CAPITULO XXXII

Mientras Ginnie desgranaba su interminable charla, Dave sentía que un sopor indefinible iba apoderándose de él, algo muy parecido al sueño. La voz de Ginnie, sonando monótonamente y prosiguiendo en una línea quejumbrosa mientras iba relatando recuerdos y recuerdos, le hipnotizaba a pesar de su interés. La voz disminuía de volumen poco a poco, manteniéndose las palabras audibles como sonidos, pero sin encerrar ya ningún significado que él pudiera captar. Una de las veces vio que Ginnie estaba zarandeándole.

—Te has quedado dormido mientras yo te hablaba — le acusó ella con tristeza —. Eres un mal muchacho.

—No — se disculpó él —; te aseguro que estaba escuchando.

Se quedó tan harto de charla que su pensamiento fue que nunca podría volver a soportar a una mujer en muchísimo tiempo. Pero Ginnie, por el contrario, parecía mostrarse mucho más segura y menos miedosa.

—No te duermas — dijo ella plácidamente —. Todavía tengo montones de cosas que contarte.

—Muy bien — murmuró él —. No me dormiré.

—Podría quedarme así toda la noche — dijo ella —. ¿ Es muy tarde?

El la tranquilizó.

—¿Sabes? No me costaría ningún trabajo enamorarme de ti— afirmó Ginnie sombríamente.

El escuchó aquello con bastante claridad. Lo último que oyó fue la voz de Ginnie, todavía desgranándose ansiosa y melancólicamente acerca de algún que otro suceso de su vida. Él deseó de pronto que fuera Gwen la que estuviese allí a su lado* hablándole de aquella manera. O incluso Edith Barclay. En aquel segundo aislado que precede al sueño se vio bruscamente asaltado por el pánico. ¿Por qué diablos hacía la gente estas cosas? Se sentía tan solitario como si estuviese sin compañía. Súbitamente se acordó de Harríest Bowman, el juvenil amor nunca conseguido, y abrió los ojos. Pero ahora ya era un hombre maduro, y amaba a Gwen French mucho más de lo que pudiese haber amado nunca a Harriest Bowman. Desde su mesita la máquina de escribir le miraba burlonamente (¿cómo iba a trabajar mañana?) y lleno de desesperación se abrió camino entre la agitada superficie de su desazón hasta la quietud del sueño.

Por la mañana vio que Ginnie ya estaba muy peripuesta, lista para incorporarse a su trabajo y el sol de diciembre había aparecido lo suficiente para hacer que se observara la luz del día. Dave la miró horrorizado. Ella tenía los ojos enrojecidos y saltones, en medio de aquel redondo rostro estúpido, ojos que ya durante la noche habían sido lo bastante aterradores, pero que ahora resultaban mucho peor, haciéndole pensar súbitamente en un coche de la policía con los dos faros rojos encendidos en las aletas.

Ginnie le sonrió ansiosa y quejumbrosamente y dijo algo de tener que ir al trabajo. La compañía estaba dispuesta a construir una nueva planta para la confección de fajas y a algunas de las muchachas se les presentaba la oportunidad de ser ascendidas a encargadas. Ella creía que podría conseguirlo. Pero tenía que mostrarse cuidadosa en la cuestión de ausencias. Lo lamentaba mucho, dijo, adoptando una expresión como si tuviera miedo de que él se quedase muy triste.

Dave soltó un gruñido. Estaba deseando verla desaparecer.

—Espera un momento — le dijo apoyándose en un codo —. ¿Hablabas en serio cuando dijiste que podrías enamorarte de mí?

Ginnie le devolvió la mirada con sus amplios y enrojecidos ojos. Parecía estar pensando.

—Oh, ¿dije eso? —preguntó tímidamente.

—Sí.

—Bueno, pues creo que sería verdad —dijo ella, plácida.

—Pues te advierto — aconsejó él amablemente y con cierta ternura — que será mejor que no lo hagas. No te ofendas.

—Bueno — dijo Ginnie, sorprendida —, no lo haré.

—Es que, ¿ sabes? — explicó él —, estoy enamorado de otra.

—¿La conozco yo? —preguntó Ginnie con curiosidad.

—No. No, no. No es nadie de aquí — repuso Dave —. Es una mujer que está lejos, muy lejos.— Luego, un poco insatisfecho con esta explicación, y con objeto de hacerla parecer más convincente, añadió con un triste susurro —: Una mujer que conocí en Alemania. Probablemente no volveré a verla nunca.

—Bueno —dijo Ginnie—, adiós, Dave. ¿Podré verte alguna vez en el bar de Smitty? — Luego añadió sombríamente —:

A decir verdad, yo también tengo un muchacho del que estoy enamorada. Eso hace que mi vida sea muy feliz. Sospecho que es por eso por lo que bebo tanto — explicó con una difícil sonrisa. Se dirigió con dignidad hacia la puerta y luego se volvió —. Lamento tu infelicidad, Dave — dijo de una manera regia, y añadió —: Creo que bajaré por la escalera de atrás.

—Adiós, Ginnie — dijo él tristemente —. Adiós.

—Adiós, Dave — replicó ella.

¡ Uf!, pensó él, qué contento estaba de que se hubiera ido, y se tumbó en la cama boca arriba. Pero un minuto o dos después no pudo resistir la tentación de levantarse y acercarse a la ventana para verla andar pesadamente por la calle. De pronto su corazón se llenó de simpatía hacia ella al verla andar como un pato. Estuvo pensando en ella. En parte porque la calle estaba mojada y húmeda. En parte porque ella iba al bar de Ciro a tomarse su desayuno. Todo ello se juntaba emotivamente, formado parte de la misma cosa. Era el modelo de la vida de ella. No es que tuviera mucho la pobre, ¿verdad? Y sintió que no había hecho mucho por ella.

Sin embargo, era una mujer muy agradable, si se consideraban las cosas fríamente. Una muchacha dulce, de buen natural y muy maleable. Aunque fuese tonta y nada brillante. Y fea como un muro de adobe. Pero, por lo menos, no había ruindad en ella.

Lo que ella necesitaba realmente, pensó él, era alguien que la tomase bajo su protección y se cuidase de ella. Algún pobre campesino de una granja o algún trabajador de una fábrica: con toda seguridad sería entonces una buena esposa. No tenía nada de ordinaria.

Además, realmente, lo más probable es que tuviese una inteligencia bastante aguda, pero sin desarrollar, inteligencia que se pondría de manifiesto si alguien se tomaba la molestia de estimularla, la paciencia de irla enseñando. Y sintió lástima de ella, porque estaba seguro de que nadie se tomaría nunca ese trabajo.

Bueno, por lo menos él sabía ahora dónde podría encontrar una buena mujer siempre que la necesitara. Aquello constituía una comodidad, el saber eso. Aunque ahora, lo mismo que le había pasado antes, estaba harto de mujeres. Pero no siempre le pasaría lo mismo.

Preguntándose si Frank estaría enterado de aquella ampliación que iba a hacerse en la fábrica de ropa interior, se volvió a la cama mirando desesperadamente hacia su máquina de escribir, que le sonrió desconsolada, desnudando todas sus teclas.

Bueno, pensó desdeñosamente; no tenía necesidad de ir a casa de Gwen French a pasar las Navidades. Especialmente en vista de que no le habían invitado. Estaba todavía profundamente herido porque no lo hubiesen hecho. Desde luego que no iría; se reuniría con Bama y los dos saldrían juntos y se emborracharían en cualquier parte. Por lo menos tenía un amigo verdadero en esta ciudad.