CAPITULO XXVII

Frank estaba sufriendo sus propias preocupaciones. Cuando se montó cansadamente en su «Buick», disgustado con su hermano, no le importaba un comino el que Dave se marchase o el que se arruinaran o incluso que tuvieran que cerrar del todo el maldito negocio. Al final, Frank había perdido a su amante. Finalmente y por mucho tiempo.

De la misma forma que él había temido que sucedería.

Eran ya más de las once y las luces de los escaparates de los establecimientos estaban ya apagadas, las calles desiertas, y con una especie de indecisión y carencia de objetivo, y porque no quería volver a casa, condujo por la calle Plum hasta el final de la manzana y luego colina arriba, alrededor de la plaza. La plaza estaba casi desierta también, y los únicos sitios alumbrados eran los dos billares y el único restaurante que permanecía abierto toda la noche. Había también un débil rayo de luz en la oficina de su propio establecimiento, y supo, sin necesidad de pensarlo, que sería Edith Barclay, que estaría trabajando hasta tarde en el balance mensual. Lenta y prudentemente dio una vuelta con el «Buick» por la plaza, y luego, también sin pensarlo, llevó el coche a uno de los aparcaderos diagonales frente a su tienda. Un momento fugaz se le ocurrió entrar y hablar un poco con Edith. Pero después de haber aparcado, no sintió deseo alguno, no podía resistir la idea de hablar con nadie. Apagó los faros y el motor, encendió un cigarro y se quedó sentado en el interior a obscuras fumando y mirando los escaparates en sombras de su tienda, rumiando sus penas.

Claro que, en realidad, no se podía reprochar nada a Gene— ve. No se le podía reprochar con mucha justicia. Ella tenía que mirar por el empleo que tenía en casa de Dotty Callter. Después se acordó de otras cosas. ¡ Maldito sea!

No, no podía censurársele. Pero sabía a quién se podía censurar. A su esposa Agnes; ésa era quien tenía la culpa. El no sabía como lo había logrado su mujer o de qué medios se había valido, y probablemente no lo descubriría nunca, pero estaba seguro de que era ella quien se ocultaba detrás de todo esto.

—lo más enfurecedor era que él no podía hacer nada. Había hecho ya todo lo que podía. Había llamado por teléfono a Geneve, la había visto y le había hablado, y si había atravesado la experiencia más humillante de su vida, también de eso tenía que darle las gracias a Agnes.

En el coche a obscuras, Frank fumaba convulsivamente dándoles chupadas al voluminoso «Churchill», dejando que la pesada humareda flotara en torno de él y que la punta incandescente iluminara sus rasgos convulsos.

Después de volver a casa desde Chicago, no había tenido tiempo de llamarla en las dos primeras semanas, a causa del servido de taxis y en realidad no había vuelto a acordarse de todo el asunto. Pero aquello no habría tenido la menor importancia porque fue inmediatamente después de volver a casa desde Chicago, según descubrió más tarde, cuando Dotty le habló de nuevo a Geneve y lo que quiera que Agnes hubiese hecho, comenzó a ejercer un poderoso efecto.

Así es que no había habido diferencia alguna en que hubiese llamado por teléfono antes o después. Cuando llamó a Geneve el lunes siguiente tuvo buen cuidado de irse a los Elks y llamar desde su cabina telefónica, y se lo explicó eso en seguida, pero inmediatamente percibió un cambio y no por cierto para nada bueno en el tono crispado y frío de la voz de ella. Aparentemente alguien estaba al lado de Geneve, porque ella declinó una invitación a asistir a una fiesta, y aún hizo más. No, no le era posible ir. Aquel día ella tenía importantes negocios que hacer. Lo sentía mucho, pero le era imposible. De esta forma, al acabar la conversación, pero todavía con la misma voz fría y crispada, le dijo que sí, que estaría encantada de ir al día siguiente al club a tomar un cóctel; aquello era una señal convenida entre ellos para que él la recogiese al anochecer en la calle que conducía al Círculo de Labradores.

Y en efecto, ella había estado allí paseando cuando él pasó en coche y la recogió, incapaz de evitar preguntarse qué estaría haciendo el idiota de Al Lowe para dejársela pegar de aquella forma. Él volvió a conducir de nuevo hacia el Norte y salió de la ciudad por el Este, encaminándose a Israel, mientras Geneve, fría y calmosamente, le hacía preguntas acerca de la parada de taxis. ¿Estaba ganando dinero? Era un viejo zorro, había que reconocerlo. A ella no le había dicho ni una sola palabra. Ni el menor comentario. Le habría gustado invertir un poco de dinero suyo y de Al en aquel negocio, si lo hubiera sabido a tiempo. Aunque sintiéndose impaciente, sin embargo él tomó el tiempo necesario para explicar que no se trataba realmente de una empresa, sino de algo que se le había ocurrido para mantener a su hermano encarrilado, y que por eso no se había molestado en decírselo a ella. Dijo que no era cosa que hubiese hecho para hacer dinero. Ella ni siquiera se molestó en contestarle, y dejó correr la cosa filosóficamente. Fría, calmosa, crispada, le dijo todo lo que a él le interesaba escuchar, que Dotty le había vuelto a hablar de su regreso y que esta vez la advertencia había sido mucho más seria.

—No puedo reprochárselo a Dotty. Y no veo cómo podrías reprochármelo tú a mí — dijo ella fríamente. Estaba muy guapa con su fría, marmórea faz de maniquí como un modelo de Vogue cuyos ojos sobresalían brillantemente y con un brillo que resultaba casi contradictorio —. No puedo seguir estando contigo — dijo ella decisivamente —. No me parece que valga la pena.

—Bueno, me temo que tienes razón — dijo Frank, tratando de que su voz sonara tan indiferente y comercial como la de ella, pero sin lograrlo muy bien.

—Lo siento —dijo ella crispadamente, mirándole casi en plan de acusación, pensó él, con aquel rostro de mármol —. Algún día quizá podamos encontrarnos en el Círculo y dar un paseo y divertirnos un poco — al decir esto sonrió —. Pero no creo que eso pueda ser en mucho tiempo. Desde luego, no será antes de que las cosas se aquieten del todo — explicó.

—Sí, ya lo supongo — repuso Frank —. Bueno, temo que voy a echarte un poco de menos — dijo tratando de aparecer indiferente.

—Es esa maldita mujer tuya — prorrumpió Gene ve, vengativa, pero fríamente —. Lo que me maravilla es que hayas podido tener éxito, teniendo colgada al cuello esa piedra de molino. Te domina completamente — dijo con un tono inapelable —. Y tú se lo permites. En todo esto no puedes reprocharle a nadie más sino a ti mismo, Frankie.

—Bueno... — dijo Frank sin terminar la frase, contemporizando. No pensaba que aquello fuese estrictamente verdad, pero tampoco quería desmentirla.

—Tú no puedes censurarme el que no quiera ponerme en peligro yo y mis planes nada más que a causa de algo que tú no puedes arreglar — dijo Geneve fríamente.

—No, desde luego que no puedo reprochártelo — dijo él honestamente —; de todos modos, agua pasada no mueve molino, ¿no es así?

Había visto la desembocadura de un camino de carros y frenó el coche para dar allí la vuelta. Luego se internó por la pendiente de grava hasta llegar a una pequeña arboleda.

—¿ Para qué te has metido por aquí? — preguntó Geneve con una voz fría, cuando él detuvo el coche.

—Pues mira — sonrió él con aspecto un poco culpable —, como ésta es la última vez que vamos a vernos, he pensado que podríamos pararnos aquí un poquito.

Geneve giró en el asiento y se quedó mirándole fría y compasivamente. Hasta entonces él no había notado más que un poco más de frialdad que la usual en la voz de ella.

Profundamente herido, Frank no supo qué contestar. Necesitó varios segundos para que la enorme humillación de todo aquello penetrara en él con toda su intensidad. Se sentía infinitamente pequeño. La rabia fluía de él como la sangre de una herida, coagulándose y formando una capa protectora en torno a la llaga.

—Voy a dar la vuelta — dijo en varadamente. Había un paso por allí cerca que llegaba hasta el camino —. He hecho un montón de cosas por ti y por Al — dijo rígidamente mientras conducía, con la mirada clavada en el frente —. Un montón de cosas que ni siquiera se me habían pedido.

—Se te ha pagado todo lo que has hecho — dijo Geneve fríamente.

Pero en su voz había una débil nota de sorpresa. Como si hasta aquel instante no se hubiese dado cuenta del todo de lo que estaba haciendo.

—Sí, pero ya no me van a pagar más —replicó Frank glacialmente.

—Exacto — confirmó Geneve.

Todavía sin mirarla, hizo las maniobras necesarias para conducir el coche por el camino apropiado. Lo que quería hacer, desesperada y sanguinariamente, era decirle a ella con frialdad y con furia que bien podía echar a patadas a Al al día siguiente y al diablo lo que pensara la gente. Pero en lugar de eso, dijo:

—Pero a pesar del hecho de que no voy a ser pagado, nunca he tenido la intención de echar a Al de la tienda. No es que sea muy inteligente. Pero está aprendiendo lo que yo quiero que aprenda. Y algún día puede que lo haga gerente de todo. Eso puede ser una gran ayuda para vosotros. En muchísimos sentidos. Me paguen o no — añadió —. Eso es lo que siempre he pensado.

Geneve no le contestó. Hicieron todo el camino hacia el puente en silencio, y luego lo cruzaron.

—Bueno, ¿ vas a despedirlo? — preguntó Geneve fríamente, como si las señales luminosas de Israel contuvieran la clave que le hacía despegar los labios.

—No — repuso él —. No voy a despedirlo. Por lo menos no pienso hacerlo — añadió virtuosamente.

Una vez más Geneve siguió sin contestarle, y continuaron el camino en silencio.

—A decir verdad — dijo Geneve fríamente, pero con blandura —, por eso es por lo que me casé con Al. Por lo obtuso que es.

—Bueno, también ése es tu privilegio — dijo Frank con frialdad y sin mirarla.

Al cabo de un momento ella soltó una risita cordial aunque áspera.

—Pero, hablando con franqueza, eso no importaría mucho— dijo ella —. ¿ Qué diferencia habría si yo me hubiese casado con un hombre inteligente? Es cosa que no me importa en absoluto.

—Nunca he supuesto que te importara — replicó él.

—Tú sabes que te tengo simpatía — dijo ella con una fría sonrisa—. Creo que es porque eres un inteligente hombre de negocios. Sabes hacer dinero. También Dotty es una inteligente mujer de negocios. Admiro a cualquiera que sabe hacer dinero. Creo que en eso consiste todo.

Frank se preguntó sombríamente hasta qué punto habría en eso una lisonja.

—No pienso despedir a Al — dijo en voz baja.

Geneve sonrió al oírle, pero no se molestó en contestar a aquella frase, como si todo el tiempo hubiese estado convencida de que él no tendría más remedio que pronunciarla. En lugar de eso hizo una pausa durante unos segundos pensando en otra cosa y luego dijo:

—Él y yo puede que no tengamos todavía mucho, pero los dos ganamos lo suficiente y tenemos el dinero preciso — dijo con su voz fría de siempre.

Evidentemente, aquello constituía para ella un puntillo de honor.

Esta vez Frank fue quien no contestó. Estaban pasando junto al viejo cementerio arbolado que había sido construido al pie de la colina, a unos dos kilómetros fuera de la ciudad. Antes de llegar a las puertas, ella habló de nuevo:

—Maldita sea, la culpa de todo la tiene esa fisgona de tu mujer — prorrumpió irritada —. Y eso es porque tú dejas que ella te domine. Deberías dominarla tú a ella, Frankie.

—Como Al te domina a ti, querrás decir — replicó Frank acerbamente.

—Al y yo nos comprendemos muy bien — dijo ella, flameándole aquellos ojos cálidos que resultaban tan incongruentes y chocantes en la frialdad de su rostro de mármol —. Tenemos un perfecto entendimiento.

—Estarás muy contenta entonces —dijo Frank—. Porque si es eso lo que te pasa, sois la única pareja casada en el mundo que pueda decir otro tanto.

El resto del camino lo hicieron en silencio.

En el coche a obscuras, aparcado delante de su tienda, Frank se echó hacia delante y sacó una botella del compartimiento empotrado y se bebió un largo trago que tenía menos de bebida agradable que de síntoma salvaje de flagrante rebelión contra su esposa.

Todavía no podía comprenderlo. ¿Por qué tenía que portarse ella como el perro del hortelano? Cuando logró por fin recobrarse del sufrimiento causado por los recuerdos, notó que la luz de Edith seguía todavía en la tienda, y de repente necesitó estar donde hubiera gente, donde poder hablar con alguien. Convulsivamente, como un reflejo golpeado con un martillito de caucho, abrió la puerta y saltó a la calle.

El aire frío del exterior le despejó la cabeza de forma bien visible, después de la espesa humareda dejada en el coche por el grueso cigarro. Ya más calmado, se echó la mano al bolsillo, buscó las llaves y abrió la puerta. Pareciole aquello un hogar, súbitamente; un hogar polvoriento, tranquilo y profundamente familiar; el único sitio del mundo en donde podía entrar, pensó, con sólo dar una vuelta a la llave, el único sitio que le habían dejado.

—Soy yo, Edith, soy Frank —gritó al abrir la puerta, temiendo que ella pudiera asustarse.

Cuidadosamente se abrió camino entre las vitrinas de la sala de exposición, atravesando luego el almacén para llegar a la oficina. Quería sentarse un rato, y quizá tomarse un trago de la botella que tenía en la mesa, y fumarse un cigarro, y luego, tal vez, irse a casa. Agnes ya estaría acostada y dormida.

Edith estaba sentada en su mesa, trabajando. Alzó la vista y le sonrió al verle entrar. Ciertamente, no parecía nada asustadiza.

—Caramba, jefe — dijo —, ¿ qué hace usted rondando a estas horas?

—Dando una vuelta nada más — dijo él vagamente —. Una especie de picada que me ha dado. — Se quitó el abrigo y lo dejó encima de la mesa, pasándose luego los dedos por los cabellos —. No te molestes por mí. Tú sigue con tu trabajo. Yo, yo es que tenía que mirar un par de cosas — mintió.

Se sentó a su mesa, abrió el cajón donde tenía guardado el whisky y se sirvió un poco. Luego puso algunos papeles encima, para hacer ver que estaba buscando algo, pero no los miró.

En lugar de eso se echó atrás en su butaca, colocó los pies en una esquina de la mesa y se puso a sorber su whisky, mirando fijamente un ángulo del techo.

—| Ya está usted a punto de acabar? — preguntó Frank.

Edith arrugó la nariz.

—Lo tendría ya hecho hace mucho tiempo, pero es que no me importa tardar un poco. Disfruto mucho haciéndolo.

—Bueno, siga adelante con su trabajo — dijo Frank —. No se preocupe por mí.

—¿Alguna dificultad? — preguntó Edith gentilmente, girando en su asiento —. ¿Le ha dado Dave un nuevo disgusto?

—¿Quién? — preguntó Frank al cabo de un momento—. ¿ Dave?• Oh, no más que de costumbre. Esta noche quería plantarlo todo.

—¡ Plantarlo! — exclamó Edith sin alzar la mirada —. ¿Por qué?

—Porque se estaban infringiendo sus derechos como ser humano — explicó Frank —. En otras palabras: quería más tiempo libre.

—>¿Se lo ha concedido usted? —preguntó ella tranquilamente, sin cesar en su trabajo.

—Claro. ¿Por qué no? —dijo Frank —. No esperaba que pudiese soportar ese plan de vida mucho tiempo. Pero usted siga con su trabajo.

Tomando sus palabras al pie de la letra, Edith hizo exactamente aquello, sin molestarse siquiera en contestar. Después de servirse otro trago, Frank estuvo mirándola desde su mesa. Realmente era una chica muy bonita. Y aquello resultaba extraño, porque no tenía nada de guapa como... Geneve. Sin embargo, era una chica muy linda. Probablemente tenía una vida amorosa muy satisfactoria, pensó él nostálgicamente.

—¿ Cómo le va con ese muchacho amigo suyo? — preguntó él jovialmente.

—¿ Qué muchacho? — preguntó ella sin alzar la vista del trabajo.

—¿No se puso usted en relaciones con un muchacho de aquí hace ya algún tiempo? ¿Un soldado?

Las orejas de Edith se pusieron coloradas.

—¡ Oh!, ése. Rompimos hace ya mucho tiempo. — Agachó

aún más la cabeza sobre el trabajo —. Más tarde lo trasladaron a Indianápolis.

Frank se sintió apenado, y al mismo tiempo muy paternal.

—Oh, no lo sabía. Lo siento. ¿ Por qué fue el disgusto?

—No pensábamos lo mismo en un montón de cosas —explicó Edith brevemente.

—Bueno, espero que conseguirá usted otro mejor bien pronto, ¿no es así? —preguntó Frank bonachonamente.

Edith se volvió y le sonrió traviesa.

—Ya lo tengo. A decir verdad cuatro o cinco.

Frank echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.

—La abundancia es la seguridad, ¿verdad?

—Eso mismo — respondió Edith, sonriendo abiertamente—. Y la seguridad ante todo.

Sintiéndose abrigado por dentro y amistoso y relajado, Frank volvió a mirarla y luego clavó otra vez la vista en el rincón del techo. Casi podía sentir que le subían a los ojos lágrimas de efusión y de afecto. ¡ Cielo santo! ¿ Qué era lo que le pasaba ahora? Era una muchacha demasiado buena y muy bien equilibrada. Estaba seguro de eso.

Sintiéndose agradablemente viejo y agradablemente paternal, de una forma que casi nunca lograba conseguir con Dawn, se sirvió otro trago de whisky justamente cuando en la puerta de la tienda empezaron a llamar ruidosamente. Se puso en pie rápidamente.

—Yo contestaré — dijo —. Debe de ser probablemente el vigilante nocturno.

—Desde luego que se gana su dinero — dijo Edith a sus espaldas cuando él salía —. Esta es la segunda vez que ha estado aquí.

Frank se abrió camino hasta la parte delantera del establecimiento, donde la linterna del vigilante nocturno resplandecía tras la puerta de cristales. La abrió.

—Soy yo, Pete — dijo.

—Ya vi su coche enfrente, señor Hirsh — sonrió el viejo-• Pero de todos modos pensé que debía pararme y echar una ojeada, ya me comprende usted.

Frank asintió.

—Desde luego. He venido por aquí a echar una ojeada a unas cosillas que tenía que hacer.

—¿ Entonces la señorita Barclay se ha marchado? — preguntó el vigilante nocturno.

—Sí —dijo Frank—. Se ha marchado.

—Se quedó hasta tarde, trabajando en el balance mensual, ya sabe usted — dijo el viejo buscando conversación.

—Sí, ya lo he notado en la mesa. Bueno, hasta luego, Pete

Y dijo él.

—Muy bien. Es que pensé que debía echar un vistazo. Hasta luego, señor Hirsh — dijo Pete.

Se llevó la mano al filo de la gorra, un gesto más bien ridículo en él y que había copiado de algo visto en el cine. Se alejó, enfocando ostentosamente el rayo de su linterna contra edificios y ventanas, cosa que, prácticamente, no hacía nunca, a menos que le estuvieran viendo. Frank cerró la puerta y volvió a la oficina. Edith estaba todavía trabajando.

De pronto se sintió embarazado.

—Yo, bueno... yo le he dicho que usted se había marchado

Y dijo apoyándose en la puerta —. No sé por qué se lo he dicho exactamente. Creo que es porque se me ocurrió que será mejor que la gente no crea que podemos estar aquí por la noche los dos solos.

La miraba con cierta preocupación.

—No creo que eso tenga la menor importancia —dijo Edith eficientemente —. Pero no importa. Sólo me queda un minuto. Él no tiene por qué verme salir. Ya está — exclamó. Se puso en pie agitando el mazo de papeles y le sonrió —. ¿ Quiere usted echarles un vistazo ahora?

—Oh, no — respondió Frank.

—¿Quiere usted que me quede y le ayude a hacer algo?

Y se ofreció Edith —. Tendría sumo gusto.

—Oh, no. De ninguna manera — dijo Frank —Ya ha estado usted bastante tiempo. Venga, la llevaré a casa en el coche.

Y No hace falta que se moleste — dijo ella —. Estoy acostumbrada a andar.

Retiró los papeles.

—No es ninguna molestia. Me encantaría.

—Pues yo... — se detuvo, y luego se encogió de hombros y sonrió juvenilmente —. Muy bien, un paseíto en coche, no está mal.

Se puso el abrigo. Desde la esquina de su mesa, Frank no dejaba de mirarla. Ya con el abrigo puesto, se sentó otra vez ante su propia mesa para poner algo en orden.

—Bueno — dijo Edith —, ¿ ha terminado usted ya?

—Ah, sí — dijo él —. Sí, estoy listo.

Copió su abrigo. Una vez fuera, después de cerrar la puerta con llave y comprobar que estaba bien cerrada, mantuvo abierta la portezuela del coche para que ella pudiese entrar. Por lo visto el vigilante nocturno no estaba por ninguna parte. Miró en torno un poco nervioso.

—Derechitos a su casa — dijo él entrando por la otra portezuela—. No tardaremos un minuto y se ahorrará usted una larga caminata.

—Es muy amable de su parte —dijo Edith.

—Nada. Nada en absoluto. Nada a cambio de todo el trabajo que usted hace por mí.

En la esquina, donde acababa la calle de edificios de ladrillos y empezaba la Avenida Roosevelt, enfilando hada el Sur, Edith se incorporó.

—Puede usted dejarme aquí — dijo ella.

—La dejaré en su misma casa — dijo Frank jovialmente —. No es ninguna molestia.

—¡Prefiero apearme aquí, señor Hirsh! — dijo Edith incisivamente —. Como puede usted ver, toda la gente debe de estar dormida, y un coche que pasara por la calle podría despertarla.

—¡ Oh! — exclamó Frank —, ya comprendo.

Después de dejarla y dar media vuelta, volvió a la ciudad cogiendo por la Avenida Wrenz. Cuando se le ocurrió mirar hacia atrás en el espejo retrovisor, vio a la muchacha, con una especie de asustada y conmovida sorpresa, todavía allí de pie bajo la luz del farol, mirando tras él ominosamente.

Dios santo. ¿Podría ella haber leído sus pensamientos? ¿ Aquella cosa estúpida que él se había estado imaginando?