CAPÍTULO XXVI

El fin de semana que Dave Hirsh había decidido no pasar en casa de los French cuando volvió al hotel el jueves por la noche, resultó ser uno de los períodos más agradables y pacíficos que hubiera disfrutado en su vida después que cambió de idea. No quería habérselo perdido por nada de este mundo.

El viernes estuvo todo el día acostado en el hotel, tratando de dormir sin conseguirlo, y esperando lastimeramente que su maldito cuerpo asimilara y se desprendiera de todas las cantidades de alcohol que había introducido en el mismo; tres cuartas partes de él enfermo, todavía aterido por la noche que había pasado en el trigal, todavía borracho, y ya desesperado incluso antes de sentirse fresco. Finalmente, no sabiendo qué hacer, se levantó y se vistió y volvió en coche a Israel, muerto de sueño, para aceptar la invitación del padre y de la hija. Le obligaron a tomarse dos «Martinis» y le alimentaron espléndidamente, y luego los tres se quedaron sentados junto al fuego hasta después de la una de la noche, discutiendo su novela y tratando de darle forma; y él descubrió con sorpresa que ya no estaba ni cansado ni soñoliento, y apenas mareado.

Todo parecía haberse apaciguado de repente. No había preocupaciones y no había miedos. Le pareció como si estuviese caído por casualidad en un estado de completo desasimiento, y por tanto de paz. Desde luego sólo se trataba de un estado de ánimo. Pero era un estado de ánimo condenadamente Buenos

Y aquel estado perduró durante los dos días siguientes.

Una gran parte del éxito del fin de semana, estaba él absolutamente seguro, después de analizarlo, se debió al hecho de que había descubierto el oculto secreto de Gwen. Ya sabiéndolo, se veía libre de toda presión. El elemento natural de duda que se tiene frente a cualquier mujer, había desaparecido. Todo lo que él tenía que hacer era mostrarse paciente y aguardar, hasta que una de las picadas de ella, uno de sus arrebatos, fuera lo que fuese y lo que los causase, la asaltara, y entonces ya no sería él quien tendría que seducirla a ella, sino que ella le seduciría a él. Resultaba increíble lo mucho que ese convencimiento le dejó descansar.

Dormía hasta muy tarde. Bebía poco. Escuchaba música. Paseaba a lo largo de las orillas del río con Bob o con Gwen o con los dos (respirando el frío aire de noviembre, mirando a través del río las espesuras de sauces y sicomoros de la parte de Indiana, sin cansarse nunca de eso). Jugaba al ajedrez con Bob frente al fuego, partidas en las que era derrotado sólida y concienzudamente; jugaba también con Gwen, que era una buena jugadora y le derrotaba con la misma eficacia. Y comía ansiosamente aquellas extrañas y deliciosas comidas que Gwen parecía hacer con nada y que improvisaba en medio de una partida de ajedrez o mientras estaba enfrascada en una grave conversación. Pero lo que más hizo él durante todo aquel tiempo fue conversar con uno o con ambos, y el tema constante era el de su novela.

Gwen le había contado su idea a Bob, la de una novela cómica de guerra, y Bob se mostraba entusiasmado y excitado. Estaba de acuerdo con Gwen en que era una idea brillante; y estaba de acuerdo con Gwen en que lo que había que hacer ahora era encontrar una forma adecuada, el molde acertado. No el molde de un argumento rígido, ¿sabes, me entiendes? Eso nunca debería hacerse. Sino más bien un canal; algún planeamiento cronológico sencillo que le daría un principio y un fin a su trabajo, de forma que no tuviera que disiparse excesivamente, pero dejándole a la par amplitud de espacio para moverse con toda holgura, ya me comprendes. Y estaba de acuerdo con Gwen y con Dave en que no debía haber ningún héroe. Ningún héroe y ninguna heroína y ninguna historia de amor. Dejar todo eso fuera de la trama. No complicar las cosas; aquélla no podía ser una gran novela de personajes, con complicaciones de tipo personal. La belleza de la idea radicaba en su simplicidad. Y la mitad del efecto y del impacto que causaría estribaban en su sencillez y su brevedad, la sencillez de la historia misma y la simplicidad de su presentación. Bob estaba muy excitado. Cuando se ponía a hablar paseaba por la habitación arriba y abajo, olvidándose de la partida de ajedrez, tranquilo y calmoso, chispeándole los ojos llenos de fuerza vital. Pero, sin un argumento personal, ¿qué forma podría dársele a aquello? Debía tener continuidad, debía ir progresando. ¿Qué forma darle entonces?

Los tres estuvieron luchando con aquella dificultad el sábado entero, a través de dos comidas, tres partidas de ajedrez y cuatro paseos por el exterior. Al final fue a Gwen a quien se le ocurrió la idea de tomar un poco como modelo el libro de George R. Stewart, Tormenta. También allí, decía ella, la gente era sólo algo accesorio; el protagonista era la tormenta misma. Desde luego no era un libro profundo, ni siquiera aspiraba a serlo. Pero, sin embargo, el plan parecía valioso.

Bob asintió excitadamente. Y lo mismo hizo Dave; lo adoptó y al punto empezó a elaborarlo. En realidad era terriblemente sencillo. Todo lo que tenía que hacer era elegir una unidad, preferiblemente una unidad bisoña, y seguirla por toda una campaña desde el primer combate hasta... bueno, hasta el final: el final de la campaña, o el relevo de la unidad, o, tal vez, el relevo final del último hombre que hubiera quedado de la unidad original. Pero en este caso, en lugar de ser la unidad misma el protagonista y el héroe, el personaje principal habría de ser la experiencia misma del combate, pero controlada y dominada por aquella visión de lo humorístico y cómico de la muerte y de la guerra, como opuestos al usual heroísmo solemne y abominación que todo el mundo aceptaba. Y aquello la haría muy chocante. En realidad se trataba de algo muy simple.

Como Bob dijo con una sonrisa astuta:

—Ahora todo lo que tienes que hacer es escribirla.

Pero el domingo fue un día relajado y pacífico muy poco a propósito. Y fue aquel domingo cuando Da ve hizo por casualidad un descubrimiento que le desconcertó en un principio, pero que al fin terminó por convencerle de que su teoría básica acerca de la ninfomanía de Gwen era correcta.

Rondando por la casa, había cogido de un estante un ejemplar de Velos Pintados, de Huneker. Era una edición hermosa y barata. La había visto antes, en la costa, al tiempo de ser movilizado.

Hacía mucho tiempo que había leído el libro. Por aquel entonces le había interesado principalmente por lo mucho que trataba de temas sexuales, pero podía recordar el elaborado estilo rococó con que estaba escrito, y resultaba interesante rememorar la experiencia. Dave hojeó el volumen y entonces fue cuando hizo el descubrimiento que le desconcertó.

El libro tenía escrito el nombre de Gwen en la primera hoja, y en la página 46, con la misma letra, había una nota marginal. Dave recordaba la escena. Se trataba de una sátira que modernamente resultaba más bien pesada. Justamente entonces, cuando el héroe estaba divirtiéndose por la borrachera, Gwen, indudablemente había sido ella, subrayó la frase y escribió al margen: «¡ Horrible! a los hombres les encanta degradar a las mujeres». Y al margen de la página siguiente, mientras la orgía estaba en progreso, aparecía con firmes letras mayúsculas el comentario: «¡ El mal! ¡ Este hombre es el mal!»

Por un momento, Dave se quedó estupefacto. No había forma alguna de relacionar aquello con la Gwen French que él conocía o creía conocer. Esto correspondía más bien al comentario de una solterona. Y si había algo que no cuadraba con Gwen French, que contradecía su espíritu y su personalidad era el carácter de una solterona.

Volvió a colocar el libro en su sitio y se quedó mirando el lomo dorado, sintiéndose culpable como si le hubiesen sorprendido mirando por una ventana, y al mismo tiempo oteando en torno, con el deseo furioso de hallar una explicación. Pero naturalmente, en realidad todo ajustaba. Aquel sentimiento del ¡ mal!, que indudablemente provenía de la intimidad más profunda del autor del comentario, sólo venía a corroborar su convicción sobre Gwen. Era lo mismo que le pasaría a ésta durante semanas, durante meses y meses, tratando de ser pura, y luego, cuando la presión ya se le hacía demasiado intolerable, lo echaba todo a rodar salvajemente, y luego se retiraba a un rincón para rumiar sus culpas y su sentimiento de lo malo.

Sintiéndose considerablemente mejor, ahora que lo había comprendido todo, regresó a la enorme cocina donde Gwen y Bob estaban riñendo una partida de ajedrez. Se sentó a mirar, sintiéndose todavía más relajado y tranquilo y pacífico de lo que lo había estado durante años y años. Aquella edición había sido impresa en 1942, pensó mirando a Gwen que le sonrió; sólo hacía por tanto cinco años. Gwen estaba siendo derrotada lenta, pero seguramente al ajedrez. El se retrepó y dejó que la tarde transcurriera perezosa y voluptuosamente a su lado.

El lunes por la mañana, después de una noche de sueño profundo y reparador, sintiéndose un hombre completamente distinto del Dave Hirsh del viernes, llamó por teléfono a Frank a la tienda.

—¿Dónde diablos has estado? —le preguntó Frank en cuanto que cogió el aparato.

—He estado aquí en Israel visitando a los French.

Hubo un momento de pausa.

—Oh — exclamó Frank —. Parecía sorprendido —. No es de extrañar que no haya podido localizarte. He llamado a todos los sitios posibles del Condado.

—¿Para qué? ¿Qué quieres?

—Quería que me ayudases a montar el servicio de taxis, eso es todo — respondió sarcásticamente.

—Bueno, estaré allí dentro de media hora y te ayudaré-prometió Dave.

—Ya lo he hecho yo todo — dijo Frank, disgustado —. Todo está ya listo para empezar, esperando sólo que llegues y te pongas a trabajar.

Entonces iré a buscarte a la tienda dentro de media hora.

—Perfectamente — repuso Frank —. Y, si no, espera. Será mejor que me busques en el despacho de la parada dé taxis. ¿Sabes dónde está? En la calle Plum, justamente detrás de los billares Foyer. No hace falta que pierdas tiempo viniendo aquí — añadió.

—Muy bien, entonces allí te buscaré.

—Los conductores probablemente estarán ya allí — dijo Frank —. Les dije que acudieran a presentar sus informes el lunes por la mañana.

Su voz sonaba gruñona y acusadora y Dave no se molestó en contestarle. Se limitó a decir adiós y colgar. La conversación telefónica había vuelto a hacer surgir a la existencia la personalidad de Frank vividamente. No se podía censurar a Frank por mostrarse enojado.

Mientras reunía sus cosas para marcharse, lo cual no era un duro trabajo, ya que sólo consistían en un traje de repuesto, un puñado de notas sobre la novela y los útiles de afeitar, deseaba con anhelo no tener que irse. No es que se hubiera olvidado de Frank y del servicio de taxis; pero los había relegado al último lugar de su mente y ahora habían vuelto con toda su fuerza.

Gwen se había marchado ya a la escuela, y él se había despedido de ella, ocasión que Gwen aprovechó para advertirle severamente que debía empezar a trabajar en el libro ahora que la idea estaba fresca. Esa era la intención que él tenía. Se despidió de Bob, que estaba en traje de faena en su cuarto de herramientas. Bob debió de comprender cuáles eran sus sentimientos, porque le sonrió cordialmente y le invitó a volver cualquier otro fin de semana, mientras le daba un apretón de manos, o cualquier otro día que le apeteciera venir, para quedarse todo el tiempo que quisiera. Era una invitación muy amplia y generosa, y se notaba que Bob hablaba de corazón. Dave se dirigió a Parkman en el pequeño «Plymouth» con la sensación de ir resueltamente en busca de su destino, su lastimoso y condenado destino.

Mientras cruzaba el puente a la salida de Israel, había otra cosa que le preocupaba. Había descubierto que le hacía falta tener de nuevo su dinero. Lo había descubierto durante aquel fin de semana. No le gustaba sentirse sin blanca. Le producía la misma sensación misteriosa y aterradora que había sufrido frente a la miseria. Diablos, si él hubiese sabido la verdad sobre Gwen French, no habría necesitado en absoluto entregarle su dinero a Frank. Pero ahora lo único que cabía hacer era arrojarse de lleno a aquel negocio de los taxis para obtener un éxito tan grande como para recuperar su dinero; y el nerviosismo aumentaba su ansiedad.

Resultó ser tina esclavitud más grande de lo que había pensado. Desde el momento en que descendió de su coche frente a la oficinilla que Frank había montado junto a la parada, se vio sumergido en una existencia miserable, medio viva, medio muerta, llena de tanto trabajo que apenas le quedaba tiempo para dormir, mucho menos para escribir, y que perduró, en su parte peor, durante dos semanas, y luego continuó, sólo ligeramente mejor, un mes más, hasta que por fin hubo de rebelarse.

La dificultad principal estribaba en que no había contratado a nadie que pudiese relevarle, por lo que tenía que trabajar desde las siete de la mañana hasta después de las once y media de la noche, los siete días de la semana, porque cuando no estaba ocupado con algún que otro papeleo, tenía que estar allí para contestar a los dos teléfonos. Excepto el desayuno, tenían que mandarle allí todas sus comidas. La otra dificultad era que Frank no había pensado en ningún sistema de contabilidad, excepto unos impresos pinchados en ganchos que a la larga resultaron ser más engorrosos que ninguna otra cosa y que tuvieron que descartarse completamente. El resultado fue que no le quedó más sistema que el de un bloc de espiral que terminó por no entender. La tercera dificultad, que nadie había previsto, fue la de que el servicio de taxis obtuvo un tremendo éxito casi desde el primer día. Al parecer había un grandísimo número de señoras de edad que no sabían o no querían conducir, y un número aproximadamente igual de señoras jóvenes cuyos maridos se llevaban los coches al trabajo y las dejaban sin medios para realizar las compras. Estas señoras suministraron un contingente inmediato para el negocio. Nadie sabía cómo se las habrían arreglado antes del «Servicio de Taxis Frank», como la firma fue apodada inmediatamente por la ciudad, a pesar de los cuadraditos rojos pintados al costado de los coches.

Por último, Clark Hibbard escribió una de sus columnas en el Oregonian acerca del servicio de taxis Hirsh y su importante contribución cívica; una columna que por lo demás no leyó casi nadie, pero de la que Frank se mostró muy orgulloso.

Da ve no tenía ni gusto ni tiempo para ocuparse del artículo. Las señoras, juntamente con las demás llamadas, no es que causaran lo que estrictamente podría llamarse una aglomeración, pero aquello era mucho más de lo que Dave podía resistir. Finalmente, desesperado, llamó a Frank. Frank había estado en visita suplementaria a la hora de cerrar para comprobar los recibos, pero lo único que le interesaba era saber el dinero que se estaba haciendo y si las llamadas que se recibían solicitando taxis eran cumplidas con rapidez. Había decidido ya comprar otro coche pagándolo con el capital social, para añadirlo a la flota de tres.

Acudió en cuanto que Dave hizo la llamada, y mientras que Da ve le informaba sobre la situación, mostrándole la confusión de papeles enmarañados, permaneció erguido con aire desconcertado en la minúscula oficina, pasándose la mano repetidas veces por su escaso cabello, con gran irritación.

—A mí me importa un comino lo que tú pienses — rugió Dave frenéticamente—, pero algo tienes que hacer. Yo no puedo con esto. Al paso que vamos no tendremos ni siquiera posibilidad de controlar los servicios.

Frank cogió inmediatamente uno de los teléfonos y llamó a la tienda requiriendo a Edith Barclay. La verdad era que Frank se sentía tan impotente como el mismo Dave. Si alguna vez había hecho algo de contabilidad, al parecer lo había olvidado totalmente, y la verdad era que antes de que pudiera permitirse el lujo de una empleada, era Agnes quien le había hecho todos los trabajos de oficina. Por eso decidió llamar a Edith. Dave no pudo evitar el sentirse muy complacido.

Edith, cuando llegó y vio todo aquel lío, movió la cabeza con disgusto y desaliento. Allí no era posible hacer nada con lo que había. Era preciso poner todo en orden desde el principio.

—Muy bien, — aprobó Frank dolientemente —. Haga usted todo lo que crea necesario. Le pagaré las horas extras que dedique a eso. Déjelo todo arreglado, de forma que haya un orden que funcione. Y luego enséñele a él cómo trabajar.

De esta forma, durante la semana siguiente, una hora después de cerrarse la joyería por la mañana y otra hora después de la cena, Dave trabajaba codo a codo con Edith, en un esfuerzo por poner en claro las cuentas de la «Compañía de coches de la banda roja». Llegó a conocerla bastante bien, esto es, todo lo que se podía conocer a Edith. Se ofreció a pagarle la cena, pero ella se negó de una manera rotunda e inequívoca.

Prefería salir y a cualquier parte y comer por su cuenta y él no sabía si lo hacía en casa o en un restaurante, y luego volvía, después de la cena, fría, distante y competente, y reanudaba su trabajo. Dave se encontraba bastante violento con ella, porque no conseguía hacerla hablar ni clarearse. Ella mantenía hacia él, de una forma que no resultaba insultante en absoluto, una altiva reserva que le desconcertaba.

De todos modos, Dave no tenía más remedio sino admirar su competencia y la eficiente prontitud con que ella trabajaba. Realmente se hacía todo muy sencillo cuando ella lo había hecho. No había nada difícil ni inexplicable. El mismo habría podido hacerlo si hubiese sabido. Después que todo estuvo organizado, ella siguió explicándole cómo había que anotar los asientos y por qué, mostrándole exactamente la forma de hacerlo. Luego volvía un rato a la tarde siguiente, revisaba cuidadosamente todos los asientos que él había hecho durante el día, dijo una noche que ya él podría arreglárselas solo y se marchó diciendo que ya no volvería. En cierto modo, a Dave le resultó odioso verla desaparecer. Comprendía ahora muy bien por qué Frank la estimaba tanto.

De esta forma volvió a encontrarse solo desde las siete de la mañana hasta las once de la noche. De vez en cuando uno, dos o los tres chóferes (Frank no había comprado todavía el cuarto coche) entraban en la oficina y se ponían a charlar o a jugar a las damas, pero aquello no solía suceder con frecuencia. Un día Bama vino a hacerle compañía unos minutos, de vuelta de una semana muy productiva, en Cincinnati, y se marchó bastante disgustado por las muchas horas que tenía que trabajar su amigo Dave; y otra vez fue Wally Dennis el que se detuvo y le derrotó a las damas. Pero aquello fue todo. No había escrito ni una sola línea desde aquel lunes que había salido de casa de los French. Y por lo visto no había perspectiva alguna de que pudiera hacer nada en un futuro próximo. Por lo demás el entusiasmo que había sentido por la novela se le había evaporado completamente. Ahora estaba durmiendo menos de seis horas al día. Estaba derrengado. Y no tenía adonde ir como no fuera al maldito hotel.

Al parecer, por lo que decía Frank, estaban haciendo dinero. Pero naturalmente, como también decía, se necesitaría mucho tiempo para amortizar el capital y empezar a pagar beneficios. En verdad, tenía que admitir que Frank se había portado bastante bien en la cuestión del salario. Le pagaba 50 dólares por semana; lo que representaba 200 dólares al mes. Demonios, aquello era bastante más de lo que un sargento podía ganar en el Ejército. Los chóferes sólo ganaban 31,25 por semana o sea 125 al mes. Viviendo tal como él vivía, lo que quería decir que no iba a ninguna parte ni hacía nada, podía incluso ahorrar bastante cada semana. Pero ¿qué objeto tenía ahorrar dinero si luego no había forma de gastarlo? Por lo menos los chóferes tenían libres dos domingos de cada tres.

Dave había llegado a conocer bastante bien a los tres chóferes, ya que todos empezaron a trabajar al mismo tiempo y a él apenas le quedaba otra diversión. Se entretenía en estudiarlos, les escuchaba hablar e intervenía en su conversación, siempre que estaban en la oficina. Aquel trabajo constituía una nueva experiencia para cada uno de ellos, y en realidad lo estaban pasando muy bien. El escurridizo, diminuto, carrilludo Ted Fitzjarrald de cara de hurón, Barry, que era como le llamaba todo el mundo en Parkman, servía en cualquier momento para hacerle soltar a uno la carcajada con una de sus acres y amargas observaciones punzantes. El alto, lento y rubio Forrest Lee, que parecía y actuaba como un sureño, y que podría haberlo sido, pero no lo era, de buen natural, campechano, víctima de las bromas de todo el mundo, estaba acostumbrado a vivir tan por las buenas y por tanto tiempo, que ya se le había convertido en una costumbre que no habría podido quebrantar aunque se lo propusiera, lo que indudablemente no había hecho. Tanto Lee como Fitzjarrald se habían casado y divorciado antes de los veintitrés años. Los dos hablan servido recientemente y sin mucho patriotismo en el Ejército y visto considerables combates, y los dos recordaban ahora el tiempo en filas nostálgicamente y con la sensación de haber perdido algo. Habían sido clasificados sucesivamente como vagos, borrachos, mujeriegos y libertinos, de forma que no tomaban con demasiada solemnidad su nuevo prestigio, aunque disfrutasen del mismo.

Pero de todos ellos, a quien prefería Dave era con mucho a Albie Shipe. Siempre riendo y diciendo algo gracioso a su manera increíblemente obtusa y, en realidad, casi lúgubre (aquel tipo de humor era evidentemente algo nuevo que Albie había aprendido en el Ejército) Albie Shipe estaba en la posición envidiable de hacer que todo el mundo se echara a reír tan pronto como se le veía hacer una mueca y abrir la boca, antes de que llegara a pronunciar una palabra. Pudiendo apenas descifrar un periódico, tenía el asiento delantero del taxi atestado de libros de chistes que leía lenta, laboriosa y concienzudamente, con ávida concentración. Compraba todos los periódicos cómicos de diez y quince centavos que llegaban a los quioscos y cuando los terminaba se los regalaba a manojos a los chicos de diez y doce años de la ciudad. Le gustaba el cine con la misma avidez que los periódicos cómicos y cada noche que tenía libre, una sí y dos no, se le podía encontrar en el cine. Siempre se podía estar seguro de que estaba allí, le decían a Dave los otros dos, porque su risa atronadora resonaba en todo el local a la menor excusa que hubiera para ello. A pesar de esto, era un excelente jugador de damas. Los tres lo eran, aunque Fitzjarrald tenía una clara superioridad. Todos ellos derrotaban a Dave.

Pero aun conociendo, y siendo amigo y disfrutando de la compañía de loe tres chóferes, eso no bastaba para mantenerle por siempre en aquella existencia vergonzante; y después de sufrirla lastimosamente durante un mes entero, una especie de apasionado amor a la libertad fue creciendo dentro de él y Dave decidió que ya tenía bastante. Antes de rebelarse eligió al que había de ser su sucesor, o su ayudante más bien: Iba a ser Albie. Inflamado con un llameante y apasionado celo por los derechos del individuo, llamó a Frank a su casa a las diez y media de la noche.

—¿ Qué pasa ahora? — preguntó Frank, cansadamente.

—Me marcho — gritó Dave con fervor.

Ya había hecho que los muchachos salieran de la oficina.

—¿Qué demonios pasa ahora? ¿Qué mosca te ha picado?

—¡No soy un esclavo! — gritó Dave apasionadamente en el teléfono—. No estoy dispuesto a sufrir este tratamiento por nada del mundo. Búscate otro esclavo.

—Espérame ahí — dijo Frank cansadamente —. No te vayas. Ahora mismo bajo.

Tenía un aspecto lúgubre y candado y con bolsas en los ojos, y como además había estado bebiendo muchísimo toda la noche, cuando llegó a la oficina, sin sombrero y con el cabello enmarañado, su apariencia era deplorable.

—Muy bien — dijo Frank, pasándose iracundamente los dedos por el cabello —. ¿ Qué pasa ahora?

—¡Mira este sitio! — barbotó Dave. Señaló el lugar con el brazo, la mezquina y ridícula oficina —. ¿ Qué te parecería tener que pasar aquí toda la vida? No creo que pudieses resistirlo.

—Ya te dije que los primeros meses sería un trabajo rudo-dijo Frank cansadamente.

Se sentó en la esquina de la mesa.

—Si quisiera ser un esclavo, me iría a Rusia. ¿Para qué crees que hemos combatido en la guerra? Hemos combando por la libertad, eso es. Pero yo no tengo libertad ninguna: Yo soy un hombre. Con los derechos de un hombre. Tú puedes matarme, pero no puedes obligarme a trabajar diecisiete horas al día.

—Está bien — replicó Frank cansadamente —. Te buscaremos un ayudante. Pero eso significará que necesitaremos mucho más tiempo antes de empezar a obtener beneficios.

—Al diablo los beneficios — gruñó Dave —. No voy a vivir como un esclavo.

—Perfectamente.— suspiró Frank con paciencia —.Empezaré mañana a buscar a alguien que te ayude.

—Ya tengo a uno —dijo Dave, expresándose ya con voz normal —. Albie Shipe.

—¿ Albie? — exclamó Frank —. ¡ Demonios, si no sabe ni siquiera sumar!

—No tiene un pelo de tonto y es lo bastante inocente como para ser honrado — dijo Dave —. Es el hombre que necesito.

—Pero él no puede hacer ese trabajo — protestó Frank.

—Sí puede. Tu amiguita nos lo dejó todo arreglado. La forma en que ella lo ha dejado montado todo es tan sencilla que un niño de diez años podría continuarla.

—¿Mi qué? —preguntó Frank, suspicazmente.

—Tu secretaria.

—Ah, ella — dijo Frank, aliviado.

—Trabajaré hasta las cinco de la tarde, pero ni un segundo más — expuso Dave —Y un domingo sí y otro no, lo quiero para mí. Los domingos cerraremos a las seis y el que esté de guardia cobrará horas extras.

—Eso significa que perderemos las ganancias de todas las noches de los domingos — dijo Frank pacientemente.

—¡ Al diablo las ganancias! — barbotó Dave —.¡Seis u ocho dólares de ganancia a la semana no valen lo que la vida de un hombre!

Frank suspiró con cansancio.

—Está bien. Ya que estoy aquí, voy a ayudarte a revisar k» recibos. Puedes decirles a los muchachos que se vayan.

De una manera o de otra, una forma sutil, Dave supo* que le había asustado. Frank no quería que él se marchase.

Amenazándole con marcharse, conseguiría de él lo que quisiera. Tomó nota de eso para futuras referencias, hinchando el pecho triunfalmente; se daba cuenta de que había conseguido una victoria de importancia a favor de los derechos del hombre en Parkman, Illinois.