CAPITULO XXIII
A pesar de los auspicios más bien desfavorables con que comenzó la cena, ésta se desarrolló bastante bien. Gwen, después de que Bob le hubo pedido las patatas, cambió una vez más y se mostró de pronto tranquila y manejable. Y cuando ya todo el mundo tenía comida en sus platos, estaba ella riéndose y bromeando, con el rostro aún arrebolado y los ojos un poco turbios por los dos cócteles. Desarrolló una corriente fluida de charla en la que desplegaba un humorismo que nunca había mostrado antes y que hizo que' los dos hombres estuvieran riendo sin parar.
La comida también influyó muchísimo en conseguir que la cena se desenvolviera magníficamente. Era deliciosa. Los corazones de ternera que habían llegado a la mesa desde el horno, estaban sazonados con bastante pimienta y habían tomado el sabor de los condimentos que los acompañaban y que, de manera principal, consistían en setas, orégano, comino, cebolla y ajo. Las manzanas fritas resultaban deliciosas y las patatas terminaron por llevar la comida a una cumbre de perfección. Dave, que raramente comía batatas porque le cansaba su dulzor, aceptó, sin embargo, ante la insistencia de Bob, media batata que éste había cortado en dos trozos, y siguiendo las instrucciones de su anfitrión, se limitó a añadirle una gran cantidad de mantequilla, y nada más. Nada de sal, nada de pimienta. Descubrió que así resultaba deliciosa y tan buena y agradable como el mejor tubérculo que hubiese comido en su vida.
Fue una cena extraña. La palabra informal no cuadraba tanto allí como la de sin ceremonias. Había en todo una especie de reflejo de lucha libre. El episodio de la batata lo demostró perfectamente: fue Bob quien la eligió, quien la puso en su propio plato, quien la cortó en dos trozos y quien le alargó la mitad a Dave. Si uno quería ensalada en esta comida, no había más que agarrar un platito redondo, servirse de la gran fuente todo lo que quisiera y ponerse después la cantidad de salsa que deseara de la botella. (La salsa Girará, de un obscuro color gris achocolatado, era una de las más deliciosas salsas francesas que Dave hubiese probado nunca. Se puso de manifiesto que Bob la había comido alguna vez en algún restaurante y había preguntado por ella, saliendo a relucir la historia de los viejos tiempos del restaurante francés «Girard», de San Francisco, donde naciera aquella salsa, que terminó por ser embotellada y dar origen a la compañía «Girard Ltda.». Lo mismo pasaba con todo; era insólito, sí; pero siempre con una razón muy lógica.) La comida fue servida bajo el resplandor de bujías; razón: porque Bob se había negado a que colgara del techo ninguna lámpara, ya que eso despegaría de las hermosas vigas y además la cocina ya no parecería tan vieja; de esta forma se hizo precisa la iluminación con bujías. En cuanto a la extraña vajilla verde y blanca, era la que siempre habían usado; razón: porque a los dos les gustaba.
Bob siguió mostrándose como siempre, afable y gentil durante toda la comida. En realidad no llegó a comer todo lo que había anunciado. Cuando terminó la cena y se sirvió el café, sin licores, echó hada atrás su silla y anunció que iba a bajar al pueblo para asistir a la reunión de la Granja.
Gwen pareció quedarse tan sorprendida como el mismo Dave.
—¿Que te vas? — preguntó ansiosamente —. ¿ Adónde?
—A la Granja — contestó Bob afablemente —. Ya sabes que siempre se reúnen los jueves por la noche.
—Pero yo no sabía que tú ibas a ir — dijo Gwen.
—Siempre voy — replicó Bob afablemente.
—Pero yo pensaba que estando aquí Dave y todo lo demás —• empezó Gwen —. Y Wally Dennis llamó, como tú sabes, y dijo que tenía algunos trabajos que le gustaría que yo viese y que podría recoger a Dawn y venir más tarde.
—A Wally no le importa no verme — dijo Bob alegremente — y él sabe que en Israel, la Granja se reúne los jueves. De todos modos, dudo bastante de que Wally te haya anunciado nada.
—¿Por qué dices eso? — preguntó Gwen.
Sonriendo jovialmente, Bob alzó las cejas y encogió sus altos hombros, abriendo las manos.
—Bueno, tú ya sabes cómo es Wally. Siempre se siente más inclinado a venir cuando no lo ha pensado y le da la picada. Le pasa lo mismo en todo. Por otra parte — añadió afablemente —, quedáis invitados los dos a acompañarme a la Granja si os apetece.
—No, gracias — replicó Dave con viveza —. Van ustedes dos y yo me voy a casa. No sé lo más mínimo sobre granjas ni sobre política agraria.
—Realmente no es una asociación ni agraria ni política — explicó Bob —. Eso era hace muchos años. Hoy es solamente una organización social.
—Sí — dijo Gwen casi con acritud —. Las mujeres se reúnen en una parte de la sala y hablan de sus problemas y de cómo hacer empanadillas; y los hombres se reúnen en la otra parte y hablan sobre... ¿sobre qué hablan? —preguntó, mirando a su padre.
—Principalmente sobre cosechas — respondió Bob con afabilidad —. Y sobre cómo mantenerse en la brecha.
—Y sobre cómo obtener otra bebida — dijo Gwen.
—Es cierto — sonrió Bob alegremente — que algunas veces discuten las virtudes de la sidra casera. Dispensadme, voy a coger mi abrigo.
—Mira —dijo Dave, levantándose también de la mesa—, ¿ Por qué no os ponéis de acuerdo y vais los dos a la reunión de la Granja y yo me vuelvo a Parkman? Eso sería mejor.
—Tonterías — rechazó Bob —. No quiero ni siquiera oír hablar de eso. Si Geneveve desea ir conmigo, no hay razón alguna para que tú no te quedes aquí y disfrutes con los libros y los discos y la chimenea hasta que nosotros volvamos.
Hizo una pausa y se volvió a mirarlos desde la puerta, no una de las puertas de la pared del fondo, sino la única puerta por la parte del recibidor que llevaba, había dicho él antes, al comedor inacabado, que, como había explicado, no se preocupaba de tener terminado porque así le daba una buena excusa para no recibir invitados y a él no le gustaban los invitados, exceptuando naturalmente al compañero que ahora tenían, había añadido.
—Tú sabes que yo nunca voy a esas cosas— le dijo Gwen.
—Bueno, pues entonces tú y Dave os quedáis aquí y aquí estaréis cuando venga el joven Wally — replicó Bob afablemente, y abrió la puerta y desapareció.
Ninguno de los dos dijo nada durante algunos momentos.
—Bueno... — dijo Gwen finalmente y se levantó y empezó a recoger los platos que tenía frente a ella. Se movía alrededor de la mesa, apilando los platos sucios y los cubiertos de plata y los platitos de la ensalada —. La verdad — prorrumpió —, algunas veces me saca de quicio.
—Te ayudaré a llevar las fuentes — dijo Dave, moviéndose para ayudarla —. Después me marcharé. Tengo que hacer mañana con Frank un montón de cosas.
Mientras recogía los platos pensó con sarcasmo en su poema de amor que había intentado decirle esta noche de una manera o de otra. Ja, ja. Desde luego resultaría magnífico recitarlo ahora, esta misma noche.
—No, no. No hace falta — dijo Gwen, interceptándose —. No tengo que preocuparme de la vajilla. Tengo una máquina lavadora. — Terminó de apilarlos y los llevó al fregadero —. Tú siéntate y ponte cómodo y descansa.
—Bueno, me fumaré un cigarrillo y tomaré otra taza de café
—dijo Dave —. Pero después me marcharé.
—Podrías quedarte un rato — propuso ella desde el fregadero —. Tengo un par de cosas que decirte y sobre las que quisiera hablar contigo.
Prosiguió con su tarea de meter los platos en la lavadora automática.
Dave se sirvió otra taza de café, sin mirarla, y se acomodó luego junto a la mesita frente al fuego. El fuego seguía abriéndose camino en el enorme leño sin ninguna disminución apreciable. Se preguntó cómo habrían podido meter allí aquel inmenso tronco. Todo lo que ahora le preocupaba era conseguir la forma de marcharse; alejarse de ella, de Bob, de este lugar, de todo el asunto. Resultaba gracioso pensar lo pronto que cambiaba uno de idea.' La soledad le roía.
Bob French volvió a entrar por la puerta del comedor, llevando su gabán y su obscuro sombrero de fieltro que Dave reconoció inmediatamente de los tiempos de la Escuela Superior, un recuerdo muy antiguo, muy turbio, un recuerdo casi olvidado. Lo llevaba con el ala tumbada a un lado, al estilo europeo. También llevaba un bastón con puño de marfil.
—Voy a ir andando — explicó Bob empuñando el bastón como un cuartillo y blandiéndolo en el aire — y volveré andando también. Y no voy a ponerme los guantes.
Gwen no dijo nada.
Dave le sonrió.
—Pondré un poco más de leña en el fuego, si quieres, antes de marcharme — dijo.
—Estupendo — replicó Bob —, pero no creas que resulta tan fácil encender un buen fuego de chimenea. Sin embargo, sigue adelante y algún día te enseñaré el truco. Bueno, tengo que irme. Espero que pronto volveremos a tener el gusto de verte por aquí, Dave. Y la próxima vez que vengas, tráete algunas de esas poesías, ¿ eh? — añadió con un guiño jovial.
Se dirigió a la puerta lateral, y con un molinete del bastón se marchó. Gwen le vio desaparecer, sonriendo afectuosamente. Luego su rostro se endureció y se puso rígido, y volvió al fregadero.
—No sé qué hacer con él — dijo, no sin una nota de angustia verdadera, que Dave podía reconocer bajo la desaprobación que había en su voz —. Esta noche vendrá a casa borracho. Siempre que sale de esta manera, vuelve a casa borracho.
Dave preguntó:
—¿El? ¿Borracho?
—Sí — dijo Gwen —, él. Tú no sabías que bebe de esta forma, ¿ verdad? Ni lo sabe casi nadie. Mamá y yo hemos estado tapándole durante muchos años en la ciudad y en la escuela. Lo hacía cuando tú y yo estábamos en la escuela superior, pero tú no lo sabías. Y nadie lo sabía tampoco.
—¿Quieres decir que es un alcohólico? —preguntó Dave, atónito.
—No. No quiero decir eso en absoluto — respondió ella —. No es un alcohólico. No lo hace a menudo, sólo de vez en cuando. Casi siempre es por nerviosismo y por tenerlo todo tan callado. Por eso no le gusta tener invitados ni salir y por eso a mí no me gusta tampoco. Tiene un corazón tan blando, y se esfuerza tanto en conseguir que todo el mundo se sienta a gusto, y es tan cortés con todo el mundo. No puede soportar que nadie pase un mal rato. Como esta noche. Yo me irrité, y tú te irritaste, y el pobre papá esforzándose más y más en apaciguarlo todo y en conseguir la calma hasta lograr que pasáramos una tarde agradable. Y eso lo trastorna terriblemente y lo desequilibra, y luego vendrá a casa borracho. Eso es lo que se consigue con la gente-terminó Gwen con amargura.
Acabó de lavar los platos y se dio media vuelta, poniendo en orden el fregadero.
—No puede conseguirse que dos seres humanos estén juntos más de cinco minutos sin que salte algo y surja una dificultad de cualquier clase, la vanidad de uno o su egoísmo o alguna mezquina divergencia estúpida.
Tenía que hablar casi a gritos, sobre el ruido del agua.
—Bueno, como tú me dijiste ya en casa de Frank, todos seguimos siendo todavía animales — dijo Da ve desde su butaca —, animales primitivos.
—Sí, pero él es civilizado — vociferó Gwen. —. Uno de los pocos civilizados que quedan. Ésa es la tragedia. El estaría perfectamente si no existiera el prójimo. Lo mismo le pasaría a toda la raza humana. Si pudiéramos vivir nuestras vidas sin tener que contar con la gente.
—Nadie puede vivir su vida sin contar con la gente — replicó Dave, exponiendo el viscoso y viejo lugar común de los gobiernos pomposamente, porque en lugar de sentir simpatía por ella, la miraba en aquel momento con irritación.
.-No hace falta que me lo repitas — gritó Gwen sobre el estruendo del agua. Se había apartado del lavadero y estaba limpiando ahora la mesa de la cocina —. Ya hace bastante tiempo que lo sé.
—Bueno, hablando aquí entre nosotros — dijo Dave con enojo —, no veo sinceramente por qué has de preocuparte tanto. Él no es un alcohólico, ¿no es así? ¿Qué importancia tiene entonces que se emborrache de vez en cuando? Es un poeta. ¿ Qué te importa lo que diga la gente? ¿ Qué importa que alguna ve* pueda enterarse alguien?
Mientras, Gwen seguía trabajando, limpiando ahora el bordillo de la cocina y acercándose hacia él, y él bajando gradualmente la voz.
—Me preocupo por su salud — dijo ella —. Ya no es tan joven como antes. — Acabó su tarea y se acercó adonde él estaba, sentándose en el diván colocado junto al fuego, al lado de la redonda mesita de café. —. Ah, ya sé lo que estás pensando-exclamó —. Crees que me estoy mostrando como una moralista de vía estrecha. Pero ésa no es la verdad.
Pareció que aquel diván o el otro no terminaban de convencerla y se cambió de sitio, eligiendo el taburete colocado frente a otra mesa antigua, sobre la que apoyó los codos.
—No puedo remediarlo — dijo —. Es tan inocente y tan confiado. La gente siempre está aprovechándose de él. Y lo malo es que es enormemente inteligente. Y amabilísimo.
—Desde luego que lo es — concedió Dave.
Por un momento estuvieron mirándose a: la distancia que los separaba, luego, simultáneamente, sonrieron los dos, y soltaron ambos una risita, acordándose de Bob y de la manera tan aparatosa que había tenido de marcharse.
—¿ Cómo está el café? — sonrió Gwen.
—Ya se acabó — dijo Dave, sin mirar su taza, de la que se había olvidado completamente.
—Haré más — dijo ella, y se levantó súbitamente del taburete, súbita y flùidamente, y atravesó la larga estancia para acercarse al hornillo.
—Algunas veces no sé qué hacer con él — dijo en tono normal, y por un momento Dave no comprendió a quién se refería —. Sabe más sobre la gente y la vida que nadie a quien yo haya conocido. Puede ver a través de la gente como si fueran ventanas. Nadie lo sospecharía, por la manera que él tiene de obrar, pero es así. Y él nunca hará uso de eso. Durante años he estado tratando de conseguir que todo lo que sabe lo ponga en una novela o al menos en unas Memorias. Pero no lo hará. Se limita a decir que los poetas no deben intentar nunca escribir novelas.
—Quizá tiene razón.
—Quizá en otros poetas, pero es que él no lo es. O no es sólo un poeta. Es muchísimo más.
—No hay nada malo en los poetas — dijo Dave en tono defensivo —. Yo siempre he deseado ser uno.
Sí— sonrió Gwen—,1o mismo hizo Tom Wolfe cuando le dio la ventolera romántica. — Volvió a atravesar la habitación, dejando la cafetera al fuego y se sentó en el mismo taburete —• Después de todo, la poesía es cosa para niños y para gente joven — sentenció con tono autoritario —. Y por eso lo que escriben los poetas es casi siempre lo mismo, sin que importe la edad que tengan. ¿ Qué es la poesía? Es la evocación de una emoción. Bonito. Todo está muy bien y resulta muy agradable. Pero las novelas no sólo evocan emociones en el lector; también muestran por qué esas emociones son sentidas por sus personajes. Explican o al menos deberían explicar. — Se quedó mirándole con enorme seriedad —. He estado pensando en eso muchísimo...
—Y evidentemente te has decidido por la novela — dijo Dave.
—Naturalmente que me he decidido — repuso Gwen —. Oh, me encanta la poesía. Todavía me gusta: muchísimo.
—Solías escribirlas.
—Sí — concedió ella indiferentemente —. Todavía algunas veces — prosiguió — sigo haciendo alguna que otra poesía. Pero ahora me doy cuenta de que la estoy haciendo. Básicamente la poesía está al nivel de la adolescencia, cuando resulta suficiente sentir nuestras emociones, sin preguntarnos en serio por qué las sentimos.
Le miró con aire expectante.
—¿Y qué dice sobre la cuestión de las Memorias? —preguntó Dave, carraspeando culpablemente.
Estaba pensando en su propio poema Hambre y todos los planes que había forjado en cuanto al mismo. Las perspectivas no parecían ahora tan buenas.
—Oh, eso — exclamó Gwen —. Tampoco lo hará. Se limita a decir que básicamente todas las Memorias vienen a ser novelas.
Da ve se echó a reír encantado.
—Quizá tiene razón.
—Desde luego que la tiene — dijo Gwen impacientemente —. El café está listo — exclamó de pronto.
Se levantó, también esta vez de la misma manera, súbita y flùidamente, y dio la vuelta a la mesa para acercarse a la mesita del café y coger la taza de él, y Dave se sorprendió mirando fijamente el contorno de la cabeza pequeña, delicada, bien redondeada, enormemente afectuosa, de aquella mujer. Luego ella desapareció, volviendo a recorrer la estancia. Al momento estuvo de vuelta, con una bandeja, y en ella la cafetera, dos tazas limpias, azúcar y la vasija de la crema, Lo puso todo en la mesita y se sentó en el diván situado frente a él, mirándole interrogativamente.
—¿ Cuándo vas a empezar a escribir de nuevo? — preguntó con blandura.
—Bueno, la verdad es que no sé si... — empezó Dave.
—Mira, mejor es que empieces ya a pensarlo —dijo Gwen crispadamente —. Es hora ya de que dejes esa estupidez de no escribir nunca más. Nunca has podido pensarlo en serio, y nunca lo harás. Y tú lo sabes muy bien. ¿ No lo sabes?
—¿ Qué demonios voy a...? —? empezó Dave iracundamente.
—¿ No lo sabes? — repitió Gwen con voz crispada.
Dave se quedó mirándola. Allí estaba su oportunidad. Lo tenía todo preparado para hablarle de la novela cómica sobre la guerra. Y ella le ahorraba el esfuerzo y se lo daba todo hecho. No había más sino aprovecharse de la oportunidad, pero no podía. Era lo mismo que pescar un pez en una pecera, se dijo; no era juego limpio. Todo estaba permitido en el amor y en la guerra, pero esto era aprovecharse de una ventaja que él nunca podría aceptar. Luego, al examinarse con mayor profundidad, admitió lo que era realmente. Era muy sencillo: tenía miedo de que ella no le creyese. Adivinaría que era sólo un esfuerzo por seducirla.
Gwen seguía mirándole ansiosamente, aguardando una respuesta.
—Me estás sacando de quicio — dijo Dave, tratando de salirse por la tangente.
—Lo siento — replicó Gwen con tono autoritario —, pero no hay más remedio. Tienes que enfrentarte contigo mismo y ver las cosas cara a cara. Toda esa blandenguería y esa lástima que te tienes no va a ayudarte en lo más mínimo — insistió crispadamente —. La verdad monda y lironda es que no hiciste más que empezar, que meramente realizaste tu aprendizaje con esos dos libros, y luego te quitaste del medio, precisamente cuando estabas empezando a enterarte de las dificultades. ¿No es eso?-preguntó.
Dave se limitó a mirarla.
—Toma — dijo ella, alargándole la taza.
Dave la cogió y la puso con brusquedad sobre la mesita.
—Está bien, maldito sea — prorrumpió enfurecido —. Tengo una idea para una novela. Se trata...
—También yo pienso mucho — sonrió Gwen malignamente.
—Sí. Se trata de una novela cómica de guerra — barbotó —. ¿Sabes lo que significa eso? Bah, de todos modos no vas a creerme. Así es que es mejor que se vaya todo al diablo.
—¿Una novela de qué? — preguntó Gwen.
—Una novela cómica de la guerra — contestó él enojado —. Una guerra cómica. — Después vio que no estaba explicándose bien por la mirada de decepción que observó en el rostro de ella —. No, no — corrigió —. Una novela de guerra. Una novela de guerra en que la muerte es cómica, en la que la muerte, y la mutilación, y la guerra misma son cómicas en lugar de horribles.
El rostro de Gwen empezó a cambiar y a mostrarse encantado, a medida que ella iba dándose cuenta de aquel punto de vista.
—Oh, yo creía que te referías a otra novela humorística de la guerra, como esas que escriben los corresponsales. — Luego se echó a reír entusiasmada —. ¡ Eso es maravilloso, sencillamente maravilloso, y nos hace una falta extraordinaria! Después de tantos catálogos de horrores. Todos tan sucios y tan eficientes, esos escritores de guerra, cuando adoptan su tono engolado para decirnos lo mucho que odian la guerra. Y les falta tiempo para esperar que una acabe y estalle otra en otro sitio, de forma que puedan irse allí en corporación para «odiarla». —Se interrumpió para preguntar enfáticamente —: ¿ Cuánto tiempo llevas trabajando en ella?
—No he trabajado lo más mínimo —dijo Dave volviendo a adoptar la voz que aparentemente era la propia de su estado normal, el de la lobreguez.
Lóbregamente alcanzó su taza de café y lóbregamente echó los terrones dentro...
—Debería darte vergüenza — reprochó Gwen —. ¿ Por qué no has trabajado?
—Porque no he tenido tiempo — dijo con enojo —. No hace más que una semana que he salido del Ejército. ¿ Para qué crees que vine aquí? — preguntó lúgubremente —. Tú estás especializada en la crítica, ¿ no es así? Necesito que me ayudes.
Gwen no contestó de momento, sino que se frotó las mejillas pensativamente con las puntas de los dedos.
—Creo que podría ayudarte por correspondencia — dijo lentamente — Podrías mandarme los capítulos por correo. No es que me guste mucho el trabajo por correspondencia. Pero podría hacerlo.
—Has de saber — declaró Dave con una voz portentosa — que no me voy de Parkman.
—¿Qué no te vas? —exclamó Gwen, mirándole con estupefacción —. Pero si te ibas a ir! ¡Si dijiste que te ibas a ir! ¡ Entonces por eso es por lo que te has trasladado al Hotel Douglas!
Tal vez había en su voz una pequeña nota de angustia.
—He decidido quedarme — explicó Dave lúgubremente —.
He invertido mis cinco mil dólares en montar una parada de taxis con Frank, y voy a quedarme. Voy a trabajar con él como encargado, tan pronto como el negocio empiece a funcionar.
Gwen estaba examinándole con mirada incrédula.
—¡ Pero eso no es posible!
—Pues lo es.
—Pero, ¿ por qué?
—¡ Maldita sea, porque me estoy enamorando de ti! — gritó Dave enfurecido, volviendo a soltar su taza.
Realmente no lo creía, cuando lo dijo, y sabía que no era verdad; pero al mismo tiempo lo que en él había de histrión sentía que era verdad, y lo creía y hacía parecer todo aquello convincente. Y, después de haberlo dicho, de pronto se lo creyó.
De momento Gwen no dijo nada, sino que se limitó a mirarle como si él hubiese hablado en persa o en árabe. Luego la expresión de sus ojos pareció retirarse hacia dentro, dejándoselos empañados y mates.
—¡ Oh, loco! — exclamó ella —. ¡ Verdadero loco! ¡ Tienes que ser escritor al ser tan loco! No has estado enamorado nunca de nadie en toda tu vida, excepto de ti mismo. ¿Cómo ibas a saber si te enamoras o no? ¡ No me hables de amor!
Dave no decía nada. Únicamente anhelaba haberse ido, estar en casa, de vuelta a la soledad lastimeramente pacífica de aquella condenada y desnuda habitacioncilla de hotel.
—Tú aprecias de verdad a papá, ¿ no es así? — preguntó Gwen de pronto, sin levantar la mirada.
—Sí — dijo él —. Desde luego.
—Y tú tienes con él unas relaciones muy amistosas. Pues bien, ¿ por qué — preguntó ella, con ojos relampagueantes — no has de poder tener las mismas relaciones con una mujer?
Dave, cayendo en la cuenta de que carecía totalmente de argumentos con los que replicar a aquella pregunta, permaneció silencioso.
—Ya te dije cuál iba a ser mi actitud, Dave — empezó ella, razonablemente —. Y eso es lo que haré, y absolutamente nada más. Me alegrará ayudarte en ese libro, como tú decías, y hacerte su crítica si quieres. No porque yo te pueda ser de mucha ayuda en ese aspecto, sino porque si no tienes alguien que te aguijonee, nunca harás ningún trabajo. La única forma de conseguir que tú realizaras algún trabajo por propio impulso sería el meterte en una cárcel en la que no pudieras dedicarte a ir detrás de las mujeres y a emborracharte, y de esa manera te aburrirías tanto, que tendrías que trabajar pana defenderte.
—Eso no está bien — murmuró él sordamente —. Necesito un trago — dijo —. ¿ Te importa que beba un poco?
—Sírvete tú mismo — contestó ella —. Y la razón por la que haré eso — prosiguió diciendo mientras él se dirigía al bar, donde estaban la ginebra y el vermouth — es que me gustaría ver escrito ese libro. Es un libro que debería ser escrito. Lo necesitamos. Y además es una idea brillante. Pero si tengo que renunciar a mi dignidad para que lo escribas —dijo ella razonablemente, pero todavía con la misma extraña tensión en el rostro —, mejor será que busques otra mujer que te ayude.
Dave se bebió la mezcla que había preparado directamente de la coctelera y empezó a prepararse otra bebida.
—Recuerda que tienes que conducir el coche a la vuelta-advirtió Gwen suavemente.
—¿ Qué tengo yo de malo? — preguntó él sin alzar la vista.
—¡ Qué tienes de malo? — repitió Gwen.
—Sí, eso. ¿Qué hay en mí distinto de los demás hombres? ¿ Qué hay en mí de malo que no haya en los demás?
—Nada — respondió Gwen, acentuada aún más la rigidez de su rostro—. Nada en absoluto. Ya te lo dije antes; es que no me interesa el amor.
Dave dio media vuelta y se quedó mirándola, con la coctelera en una mano y la cucharilla en la otra, con el rostro contorsionado. Bebió directamente de la coctelera. Por un momento experimentó la sensación de que no podía resistir aquello, no podía resistir en verdad físicamente la idea de la repulsa. Como si fuera a machacar la coctelera de cristal y abrirse las venas o hacer algo igualmente salvaje y estúpido sólo para volver a entrar en el carril. Eso era lo que le había sucedido siempre. Esa era la manera como siempre se desarrollaba la cosa.
—Pero tú soportaste a todos aquellos tipos — dijo.
—Eso fue hace muchísimo tiempo — dijo Gwen, acentuándose aún más la extraña rigidez de su rostro. Esta vez Dave lo notó —. Y además, no fue como supones. Y yo no era entonces tan inteligente como ahora — añadió ella rígidamente —. Pensaba que todavía podría encontrar una respuesta allí, en el amor. Pero, ¿qué se obtiene? Dos personas que luchan, cada una tratando de dominar a la otra con objeto de hacer que le ame todavía más, cada una tratando de herir a la otra porque si le hiere y a pesar de eso vuelve, sabrá que es querido de verdad. ¿Es ése el propósito de la vida? Se nos ha dicho que es ése-concluyó ella —. Tú tienes ahora treinta y siete años, Dave; debías haber aprendido todas esas cosas por ti mismo. Pero te gusta hablar como Wally Dennis. Y Wally tiene sólo veinte años.
—Veo que te hace gracia herirme — dijo Dave — Bueno, muchas gracias. Gracias por tus consejos sobre la vida. Las mujeres siempre me dan consejos sobre la vida.
Se bebió lo que quedaba en la coctelera y la soltó con dureza sobre la mesa de la cocina.
—Oh, Dave — dijo Gwen, desolada, sacudiendo la cabeza casi llorosa—. Dave, Dave.
—Oh, no es que me importe — dijo él.
—Dave... — empezó Gwen.
—Pero yo quiero decirte algo — dijo él. Las dos bebidas tan fuertes que se había tomado estaban empezando a causarle efecto, y sabía que más adelante le causarían mayor efecto aún
¿Sabes por qué decidí quedarme en Parkman? ¿Sabes por qué me he desprendido de todo el dinero para este maldito asunto de los taxis con Frank? No me importa un comino lo de los taxis. Lo hice por culpa tuya. Tú me dijiste aquella noche en el auto que yo no iba a quedarme. Tenía que demostrártelo. Por eso coloqué todo mi dinero en lo de los taxis. Por eso decidí quedarme.
Dio media vuelta para coger la coctelera, pero de improviso, casi con sorpresa, descubrió que era él, él, quien tenía lágrimas en los ojos y le volvió la espalda a Gwen y una vez más se apoyó en la mesa y cruzó los brazos.
—Escribí un poema esta noche pensando en ti — dijo con voz estrangulada —. Sí, también yo tengo mis rachas de intuición. También yo sé cosas algunas veces. Lo escribí después de hablarte por teléfono, antes de venir aquí. Iba a traértelo con los demás, pero no lo hice. Pero no importa. Lo recuerdo. ¿ Quieres escucharlo? ¿ Quieres que lo recite para ti?
—Sí — dijo Gwen con sencillez, pero queriendo decir que no.
—Lo titulo Hambre —dijo Dave mirándola a través de las lágrimas, las lágrimas asombrosamente sueltas, casi del todo inadvertidas —. Así es como empieza — dijo, mirándola.
Una vez un muchacho, andando bajo los lívidos faroles de una ciudad que es como todas las ciudades se detuvo a la puerta de una mujer joven y soltera.
— Tengo hambre — dijo el joven.
— ¿De qué tienes hambre? — sonrió la mujer.
— No lo sé — dijo él.
— Ven —sonrió ella—, y yo te alimentaré.
Y le llevó a su cama, donde vertió cenizas sobre su cabeza y se rió ante su asombro.
— Las cenizas son buenas para ti — dijo ella —; están llenas de minerales.
Hubo unos segundos de pausa cuando él se detuvo, la cantidad de tiempo precisa para captar la gracia de un chiste, y esto hizo que a ambos les pareciera como si ella estuviese aguardando y él fuese a continuar. Pero él no continuó, y Gwen se quedó mirándole con aquellos ojos suyos grandes, quietos, receptivos, extraordinariamente inteligentes y todavía a la escucha, si se puede decir de los ojos que están a la escucha, y luego, de pronto, su rostro se desató en una mueca humorística, y ella se echó a reír con una carcajada espontánea y cordial.
Dave se volvió a mirarla, sintiendo todavía en los ojos aquellas extrañas, sobresaltadoras e inmotivadas lágrimas que Inesperadamente desbordaban de sus párpados y le caían por las mejillas. Causaban una impresión de sorprendente frescura al resbalar por su piel, y él no tenía la menor idea de dónde podían proceder.
—Sí. Es diabólicamente cómico, ¿ verdad? — musitó él, quebrándosele la voz en el registro más alto.
Se volvió para coger la botella de ginebra y justamente entonces descubrió con el mismo interés que antes que ya no estaba derramando lágrimas. Se habían ido.
—No tenía intención de reírme — dijo Gwen a sus espaldas.
—No, si no es que yo me mostrara sarcástico — dijo él en serio —, es que de verdad opino así. Creo que es diabólicamente cómico.
Dio media vuelta sosteniendo la botella de ginebra y la coctelera y empezó a reírse desatadamente, como para demostrarlo.
—Deja de reír de esa forma — pidió Gwen.
—No puedo — dijo él.
Pero respiró con fuerza unas cuantas veces. Inhaló unas bocanadas de aire y consiguió pararse. Pero su diafragma continuó oscilando con una risa interior contra sus pulmones.
—Es muy bueno — dijo Gwen, con mirada ausente y pensativa —. Me gusta. Las mujeres son, desde luego, así. Toma tus vitaminas, George. Estás bebiendo demasiado, Henry. Cómete tus patatas, John, te harán mucho bien.
—Están llenas de minerales — citó Dave, permitiéndole a su diafragma un retortijón complementario.
Se volvió de espaldas y siguió mezclándose la bebida.
—Y todo el tiempo lo que los hombres realmente desean es amar... — dijo Gwen pensativamente —, por otra parte, a los hombres realmente les gustan las mujeres tal como son. Verdaderamente no deberías beber tanto — advirtió —, ya que tienes que llevar el coche a la vuelta.
—Estoy perfectamente — dijo Dave con voz espesa.
— Los hombres también se muestran bastante brutos, ¿ no te parece? — dijo Gwen blanda y admirativamente, como si fuera ésta la primera vez que hubiese tomado en consideración semejante idea —. Tan malos como las mujeres — dijo blandamente.
Dave dio media vuelta y la estrechó en sus brazos con el pensamiento. Fue realmente un gesto puramente espontáneo, sin cálculo, y sin lo que se solía llamar motivos inferiores. Un hambre instintiva, puramente muscular, que era un ansia de dar y recibir consuelo, sin más complicaciones. En realidad todo lo que hizo fue soltar la cucharilla preparándose para dar media vuelta. No movió ni los pies ni el cuerpo ni ninguna otra cosa; sólo soltó la cucharilla. Eso fue todo lo que pudo avanzar.
—No-dijo Gwen con firmeza. Sólo aquello — No.
O le había leído el pensamiento o había: adivinado lo que significaba el haber soltado la cucharilla. Se apartó y se apoyó en la repisa de la chimenea.
—Debes haber tenido una infancia; muy insegura — dijo ella pensativamente, mirando el fuego—. Estoy segura de que tu madre nunca te quiso. A algunas madres les pasa eso. En realidad hay muchas madres que no quieren en absoluto. Aunque en público aparentan todo lo contrario. Sospecho que la dificultad procede de que ellas creen que no se las aprecia bastante. Creo que es una dificultad que tiene todo el mundo. Todo el mundo cree que no es bastante apreciado. Estoy convencida de que incluso los comunistas creen que no son bastante apreciados.
—Los comunistas no son humanos —dijo Dave desde el bar —• Los he visto en Alemania.
—Oh, pero tienen que serlo — dijo Gwen — biológicamente. Tienen aspecto humano. — Se detuvo, más bien dubitativamente, y continuó mirando con fijeza el fuego rojo y chispeante —. Los hombres también son bastante brutos, ¿ no es así? — dijo de nuevo, admirativamente, como si estuviera hablándose a sí misma.
Dave se apartó de la mesa de la cocina empuñando el vaso de la coctelera, en el que bebió, y miró a Gwen, y continuó mirándola. Fue precisamente lo que ella acababa de decir, aquello último. Súbitamente lo comprendió.
—Voy a decirte una cosa, Dave, me creas o no. Puedes pensar lo que quieras. Y otra cosa, mejor es que abandones la idea de que estás enamorado de mí. No trates de convencerte a ti mismo. Porque eso no te hará ningún bien. Supongo que no me será posible impedirte que trates de hacerme el amor de vez en cuando. Pero ahora puedo decírtelo: yo nunca me daré por enterada y eso no te hará ningún bien.
Dave no dijo nada. Estaba todavía rumiando su descubrimiento. Sabía que existía algún error en algún sitio. Y si ella quería disuadirle, estaba en su derecho. Si aquello le resultaba a ella agradable, era muy dueña. Podía seguir creyéndolo.
—Si quieres que te ayude con ese libro — dijo Gwen —, trabajaré contigo como trabajo con Wally Dennis. Seré para ti una amiga y una compañera, lo mismo que lo soy para Wally.
—Gracias — dijo Dave secamente.
Podía sentir que estaba poniéndose bastante borracho.
—Porque me gustaría verlo escrito — dijo Gwen con seriedad —. ¡Si supieras! — exclamó de pronto —. ¡ Si supieras la cantidad de gente que he tenido en mis clases y que querían ser escritores! Me gustaría tener una lista. Y de todos ésos, ¿ cuántos crees tú que tendrán la posibilidad de llegar a serlo? ¡ Dos! Wally Dennis, y otro muchacho que se fue a Chicago hace tres años para vivir una vida de artista y escribir. Desde entonces no he oído una sola palabra sobre él. Ni he tenido ninguna noticia suya. ¡ Dos personas entre tantísima gente! ¡ Si supieras qué cosa tan rara y tan valiosa es la que tú tienes! — exclamó ella.
—Sí — dijo Dave —. Seguro. Bueno, tú y yo trabajaremos en esto.
—Claro que sí — dijo Gwen, volviendo a su rostro aquel aire de tensión obsesionada —. No haré otra cosa. Me encanta la literatura, pero... bueno, no esperes de mí ninguna otra cosa.
—Perfectamente — dijo Dave —. Lo escribiremos.
Se bebió el resto de lo que quedaba en la coctelera. Se sentía bien. Estaba todavía rumiando su descubrimiento. Demonios, si era aquello, ya sabía lo que hacer. Finalmente terminaría por atraparla. No había más remedio. Su inversión estaba segura después de todo, y el respeto que se debía a sí mismo.
—Tengo que irme — dijo levantándose.
Al levantarse se sintió tambalear ligeramente. Gwen le miró sorprendida.
—¿ No vas a quedarte hasta que papá vuelva?
—No — dijo él —. Mañana tengo que trabajar con Frank. He de volver.
Lanzó una mirada en torno buscando su gabán. Estaba por allí, sobre el respaldo de una de las sillas, donde Bob lo había puesto antes, ¿cuánto tiempo antes? Muchísimo tiempo. Avanzó hacia el sitio. Estaba mucho más borracho de lo que pensaba.
—¿ Estás seguro de que podrás conducir? — preguntó Gwen.
—Perfectamente — respondió él —. Estupendo. Perfectamente bien.
Cogió el abrigo. Estaba borracho. ¡ Caracoles! Nada más que aquel trayecto tan corto, desde la mesa hasta la silla. Pero no importaba, todo estaba ya bien. Sólo había que aguardar el momento. Ya no se sentía nada trastornado.
—Espera, yo te ayudaré — dijo Gwen.
Se separó de la repisa y le ayudó a luchar con el gabán y él pudo oler un perfume agridulce que irradiaba del cuerpo de ella, cálido como estaba por el fuego. Dave se encasquetó el sombrero, el sombrero nuevo, el de Indianápolis, y se quedó mirándola.
—Muchas gracias por la noche tan agradable — dijo él.
—Tendríamos mucho gusto en que pasaras la noche aquí, si lo deseas — dijo Gwen con cierta ansiedad.
—No puedo — replicó Dave —. Tengo que ir mañana a trabajar con Frank.
Se volvió y empezó a andar hacia la puerta, que estaba en el extremo opuesto.
—Estás muy borracho — observó Gwen —. Ten mucho cuidado a la salida.
Él puso su mano en el picaporte, y entonces se acordó de que le había prometido a Bob prepararle un buen fuego. Apartó la mano del picaporte.
—Me he olvidado de preparar el fuego para Bob — dijo.
—No te preocupes — repuso Gwen —; yo me cuidaré de eso.
—Le prometí que lo arreglaría — insistió Dave.
Hizo ademán de retroceder.
—Yo sé cómo arreglarlo — dijo Gwen —. Yo lo haré.
—Pero es que yo lo prometí — arguyó Dave.
—No te preocupes — repitió Gwen —. A él no le importará.
—Muy bien — dijo él volviendo hacia la puerta —. Pero tú dile que yo me acordé. ¿Se lo dirás? —insistió—. ¿Se lo dirás?
—Se lo diré.
—¿ Sabes?, eres una mujer como hay pocas — dijo Dave — Me gustas mucho.
—Gracias.
—Me gustas cada vez más. Quizá ahora me gustas más todavía. Sí, eso creo-dijo.
—Bueno, muchas gracias — dijo Gwen sin poder evitar una sonrisa.
—No te rías. Lo digo en serio.
Abrió la puerta cuidadosamente y salió afuera, la cerró con el mismo cuidado y empezó a andar hacia su coche y casi se cayó. Gwen no le había seguido afuera, y él se alegró de esto. Solamente entonces estaba empezando a darse cuenta de lo muy borracho que estaba. Se tambaleaba seriamente mientras recorría el trecho que le separaba del lugar donde el coche estaba aparcado, esforzándose muchísimo en mantener el equilibrio, pero cada vez que se ponía derecho de un lado se tambaleaba hacia el otro, pensando con intensidad sólo en llegar a casa y coger la cama. En el coche, después del complicado trabajo de llegar y abrir la portezuela, halló dificultades en meter la llave en el contacto. Sólo podía enfocar los ojos un momento y luego toda la cabina empezó a darle vueltas en la cabeza, haciendo que sus ojos giraran en el empeño de poner fin a aquel torbellino.
Dio marcha atrás y giró cuidadosamente, esforzándose en enfocar bien los ojos y no tropezar con nada. Al final de la enarenada alameda se detuvo, poseído por una repentina idea que le pareció muy astuta. Le daba miedo ir por la carretera general, llena de camiones y de tráfico. ¿ Por qué no volver a casa por el camino viejo? ¡Una idea espléndida, compadre, viejo Dave!, se dijo a sí mismo, parodiando a Bob French.
Al final de la alameda tomó por una desviación a la derecha, llegando a la calle comercial del pueblo, siguiendo luego por el puente hasta lo que parecía ser una carretera de grava y una hora más tarde se vio en un estrecho camino vecinal que acababa en un campo de trigo helado, junto a la orilla del río. Si había una carretera a la izquierda no la había visto. Pensando que era una cosa muy conveniente que el suelo estuviera helado, ya que de lo contrarío se habría quedado empantanado en aquel fango sin fondo, apagó los faros y cerró el contacto y se echó en el asiento delantero, tratando de quedarse dormido, porque tenía un sueño terrible, pero no lo lograba, porque cada vez que cerraba los ojos, todo empezaba a darle vueltas y tenía que volver a abrirlos. Lo último que pensó, con una especie de bienaventurada paz de espíritu, fue que todo estaba ahora ya arreglado y que su inversión estaba asegurada porque ella era una ninfomaníaca y todo lo que él tenía que hacer era aguardar el momento propicio, y él la atraparía y el trabajar sobre el libro era un procedimiento tan bueno como otro cualquiera, y cuando se despertó, también fue aquélla la primera cosa que pensó.
Eran las tres y media. Helado hasta la médula, todavía borracho, pero capaz ya de concentrar la mirada, dio la vuelta al coche en el helado campo de trigo y, tiritando y temblando tan convulsivamente que apenas podía agarrar el volante, rehizo el camino hasta Israel y de allí pasó a la carretera general y regresó a Parkman, pensando lastimeramente que aquélla había sido una noche muy desgraciada.
En el hotel le dijo al decrépito vigilante nocturno que diera órdenes estrictas para que dijesen que todavía no había vuelto, subió exhausto las escaleras, y después de tomarse un enorme trago del whisky que le quedaba, deslizó agradecidamente su cuerpo helado en la cama bajo todas las mantas que pudo encontrar y trató diligentemente de conciliar el sueño.