CAPÍTULO XXXVII

Cuando Dave salió de Parkman enfilando hacia el Sur, hacia Florida, en el Packard de Bama, salió como uno que no fuese vecino de la ciudad. Tenía la sensación de que nada era suyo en la ciudad y de que nada dejaba a sus espaldas. Cuando por fin volvió, fué para descubrir que volvía como un vecino más: como un hombre que se creía a sí mismo vecino de Parkman. No sabía qué cosa pudiera haber producido ese cambio. Quizá era el hecho simplista de haberse marchado por tanto tiempo sin tener esa intención. En conjunto había estado fuera más de cuatro meses.

Desde luego, no había tenido la menor idea de ir a un sitio como Florida cuando se encontró con Bama. Había estado pensando en realidad que podrían ir a Terre Haute. La noche que pasó con Ginnie Moorehead había decidido seriamente no pasar las Navidades con los French, que ni siquiera habían sido para invitarle. El resultado de aquella decisión fue una soledad agudamente depresiva y una sensación de estar totalmente sin amor, especialmente después de haberle hablado a Frank y haberle mentido diciéndole que ya tenía un compromiso para Navidad. Y después de cerrar la parada de taxi» a las once en un gesto de autodefensa, había partido a la búsqueda del tahúr con la idea de que podrían ir juntos a alguna parte en Navidad y emborracharse. Esperaba localizarlo antes de que el otro pudiese formar planes distintos — eso sucedía el día 20—, pero no esperaba tener mucho éxito, ya que no podía olvidar que Bama tenía la familia en el campo y que tal vez pasaría la Navidad en casa de ellos. Ni siquiera sabía si Bama estaba en la ciudad. Tardó más de una hora en localizarlo, hasta que por último lo encontró.

Empezó recorriendo los dos billares, luego fué al bar de Ciro, luego al de Maude, luego a otro de las afueras y final, mente lo encontró en el vestíbulo de la legión Americana.

—Bueno, mira quién está aquí — dijo el hombre alto, mirando por debajo del ala de su sombrero —. Es el viejo leopardo. ¿Qué hay leopardo?

—Venga ya, Bama, empecemos a jugar ¡-gruñó uno de ios presentes—. ¿O es que vas a pasarte toda la noche sen* tado y charlando?

—Estoy saludando a mi viejo leopardo —dijo Bama con amistoso desdén —. Siéntate aquí — le dijo a Dave.

Dave no tenía muchas ganas de hacerlo, pero lo hizo. Nunca había sido realmente un buen jugador de póker; se excitaba demasiado, dejándose arrastrar por su imaginación y forzaba las jugadas.

Estuvieron jugando cerca de una hora, y volvió a ocurrir la extraña cosa alquimística que sucedía siempre que Bama y él estaban juntos. Empezaron a ganar. O el uno o el otro. Finalmente, después de un envite bastante fuerte, y que terminó ganando, Dave echó su silla hacia atrás.

—Creo que ya tengo bastante por hoy. En realidad no he venido para jugar al póker. Estaba simplemente buscando a Bama.

Al otro lado de la mesa el hombre alto de Alabama avanzó los labios, sonriéndole bajo la sombra de su sombrero.

—¿Algo especial? —preguntó.

—Nada de particular. Ünicamente que pensé que podríamos dar una vuelta.

—Muy bien — dijo Bama sin vacilación —. Estoy contigo ahora mismo. Oye, Elvie — le dijo al del bar —, fríenos seis

salchichas. Vamos a jugar otra mano mientras las preparas.

Después de la mano recogieron las salchichas en una bolsa que Bama olisqueó voluptuosamente.

—Esto necesita cerveza. Danos seis botellas grandes, Elvie.

Con las cervezas y las salchichas se marcharon. Los otros jugadores siguieron la partida, que se vió reforzada por nuevos participantes. A nadie le importó que Bama y Dave se marchasen ganando. Otro día tendrían el desquite.

—Bueno, ¿ adónde quieres ir?.— preguntó el tahúr.

Bama soltó una risita.

—Tengo el presentimiento de que lo que necesitas es hablar. Bueno, vamos a llevarnos las salchichas y la cerveza a tu hotel. ¿Tienes ahí tu coche? Ve tú en cabeza y yo te seguiré.

Cuando estuvieron en la habitación de Dave, Bama sacó las salchichas y extrajo un abridor del bolsillo de arriba de su chaqueta para abrir dos de las botellas.

—A propósito, ¿ cuánto has ganado? — preguntó en tono de querer entablar conversación.

—Cerca de veinte dólares — contestó Dave.

No tenía ganas de ir a ningún sitio determinado, sino preguntarle al otro qué iba a hacer por Navidad. Pero no se decidía a hacer la pregunta. No quería que Bama se diese cuenta de que él no tenía ningún sitio adonde ir por Navidad.

—Yo he ganado cerca de cuarenta — dijo Bama —. La mayor parte después que tú llegaste. Es curioso, ¿sabes? Casi en el mismo minuto en que entraste percibí una especie de cambio en el juego. Sabía que iba a empezar a ganar. ¿Percibiste tú algo parecido?

—No — dijo Dave —; 110 noté nada.

—Pues yo estoy bien seguro de que lo noté. Mira —dijo filosóficamente —, el juego es en realidad una profesión, un oficio, lo mismo que cualquier otra cosa. Todo individuo que se dedica al juego tiene que aprender su oficio, su profesión. Pero además tiene que tener suerte. En realidad, el juego 96 parece muchísimo a la agricultura. Yo he hecho las dos cosas. ¿Qué tiene que hacer un agricultor? Tiene que disponerlo todo, conseguir las mejores semillas, preparar el terreno, sembrarlas. Y, ¿qué sucede? Al final todo es cuestión de suerte el que tenga cosecha o no. Todo depende de la clase de tiempo que haga. Es un juego como otro cualquiera. Nunca sabes si vas a hacer dinero o no.;

—Bueno, pues escribir un libro es igual —dijo Dave—. Es un juego de azar.

Bama le miró interesado.

—Claro, nunca se sabe si va a ser un bestseller o no.

—Desde luego.

—En definitiva, todo depende de la suerte. Lo que pasa es que no se sabe cómo opera ésta. Nadie sabe nada sobre la suerte, sino únicamente que existe, que va y viene y que nadie sabe controlarla. Me gustaría que tú y yo formásemos esa pareja de que te he hablado para el juego, mientras nos damos suerte el uno al otro. Debemos aprovecharnos mientras dure. Bueno, hablando de otra cosa, ¿qué era lo que querías decirme?

—No, nada de particular. Únicamente que hacía tiempo que no te veía. Oye, ¿qué vas a hacer por Navidad?

—¿Por Navidad? —preguntó Bama, mirando sorprendido—. Pues no lo sé. Nada. ¿Por qué? ¿A cuántos estamos hoy? Miércoles, veinte, ¿ no? — contó los días con los dedos—. O sea que Navidad es el lunes. Pues no voy a hacer nada el lunes, que yo sepa. ¿Por qué?

—Pensé que podríamos celebrarlo. Ir a alguna parte y emborracharnos juntos.

—Muy bien. Pero ¿por qué precisamente el lunes? ¿Es que no vas a pasar las Navidades con tu maestrita en Israel?

—¿Quién?, ¿yo? Diablos, no.

Bama sonrió.

—Querrás decir que ella no te ha invitado.

—¿Por qué diablos tenía que invitarme?

—Vamos, hombre — dijo Bama apaciguadoramente —. Todo el mundo en la ciudad sabe que tú y esa maestra de Wally estáis colados el uno por el otro.

—Eso es una estupidez — dijo Cave iracundamente —» Todo esto me pasa por haberte dicho si vas a ir a algún sitio en Navidad. Si no quieres ir a ninguna parte, ni falta que me haces. No tienes más que decirlo. Pero ahórrate tus ingeniosidades y tu psicología casera.

Por un momento, sólo por un momento, Bama se le quedó mirando fríamente, con el rostro de piedra, como preguntándose si tomar la cosa en plan de ofensa personal o no. Luego aparentemente decidió que no.

—Está bien — dijo —, vayamos a Florida.

Dave, que sólo había tenido tiempo para pensar que todo se había echado a perder, no pudo creer lo que oía.

—¡ A Florida!

—Seguro —sonrió Bama—, ¿por qué no? No estoy allí desde el 45. Podríamos quedarnos dos semanas y pasarlo estupendamente. Allí comienza ahora la estación de invierno y las carreras de galgos.

—Pero, ¿y tu familia? ¿No tienes que pasar la Navidad con ellos?

—De ninguna manera — dijo el alto y escurridizo sureño—. Ya les he comprado todos los regalos que querían. Así es que ya no importa que esté allí o no. Mi madre y mi hermano y todo el mundo estarán en la finca. Siempre van a pasar las Navidades, pero yo no voy nunca.

—Bueno, pero ¿cuándo saldremos? —preguntó Dave.

—Ahora mismo — dijo Bama con sencillez —. No tengo más que ir a la pensión y coger otro traje y otro sombrero. Mientras tanto tú preparas lo que tengas que preparar. Lo jqde no nos llevemos, ya lo compraremos por allí.

—¿ Qué me dices de dinero? — preguntó Dave.

Bama hizo una mueca. Esto fué todo. No dijo una palabra.

Luego que se marchó, Dave empezó a mirar «o ton» bo* cando qué podría meter en la maleta a las dos de la madrugada. Pareció como si no hubiesen transcurrido más de cinco minutos cuando el otro estuvo de vuelta y se vieron sentados en la parte delantera del «Packard» con la maleta y la máquina de escribir de Dave en la parte de atrás.

Al salir fué cuando Dave experimentó aquella sensación de no tener nada que ver con la ciudad. De ser un hombre sin raíces ni contactos permanentes allí, sin pena alguna por marcharse y sin grandes esperanzas de volver.

Cuando llegaron al puente y se acercaron a Israel, el pue— blecito yacía en la obscuridad, excepto sus pocos faroles callejeros. Dave se quedó mirándolo ansiosamente. Si volvía alguna vez a este condenado sitio sería por causa de aquella maldita Gwen French. Todavía no la había derrotado. Pero tampoco él se daba por vencido aún. Se quedó mirando entre las tinieblas del puente, tratando de ver la casa de ella, como si esperase que el poder de su indignación atravesase las paredes e hiciese que la mujer se agitara en su sueño. En aquellos momentos comprendía que nunca en su vida había querido a nadie de aquella forma.

Luego cruzaron el puente y entraron en la carretera general y todo desapareció de pronto para Dave, como si Park— man e Israel y Gwen nunca hubiesen existido.

Para Dave, para el que la cuestión de conducir siempre había representado un agotamiento de los nervios, la manera como Bama llevaba el coche le resultaba casi increíble, con la aguja oscilando siempre entre los ochenta y los noventa y dando explicaciones casi científicas sobre dicho arte. Luego se acordó de cómo estuvo a punto de saltar cuando Bama empezó a pincharle sobre Gwen French.

—Oye — dijo —, quiero decirte una cosa.

—¿ El qué? — preguntó Bama sin apartar sus ojos de la carretera.

—Te debo una explicación. Por haber perdido los estribos en mi habitación. Estuve bastante grosero.

—No te preocupes — sonrió Bama jovialmente —. Esas son cosas tuyas y yo quise meter mis narices.

—Bueno, no es tanto.

—Ya lo sé. Estabas de mal humor. Pero esas son cosas que no me importan.

Y siguió dando explicaciones sobre el arte de conducir. Habían llegado a aquel momento del viaje, propio de todo viaje, en el que el moverse a lo largo de una cinta prescrita y restringida, tocando a tierra solamente por cuatro puntos de caucho, parece como si se estuviera aislado de todo. El mundo ya no existía. Y ellos mismos colgaban suspendidos entre dos puntos sobre un plano, en una animación suspendida que no cesaría hasta que por fin descendiesen. No resultaba difícil creer que eran ellos los que permanecían estacionarios y el resto del mundo el que se movía.

Y en cierto modo, pensaba Dave, aquello podría ser parcialmente verdad; puesto que en aquellos momentos iban moviéndose hacia el este y si se tomaban en cuenta el movimiento de rotación de la Tierra hacia el este y se añadía su movimiento de traslación alrededor del sol y el del sistema solar en el espacio, entonces podría ser cierto que estaban no sólo moviéndose más despacio que la Tierra, sino incluso retrasando su propio movimiento. Le gustaría ser matemático.

Un matemático sin cartera y sin beneficio para la humanidad. Por un momento le alcanzó una angustia absolutamente confusa y sin sentido de una manera insoportable. Todo lo que tenía que hacer era dejar de ser él mismo, dejar de ser Dave Hirsh.

¿Y cómo se consigue eso? ¿Cómo se consigue sin morir?

Sí, ansiaba ser un matemático. Un matemático del alma humana. Dios sabía que el mundo necesitaba uno de esos matemáticos. Hasta ahora no había habido nunca ninguno. Se había escrito mucho sobre la grandeza de la humanid«! I sobre el amor a la raza humana y todo aquello llegaba producir náuseas. Era ya hora de que alguien hiciese una exposición imparcial.

La ambición resultaba demasiado grande para un hombre que tenía ya treinta y seis años y nunca había hecho nada en ese sentido. Pero él podría hacerlo. Quizá entre todas las personas de este mundo, sería él el único en poder hacerlo, pensó valientemente. Y nadie le pararía. Nadie. Finalmente, agotado por la turbulencia y vitalidad de sus propias emociones, se quedó dormido.