
Frank. Resultaba increíble que dos personas pudieran parecerse tanto y ser tan profunda y totalmente diferentes.
—¿ Cuál es el apellido de Bama? — preguntó a Harold en tono agradable.
—Creo que es Dillert — contestó Harold lúgubremente. Carraspeó —. Vino aquí desde Alabama. Por eso tiene ese apodo.
—Sí, ya he oído hablar de eso — sonrió Edith.
Se suponía que era un seductor de mujeres con mucho éxito. Ella podía comprender dónde residía su encanto para ciertos tipos: una determinada cualidad de cosa glacial que probablemente parecería peligrosa y atractiva, aunque de no mucha sensibilidad. Pero insultaba tan poco atractivo físicamente con aquel vientre colgante y aquella forma tan extraña de andar y aquella displicente jactancia, como si estuviese convencido de que toda mujer estaba dispuesta a enamorarse de él. ¿A quién le haría gracia ser otra joya más en la corona de algún hombre?
Frente a ella, Harold volvió a carraspear.
—Creo que lo mejor sería ir a decirle algo — dijo huecamente —. ¿ No crees que debería hacerlo?
—¿Decirle algo a quien? —preguntó Edith.
—A Dave Hirsh. Creo que lo mejor sería ir y hablarle — insistió Harold con tono lúgubre —. Pedirle que saliera conmigo a la calle o algo por el estilo. ¿No crees que debería hacerlo?
—¡ No harás ninguna idiotez por el estilo! — dijo Edith, tajante —. ¡ Te quedas sentado ahí y te bebes tu maldita cerveza!
—Bueno, no me gusta que él haya venido aquí para hablarte de esa forma — dijo Harold lastimeramente —. Creo que debería pedirle que se disculpara o que saliera a la calle conmigo.
—Da miró implorante —. Quizá tú me mirases con más simpatía si yo hiciera una cosa así.
—No te miraría con simpatía ninguna — repuso Edith enojada —. Y te guardarás muy bien de hacer semejante cosa. Lo que más me gusta en ti es precisamente que eres un caballero.
—Creo que debería hacer algo —insistió Harold.
—Harold, no tendrías la menor esperanza en una pelea con uno de esos tipos — dijo Edith crispadamente —. Sería una estupidez romántica y de mal gusto.
—No sé — arguyó Harold —. Yo boxeaba un poco.
—Esos tipos no son boxeadores. Pegan golpes como quieren. Y están locos. Así es que deja eso y cierra el pico — ordenó ella —. Me sobro para defender mi propia virtud. Cuando hace falta. Y ahora no hace falta.
Harold apartó la mirada, tal vez suavemente aliviado, pero sintiéndose profundamente infeliz. A Edith le dio pena. Quizá debiera permitirle que se levantase. Y que le dieran un buen porrazo. Pero todo aquello era estúpido. Estúpido y alocado, y ella no podía soportar la idea de ser la causa de una disputa. Había visto demasiadas peleas entre hombres y casi siempre empezaban a causa de uñar mujer. Alguna mujer que gritaba y ponía un aire asustado, y luego se sentaba y se hinchaba como un pez venenoso, llena de vanidad complacida, mientras los pobres idiotas de los hombres se zurraban estúpidamente. ¡ Mujeres! Cada día veía con más claridad la inutilidad de todas las mujeres.
Volvió a mirar la otra mesa, en la que Bama estaba hablando volublemente, y los otros escuchando. Excepto Dave, que estaba mirando fijamente cualquier punto del espacio sin que pareciera escuchar nada. Era sorprendente lo mucho que se parecía al jefe. Con un poco menos de pelo y un poquito más de barriga, podría ser él. Suponía que debía sentirse halagada. Pero no lo estaba.
Frente a ella, Harold volvió a carraspear.
—Algunas veces pienso que yo te gustaría mucho más si me pareciese un poco a tipos como esos — dijo lúgubremente.
—¡ Harold, por lo visto eres capaz de hacer las observaciones más estúpidas que yo hay a oído nunca a ningún ser humano! — prorrumpió Edith, iracunda —. Me gustas más que ninguno de ellos.
Desvió la cabeza, y volvió a mirar la mesita. ¡ Cielo santo!
—Dave Hirsh podía irse al cuerno, como sin duda habría dicho Jane, que probablemente habría visto toda la escena y que estaba sentada por allí cloqueando. Toda su vida le había oído contar a Jane historias terribles acerca de Dave Hirsh, dichas todas con mucha salsa, y llenas de veladas alusiones tanto de Frank como de Agnes. Desde luego, fueran ciertas o no, ella no había visto nunca un hombre que pudiera hacerse tan profunda y completamente antipático y que resultara tan intragable en tan poquísimo tiempo. Eso a! pesar de que, desde luego, se parecía de una manera tan terrible al jefe, pensó ella, y de una forma diferente tenía la misma aureola infantil que hacía que una se sintiera maternal con él. Pero el pobre Harold valía cinco veces más.
—¡ Pídenos otras cervezas! — ordenó tajante.
«¡ Qué infierno! — pensó —. ¡ Qué— maldito, condenado infierno!»