CAPITULO XLIV

Cuando Dave Hirsh se despertó a la mañana siguiente cerca del mediodía, tenía la cabeza como una calabaza. Durante un rato se quedó tendido boca arriba, mirando fijamente el techo.

Se sintió asaltado por una especie de lúgubre terror ante la convicción de que aquel día no podría trabajar lo más mínimo en vista del estado en que se habla. Cuando por fin consiguió levantar la cabeza congestionada de sangre y descendió a la planta baja, se encontró a Bama en ropas menores con zapatos, calcetines y sombrero, tratando de poner un poco de orden y de limpieza en el comedor.

—Tenemos que buscarnos una mujer que se encargue de las faenas de la casa — gruñó el sureño.

Dave se dejó caer en una butaca desmayadamente.

—¿ Qué te parece la madre de Dewey? — preguntó sin mucho entusiasmo.

—Lo malo es que es una vieja que charla por los codos.

—¡ Ya sé quién, entonces! — exclamó Dave de pronto —

—Jane! ¡ La vieja Jane Staley!

—Hombre, ¿cómo no se me ha ocurrido a mí eso? Jane dejaría a cualquiera por trabajar con nosotros ú no tuviese ningún día libre. Tenemos que ir a verla. Ahora échame usa mano y vamos a poner esto un poco en orden.

—No puedo — gruñó Dave descorazonadamente, metiéndose la cabeza entre las manos —. Te digo que no puedo.

Bama dejó de hacer lo que estaba haciendo y le miró escrutador amen te.

—¿ Qué pasa? — preguntó con cuidado —. ¿ Te duele la cabeza?

—Sí, me duele, pero no es todo. Bama, no he trabajado lo más mínimo en todo un mes y hoy tampoco puedo trabajar.

Bama soltó cuidadosamente los ceniceros que tenía en las manos y se sentó en el diván, en paños menores y con el sombrero puesto empuñando con cuidado un vaso de bebida. Todo so rostro estaba alerta y al acecho como si estuviera jugando una partida de póker.

—Ya me imaginaba que iba a pasar esto — dijo tomando un trago del vaso.

Dave no tenía la menor idea de cómo el otro podía resistir tanta bebida. Día tras día, semana tras semana, botella tras botella. Y nunca se le notaba en lo más mínimo. Nunca se mareaba, nunca perdía el conocimiento, nunca parecía sentirse afectado en forma alguna.

—¿ Qué voy a hacer? — se lamentó casi histéricamente—. Tengo que volver a trabajar. Y no puedo. Tengo la cabeza como un montón de barro.

—Bueno, no lo tomes así — dijo Bama prudentemente —. Lo que pasa es que tú eres una de esas personas de tipo temperamental, Dave.

—¿ Por eso me estoy poniendo tan gordo? — se lamentó Dave.

—Supongo sencillamente que es porque comes mucho, ¿no crees?

—Como mucho, bebo mucho, de todo hago mucho, incluso vivir — dijo Dave quejumbrosamente.— No me domino en lo más mínimo. ¿Me oyes? En lo más mínimo. Hago de todo, manos trabajar. Trabajar no lo hago nunca.

—Bueno, eso no es completamente cierto — dijo Bama prudentemente.

—Sí, lo es — estalló Dave desalentado —. ¿ Por qué he de ponerme gordo? ¿Por qué no te pones gordo tú?

—Supongo que eso es cosa de herencia. Además, creo que no como tanto como tú.

—Pero ¿por qué puedes beber tanto sin que te haga daño?

Bama inclinó la cabeza con aire de comprensión.

—No lo sé. Quizá es porque es una cosa que siempre la he estado haciendo. Demonios, si yo dejase de beber, probablemente me caería muerto, ya embalsamado en alcohol. No tendrían que hacer nada conmigo. Solamente meterme en la caja.

.-¡ Pero yo no puedo hacerlo! ¡ Yo me quedo hecho un trapo! — protestó Dave frenéticamente.

—Bueno, tú empleas tu cerebro mucho más que yo. No tienes más remedio. Pero yo no lo empleo casi nada, ya ves.

—¿ Qué diablos voy a hacer ahora? — exclamó Dave con tono angustioso, como si fuera a echarse a llorar —. ¿ Qué voy a hacer? — gimió.

—Lo mejor será que lo tomes todo con calma durante un día o dos. Luego empezaremos a racionarte la bebida y dentro de poco estarás magníficamente. Ahora debes volverte a la cama y tratar de dormir.

—No puedo dormir — se quejó Dave desesperadamente.

Sucedió tal como había dicho Bama. Al cabo de una semana todo se había ajustado a la antigua rutina y vivían exactamente lo mismo que en Miamí. Dave trabajaba con ahínco en la novela de guerra, bebiendo sin exageraciones y dedicando las noches al juego. Comían en distintos bares y como la comida era menos buena que en Miami, Dave empezó a comer menos.

Diez días después de la inauguración de la casa, Dave había recobrado ya tanta confianza en sí mismo como para dedicarse a realizar el viaje a Israel para ver a los French. Esta vez todo iba a soplar a su favor, se dijo cuando recogió su novela «El Confederado» y las doscientas páginas que ya tenía hechas de la otra. Tenía la convicción de que Gwen ya le amaba. Y cuando viese el trabajo que había hecho, le amaría más aún.

El libro, al acabar aquella primera semana en la casa, se hallaba de nuevo en el estado conseguido durante los dos últimos meses en Miami. Estaba vivo. La gente de la novela era gente verdadera para él, a la que conocía tan bien como conocía a Bama o a cualquiera de la pandilla.

Lo que había hecho era realmente una cosa muy sencilla. Había cogido una compañía típica de Infantería de típicos soldados bisoños bien instruidos, tan instruidos como pudieran estarlo soldados que no habían tomado parte en ningún combate. Y los puso en tierra el día D y los siguió por la campaña europea, habiéndolos en efecto llevado hasta ahora a los alrededores de Saint-Ló. Y seguiría con ellos. Era una estructura muy simple, poco más o menos como cualquier novela de esta guerra o de la anterior. Pero todas las analogías acababan allí. Porque esta iba a ser una novela de guerra como no se había intentado ninguna otra. En ella no habría héroes, sino únicamente una abigarrada colección de hombres, pero hombres tal como eran los seres humanos realmente y no como se les hace aparecer en literatura, siendo su vida en campaña ni más brava o más hermosa ni más dotada de otras virtudes humanas que las que hubieran podido desplegar en sus propios hogares. Lo que quería decir ninguna virtud en absoluto. Gente vana, alocada, pomposa, egoísta, voluble, estos iban a ser los bravos muchachos que reñían una guerra porque su Gobierno y otra gente del país les forzaba a ello, y tenían que hacerlo o bien perder todas sus posesiones materiales, que ellos querían conservar y, peor todavía, perder la respetabilidad a loa ojos de sus iguales, y que luego volverían a casa y se convertirían en «veteranos» e ingresarían en la Legión Americana y organizaciones similares y se cuidarían de unos cuantos huérfanos y les dirían a los jóvenes cómo reñir la próxima guerra, mientras que en lo profundo de sus corazones se sentirían secretamente alegres de que fueran los jóvenes quienes tuvieran que reñirla y no ellos, porque ellos eran ya demasiado viejos.

Una de las escenas de la que estaba más particularmente orgulloso era aquella en la que dos personajes están hablándole a otro soldado gravemente herido, tratando de convencerle delicadamente para que les deje a uno de ellos la navaja de monte que él tiene y que no va a necesitar más. El herido está ya asustado aunque no convencido de que vaya a morirse y se siente dolido porque piensa que los otros dos no se preocupan de él en absoluto, sino únicamente de su navaja. Lo cual era abrumadoramente cierto, a pesar de las caritativas observaciones de los otros. Lo gracioso era que luego terminaban por robarle la navaja en el hospital donde fue evacuado.

Después de haber escrito la escena recordó que un incidente similar ocurría en la «escena de las botas» en Sin Novedad en el Frente. De forma que fue a recoger un ejemplar en la Biblioteca Pública y releyó aquel pasaje. Pero después de hacerlo vio que no tenía por qué haberse preocupado; Remarque utilizaba la escena estrictamente con un propósito de pathos. Además la escena en Sin Novedad se desarrollaba en el hospital con los soldados lejos de un peligro inmediato, mientras que su propia escena tenía lugar en una trinchera bajo el fuego del enemigo y no había pathos ninguno.

Al releer la escena en Sin Novedad vio que no había más que sensiblería barata y entonces con excitación empezó a releer todo el resto del libro, empezando desde el principio mismo, y por todas partes observó los mismos trucos de un patetismo contorsionado. El autor estaba anticuadísimo. Lo que había escrito sonaba ahora a lugar común. ¿Para qué tanto llanto y crujir de dientes? Diablos, no era más que una guerra.

Entusiasmado, siguió «el curso de sus ideas y descubrió que todo el meollo estaba en el regreso del guerrero profesional, no el táctico de West Point, sino el auténtico guerrero combatiente parecido al legionario romano. Y estos serían los que sobrevivirían, porque la guerra se había convertido para ellos en algo natural: era su oficio, su arte y su profesión.

—la única tragedia en su libro sería; la de aquel sargento veterano que ya acabada la guerra se queda inválido y tiene que volver a la vida civil.

Galvanizado por su idea recogió la copiar de «El Confederado» y las doscientas páginas de la novela de guerra y le dejó a Bama una nota diciendo que se iba a Israel y no sabía cuata— do volvería.

Gwen le salió al encuentro en cuanto que él golpeó en la puerta de su casa. Su rostro, masculinamente femenino, era sorprendentemente el mismo de siempre, y ella parpadeó.

—Oh — dijo —, Dave. Entra — y le sonrió dejándole paso. —Hola Gwen. ¿ Cómo estás?

—Estoy muy bien ¿Y tú? ¿No quieres pasar y sentarte?

—¿ Qué demonios te pasa? Me estás tratando como a un desconocido.

Ella se sonrojó de pronto.

—Tú crees? No era ese mi propósito. Pasa y siéntate. — Luego se echó a reír casi embarazada —. ¿ Quieres un poco da café?

—¿Dónde está Bob?

—Fuera.

—Sí, me gustaría un poco de café — dijo él yendo a sentarse junto a la maciza mesa antigua, sobre la que colocó el paquete de sus manuscritos.

—Has engordado mucho — dijo Gwen desde el hornillo.

—Demonios, todo el mundo tiene que decirme lo mismo

—repuso Dave irritado.

—¿Has disfrutado mucho en tu viaje a Florida?

—¿Ya estás enterada de eso?

—Claro — sonrió Gwen —. Y también estoy enterada de lo de la casa que habéis arrendado tú y tu amigo el jugador. A propósito, supongo que ya lo sabrás: recogí tus ropas y todas las cosas que tenías en el hotel. Están guardadas entre bolas contra la polilla. Además — añadió con una sonrisa casi turbada, echándose el cabello hacia atrás—, hay unos cuantos pequeños regalos de Navidad que trajeron por aquí para las Navidades, con idea de dártelos, y que deben estar metidos en cualquier parte. No me acuerdo de dónde, pero creo que los llegaré a encontrar.

Dave sintió un retorcimiento de dolor en el estómago y no tuvo más remedio que gemir como un hombre al que le han golpeado en el plexo solar.

—¡ Ah, Gwen!

No tenía la más mínima idea de haberla podido ofender tan terriblemente. Si se hubiera imaginado algo como aquello no se habría ido nunca. Y al pensar así, toda su antigua fuerza y confianza volvieron a él en una oleada de entusiasmo y se sintió poderoso y protector. Porque si la había herido, era que ella le quería. Y ahora ya no volvería a ofenderla por nada del mundo.

Ella seguía mirándole de pie junto al hornillo, con aquella franca sonrisa, casi embarazada, que era como una risa, y él corrigió rápidamente su conmovida exclamación.

—Oye — dijo alegremente —, ¿ es que no me vas a preguntar qué demonios tengo aquí?

—Claro que sí — sonrió Gwen —, te lo iba a preguntar en este momento —. Y de nuevo se echó a reír y movió la cabeza hacia atrás, ondeando el cabello en aquel gesto tan suyo —. Ya me di cuenta cuando entraste. Pero me imaginaba que ibas a decírmelo. ¿De qué se trata? ¿Un manuscrito?

Todavía estaba un poco reservada con él, pero en sus ojos había aquel interés ansioso que era tan característico de ella como de Bob y que no tenía forma de disimular.

—¡ Manuscrito!— exclamó Dave triunfalmente —. Desdé luego es manuscrito. Pero ¿no quieres verlo?

Ella había acabado de preparar el café y estaba ahora ¿jugándose las manos.

—¿Es que quieres que lo lea?

—Demonios, para eso lo he traído. Mira — dijo, y blandió la copia encuadernada de «El Confederado»—,ven aquí.-y ella, sonriendo extrañamente y casi con timidez, se acercó a él y se puso a su lado en la mesa. — Esto es lo que quiero que veas primero — dijo Dave, señalando las páginas con el pulgar —. Y esto de aquí es de la novela. Es todo lo que he hecho desde que te vi por última vez. Y en estos papeles tengo las notas de cómo continuar con la novela.

—Has trabajado muchísimo— sonrió ella —. «El Confederado», ¿ qué es esto?

—Un cuento.

—¿ Pero no será un cuento de la Guerra Civil?

—No, no. Nada más que un cuento.

—Muy bien, descuida que lo leeré, Dave — sonrió ella. Volvió la cubierta y examinó la primera página —. Veo que has cambiado tu nombre.

—Sí, me lo he cambiado. Ya sé que es una tontería. Pero quería usar otro nombre. Quería alejarme de todo lo anterior. Es para mí como una especie de símbolo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¿Te refieres a que querías alejarte de todos los recuerdos asociados al viejo nombre de D. Hirsh? — insinuó Gwen amablemente—. Los recuerdos de Hollywood y de los dos primeros libros y todo lo demás.

—Exactamente. Y además pensé, ¿qué diablos? Después de todo mi nombre verdadero es el de David Herschmidt. Aunque ya sé que eso no es más que una tontería.

—De ninguna manera — sonrió Gwen cálidamente —. Creo que es una idea hermosa.

—Bueno, pues por eso lo hice — replicó él, tratando de recobrar la calma.—. Pero maldito sea, quiero que lo leas.

—Lo leeré, Dave. Pero no puedo leerlo mientras estés mirando por encima de mi hombro. Te voy a decir lo que haremos. Yo — hizo una pausa y volvió a dirigirle su sonrisa casi turbada sacudiendo su cabello hada atrás —, yo buscaré esos regalos tuyos de Navidad, si es que puedo encontrarlos en cualquier parte, y tú te entretendrás abriéndolos mientras yo leo el cuento. De lo contrario me olvidaría de dártelos.

—Me parece muy bien — dijo Dave torpemente.

vio cómo ella colocaba el manuscrito cuidadosamente sobre la mesa y atravesaba la larga cocina para salir por la puerta que daba al interior de la casa. Volvió inmediatamente con un gran envoltorio de papel.

—Ahora tú dedícate a abrir todo eso — dijo ella con una sonrisa tímida, poniendo el paquete sobre la mesa —. O bien puedes coger un libro. — Ella levantó «El Confederado»—. Pero tienes que dejarme sola mientras leo esto. Me pondré ahí, en el rincón, porque necesito concentrarme. Y si quieres café, sírvete tú mismo. Yo no quiero.

El podía notar claramente que aquella iba a ser una lectura imparcial. Y aquello le gustaba. Ella se sentó en la gran butaca colocada junto a la chimenea, en la que ardía un fuego pequeño, en lugar del gran fuego del invierno, y desde aquel momento ni la más mínima expresión cruzó por su rostro ni el menor movimiento agitó su cuerpo. Sus ojos se adhirieron con fijeza a las páginas, leyéndolas una a una con avidez, volviéndolas rápida, pero cuidadosamente, con una reserva a la vez extraña y cortés; pero no tan extraña, después de todo, pensó él considerando las circunstancias. En realidad, estaba portándose con él mucho mejor de lo que merecía, siguió pensando, conteniendo sus deseos de hablarle y darle las gracias por los regalos que había en el envoltorio, regalos que volvieron a causarle la punzada de dolor que resultaba cas? intolerable y que al mismo tiempo le inflamaba su ego. Solamente que esta vez era un dolor mucho más fuerte, y no se le iba tan rápidamente y los nervio» de su espalda y de sus hombros parecían burbujear como antes de un ataque de vómito, y comprendió que no tenía más remedio que hablar aunque sólo fuera para protegerse a sí mismo.

—Gwen, Gwen, escúchame, quiero darte las gradas por...

Eso fue todo lo que pudo decir y podría dudarse de que ella— hubiese oído las palabras y si acaso sólo el sonido.

—Dave, por favor, no me hables ahora — dijo ella alzando la mirada y con ojos centelleantes —. ¿ Cómo quieres que me concentre así? Cállate y estate quieto o vete a otra habitación, pero no me distraiga^.

—él siguió abriendo el envoltorio de los regalos, cada vez más conmovido y preguntándose por qué diablos se le habría ocurrido irse a Florida.

Cuando Gwen acabó por fin y abatió la pesada tapa de cartón, se quedó quieta un largo rato con el rostro totalmente sin expresión. La verdad era que él siempre había sabido que se trataba de una obra sin importancia, pensó amargamente mientras veía cómo Gwen se levantaba de la silla y se le acercaba para depositar el manuscrito suavemente sobre la mesa. Pensó que ahora llegaba el momento de la triste verdad.

—Dave — dijo ella —, es magnífico.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí. Completamente de verdad.

.—.Me alegro. Te advierto que no sé cómo lo escribí. Tardé más de seis semanas. Nadie lo comprará nunca.

—No te preocupes por eso — dijo Gwen brevemente —. Esto es lo mejor que has escrito nunca. Es una de las cosas mejores escritas por alguien de tu generación. Es vida, Dave, verdadera vida.

Dave sintió por unos momentos como si se fuera a echar a llorar, y tragó saliva. Ella pasó las manos sobre el manuscrito amorosamente, como si no creyera en tanta belleza.

—Creo que puedo conseguir que te lo publiquen.

—No puedes. Fíjate que es demasiado largo para un cuento.

—No te preocupes. Hay una revista que cada semestre publica obras nuevas de una extensión parecida a esta. Yo soy una amiga del editor. Pero, dime, de los dos personajes principales del cuento es uno de ellos tu amigo el jugador?

—No. Son dos tipos que conocimos en nuestro camino hacia Miami.

Ella volvió a coger el manuscrito y lo apretó contra el pecho cariñosamente.

—Esto es maravilloso. Es lo que debías haber escrito hace mucho tiempo — dijo ella excitada, inclinándose para besarle en la mejilla.

Dave, medio instintiva, medio deliberadamente, volvió la cabeza, y los labios de Gwen, en lugar de rozar su mejilla, tropezaron con su boca.

—Por Dios, Dave.

—Gwen, tú sabes que te quiero, ¿ Por qué crees si no que me he quedado en esta ciudad? ¿Por qué he vuelto a escritor? ¿Por qué me fui a Florida?

—¿ Has hecho todo eso por mí? — preguntó ella asombrada —. Tienes que darte cuenta de que no es que me quieras, Dave. Lo único que tú necesitas es escribir, no me necesitas a mí. Yo no puedo ser para ti más que un personaje de un libro. En realidad, tú no me ves. No me has visto nunca.

—Eso no es verdad; yo te quiero y te necesito.

Ella se echó a llorar.

—Dave, tengo que decirte algo. Yo siempre he estado enamorada del mismo hombre. Quizá tú lo conocieras. Se llamaba Milton Evans. Estaba en mi misma clase. Luego se fue y se casó.

El se preparó una bebida con mano temblorosa.

—¿Qué hay entonces de los demás hombres?

—¿ Los demás hombres? — repitió Gwen —. En realidad no quise a ninguno. Los herí a todos. Pero yo no quería herirlos deliberadamente. Y tampoco quiero herirte a ti.

—Déjame que te pregunte algo — pidió él crispadamente —.prométeme que me vas a decir la verdad. Nada más que es esto. ¿ No es verdad que por lo que no puedes quererme es porque estoy tan gordo?

—¡ Oh, Dave! Una mujer no quiere a un hombre porque sea gordo o delgado o porque sea calvo o no lo sea o porque sea alto o bajo. La mujer quiere al hombre por lo que el hombre es.

—Pero no puedo creer que sigas enamorada de Milton Evans.

—¿No sigues tú enamorado de la muchacha de Hollywood, Dave?

—Eso no es verdad. Yo ya no la quiero.

—Tal vez no te das cuenta tú mismo — dijo Gwen gentilmente.

En aquellos momentos se abrió la puerta y entró Bob. Venía sonriendo cordialmente bajo su pesado y espeso bigote.

—Hola, Dave, muchacho. ¿Cómo te ha ido? — preguntó amablemente, completamente sobrio.

—Muy bien, Bob.

—Papá — dijo Gwen —, Dave ha traído un cuento largo que acaba de escribir. Quiero que lo leas. Es algo sencillamente magnífico.

—Estupendo — exclamó Bob entusiasmado —. Lo que lamento es no poderlo leer ahora mismo. Pero ya es muy tarde para mí y mañana tengo que levantarme temprano.

Les dio la buenas noches alegremente, antes de que ellos pudieran decir nada.

—También yo tengo que irme — dijo Dave sombrío, después de tomarse otro trago de whisky.

—¿No será mejor que te quedes? — preguntó Gwen ansiosamente—. ¿No habrás bebido demasiado?

—Estoy completamente bien — respondió Dave con tristeza.

Se despidieron melancólicamente y Dave hizo un regreso furioso a Parkman, quedándose atónito al descubrir que todavía habían luces en los billares y en los restaurantes. No eran más que las nueve y media, y después de pasearse por la casa fue al bar de Smitty.