CAPITULO PRIMERO

Naturalmente, conoció la ciudad en cuanto que el autobús empezó a aflojar la marcha al acercarse a ella. La conocía diecinueve años antes, cuando la abandonó, y la volvería a conocer dentro de otros diecinueve años si ahora tuviese que dejarla por segunda vez. La ciudad natal, la ciudad en que uno ha nacido y crecido, tiene siempre algo especial. No importa que la hayas amado u odiado. Tus sentidos no te engañan nunca. Son siempre fieles cuando recuerdan.

Se movió un poco en el asiento, al darse cuenta repentinamente de que tenía al lado un hombre. Volvió a mirar la carretera de nuevo. La larga curva en forma de «ese» coronaba una pequeña colina y luego corría junto a un pequeño río bordeado de árboles y cruzaba un puente antes de llegar a una calle con edificaciones de ladrillo, por la que se llegaba al centro. Miró la casa del más rico del pueblo, acurrucada en el recodo de la primera curva. Más hacia el Oeste estaban los linderos del pequeño colegio local. A unos dos kilómetros al Este se alzaban las finas chimeneas y las complicadas torres de la «Sociedad Sternutol de Productos Químicos». Luego el autobús seguía por la segunda curva hasta cruzar el bosque y pasar el puente.

—¡ Parkman! — gritó el conductor, accionando el freno.

La ciudad se había ido haciendo visible desde mucho antes que llegasen a ella, entre las extensas praderas del Illinois meridional. El sabía de antemano el punto exacto donde la ciudad se haría totalmente visible. En la última cuesta, en un punto determinado, aparecería de pronto allí, todavía distante unos kilómetros, con sus árboles ocultando las casas que lentamente iban surgiendo a ambos lados de la colina, coronada con la Audiencia del Condado, formando todo una especie de isla en medio de un mar gris de campiña invernal, teniendo a la izquierda, por espacio de unos ocho kilómetros, los espesos bosques que llegaban hasta la ribera del río Wabash.

El conductor detuvo el autobús en lo alto de la colina cara a la ciudad, mientras Dave miraba las casas situadas a lo largo de la North Main Street, reconociendo muchas entre ellas. Bajo el sol de noviembre, el espectáculo le recordó al Toledo que pintara el Greco, y experimentó un extraño sentimiento de premonición, diabólico y sobrenatural.

Si no se hubiese emborrachado el día anterior en Chicago, con aquellos tipos, desmovilizados como él, nunca habría vuelto. Le habían puesto en el autobús a las seis de la mañana, cuando él se decidió súbitamente a regresar. Fresco ahora, se daba cuenta de que había sido un loco al hacer esto. Nunca debería haber vuelto, teniendo en cuenta cómo había salido de allí. Se sintió a disgusto, presa de una gran depresión.

Cuando el autobús se detuvo cogió su capote militar y su saco de lona y bajó detrás del conductor, cambiando el calor pegajoso del interior del vehículo por el aire fresco de fuera.

En la plaza de la ciudad, con el edificio de la Audiencia del Condado en el centro de la misma, caía una ligera nieve de noviembre, granulada y dispersa, que iba derritiéndose rápidamente. Todo estaba mojado tan a fondo como si se tratara de ana lluvia copiosa; los faroles de las aceras, los sólidos bloques de los escaparates y el andén de los autobuses bajo el cual se había detenido el que le traía. A cierta distancia, bajo el gris suave de la temprana atar decida, el viento soplaba la nieve invisible contra las ventanas iluminadas de los despachos de la Audiencia.

El corazón de Dave empezó a picotearle de pronto detrás de los párpados y sintió ganas de echarse a reír. Ningún hombre de su edad tenía derecho a mostrarse tan excitado por cosa alguna, a no ser por una mujer.

El inmaculado conductor del autobús se había calzado unos guantes negros y estaba descargando cuidadosa e inmaculadamente, sobre los mojados adoquines, los equipajes. En la plaza estaban parados dos coches que a los pocos momentos se pusieron en marcha, exhalando las nubes invernales de sus tubos de escape, y desaparecieron detrás del desnudo edificio de la Audiencia.

Al verlo, toda la sensación de un invierno de Illinois en una pequeña ciudad de provincia inundó a Dave retrospectivamente. Cuando salió de Parkman diecinueve años antes, lo hizo en circunstancias muy desagradables. Siendo alumno en la Escuela Superior había dejado encinta a una muchacha. Aquello había sucedido en 1928, cuando él tenía diecisiete años. Ahora tenía treinta y seis, y era en 1947.

—Hirsh, David L. — dijo el conductor, leyendo la arrugada etiqueta escrita a lápiz que había arrancado del asa del saco.

—Soy yo — indicó Dave.

El conductor echó al suelo el pesado saco de lona.

—Sólo en este viaje he bajado ya cuatro bolsas como ésta

—se quejó malhumorado.

—Hay mucha gente que vuelve a casa — sonrió Dave, tomando el saco y colocándole junto a la bolsa de mano.

El conductor, mientras le miraba, se echó a reír.

—Entonces, eso justifica el discurso de despedida de usted para aquellos soldados que le acompañaban en Chicago.

—Bueno, vinieron a decirme adiós. Algo tenía que decirles.

—Y bien que lo hizo usted, por cierto. Me gustaría que mi mujer hubiese podido oír aquella historia. También para nosotros, los chóferes, ha sido la guerra una dura experiencia.

—Me apuesto que también lo ha sido para las mujeres de los chóferes — contestó Dave, apreciando el aspecto del otro.

— ¿ Sabe usted? — repuso el chófer echándose a reír —. Yo mismo nací y me crié a unos veinte kilómetros de aquí.

—¿ Dónde?

—En West Lancaster.

—Claro. Conozco muy bien West Lancaster — afirmó Dave, que nunca había oído hablar de semejante sitio.

—No creerá usted que tengo ganas de volver —explicó el chófer. Miró a su alrededor, contemplando el mezquino aspecto de los establecimientos situados en aquella plaza y sonrió desdeñosamente —. Sé cómo son estas ciudades. Nada de bares, nada de teatros. Nada de cabarets ni de carreras. — Volvió a ocuparse de los equipajes —. Ni siquiera puede usted comprar whisky, excepto por cajas. A mí, déme usted Chicago.

—Por lo menos hay cerveza — contestó Dave mirando el anuncio puesto encima de una taberna. Luego añadió muy serio — : Y además también hay las clásicas reuniones familiares.

El chófer le miró consternado.

—¡ Dios mío! ¿ Quiere usted decir que todavía siguen ocurriendo esas cosas?

Dave se echó a reír, volviendo a lanzar otra mirada a los escaparates de la plaza.

—Bueno, por lo menos podrá usted aprender a jugar al golf

—dijo el conductor con simpatía —. Parkman tiene un club bastante bueno.

—Mi hermano es uno de sus puntales — explicó Dave.

El conductor, que había hundido la cabeza en el arca de los equipajes, no le oyó. Pero a Dave no le importó mucho. Le pareció curiosa aquella asociación de ideas entre el golf y su hermano Frank, porque las dos cosas habían estado juntas siempre en su espíritu. En la costa del Pacífico, donde había residido desde que salió de la ciudad antes de ser movilizado, había casi tantos campos de golf como jugadores; y nunca pasaba junto a uno de ellos sin acordarse inmediatamente de su hermano Frank. El querido Frank, el queridísimo hermano Frank, el padre de familia. El hermano Frank, el joyero. Al otro lado de la plaza, por el Este, podía ver el edificio. No llegaba a distinguir las letras pintadas en los cristales de los dos escaparates, pero sabía de memoria lo que decían: Frank Hirsh, joyero y joyería de Frank Hirsh. El edificio no había cambiado lo más mínimo en diecinueve años, y los escaparates seguirían arreglados cuidadosamente, sin gusto alguno, con aquella meticulosidad germánica que le era tan natural a los Hirshies, pareja con sus cabezas redondas y sus cuerpos rechonchos. La única diferencia estaría en que ahora habría dependientes, en vez de estar solos Frank y su esposa Agnes. Frank estaría probablemente en la parte trasera del despacho, disponiéndose a piropear a la mecanógrafa. Mientras miraba desde el otro lado de la plaza, una mujer, con un abrigo con cuello de piel, entró en la tienda. Dave había trabajado allí mientras asistía a la Escuela superior. Resultaba difícil creérselo, y sin embargo, había sido una experiencia curiosa.

Recogió su equipaje y empezó a andar calle abajo, hacia el hotel.

A su alrededor, mientras caminaba por la ciudad, ésta se extendía aparentemente tranquila y pacífica bajo el cielo invernal. Sonrió. No podían engañarle. Bajo aquella fachada engañosa, sabía que los teléfonos seguían dando la alarma, agitando campanillas y provocando carreras. A menos que las líneas se cortasen bruscamente por una tormenta inesperada, la ciudad entera sabría que él estaba allí antes que fuese hora de cenar.

El hotel Francis Parkman era el mejor de la ciudad. Había otros dos. Pero el Parkman era el único que disponía de cocina y comedor. Era allí donde todos los funcionarios locales, los gerentes de fábricas y otros dignatarios que estaban de paso se alojaban cuando venían a la ciudad, y Dave Hirsh no quería ir a residir a otro sitio. El viento frío pasaba su lengua de derretidos granos de nieve sobre los cristales de los escaparates, a medida que el recién llegado iba caminando. El vestíbulo resultaba caliente y cómodo para quien llegaba desde el exterior. Un fuego de leña, exuberante e innecesario, ardía en la chimenea de mármol de estilo antiguo, y tres hombres con lujosos ternos y corbatas, y una mujer cuidadosamente vestida, estaban sentados en hondas butacas junto a la lumbre.

Dave sintió que el pecho se le hinchaba profundamente cuando depositó su equipaje en el suelo. Era la primera vez en muchos meses que se sentía orgulloso de su uniforme.

El empleado acudió al mostrador de la recepción. Era un joven rechoncho y rubio, embutido en un traje que parecía demasiado grande para él. En la solapa llevaba la insignia de un corazón purpúreo, de los mutilados, y un ojo de cristal.

—¿ Qué desea el señor? — preguntó, mientras su ojo sano examinaba la cinta de condecoraciones de Dave con mirada de experto.

—Quiero la mejor habitación del hotel — contestó Dave, dándose cuenta de que los cuatro ociosos tenían fijas en él sus miradas.

—Sí, señor — asintió el empleado —. Tenemos una suite de esquina, con dos habitaciones, encima del vestíbulo. Es lo mejor de la casa. ¿Quiere usted rellenar su ficha, por favor? — Le ofreció el impreso, indicándole —: El precio, diez dólares.

Dave escribió su nombre con el mayor cuidado. Quería estar seguro de que todo el mundo podría leerlo. Debajo anotó su vieja residencia en California, North Hollywood.

Luego soltó la pluma, alzó la mirada, y se sorprendió contemplando fijamente la fría reserva del ojo de cristal del empleado. El tiempo pareció detenerse. Luego el escribiente parpadeó. Esto semejaba un acto contra la naturaleza, una violación flagrante de las leyes dinámicas de los cuerpos inanimados, que sobresaltó a Dave como un puñetazo. De momento, el soldado que había en él reafirmó su presencia. ¡ Jesús, vaya un sitio para ser herido! j En los ojos! ¡ Y vaya un empleo!

—¿Querrá usted ocuparse de que el botones suba mis maletas? — preguntó tratando desesperadamente de mirar al ojo verdadero.

—Las llevaré yo mismo, señor — dijo el escribiente —. El botones no ha vuelto todavía de la escuela.

Recogió la ficha y le echó una ojeada.

—¿Hirsh? En nuestra ciudad hay un señor Frank Hirsh.

Es el propietario de la joyería.

—Sí, ya sé —contestó Dave, dándose cuenta otra vez de la atención de los ociosos—. Soy su hermano.

Aquello no significó nada para el empleado. Era demasiado joven. Pero Dave estaba seguro de que el hecho resultaría significativo para los cuatro ociosos. Casi podía percibirse la expectación flotante en el ambiente.

—Si espera un momento, señor Hirsh, le mostraré el camino-dijo el escribiente.

—Lo sé muy bien — repuso Dave sin pararse —. Nací y me crié aquí — añadió cruzando el pequeño comedor privado donde los miembros del «Club Rotario» celebraban sus reuniones cada jueves; al menos, donde las celebraban diecinueve años antes.

Estaba todo exactamente igual que se lo había “figurado muchas veces. Había pensado muchísimo en esto, en su vuelta a casa, en las estaciones y circos donde trabajó más tarde, errando a la ventura hasta que fue a vivir con su hermana Francine, gemela de Frank, en North Hollywood.

Desde lo alto de la escalera echó una mirada atrás y vio cómo el escribiente luchaba con el pesado saco y la bolsa. Bajó unos escalones y le tomó de la mano la bolsa.

—Déme eso.

—Puedo llevarlo todo — dijo el empleado fríamente.

Pero Dave se la quitó de todos modos.

El escribiente se encogió de hombros con cierta exageración. Indicó el camino a través del vestíbulo del primer piso.

—Por aquí, señor Hírsh — dijo abriendo una puerta —. El dormitorio está por ese lado.

Introdujo en aquella habitación el pesado saco. Dave oyó cómo abría un armario y guardaba dentro el equipaje.

Se quitó el capote y sacó la botella que llevaba en uno de sus bolsillos. Ya la tenía en la mano cuando el muchacho volvió a entrar.

—¿Qué le parece un trago después de todo este ejercicio?-dijo ofreciéndole la botella.

Arrojó medio dólar sobre el canapé, con un gesto deliberadamente despreocupado. El escribiente se lo guardó.

—Desde luego que sí. Nunca hago ascos a un trago.

Cuando habló esta vez, Dave captó el acento que había estado tratando de localizar todo aquel tiempo.

—¿Usted no es de por aquí, verdad? ¿De dónde, de Jersey?

—Sí, de Jersey City — contestó.

—En mi unidad había muchos de Jersey — comentó Dave —. ¿ Cómo se llama usted?

—Barker, Freddi Barker. Estaba colocado en George Field, cerca de Vincennes y me casé con una chica de aquí. He vuelto después que me licenciaron.

Tomó un pequeño buche de la botella y la depositó suavemente sobre la mesita.

—Gracias por el trago. ¿ Me necesita usted para alguna otra cosa, señor Hirsh?

—Sí, para esto — Dave abrió el bolsillo izquierdo de su guerrera —. Me gustaría que me trajeran un poco de hielo. Tengo aquí un bono de cinco mil quinientos dólares y quisiera que lo llevase usted al «Second National Bank» y lo depositara allí en mi nombre.

Hubo un segundo de pausa.

—¿ Por qué quiere usted que lo deposite en su nombre?

—Porque no quiero ir yo mismo — contestó Dave —. Es muy sencillo. Y ya que va usted, tráigame un par de botellas de whisky.

—Perfectamente. —El empleado estaba mirándole con curiosidad con su ojo sano. El otro ojo, como siempre, seguía indiferente y frío — ¿ Tendrá usted que firmarlo, no es así?

Dave asintió y sacó su pluma.

—Voy a firmarlo ahora mismo. Se ganará usted dos dólares si lo lleva antes de que cierren los bancos.

—Esos bancos no cierran hasta las cinco, sobra tiempo.

—Me interesa mucho tenerlo hoy —explicó Dave.

—Perfectamente, iré ahora mismo. ¿Le parece bien?

Dave le alargó el cheque y un billete de veinte dólares.

—En lugar de whisky, ¿por qué no me trae una botella de ginebra «Gordon» y otra de vermut «Noilly Prat»?

—No creo que tengan de eso en esta ciudad.

—Bueno, entonces traiga sólo el whisky. Una marca buena.

El escribiente asintió.

—Eso es mucho dinero para confiárselo a un desconocido-dijo.

—Ya lo sé. ¿No ve lo preocupado que estoy?

El empleado sonrió un poco. Era una sonrisa extraña porque el ojo de cristal no participaba de ella.

—Dijo usted el «Second National», ¿no es así? —preguntó—. ¿En cuenta corriente?

—Eso es. ¿ Quiere otro trago?

—Bueno, lo echaré. — Cogió la botella de la mesa donde la había soltado —. Su hermano Frank es miembro del Consejo de Administración del otro banco, ¿no? El «Cray County Bank».

—Así lo creo — dijo Dave.

El joven escribiente bebió con facilidad el fuerte whisky. Luego dobló el cheque y el billete y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Inmediatamente cumpliré su encargo, señor Hirsh — dijo va en la puerta.

Dave estuvo todavía un momento pensando en el escribiente. Le resultaba simpático. Pero la verdad era que casi todo el mundo le resultaba simpático. Se levantó y se dirigió a la ventana, llevando consigo la botella, pero sin beber. En el momento que alcanzó la ventana una gran sonrisa arrogante se había extendido por su rostro. Estaba imaginándose las caras de los empleados del Banco cuando vieran su nombre en aquel cheque.

Y estaba imaginándose la que pondría su hermano Frank cuando se enterase de aquello, que no tardaría mucho.

Allí, de pie junto a la ventana, olvidó la ciudad por un momento. Le parecía estar de nuevo en el Ejército. Nunca se consigue salir del todo. Y el escribiente tuerto le había causado una emoción bastante fuerte. Acababan de transcurrir cuatro años de su vida, que no podían compararse con los de aquellos muchachos. Éstos le llamaban Pop. Y le contaban sus penas. Creían que por tener él cerca de treinta y cinco años estaba obligado a saber más de la vida que ellos. Le habían convertido en una especie de hermano mayor, y ahora echaba eso de menos. Sabía que todos estaban dispersos, muchísimos de ellos muertos, o mutilados como Freddi.

Todavía con la botella en la mano se apartó de la ventana, entró en el dormitorio, abrió el armario y de uno de los departamentos del saco extrajo sus libros. Eran cinco, todos en edición de bolsillo. Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Steinbeck y Wolfe, «las cinco influencias máximas», como las llamaba su hermana Francine. Se los había enviado a Europa desde Hollywood, uno por uno, a medida que se habían ido publicando.

Dave sonrió. La hermana Francine. Lo que había escrito en la ficha del hotel era la dirección de ella. Estaba viviendo en su casa y se veía obligado a confesar que en gran parte vivía a costa de ella, en Hollywood, cuando le movilizaron. Ella era muy buena persona, pero no podía olvidarse de su oficio de profesora de inglés, y eso le había provocado una anormal pasión por la literatura, que le hacía creer que lo que estaba haciendo era muy importante.

Bueno, también había muchísima gente que se alimentaba de ilusiones parecidas. Sonrió sarcásticamente al pensar en aquellas cinco influencias máximas, el mayor recuerdo del tiempo pasado con ella, once, casi doce años. Tonterías.

Sin embargo, la visión de los cinco libros allí encima del tocador, con sus páginas abarquilladas por el constante uso, las pastas arrugadas y manchadas por los muchos traslados en sacos y maletines, con huellas de agua y de humedad, le conmovía de una manera profunda. Los había llevado consigo por media Europa; habían visto mucho mundo con él.

Cariñosamente, los alineó en una de las repisas del hotel, y luego, cogiendo la botella, de la que no había bebido todavía, volvió a la otra habitación y se quedó junto a los ventanales. Cuando llamaron a la puerta se acercó y abrió.

El empleado soltó el cubo del hielo sobre la mesa y se echó mano al bolsillo.

—No me han dado resguardo. Lo han anotado en sus libros y en el talonario de cheques.

Miró a Dave interrogativamente. Dave asintió y abrió el talonario para comprobar la cantidad, porque sabía que eso era lo que el otro estaba esperando. Freddi pareció satisfecho por aquello y le entregó el cambio.

—Todavía tengo que subir el whisky —dijo.

.-Perfectamente. Esto está muy bien — exclamó Dave, alargándole un billete de cinco dólares.

—Gracias — dijo el escribiente sin mucho entusiasmo echando una mirada al billete y guardándoselo en el bolsillo.

— ¿ Quiere usted otro trago? — dijo Dave.

—Bueno, no estará mal.

Tenía la cara arrebolada por la bebida, y no parecía un auténtico veterano.

«Es un crío — pensó Dave con sorpresa —. No es más veterano de lo que pueda serlo yo.»

—No está mal este whisky — dijo Freddi, alzando la botella y estudiándola con agrado —. A propósito, | conoce usted a Ned Roberts, el cajero del «Second National»?

—¿ Ned Roberts? — repitió Dave —. Ned Roberts, sí, seguro. Iba en la escuela dos cursos por delante de mí. ¿ Es el cajero?

Freddi asintió con la cabeza.

—Se acordaba de usted.

—¿Se acordaba, eh?

—Parecía extrañado —explicó Freddi—. Estaba claro que se daba cuenta de que había algo fuera de lo normal, algo, que no lograba captar todavía. No sabría decir si estaba sorprendido porque era usted, o porque se trataba de una cantidad tan grande.

—Probablemente por ambas cosas — sonrió Dave —. Quizá estaba, pensando en mi hermano y en el Consejo de Administración del otro banco.

El escribiente asintió afectando indiferencia. Pero todavía seguía mirando a Dave con curiosidad.

—¿Sabe usted?... Llevo viviendo en esta ciudad casi cuatro años, y todavía no sé nada de ella — explicó —. Me parece una ciudad bastante divertida.

—No tan divertida-contestó Dave —. Probablemente bastante menos que Jersey City.

—No, no mucho. Bueno, ya le veré más tarde. — Freddi se dirigió hacia la puerta, en la que se detuvo vacilando, y luego se volvió —. ¿Le importaría que le hiciera una pregunta?

—Nada. Adelante.

—¿ Estaba usted en Intendencia, no es así? — preguntó señalando con la barbilla las insignias que Dave llevaba en las hombreras.

—¡En¡ la Compañía 3615 de abastecimiento de gasolina-confirmó Dave —. Yo era el enfermero de la Compañía.

—Si estaba en Intendencia, ¿por qué lleva también esa insignia de Infantería? — preguntó, señalando de nuevo el emblema, nacionalmente familiar, del rifle de Kentucky sobre campo azul con guirnaldas de plata alrededor.

—Mi unidad combatió como Infantería en la batalla de la Bolsa — explicó Dave —. Nos dieron esto por orden especial de la División. Estábamos allí llevando tanques de gasolina cuando se produjo el ataque.

—Fue una cosa fea — dijo Freddi sin mucho calor.

—Le aseguro que no he comprado esto en ningún almacén del Ejército — sonrió Dave —, si es eso lo que está pensando. Ni esto ni el resto de la chatarra.

—Bueno —dijo el escribiente—, gracias por la bebida.

Se mostraba cortado, como si hubiese comprendido que había metido la pata.

—¿Dónde sirvió usted? —preguntó Dave—. ¿En Infantería?

—No. En Aviación — respondió Freddi un poco turbado —. Pero mi hermano estuvo en Infantería. Le dieron su insignia en el bosque de Hürtgen.

Se marchó antes de que Dave pudiese contestar, dejando su última frase flotando en el aire.

Dave se mezcló un whisky y agua y se sentó en la butaca ante la mesa que habían colocado en el rincón, entre las ventanas. Retrepándose miró por la ventana hacia la calle y en dirección a la plaza.

Era una cosa rara lo que pasaba con los soldados. Algo tan divertido que, en cierto modo, le hacía a uno llorar. Cada cual suponía siempre que el otro las había pasado peor. El y Freddi acababan de cometer ese mismo error, el uno hacia otro. Ahora Freddi pensaba que él, Dave, había tenido una guerra muy difícil. En realidad no era eso lo que quería demostrar con sus condecoraciones, y si se las había puesto era exclusivamente para venir a Parkman. El corazón de púrpura, demostrativo de que también él había sido herido, no era más que un simple detalle técnico. Pero todo aquello podía convertirse en una pose. Cualquier cosa podía llegar a ser una pose. Y de ordinario se convertía.

Lo único que le interesaba era la insignia que demostraba que también él había combatido en Infantería. De eso estaba sincera y verdaderamente orgulloso. Pero, ¿por qué? Naturalmente, porque nunca había estado en Infantería.

¿ Se llegaría a ver alguna vez libre de todo aquello? ¿Podría acortar aquellos vuelos? ¿Se alejaría de todo, lo suficiente para poder examinar los recuerdos y digerirlos con tranquilidad? ¿Llegaría a rememorarlos con regocijo y condescendencia tolerantes? Lo dudaba. Y por otra parte la próxima guerra no tardaría en llegar con su cosecha de lisiados.

Desde la ventana, podía ver en un ángulo del patio de la Audiencia el monumento a los caídos en el combate, hijos del condado de Cray. Como la guerra había acabado ya hacía casi dos años, la lápida estaba empezando a descascarillarse y a soltar su pintura como el resto del monumento. «La pizarra de los tanteos», pensó. Dentro de un año tendrían que quitarla. Movido por un súbito impulso quiso con violencia subir hasta el centro de la ciudad, y ver si su nombre estaba también inscrito en la lápida, aunque sabía que no podía estarlo porque era en Hollywood donde le habían movilizado.

Resultado curioso llevar viviendo en Hollywood once años y tener todavía como residencia oficial la ciudad de Parkman, en Illinois. Sólo por esta razón le habían desembarcado en Chicago.

Y sólo por ella se encontraba ahora aquí, a pesar de que nunca había tenido intención de volver. Bueno, estaría una semana y nada más. El lugarejo no merecía más tiempo.