PRÓLOGO
Venían corriendo a través de la bruma por medio de la nieve, pesadamente, levantando con torpeza sus largos fusiles, con sus cascos como ollas de los que estaban tan orgullosos y que, al parecer, nunca querían enmascarar con tonos mates, corriendo aprisa, pero pareciendo que lo hacían lentamente, alzando sus pies en las grandes botas tan gruesas, extraños, ajenos, causando escalofríos. Venían por aquel camino una y otra vez, y otra vez de nuevo, y cuando creías que ya en la Tierra no podía haber más de ellos que siguieran viniendo, venían todavía, y una vez más. Dave estaba arrodillado tras el muro al extremo del campo con las rodillas empapadas y entumecidas por el contacto con la nieve, y les disparaba cuidadosa y mecánicamente con el mosquetón que había cogido (¡ como un pipi, ja, ja!) del soldado muerto cuyo rostro siempre vería, pero nunca podría reconocer como humano a causa de la boca abierta y las ventanillas de la nariz y los huecos de los ojos y de las orejas todos llenos de nieve. Algunas veces, cuando disparaba, caía uno de ellos, pero no había manera de saber si era él mismo quien le había acertado o cualquiera de los otros soldados que estaban detrás del muro, arrodillados en la nieve que el sol no había derretido todavía, y que disparaban también. Los otros, también de la Compañía 3615 de abastecimiento de gasolina. Por lo menos, estaba completamente seguro de una cosa: alguno de ellos había sido.
Otras veces venían con los carros de combate, montados o corriendo detrás de ellos, y esta vez no era desde detrás del muro donde disparaba, sino desde una cuneta en la que no había nieve, y donde la tierra descendía y se apartaba bajo sus pies, y a sus espaldas podía oír el estrépito de los blindados y de los antitanques. La mayor parte de los carros solían pararse y derramar su carga inhumana corriendo y humeando y los demás terminaban por dar media vuelta y marcharse. Incluso así, a veces aquellas figuras a la carrera seguían apareciendo, andando pesadamente a través de la niebla por medio de la nieve, con los largos fusiles alzados con torpeza, los cascos como ollas de los que estaban tan orgullosos y que nunca parecían enmascarar, centelleando amenazadora, peligrosamente, y alzando los pies en sus grandes botas gruesas. Algunas veces era la nieve lo que cruzaban y algunas veces era sólo el fango, y en otros sitios era por los bosques, y en un sitio fue detrás de edificios en ruina donde se parapetó y empezó a tirarle, con el brazalete de la Cruz Roja (porque era el enfermero de la Compañía 3615 de abastecimiento de gasolina), olvidado todavía en el brazo, porque se había olvidado de quitárselo.
La escombrera de edificios tras la que estaba de pie mientras les disparaba, dijo alguien que se llamaba Malmedy. ¿O era Stavelot? Estuvo en ambos sitios, en ocasiones diferentes. La mayor parte del tiempo no conocía los rostros de ninguno de los hombres con los que estaba. Pero algunas veces, en otras ocasiones, usualmente cuando menos se lo esperaba, le sucedía ver la cara de un hombre al que conocía de la Compañía 3615 de abastecimiento de gasolina...
... El inesperado policía militar, suelto, solitario, llevando un fusil terciado en bandolera, había detenido el convoy en la encrucijada, encaminándolo hacia Spa, para lo que tenían que volver al Norte, apartándose de Saint-Vith. Dave iba montado en la cabina del segundo camión, detrás del teniente Perry.
—Están llegando por todos lados — gritó el policía sobre el rugido de los motores —. Nadie sabe exactamente dónde están. Todos los vehículos tienen que dar la vuelta y dirigirse al Norte. Si llegan ustedes a Spa, probablemente saldrán del apuro. Lo que no sé es si lo conseguirán.
Era la primera vez que alguno de ellos hubiese oído hablar sobre la batalla de la Bolsa. Que, en realidad, todavía no se llamaba así por aquel entonces.
—Pero es que nosotros tenemos que entregar esta gasolina en Saint-Vith — gritó en respuesta el teniente Perry —. Llevamos aquí doce cargamentos de latas. Pueden necesitarla en Saint-Vith.
—Entonces lo mejor será que las quemen. Probablemente en Saint-Vith no habrá más que boches cuando ustedes lleguen. Las órdenes que tengo son las de mandar a todo el mundo para el Norte a incorporarse al V Cuerpo.
—Bueno, quizá podríamos entregar el cargamento en Spa-gritó el teniente Perry.
—Lo mejor que hacen ustedes es quemarlo. Salir de la carretera y pegarle fuego, eso es todo lo que les pido.
Dejaron allí solitario y — por lo menos a los ojos de Dave — increíblemente bravo, al policía militar que dirigía el tráfico en aquella encrucijada anónima, fin del mundo. A uno o dos kilómetros más allá volcaron los envases en un campo, le prendieron fuego a la gasolina y luego siguieron marchando en los dos camiones. Nunca llegaron a Spa. En Stavelot fueron detenidos por un comandante frenético e iracundo.
...Aquella misma tarde, según se enteraron después, la batería B del Grupo 283 de Artillería de Campaña y el policía militar que estaba dirigiendo el tráfico en la encrucijada fueron sorprendidos y despedazados a cinco kilómetros al sur de medy...
Lo más extraño era que realmente no se sentía nada en absoluto, después de las dos horas primeras de terror. Cuando la bala le atravesó el deltoides izquierdo derribándole, él pudo volver a ponerse en pie y comprobó que todavía podía mover el brazo, siguió disparando con el mosquetón del soldado muerto, sin pensar sobre aquello ni sobre ninguna otra cosa. No es qué fuera muy valiente; era sólo que no parecía en verdad que hubiese sitio adonde ir ni persona a la que acudir. No había nadar.
Y era muy importante seguir tirándoles a medida que se acercaban, y seguían viniendo, y no cesaban de venir. A él no le habían querido admitir en infantería porque estaba demasiado gordo y tenía más de treinta años. Pero ahora era un infante, de todas formas, corriéndole la sangre por todo un lado de la cara, con sus gafas rotas, y se vio hecho de pronto, a la postre, con gran sorpresa por su parte, teniente de Infantería, cuando alguien le hizo retirarse.
Era aquélla una extraña forma de vivir sin abogados, sin jueces y sin tribunales de apelación. Sin comidas a sus horas, y sin horas para dormir, sin desayuno por las mañanas, sin agua corriente. Extraño, todo muy extraño. Parecía que seguían viniendo. ¿De dónde podían salir tantos? Sin embargo, a uno le habían contado que ya no podían quedar muchos, que todos habían emprendido la huida hacia Berlín, que la guerra estaba prácticamente acabada.
Algunas veces llegaban verdaderamente muy cerca; lo bastante para poder reconocer que se trataba, después de todo, de hombres como los demás, con los mismos rostros fríos, cansados, expresando una esperanza incrédula; con las mismas caras crueles que podía ver a su alrededor, a lo largo de toda la zanja. Era un verdadero placer dispararles.
Cuatro días, ocho días, diez días, doce días. Ya había matado a once seguros y dos o tres muy probables. Llevaba una cuenta muy exacta. Y seguían viniendo como hormigas o arañas, como robots eléctricos o pequeños japoneses de piernecillas zambas, o incluso extrañas criaturas que no tenían nada de humano, desembarcadas por millares de astronaves enormes en forma de cigarro, que hubieran atravesado la estratosfera para conquistar este planeta extraño. Cuando caía uno o un ciento, otros, como arañas u hormigas, de las que si aplastas un montón las demás siguen subiendo por tus zapatos, se deslizan bajo el pernil de tu pantalón y te pican en la carne, venían y venían implacables.
Cuatro días, ocho días, diez días, doce días... Parecía que aquello nunca fuera a tener fin. Luego comprendió que, en efecto, aquello jamás terminaría.
Era una nueva manera de vivir sin abogados, sin jueces, sin tribunales de apelación, sin Tribunal Supremo, sin presidente, sin Congreso, sin FBI... Pero con todo, su convicción era absoluta: aquello nunca terminaría.