CAPITULO XVII
Frank se había enterado ya de que Dave estaba fuera de la ciudad cuando Geneve Lowe le llamó a la tienda para decirle que iba a ir a Chicago. Así es que no tuvo que preocuparse por aquel asunto.
Pero sí había un par de cosas que le tenían preocupado. Una era la de cómo iba a redactar el contrato para el servicio de taxis, lo que amenazaba ser un problema considerable en sí mismo a causa del juez Deacon; y debía estar listo para que Dave lo firmara cuando volviese. La otra preocupación consistía en que Geneve no le había avisado con anticipación esta vez.
Geneve, como de costumbre, iba a salir antes del almuerzo, y Dotty Callter iba a llevarla en coche at Terre Haute para que cogiese el tren. Ellas almorzaban siempre en el parador de Terre Haute y charlaban allí de lo lindo, tomando algunas bebidas para poder resistir el viaje en tren, y luego Dotty la instalaba en el rápido de las tres en punto. Como había una distancia de casi trescientos kilómetros hasta Chicago no llegaba allí hasta cerca de las siete. El procedimiento usual de la pareja era el que él fuese en coche durante el día y le saliese al encuentro n ella, bien en la estación o, si se retrasaba, en el bar del hotel. Él y Geneve siempre se alojaban en el mismo hotel dél boulevard Michigan, porque al parecer no iba allí nadie de Parkman; residían siempre en «Palmer House» o en el «Drake». Pero sutilmente ella se lo advertía con dos día» de anticipación.
—Es una noticia muy de sopetón —dijo él mirando por encima del teléfono a la puerta de la oficina.
Edith Barclay había descubierto algo que hacer afuera; siempre le pasaba lo mismo cuando una llamada sin nombre reclamaba a su jefe; él estaba seguro de que ella conocía la voz de Gene ve porque ésta llamaba a Al un montón de veces.
—Ya lo sé, querido — dijo la voz fría simpáticamente —. Pero no me enteré hasta anoche. Y no quería llamarte a tu casa— añadió significativamente —. Dotty me lo espetó ayer tarde después del cierre.
—Bueno, pues la verdad es que no sé si podré salir hoy o no
—dijo Frank, un poco testarudamente.
—Oh, pobrecito mío — dijo la voz fría mimosamente —, ya me lo imagino. Pero si no puedes ir hoy, podrás ir mañana, ¿verdad?
—Podré ir hoy — repuso él, dulcificado —. De una manera o de otra. Tú adelántate y toma la habitación. Porque yo puedo llegar algo más tarde. Pero no te preocupes; iré.
—Ya sé que irás —dijo ella jovialmente—. Te veré a la noche.
Colgó. Frank colgó también, enfurruñado. Ella sabía muy bien cómo tratarle. Algunas veces él casi llegaba a pensar que Geneve hacía estas cosas a propósito, nada más que para ver hasta qué punto podía empujarle y hacerle ceder. Pero a él también le gustaba que ella le hiciera ceder ¡de esta forma. En realidad ella no podía lograrlo en nada importante cuando él se empeñaba en que no.
Apartó el sillón basculante del teléfono y en aquel mismo momento volvió a entrar Edith Barclay. El no la estaba mirando y por eso la muchacha no pudo observar lo colorados que tenía los ojos, inyectados en sangre.
La primera cosa que él quería hacer era preparar aquel contrato para que Dave lo firmara, pero todavía no sabía cómo se las iba a arreglar. Edith se había sentado y reanudado diligentemente su trabajo con el rostro inexpresivo. Él le miró la nuca. En realidad era una muchacha estupenda. Si no fuese por la regla absolutamente férrea que él se había impuesto acerca del personal femenino cuando empezó a subir a círculos superiores... Había sido él quien la había informado aquella misma mañana»de que Dave se había ido a Indianápolis la noche anterior. Si él hubiese ignorado este dato, las cosas habrían cambiado mucho. Cuando Geneve le hubiese llamado, ni siquiera habría podido ir él...
—Voy a tener que salir de la ciudad por unos días, Edith
Y explicó desde detrás de su mesa —, me temo. Mientras estaba usted fuera, inmediatamente después de la primera llamada, me ha puesto una conferencia Jeff Miller de la «Joyería Miller» de Terre Haute. Parece que los joyeros de Indiana van a celebrar una exposición en Indianápolis y quiere que yo represente al Valle de Wabash.
—Sí, señor — dijo Edith, sin levantar el cuello ni alzar la mirada.
Siguió trabajando. Era una buena chica. Aquella explicación era también lo bastante buena para decírsela a Agnes, pensó con sorpresa. Algunas veces su propia versatilidad le dejaba estupefacto. Únicamente para Agnes sería mejor decir Chicago que Indianápolis, para el caso de que ella tratara de localizadlo para algo. Pero mejor sería Hammond, en lugar de Chicago; después, de todo, Hammond también pertenecía a Indiana. Podía decir que se alojaba en Chicago y que iba en coche a Hammond.
—Dejaré la tienda al cuidado de usted y de Al — dijo felizmente, ahora que había perfilado aquella historia para Agnes. Se daba cuenta de que podía confiar en esta chica totalmente —.si ese inútil de mi hermano viene a buscarme por aquí, le encarga usted a Al que le diga que estaré de vuelta dentro de pocos días.
—Perfectamente, jefe, — sonrió Edith.
Bueno, ya había resuelto el problema de lo que tenía que decirle a Agnes y que explicaría la urgencia del viaje, pero quedaba todavía la cuestión del contrato, y mientras estaba sentado en su mesa pensando en aquello, no llegaba a ocurrírsele qué podría hacer.
Había efectivamente una alternativa entre dos o tres cosas que podría hacer. Todo el asunto se centraba alrededor del juez Deacon. En el momento mismo en que el juez oyese hablar del servicio de taxis, iba a querer tomar parte en el mismo. No parecía muy correcto, pero el juez no se paraba en barras. Pondría un testaferro cualquiera, se sentaría en su butaca y empezaría a recoger beneficios sin molestarse en trabajar lo más mínimo, creyendo que tenía perfecto derecho, puesto que había ayudado a Frank en todas las cosas durante los últimos cinco años. Por el contrario, si al juez se le hubiese ocurrido la idea primero, la habría llevado adelante y la habría explotado, sin dejar que nadie tomase parte.
Por lo demás, Frank ya no tenía necesidad de él. Llevaba demasiado tiempo siendo el satélite del juez. Y por otra parte aquello significaría repartir la cosa entre tres, lo que equivaldría a que ninguna de las partes tendría el control, y que si dos se ponían de acuerdo, podrían aplastar a la otra parte. Y él no tenía mucha confianza en Dave. Pero tampoco quería enfrentarse con el juez.
Aquel era el punto crucial de toda la cuestión. Y la dificultad estribaba en que el juez era su abogado. Había estado redactando todo sus documentos legales y demás papeleo durante años.
Cuanto más pensaba acerca de la mejor alternativa (¿ mejor?, la única), más se convencía de lo que había que hacer era ir al juez derechamente, y luego, de una manera o de otra, hablarle sobre aquella inversión. Pero ¿cómo? Miró en torno. ¿Por qué no podía decirle que Dave era muy tímido en los negocios y que se había negado rotundamente a colaborar si alguna otra persona formaba parte de la sociedad? Después de todo, él,
Frank, sólo estaba haciendo aquello para sacar el dinero de Dave del «Second National», donde les estaba haciendo la pascua, ¿no era así? Vaya, vaya.
Frank niveló el sillón y echó mano a su cigarrillo. El relojito de la mesa decía que eran las once y veinte, lo que significaba que ya tendría que aguardar hasta después del almuerzo. El juez siempre salía de su oficina a las once.
Bueno, le quedaba tiempo para bajar hasta el club de los «Elks» y quizá tomar parte en una partida de bolos, porque los jugadores de poker no habrían llegado todavía, beberse una copa o dos para aliviar su dolor de cabeza, almorzar y coger al otro en la oficina a la una.
—Ya no volveré — le dijo a Edith al salir, al mismo tiempo que se ponía su abrigo de pelo de camello y su sombrero «Dobbs» —. Si alguien me necesita para algo, dígale que ya me he marchado. Excepto si se trata de mi mujer. A ella dígale únicamente que me dispongo a salir fuera. Pero lo más probable será que entonces ya esté yo en casa.
Afuera, la nieve estaba derritiéndose a toda prisa bajo un brillante sol invernal, mientras él iba a pie hasta los «Elks». Por la parte de arriba de la ciudad, donde sólo había calles y edificios y ningún terreno al aire libre, excepto el patio de hierba sin árboles de la Audiencia, notó que la nieve parecía derretirse mucho más rápidamente que en los barrios residenciales, en los que había grandes extensiones de césped. Aquello era curioso, ¿verdad? En el patio de la Audiencia había unos cuantos parterres que permanecían completamente blancos junto a la mojada morenez de los otros.
No hubo casi ninguna dificultad con el juez. El anciano (en verdad que era ya viejo con ganas, pensó Frank al verlo en su oficina; nunca lo había notado hasta ahora) estaba sentado pomposamente detrás de su mesa junto a la pared más ancha de la habitación, cuyo otro extremo estaba ocupado por una librería de textos legales, mirando con aquellos ojos saltones de persona obesa que a Frank le parecieron de pronto como aquellos balones medio llenos de hidrógeno que se mandaban a la estratosfera. Era una habitación de altos techos, con ornamentales molduras, y detrás de la mesa se abrían dos ventanas muy altas que miraban a la Audiencia y a la Plaza.
El juez Deacon escuchó silenciosamente cuando Frank le explicó lo que deseaba. Hizo que le expusiera la cosa con todo detalle: cómo le había hablado a Dave, cómo le había sugerido que hiciera una inversión, cómo, finalmente, le había citado lo de la parada de taxis y cómo Dave había saltado ante la idea. La historia que le contó no era la verdad, pero se acomodaba a su propósito mucho mejor de lo que la verdad se hubiese acomodado. Luego, antes de que el juez pudiese adelantar ninguna clase de respuesta detrás de un gruñido, con mucha rapidez, sin parecer ser rápido, con mucha intención, sin parecer estar intencionado, exhibió su baza: Dave se negaba a entrar en negocios si participaba alguien más que ellos dos; desconfiaba de los hombres de negocios.
El juez asintió bruscamente, no hizo en absoluto ninguna pregunta, y resopló instantáneamente con su desdeñosa voz obstaculizados:
—Ya verá usted cómo se ha metido en un jaleo mucho más gordo que el que hubiera significado dejarle tener ese dinero en el «Second National».
—La verdad es que no se me ocurrió qué otra cosa podría nacer — se disculpó Frank —. Y yo sabía que a usted le interesaba que ese dinero saliese de allí.
El juez se limitó a gruñir le.
—Ahora llegamos a la cuestión del contrato — dijo Frank —. Necesito un contrato corriente de sociedad en comandita. Ya sabe usted. Esos contratos en los que a él se le denomina socio durmiente. Una forma usual de contrato, excepto que hay un punto extra que tengo interés en que se especifique. (Tengo que salir de la ciudad y estar fuera unos cuantos días —dijo entre paréntesis —, y me gustaría tenerlo listo a mi regreso.)
—Estará listo —gruñó el juez.
—Gracias. Pero con respecto a esa cláusula adicional. Quiero que se incluya una cláusula usual comanditaria de «da o toma». Ya sabe usted, esa que diese si por alguna razón uno de los socios desea salir del negocio, al otro socio se le permite fijar el precio y el socio que desea salir tiene que comprar la parte de su socio o vender la suya al precio respectivo fijado por el otro. Ya sabe usted lo que quiero decir. Dar o tomar. Usted sabe mejor esa fraseología que yo.
—No necesita usted poner esa cláusula en este contrato — dijo el juez despreciativamente, como si le estuviera hablando a un idiota —. Eso de «Dar o Tomar» es en las sociedades que van al cincuenta por ciento.
—Ya lo sé — dijo Frank cortésmente —, pero de todos modos me gustaría que se hiciese constar, si usted no tiene inconveniente.
El juez le miró un largo momento pensativamente, escrutándole con aquellos ojillos astutos encajonados entre las lustrosas mejillas y la ancha frente. Parecía estar tomando nota mentalmente, pensó Frank.
—Muy bien — gruñó el juez con tono insultante —, tendrá entonces que ser redactado de forma que incluya dos precios en lugar de uno. Ya lo pondré. Hará que usted se sienta mejor. Es probable que así pueda dormir mejor por las noches.
Aquello le pareció a Frank una cosa bastante extraña como para que se la dijeran. No podía estar seguro de lo que rondaba por la mente del otro.
—El motivo de que yo haga esto — explicó cuidadosamente —, es que el negocio es susceptible de poderse ampliar. Y resultaría entonces difícil calcular la proporción que corresponde; a cada socio. Además, se da el caso de que somos parientes.
—Hace años que redacto contratos — sentenció el juez.
Frank todavía no veía claro lo que tenía el otro en la cabeza. Si es que tenía algo. A lo mejor no tenía nada.
—Tengo que trabajar — gruñó el juez abruptamente, girando su silla junto a la mesita llena de papeles que tenía a su lado.
—Muy bien — dijo Frank —. Le veré a usted luego. Me lo tendrá listo para cuando vuelva, ¿ no es así?
El juez se limitó a mirarle, con aquellos astutos ojillos, despreciativamente, hostilmente, insultantemente. No respondió lo más mínimo.
El obstinado, terco, miserable, pensaba Frank furiosamente, mientras descendía las escaleras desde el despacho. Algún día le daría a este tipo la lección que se merecía. Si perdía su dinero en todas aquellas inversiones no habría ni una sola persona en toda la ciudad que le dirigiese la palabra en la calle o que le diese una corteza de pan o le tendiera una mano. Con todo, a pesar de su irritación, había conseguido lo que quería. Era ya media tarde. Casi toda la nieve había desaparecido, incluso los recortes del patio de la Audiencia, y todo aparecía mojado y sudo. Ahora lo que le quedaba que hacer era ir a casa y preparar las maletas. Y aquello era lo que más temía.
En casa todo se deslizó bien, pero aquello era lo normal. Agnes no dijo nada, nunca decía nada. No hubo ninguna dificultad, nunca la había. Pero de todas formas siempre seguía siendo una experiencia temible. Precisamente, Agnes había salido de casa para almorzar en uno de sus clubs y todavía estaba vestida de punta en blanco. Ella tenía su propio coche, un «Ford». El preparó la más pequeña de sus tres maletas, una a propósito para dos trajes, en el dormitorio, poniendo la maleta abierta de par en par encima de la cama. Ella llegó y se detuvo en la puerta. A medida que él iba empaquetando, le explicaba por qué tenía que irse. Ya le había dicho que iba a irse en cuanto que entró en casa. La llamada de Jeff Miller, la reunión de los joyeros de Indiana, en Hammond, su estancia en Chicago porque a él le gustaba mucho aquel hotel; en fin, lo dijo todo. Fue horrible. Agnes no decía nada. Pero estaba convencido de que ella estaba enterada, y de que estaba enterada de que él estaba enterado de que ella estaba enterada; estaba seguro por cositas que ella había dejado caer otras veces. Ella incluso sabía de quién se trataba; de eso estaba él convencido. En aquel momento, cuando acabó de preparar su maleta y la cerró, se preguntó (de una manera muy rara, como si él fuese otro hombre), por qué diablos estaba él haciendo todo aquello, y qué gusto había en todo aquello, y qué pasaría si él no fuese a ningún lado. Chicago parecía efectivamente una nada, algo no existente. Y se sintió intrigado por el hecho de querer ir allí.
Pero cuando se vio libre y afuera, en el «Buick», se sintió mejor. Era un buen día para conducir soleado con la luz brillante, pero débil de principios de invierno, con la carretera despejada ya de la nieve derretida, los campos hermosos, húmedos, y aquí y allá alguna que otra puntita verde del trigo de invierno. Se disparó por la larga recta hacia Chicago, disfrutando de la potencia del coche, disfrutando por estar solo, y dedicó su mente a un repaso de los planes que cada día se le estaban haciendo más claros y que pronto habría de poner en acción.
Todo estaba centrado en torno a la desviación de la carretera. Desde la guerra habían construido ya el nuevo puente y la desviación en torno a Israel. Estaban ya trabajando en la carretera 40 a lo largo de todo el Estado, reformándola completamente, ensanchándola y poniéndola más derecha. Estaban disponiéndose a construir una larga desviación para suprimir ángulos que pasaría por Vandalia. El verano próximo empezarían a trabajar en eso. Y en todas las demás secciones nuevas de la carretera estaban haciendo lo mismo: dándole un rodeo a las ciudades. Eso significa al final, cuando ya estuviesen cerca, que iban a darle un rodeo a Parkman.
Hasta ahora, la carretera principal corría por el centro de la ciudad, y el comercio turístico en comestibles y alojamientos 48 la carretera 40 era, en la época del verano, un capítulo respetable. La desviación mataría todo aquello. Los turistas dejarían de concurrir a la zona comercial.
Si un hombre lograba descubrir exactamente dónde iba a iniciarse la desviación, y compraba algún terreno que tuviera que cruzarlo antes de que el precio empezara a subir, no solamente poseería la tierra a la que los negocios tendrían que trasladarse, terreno que podría vender luego en pequeños lotes a altos precios, sino que también podría construir y hacer inversiones por su cuenta en un par de negocios en aquella tierra que él había comprado barata, pero que ahora aumentaría de valor. Por lo visto aquello no se le había ocurrido todavía a nadie de Parkman. Eso, con otras ciertas adiciones básicas, pensaba él amorosamente, era lo que constituía su plan.
Estaba bastante seguro de que la desviación iba a pasar por el Norte de la ciudad. Y si era así, ya él poseía una pequeña granja allí, justamente a las espaldas del colegio, granja que había comprado hacía algún tiempo,de resultas de una hipoteca, y por la que si no llegaba a pasar efectivamente la carretera, por lo menos era más que probable que cruzase rozándola. Todo dependía de por dónde fuera a ir la desviación.
La única persona a la que él conocía que pudiera suministrarle la información era Clark Hibbard, que poseía y editaba el periódico de la noche «Parkman Oregonian». Clark, en sus horas libres, era también representante del Estado en este distrito. Frank era un viejo republicano y Clark era republicano también, y Frank había ayudado siempre a Clark y trabajado mucho por él en las últimas elecciones, y había intervenido intensamente en el politiqueo local. Había sido uno de los del grupo que consiguió primero que Clark alcanzase un puesto. Clark era todavía bastante joven, y tenía ambiciones de llegar a Washington como senador. Frank sentía plena confianza en Clark. Y Clark podía conseguirle la información. Lo más probable era que los nuevos planes estuviesen ya siendo decididos por el Departamento de Carreteras de Springfield.
Claro que aquello significaba tener que darle a Clark un buen bocado, pero eso no podía remediarse. De todos modos, él no era muy ambicioso, se dijo orgullosamente, no lo necesitaba todo. Y además, tenía otro plan: un corolario.
El nuevo plan estaba relacionado con una nueva fábrica. Una empresa dedicada a la fabricación de guantes había presentado suspensión y la cosa había sido votada y aceptada por el Consejo de la ciudad y la Cámara de Comercio, dándose la autorización para que construyeran una nueva planta en Parkman. Naturalmente, los de aquella casa querían estar cerca del ferrocarril, de uno de ellos, y el sitio más ideal sería al Norte de la ciudad, en la faja de terreno que estaba junto al descargadero de Nueva York, a una milla del límite de la ciudad y de la nueva desviación de la carretera. De esa forma tendrían la carga en ferrocarril y camiones casi gratis.
Su visión empezó a acumular proyectos y ya se imaginaba con toda claridad una nueva ciudad desgajándose de Parkman. En aquella faja de terreno todo dependería de la posición de la nueva carretera, pero de todas formas era una faja capaz como para albergar a cinco fábricas, todas grandes. Parte de aquella faja era ya su pequeña granja y lo que él necesitaba era el resto. Con los ojos de su imaginación ya podía verlas: cinco grandes fábricas, brillantes, modernas, todas en fila, y construidas en terreno propiedad de Frank Hirsh. De eso a que se construyeran viviendas alrededor de las fábricas no había más que un pequeño paso. ¿Qué podía ser más natural sino que la gente quisiese vivir cerca de donde trabajaba? Y luego el remate glorioso: unos enormes, nuevos y modernos almacenes de diez o doce unidades tal como los que estaban construyendo ahora por todo el país: estilo del Oeste, en una L, alargada con un tremendo espacio para aparcar coches en el ángulo y alzándose exactamente en la unión de la carretera límite del Estado número 1 y la nueva desviación, y sobre todo ello, en ladrillo amarillo sobre el conjunto rojo podía ver la leyenda de cinco pies de altura que diría: ¡ BLOQUE HIRSH!
¡ BLOQUE HIRSH!
¡Cómo, no sólo su barrio, sino todo el mundo de la ciudad terminaría por hacer sus compras en un sitio moderno como aquél!
En el coche, conduciendo casi a noventa, con las manos aferradas nerviosa y jubilosamente al volante, seguía la obscura línea de la carretera. Los grandes almacenes serían una mina de oro. Lo había meditado todo muy cuidadosamente, con un cuidado exquisito, y de lo único de lo que no estaba seguro al 100 por 100 era, aparte de lo de Clark Hibbard, del tema capital. Una oportunidad como ésta sólo le llegaba a un hombre una vez en la vida, si es que le llegaba. Por lo pronto había empezado ya a realizar sus otras propiedades, y como tenía dos o tres casas de alquiler distribuidas por la ciudad, podía obtener un préstamo por ellas. También disponía de 15.000 dólares en bonos de guerra. No podía disponer de lo que guardaba en el Banco, a causa del juez, al menos no podría hacerlo hasta que la noticia no se hubiese hecho pública y la sorpresa hubiese causado su efecto. Frank calculó, una vez más, sintiéndose un poco como un loro, porque lo había hecho tantas veces: su potencia podía cifrarse en un poco más de los 75.000 dólares. Probablemente conseguiría ampliarlos otros 25.000 más. Con esto quizá tuviera bastante para la tierra, si podía conseguirla antes de que el precio comenzara a subir. Pero proyectos como el de los grandes almacenes iban a exigir dinero, mucho más dinero del que él solo podría aportar. Pero una vez que la cosa estuviese en marcha y debidamente iniciada, estaba seguro de que podría conseguir todo el capital que necesitara, aunque tuviese que salir fuera de la ciudad, o incluso del Estado, par a conseguirlo. Estaba, por ejemplo, Fred Benson, en Indianápolis, siempre dispuesto a hacer inversiones en buenos negocios.
Hasta ahora se había abstenido de abordar a Clark, hasta tanto no tenerlo todo bien maduro en su cabeza, y basándose en la teoría de que cuantas menos personas estén enteradas de una cosa, tanto más fácil es guardar un secreto. Pero ahora, habiendo entrado Dave en escena, y empezando las cosas a desenvolverse, más el hecho de aquella forma tan extraña que había tenido el juez de actuar, estaba empezando a pensar que ya se acercaba la hora. No tenía que retrasarlo tanto, que a alguien fuera a ocurrírsele antes la idea.
Aquel Dave. Podría hacer muchísimo por aquel muchacho con sólo que consintiera en jugar un poco al golf y trabajar un poco y hacer lo debido. Aquel muchacho sería el mejor socio que él pudiera encontrar. El hecho mismo de que el muchacho hubiera cambiado de forma de pensar, como lo había hecho acerca del servicio de taxis, era en sí mismo un buen síntoma. Por fin estaba adquiriendo algo de recogimiento y sentido común.
Pero la verdad era que lo que Frank realmente necesitaba era un hijo. Lo de tomar a Dave era sólo tomar un sucedáneo de hijo, y un pobre sucedáneo, porque esa no era forma de construir una dinastía que perseverase después que él muriese.
No es que él no quisiera a Dawn. Todo lo contrario. Bueno, quién sabe, si la cosa se ponía a tiro era posible que adoptase a un hijo, ¿por qué no? No era la primera vez que había pensado en esto, pero nunca se lo había mencionado a Agnes.
Aquella cuestión de la desviación de la carretera era la primera gran oportunidad que se le ofrecía, la primera auténtica oportunidad, libre del juez, y necesitaba aprovecharla. Tenía que aprovecharla.
De esta manera fue pensando durante todo el camino hada Chicago, sintiéndose animoso y excitado. Cuanto más pensaba en eso, tanto mejor se sentía. En eso y en todo.
Sólo una vez, al pasar por Monee, tuvo un momento de pánico, cuando recordó que le había dicho a Edith una cosa y a Agnes otra: a Edith que la reunión era en Indianápolis, y a Agnes que era en Hammond, y se preguntó si Agnes no podría llamar por casualidad a Edith y descubrir aquella discrepancia, y la sensación de pánico salvaje e impotente aumentó. Pero la rechazó diciéndose que Edith era una muchacha inteligente, que nunca decía nada, ni una sola palabra, a menos que tuviese una absoluta! necesidad. Y de todas formas, Agnes sabía que él donde estaba era en Chicago, y probablemente pensaría que Edith estaba chalada, o bien pensaría que Edith no estaba en realidad enterada de los detalles, lo cual sería todavía mejor. Así es que, después de todo, la cosa estaba en regla.
Cuando se detuvo frente al hotel en la avenida de Michigan, ya de noche, y maniobró con el coche para meterlo en el garaje, se sentía en una magnífica disposición de ánimo, muy optimista. Pero no fue aquello lo que se encontró.