CAPITULO X
En realidad los French no vivían en Parkman, según descubrió en el curso de la cena. Residían en la pequeña ciudad de Israel, ocho kilómetros al Este, en la orilla del río. Cuando Robert Ball French se retiró de la enseñanza dos años antes, asombró a todo el mundo vendiendo la casa que tenía a pocos pasos del colegio y comprando en Israel aquella vieja mansión de tres pisos, construida durante la época del comercio fluvial, y adquiriéndola casi por nada. «El último retiro» la había denominado él en broma, y por ese nombre se la conocía. Incluso era eso lo que decía el rótulo de hierro forjado de la verja.
—A Guineveve no le gustó mucho la idea, en un principio-sonrió gentilmente bajo el espesó bigote —. En especial el nombre, y no le gustaba.
—Sigue sin gustarme — dijo Gwen French con tolerancia —. Creo que es un sentimentalismo cursi.
—Bueno, querida, hay que permitir que un viejo tenga sus pequeñas debilidades — repuso Bob French —. Creo que el nombre es muy a propósito, tanto para Israel como para mí mismo.
Israel era una de las viejas ciudades de los Estados fronterizos, y había sido un centro importante en los días de esplendor del transporte fluvial, lugar donde Abe Lincoln se había detenido, en su viaje hacia el Norte. Pero ahora se marchitaba á la orilla del río, acurrucada bajo el nuevo puente. Este puente lo cambió todo para Israel, y el camión rugiente y el tráfico turístico terminaron de hundirla completamente, a pesar del poste proclamando su historia que las dars[2] habían colocado a la derecha de la carretera.
—Por eso me trasladé allí cuando me retiré — siguió explicando Bob French —. Me pareció que estaban ligados nuestros destinos: el de Israel y el mío.
—No hay nada de misterio en eso — le contradijo su hija enfáticamente —. Se trasladó allí porque le gustaba el río, y para apartarse de la gente y concentrarse en su trabajo.
Bob French le sonrió con gentileza.
—¿ Qué trabajo? En realidad ella quería seguir viviendo en la ciudad, pero al mismo tiempo añoraba tenerme bajo su custodia, y por eso pude convencerla. Hablando honradamente, creo que lo que más influyó fue que tuvo miedo de que yo pudiera salir a pasear por la orilla absorto en meditaciones absurdas, y caerme al río si ella no estaba a mi lado.
—Nunca sé de lo que podrías ser capaz — dijo su hija.
—Yo sigo pensando que los dos estáis locos — decidió Frank, que se había despejado ya bastante —. Es absurdo eso de tener que recurrir al coche cada vez que necesitáis algo. No tiene ningún sentido práctico. Claro que tú eres un poeta.
—Es verdad — dijo Bob French bajo su pesado bigote —. Se me permite hacer cosas que los ciudadanos normales no pueden hacer.
Luego sonrió. Habría resultado amargo si no hubiese sonreído, pensó Dave.
—¡Oh, papaíto! — exclamó Dawn desde el extremo de la mesa —. ¿ Es que no tienes sensibilidad para la belleza? Si el profesor French desea vivir junto al río, tiene perfecto derecho a hacerlo.
—Gracias, querida — le dijo Bob French, gravemente —. Me alegra ver que tengo apoyo aquí. Si alguna vez quieres venir a vivir conmigo cuando salgas de la escuela, serás bien recibida. Tienes una invitación permanente.
—Gracias, profesor French — contestó Dawn con gran dignidad —. Es posible que me aproveche de su amabilidad algún día.
—En sitios peores podrías vivir.— declaró Frank.
—Estoy seguro de que resultarías una invitada muy agradable — añadió Bob French gravemente—. De todos modos, creo que Guineveve está ya bastante habituada a la casa. En realidad, se ha acostumbrado de tal modo que estoy temiendo si algún día no tratará de desalojarme para quedarse ella sola allí.
—Realmente es un lugar encantador para vivir — le decía Gwen a Dave, ignorando a su padre —. Pacífico y tranquilo Ahora estoy verdaderamente encantada de habernos trasladado allí. Aunque a mi vanidad le cuesta trabajo admitir que era él quien tenía razón. Está lo bastante lejos de la calle para que la gente que pasa por las aceras no molesten si no se lo proponen.
Y está el río cerca. A él le conviene mucho para su trabajo.
—¿ Y de su trabajo de usted, qué me dice? — preguntó Dave.
—¡ Oh, yo puedo escribir en cualquier parte! — contestó Gwen French.
—Escribe por las tardes en el colegio — sonrió Bob French.
—Supongo que podrá usted hacerlo — sonrió Dave a Gwen —. Sobre todo teniendo en cuenta que su fuerte es la crítica.
—Eso me libra de que me molesten —replicó Gwen sonriendo —. ¿ Quién le dijo que yo me dedicara a la crítica?
—¿ Quiere usted decir que no le molestan los estudiantes?
—sonrió Dave.
—Los estudiantes nunca me molestan — contestó ella amistosamente —. En particular los que en realidad desean aprender Ese es mi trabajo, como usted sabe, enseñarles...
—Supongo que alguien tiene que hacerlo — dijo Da ve.
—Sí. Si yo tuviese el talento de usted, nunca sería maestra.
—¡Mi talento! — Da ve se echó a reír ruidosamente, mientras pensaba: «Ya estamos otra vez en la vieja trampa» —. ¿ Quiere usted decir que escribir le fastidia? ¿No son los estudiantes?
Gwen French, seria y pensativa, simuló que dibujaba con un dedo en el mantel.
—No, escribir me molesta. — Le miró con franqueza —. Pero algunas veces pienso que quizá no me resulte lo bastante penoso para tomarlo en serio.
Se encrespó Dave. Era una declaración insólita, que mostraba un conocimiento bastante profundo de los esfuerzos que para su fecundidad precisaba la mente creadora. Le desagradaba pensar que ella fuese tan inteligente.
—Algo así le sucede a usted cuando está escribiendo una novela.
—Eso creo — sonrió ella con amabilidad —. Pienso que el sufrimiento es un factor importante para la creación literaria, pero yo no lo siento, esa es la verdad.
—Quizá no quiera usted sentirlo.
—Probablemente no quiero — dijo ella con franqueza.
—Debía usted enamorarse — dijo Dave.
—Esa es la misma teoría en que estoy trabajando — declaró con ansia —. Hasta llegué a escribir un pequeño ensayo sobre ello no hace mucho tiempo. Me alegro de oírle decir eso. Mi tesis es que precisamente el esfuerzo para enamorarse contribuye a destrozar la personalidad creadora de cualquier individuo.
—Es una idea curiosa... — comentó Dave.
—Dowson, con su Cynara, es el ejemplo clásico —continuó ella imperturbable—. ¿Por qué eligió á la hija de un tabernero para enamorarse?
—Probablemente porque no tenía otra a mano en aquella época — contestó Dave.
—No creo eso. Sospecho que la escogió a ella porque era el medio más seguro de procurarse sufrimiento bastante para destrozarse la vida y así provocar el ansia creadora. Stendhal es otro ejemplo clásico de eso mismo.
—Stendhal no... — replicó Dave rápidamente.
Ella pisaba terreno seguro, pero Stendhal era el favorito de él.
—¿ Qué no? — replicó Gwen —. Fue en el amor doliente donde encontró el manantial de inspiración en que bebió toda su vida.
Dave escuchaba, enterándose apenas de lo que ella decía porque prefería mirarla. Allí estaba toda la vieja trampa literaria, pensó, que él se había propuesto evitar; y no obstante, no se sentía disgustado. Resultaba imposible disgustarse con ella mientras tuviese aquella expresión en su rostro. Era imposible no sentir simpatía por aquella mujer, no sentirse atraído por su personalidad, no enamorarse de ella, en una palabra.
Alguien puso el postre delante de Dave. Era Agnes. Alzó la mirada hasta ella casi sin reconocerla, absorto en Gwen French.
Volvió la mirada lenta y secretamente hacia ella, hacia Gwen French. Con sorpresa descubrió que ella le estaba mirando también con aire preocupado. Su corazón dio un salto. Por un momento sus ojos se encontraron y se atrajeron, los de él entornados y furiosos, los de ella dilatados por la preocupación y la reserva. Luego el anciano dijo algo a su hija. Ella se volvió tolerante y se rió de su broma.
A pesar de su cólera, el afecto profundo y evidente entre padre e hija impresionó a Dave. Y a causa de eso, si no exclusivamente por eso, salvedad que habría que tener bien en cuenta, no pudo remediar que ambos le gustaran.
Quizá por efecto de los tres «Martinis» que había tomado, la juvenil excitación con que había entrado fue reemplazada gradualmente por una severa calma que le hacía a uno sentirse seguro de estar en presencia de un auténtico caballero. Era ducto típico de un mundo que había muerto hacía muchos años, y unos cuantos ejemplares que quedaban servían para recordar a los jóvenes algunas de las exquisiteces del ayer que las fuerzas actuales han aniquilado. ¿Quién nos recordará la virtud de la caballerosidad cuando estos últimos caballeros hayan desaparecido?
Había un no sé qué en él que hacía comprender que era una entidad, una unidad, completo por sí mismo; al menos, tan completo como pueda estarlo un ser humano. Dave pensó que la hija soñaba con ser como el padre, pero nunca lo conseguiría.
Y quizá fuera por aquel íntimo convencimiento por lo que Dave se sintió más atraído por Gwen, cuando se levantaron, abandonaron la mesa y se trasladaron todos a la sala de estar. Allí, Gwen y él se vieron obligados a sentarse juntos, mientras los demás charlaban sin hacerles caso.
Todos hacían lo mismo, con excepción de la pequeña Dawn. Corrigió luego, que se mantenía muy seria al pie de la escalera en un triste silencio cargado de mal humor. Una de las cosas que a Dave más le había gustado de Bob French era la gravedad con que había tratado a la muchacha durante la cena, como si fuese un adulto más de la reunión.
La cena había sido pesada, comida típica en las reuniones del Oeste Central; mariscos con salsa, ensalada de vegetales con guarnición de queso Roquefort, gruesos bistecs, croquetas y judías verdes, helado y café, y coñac si se quería. Todo el mundo, con excepción de Bob French, y quizá su hija, que sin embargo parecía tener buen apetito, había comido demasiado, y Dave se sentía incómodo. Tuvo que sentarse muy derecho para poder respirar a gusto y el rígido uniforme le tenía oprimido. Estaba mojado de sudor, embutido en su pesada guerrera, sintiendo el ardor de la comida en su estómago, y de vez en cuando se pasaba la mano por la frente.
A su lado, sin sudar, estaba sentada la mujer, Gwen, con aspecto frío y reposado, como si no hubiera comido nada, esbelta y fresca.
Por último, se decidió a preguntar. Había esperado que fuera ella quien lo hiciese. No lo había hecho.
—Tengo entendido que está usted haciendo ahora un libro sobre escritores — dijo él.
—Pues sí — replicó Gwen —, es verdad. Realmente es sólo una ampliación y desarrollo de aquel trabajito de que le hablé a usted antes.
—He oído decir que también figuro yo — insistió Dave.
—Es verdad, figura usted. ¿ Quién se lo ha dicho?
—Y también un montón de viejos compañeros míos — continuó Dave sin responder su pregunta; —. George Blanca, Kenny McKeean, que se suicidó, y otro tipo.
—Hermán Daniel — apuntó Gwen.
—Exactamente, ese mismo. No conseguía recordar su nombre. Lo mataron en la guerra, ¿sabe usted?
—Lo sé — asintió Gwen suavemente.
—Se marchó muy pronto, varios años antes de que estallara todo.
—Lo sé.
—Por lo visto lo sabe usted todo, ¿verdad? Bueno, mire, ¿ puedo pedirle un favor?
—Dígame.
—¿ Le importaría dejarme fuera de todo este lío? — pidió gentilmente.
—Pues la verdad, creo que ese es un favor muy difícil — contestó ella—. Después de todo, es información para el público. No estoy exponiendo asuntos de índole privada. Sólo hago un análisis de toda la obra que usted ha publicado, juntamente con el material biográfico que he podido reunir y entresacar, y de esa forma espero llegar a un entendimiento auténtico de las personalidades de ustedes, y de la personalidad del grupo, y ver qué es lo que les distingue.
—Muy bonito — dijo Dave —, un proyecto admirable. Únicamente me gustaría que me dejase fuera.
—¿ Por qué?— preguntó ella.
—Porque todo eso sucedió hace mucho tiempo, y se trata de un período de mi vida que ya ha pasado y con el que he terminado del todo — respondió Dave irritado —. He dejado de escribir. Por eso me figuro que cuanto menos se diga sobre el asunto, tanto mejor. Quizá no me interesa que se comprenda mi personalidad.
—Bueno, yo creo que tenía usted que estar más o menos preparado para aceptar esa especie de publicidad crítica cuando se decidió se presentar sus obras — respondió Gwen con una tenue sonrisa —. De lo contrario, usted no habría publicado. Ahora ha pasado a ser noticia de dominio público. No puedo realizar la crítica de un grupo y luego dejar totalmente fuera a uno de sus miembros principales. ¿Cree que puedo hacerlo?
—¿Sabía usted que George Blanca estuvo enamorado de mi hermana Francine? —preguntó Da ve.
—No, no lo sabía — repuso Gwen —. No lo sabía, pero lo sospechaba.
—Ahora están casados. Sólo les produciría molestias sacar a relucir asuntos olvidados.
—¿Se preocupa usted por ellos o por sí mismo? —sonrió Gwen.
Los demás estaban hablando de la revista Kenyon y de una crítica de libros que Agnes iba a hacer para el club de los martes literarios. Agnes era la que hacía más gasto de conversación, dirigiéndose a Bob French; Frank, que les había preparado las bebidas, se limitaba a estar sentado y bebiendo, mientras que fingía escuchar.
—¿ Por qué quiere usted hacerlo? — preguntó Dave —. ¿Y qué le ha empujado a elegir este grupo, nuestro grupo, para su crítica?
Gwen French (a él todavía le gustaba pensar de ella en esta forma, empleando los dos nombres, no podía remediarlo) hizo una pausa para encender otro cigarrillo y luego, echándose hada atrás, colocando el codo del brazo que sostenía el cigarrillo en la palma de la otra mano, reflexivamente, se quedó en aquella postura, que le.daba un aspecto desenvuelto, haciendo que Dave se sintiera todavía más incómodo.
—Supongo que la causa ha sido haberle conocido a usted, aunque en realidad sólo haya sido de vista — contestó ella —. Usted no puede recordarme, pero lo cierto es que estuve con usted en la Escuela Superior. Yo iba dos cursos detrás de usted.
—Me acuerdo vagamente — dijo Dave —, usted escribía poesías.
—Poesías muy malas — dijo Gwen brevemente, y no sonrió con orgullo —. Estaba enterada de todo lo de usted y de su huida de la ciudad. Y el por qué lo hizo. Antes de que usted se graduara, por aquel tiempo, fue cuando empecé a interesarme realmente por la literatura, y precisamente fue entonces cuando empezaron a aparecer sus primeros cuentos. Me quedé sorprendida; nunca se me habría ocurrido pensar que de un tipo como usted pudiera salir un escritor. Aquello me interesó. Por eso empecé a seguirle la pista. A través de usted fui conociendo al resto del grupo. Luego, al cabo de mucho tiempo, empecé a ver, por lo menos así lo creí, una especie de relación bien delimitada, un patrón lógico, emergiendo de lo que sucedía a todos ustedes. Creo que lo que más me intrigaba era el fracaso. Todos ustedes fracasaron. Y todos por la misma época aproximadamente. Todos ustedes tenían grandes facultades y todos fracasaron. El primero que abandonó fue Hermán Daniel, y se volvió a su casa, y finalmente terminó por casarse con su novia de los tiempos de colegial, y se estableció. ¿Sabía usted eso?
—No — respondió Dave —. No lo sabía. Pero yo no fracasé Digamos más bien que crecí. Que superé todo aquello.
Ella sonrió.
—Luego Kenneth McKeean se suicidó. George Blanca empezó a escribir guiones de cine bastante buenos, que fueron mejorando más y más, y se casó con una chica rica. Y luego usted dejó también de escribir — señaló ella — Usted no ha escrito nada desde aquella segunda novela.
No era una pregunta.
—No —dijo Dave rígidamente—. Nada.
—Yo tenía grandes esperanzas en usted — dijo Gwen con un aire lleno de reminiscencias —. Especialmente después que vi lo que había sucedido a los demás y no le sucedía a usted. Pero usted no siguió escribiendo.
Si le estaba hiriendo, y eso era lo que estaba haciendo ciertamente, ella no lo hacía adrede, pensó él objetivamente. Se dio cuenta de eso mientras la miraba.
—Por último — explicó ella —, llegué más tarde a la conclusión de que usted debía de haber tenido algún desengaño amoroso muy profundo o muy desgraciado, que indudablemente le afectó a usted lo bastante para inducirle a dejar de escribir.
—¿ Cómo pudo usted imaginar eso de mí? — preguntó Dave con dureza.
—Era la única posibilidad que encajaba en mi teoría —’respondió Gwen French, ingenuamente —. Como usted ve, cada uno de ustedes encontró en la vida a una mujer en la que hallaron lo que pedían, o bien no lo hallaron. Pero tanto en un caso como en otro, esto les destruyó como escritores. Destruyó en ustedes el hambre de escribir.
—Quizá ninguno de nosotros tenía el talento suficiente — dijo Dave —. ¿O es una salida demasiado fácil, a su modo de ver?
—No; todos ustedes tenían talento.
—Tal vez — dijo Dave.
Gwen movió la cabeza con energía, tercamente.
—No creo que el talento sea una cosa innata en la gente— dijo —. O más bien, podría decir que yo creo que el talento es una cosa innata en todos. Do que pasa es que usualmente no llega a ser descubierto ni practicado por su poseedor. Todos somos animales, ¿sabe usted? Perezosos. Preferimos echarnos a dormir. Sólo cuando resulta penoso no hacerlo así es cuando queremos sufrir lo bastante como para desarrollar el talento. Pero en los casos de ustedes, esta hambre de ser amado, que todos ustedes tenían a causa de algo que existía en su ambiente, puso el impulso necesario en todos los de su grupo para sacarles fuera de lo usual con un pretexto o con otro, y hacerles luego trabajar lo bastante para desarrollar el talento que ya estaba en ustedes. En realidad — dijo ella científicamente, como un investigador que está haciéndole la disección a un perro en un laboratorio —, yo diría que todos ustedes tenían talento. En grados diversos. McKeean en el grado mayor, con el talento más desarrollado, no podía soportar la pérdida de su amor y se mató. Usted, que era el que estaba en el escalón siguiente, dejó de escribir, pero no se mató.
—Estuve pensándolo muchas veces — dijo Dave.
—Pero no lo hizo — replicó ella —, y George Blanca, el tercero de los altos, se casó con lo que quería: con el dinero.
—Y con una rubia —f intercaló Dave.
Gwen le miró interrogativamente.
—Era mejicano en parte — explicó Dave.
—Nunca se me había ocurrido pensar en eso — dijo ella inclinando la cabeza afirmativamente —. Es natural. Y luego se quedó allí — continuó —, escribiendo cosas que nunca habría escrito antes, y creyéndoselas. Cosas que McKeean y usted — dijo ella analíticamente — nunca las podían haber creído. Y Hermán Daniel, el de menos talento y, por tanto, el más normal, lo abandonó todo completamente y regresó a casa y se metió en negocios.
—Pero lo que usted tiene con eso no es un ensayo crítico— dijo Dave —, sino una novela.
—Oh, no — protestó ella seriamente —. No soy un escritor recreativo. Eso lo supe hace mucho tiempo, de una manera muy dura. No tengo esa propensión, esa hambre anormal de ser amada tan desesperadamente. Me temo que mi infancia fue demasiado normal, demasiado feliz.
—Quizá tiene usted esa hambre y no lo admite — dijo Dave cortante.
Gwen asintió pensativamente.
—Es muy posible. Pero si es así, no me hace ningún bien. Porque entonces resulta que estoy mintiendo. Eso me tornaría incluso menos creadora que si no tuviese esa hambre en absoluto. De todos modos — concluyó felizmente —, creo haber dado de verdad con un principio válido y que puede ser utilizado. Puedo ver ahora la forma de trabajar sobre él.
—¿ Cómo descubrió tanto sobre Hermán? — preguntó Dave.
—¡ Oh!, las fui reuniendo — respondió abstraídamente.
—Usted tiene una mente matemática. Para mi gusto todo eso me resulta demasiado clínico —indicó Dave con excitación —. Mi manera de mirarlo es más personal, más emotiva.
Al otro lado de la habitación, Bob French se había distendido y recogido varias veces. Recogiéndose ahora en sí mismo una vez más, se puso efectivamente en pie y escuchó cortésmente hasta que Agnes paró de hablar, y luego se dirigió hada ellos.
—No se levanten — sonrió Bob Franch —, yo tengo que marcharme, pero ustedes pueden continuar charlando. Una pareja de viejos amigos y yo vamos a ir a Terre Haute a ver la última película — explicó a Dave —. Por ese motivo, Gwen y yo nos trajimos cada uno nuestro coche. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras — le dijo a ella —. Parecen ustedes tener una conversación muy animada.
—Yo también tengo que irme — dijo Gwen rápidamente —. Tengo que calificar esta noche unos ejercicios.
—No tienes nada que hacer que no pueda esperar un poco si quieres quedarte — dijo Bob French, gentilmente.
—Eso sólo significa que tendría que estar levantada mucho más tiempo — protestó Gwen — Además, tú sabes que no deberías ir a ningún lado tan tarde — dijo cambiándosele la voz, poniéndosele severa.
Se había movido en el confidente, cargando todo el peso de su cuerpo en los pies como dispuesta a levantarse. Frank y Agnes se habían puesto ya en pie, Frank empuñando su vaso que ya había llenado y vuelto a llenar varias veces.
—No empieces a mimarme, Gwen — sonrió su padre con dulzura—. Por lo demás, cuando me haya muerto vas a tener que buscarte cualquier otro objeto en que depositar tus frustrados instintos maternales.
—Desde luego — dijo ella —. Tienes completa razón.
Y volvió a relajarse en el confidente.
Todavía sonriendo con gentileza Bob French se alejó, siguiéndole Frank y Agnes hasta el vestíbulo para verle salir y ayudarle a ponerse el abrigo. Sus voces, que decían todas las cosas usualmente rutinarias, según podía adivinarse por sus mismas inflexiones, rebotaban por el pasillo, a espaldas de ellos.
—Algunas veces — dijo Gwen a Dave —, casi creo que él trata de arrojarme a los brazos del primer hombre que se presenta. Casi como si quisiera verse libre de mí. Pero él no podría pasárselas sin mí. ¿ Qué iba a hacer si yo no me cuidara de él?
—Probablemente se buscaría un ama de llaves de cierta edad y se las arreglaría muy bien —indicó Dave.
—A ella no le haría ninguna gracia tener que ver si él llevaba la cabeza en los hombros cada vez que sale de la casa. Es el hombre más olvidadizo que haya existido nunca.
—No trataba de insultarla a usted — dijo Dave, que había estado tratando de insultarla toda aquella noche.
Después tuvo que echarse a reír: la imagen del viejo Bob French saliendo de casa sin cabeza y de su hija corriendo por Ja acera detrás de él para llevársela, o bien mirando en torno hasta que su hija le recordaba que tenía la cabeza puesta sobre los hombros, le resultó demasiado cómica. El espasmo de risa le picoteó en el pecho, subió a la garganta y estalló en una serie de carcajadas.
Gwen French continuó mirándole fijamente y sin decir nada, como si no tuviese la menor idea de por qué diablos tenía que reírse ahora, y esperase una explicación apropiada.
—Perdone — dijo él cuando el espasmo cesó —. Es que me ha hecho gracia la manera como usted ha descrito la cosa. Mire— añadió — hay una cosa que quiero decirle a usted sobre nosotros. Sobre ese grupo nuestro, cuando estábamos en California. Ninguno de nosotros podía tener la menor idea de que esto iba a convertirse en historia. Historia literaria. Ni que alguien iba a interesarse por nosotros. Estábamos simplemente viviendo. 0 tratando de hacerlo. Todos nosotros teníamos imágenes románticas acerca de la escritura y los escritores. Imágenes que, a la larga, terminaron por derrotarnos.
Gwen asintió como si se extrañara de una declaración tan perogrullesca y obtusa.
—Para hablar con lealtad, debe usted tener eso en cuenta— añadió él.
—Pero es que precisamente ese punto es para mí una de las cosas más importantes— dijo ella, sorprendida de que, al parecer, él no supiera eso —. Esa era una de las principales razones por las que yo quería escribir ese trabajo.
Luego Frank y Agnes volvieron a entrar en la habitación y Gwen se levantó.
Dave no se levantó, y sorbió un trago de su whisky que Frank, como para borrar una culpa, había continuado sirviendo siempre que llenaba su propio vaso. Estaba empezando a sentirse un poco borracho otra vez. Pero Gwen French no lo estaba. Sólo había tomado un «manhattan» antes de la cena, y el vaso que permanecía en la mesita del café era lo primero que bebía después de la comida, y cerca de dos tercios estaban sin tocar. Empleó varios minutos en decir todas las cosas acostumbradas a Frank y a Agnes, preparándose a marcharse. Dave permanecía sentado, fuera de aquel intercambio de palabras, acabando su bebida. Luego se bebió también el vaso de ella. Al diablo con todo. Cuando estaban a punto de acabar de hablar, se levantó él también.
—Yo también tengo que irme, Frank — dijo —. Voy a reunirme con algunos muchachos en el centro.
—¿Quiénes? —preguntó Frank inmediatamente.
Él también estaba bastante bebido, pero sus ojos seguían escrutadores.
—Un tipo llamado Bama Dillert. ¿Le conoces quizá? Y dos muchachos llamados Dewey Colé y Hubie Murson.
—¿ Bama? — preguntó Frank —. ¿ El tahúr y jugador de billar?
—Oh, Dewey Colé — exclamó Agnes —. No irás a ir con esos dos tipos.
—¿Por qué no?-replicó Dave rápidamente—. ¿Qué tienen de malo? Los he conocido hoy y vamos a tomarnos ahora un par de copas.
Podía oír cómo su voz iba decayendo, ahora que estaba embriagado, y se daba cuenta de que Gwen French le estaba mirando.
Frank no dijo nada, no se traicionó. Había estado muchísimas veces jugando al poker con Bama Dillert.
—Porque no son buenos — informó Agnes —. ¿ Por qué no te reúnes con gente decente, en lugar de ir con unos balas perdidas?
—Porque la gente decente me aburre, Agnes — contestó Dave.
No podía resistirlo. El tono de su cuñada le volvía loco.
—Sacaré el coche — dijo Frank — y te llevaré.
—Oh, no hace falta —dijo Gwen French —. Puede bajar conmigo.
Dave se permitió mirarla, pero con indiferencia. Eso es lo que había estado tratando de conseguir todo aquel tiempo.
—Pero no; no quiero importunarla — protestó —. Estoy seguro de que tendrá usted cosas que hacer.
—No es molestia ninguna — aseguró ella.
—Perfectamente — consintió — Entonces bajaré con usted. Si es que está segura de que tiene que pasar por la ciudad.
—Estoy segura — sonrió Gwen.
Como si aquello pusiese punto final a la discusión, todos se dirigieron hacia el vestíbulo. Como la mujer iba en cabeza, Frank agarró a Dave por el brazo y le mantuvo retrasado. Dave le miró.
—Oye, no te olvides de lo que hemos estado hablando — dijo Frank en tono de conspirador —. Has reunido todo ese dinero. No me gustaría ahora ver cómo lo malgastas. Sé muy bien cómo te conviene emplearlo. Reflexiona y contéstame.
—No hay nada que hacer — dijo Dave desdeñosamente, sin dignarse en bajar el tono de la voz —. No tengo nada que pensar. Ya lo he hecho. Por eso no tengo nada más que decir. No soy un hombre de negocios y de todos modos el jueves me marcho a California.
—Está bien, no quiero discutir contigo— replicó Frank en voz baja —. Pero piénsalo de todas maneras. — Le ayudó a ponerse el capote. Y luego le plantó las dos manos sobre los hombros—. Y ven a verme-le sonrió finalmente de un modo furtivo.
—Lo siento. Ya está decidido —contestó Dave en voz alta.
Luego siguió a la mujer embutida en su abrigo de punto de tipo deportivo, de color amarillo pálido, y cruzó con ella el pórtico sin decirle adiós a Agnes, bajando los escalones cruzando el patio hacia el coche que estaba junto a la salida. Fuera había empezado a nevar copiosamente.
Tras ellos se cerró la puerta, tapando el gran haz rectangular de luz amarilla que había caído sobre el patio revelando los grandes copos de nieve y tiñéndolos de un color amarillento. La nieve estaba ya empezando a cubrir la hierba bajo los árboles.
Dentro de la casa, Frank terminó de cerrar la puerta y volvió a la salas de estar donde Agnes se había sentado, agotada. El marido se dirigió al aparador del comedor donde estaban las botellas.
—Estoy muy fastidiado — anunció —. Voy a tomarme un buen whisky con soda para que se me pase esto.
—Lo mejor que debes hacer es irte a la cama — dijo Agnes cansadamente, desvanecida repentinamente su excitación de las reuniones —. Ya has bebido bastante.
—Y tú también vas a tomar un trago conmigo — replicó él.
—Ya he tomado muchos tragos —rechazó Agnes con tono cortante.
—Bueno, puedes hacer lo que quieras — dijo Frank —. Yo voy a sentarme aquí y a tomarme un vasito para calmar mis nervios.
Volvió a la sala de estar llevando el vaso y se sentó en la gran butaca de cuero, tan deprimido y derrotado que ni siquiera se molestó en emitir su acostumbrado suspiro de satisfacción.
—¡ Maldito sea! — dijo.
Agnes estaba mirando desde el diván.
—No ha aceptado tu oferta, ¿ verdad?
—Si tú no hubieses invitado a Bob French y a su hija, yo podría al menos haber tenido alguna oportunidad de hablar con él — estalló Frank —. Lo que de esta manera se han pasado toda la noche hablando sin parar
—Sí, pero figúrate la noche tan agradable que habríamos pasado si yo no les hubiese invitado — replicó Agnes en tono cortante—. Él y Gwen parecen, desde luego, haber simpatizado mucho — indicó en tono especulativo —¿ Crees tú que ella,se siente atraída por él?
—No me importa lo más mínimo — contestó Frank.
—No crees que acepte tu proposición, ¿verdad? — inquirió Agnes.
—Preferiría no hablar de eso — repuso Frank,—. Estoy demasiado cansado.
Agnes se levantó del diván.
—Bueno, me voy a la cama, ¿te vienes o no?
—No.
Ella se detuvo un momento en la puerta del vestíbulo y miró hacia atrás. Durante largo rato no dijo nada. Por fin se decidió.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches — contestó Frank.
Pero ella no se marchó. Así permanecieron casi un minuto completo, mirándose francamente cara a cara, él desde la butaca con el vaso en la mano, ella en la puerta, algo sobrecogida, vigilándose los dos, las caras al descubierto, sin disfraz alguno. Les sucedía una cosa rara. Era como si cada uno esperara que el otro dijera algo, o cada uno quisiese decir algo, pero lo hubiesen olvidado. Olvidado en absoluto. Era una mirada de rara comprensión. De una comprensión completa.
—¡ Por favor, no bebas más, Frank! — dijo ella irritada.
Después cruzó el vestíbulo y entró en el dormitorio con sus dos camas gemelas de gran tamaño, separadas por una voluminosa mesilla de noche.
Frank aguardó hasta que ella se hubo marchado, luego apagó todas las luces, excepto la lámpara de pie colocada junto al separador sobre el que mezcló otra fuerte bebida. Estaba poniéndose bastante borracho. Pero al diablo con todo. Volvió a llevarse la bebida al recibidor y se sentó en la obscuridad. Todavía siguió sentado allí algún tiempo, derrotado y borracho a rachas y dándose cuenta de que dentro de poco sentiría los efectos del mareo, cuando he aquí que el teléfono sonó y se levantó tambaleándose y contestó y descubrió que era Dave que le llamaba desde la dudad para decirle que iba a aceptar su oferta en el negocio de los taxis.