CAPÍTULO LIV

El Confederado salió a mediados de febrero e hizo su aparición en el quiosco local de venta de periódicos.

Dave no sabía qué esperar de Parkman cuando su historia apareciera. Había creído que quizá hubiera algún comentario suelto de alguna que otra persona. Pero lo que en realidad sucedió fue nada. Absolutamente nada. Cerca de tres semanas más tarde supo por Bama que éste había hablado con el dueño del quiosco, quien le dijo que había vendido una cantidad extraordinaria de ejemplares y había tenido que hacer un nuevo pedido. Sin embargo, cuando Dave fue en persona a la ciudad, ni uno siquiera: de los respetables ciudadanos de Parkman parecía saber que el cuento había sido escrito, ni aun lo mencionaban en sus conversaciones con él. Excepto uno, su hermano Frank.

Dos días después de que apareciera la revista en el quiosco, Frank le llamó por teléfono molesto e irritado y le pidió que fuera a encontrarse con él en las afueras de la ciudad, al extremo norte, cerca del Colegio.

—Aparca el coche ahí mismo y entra — le dijo Frank fríamente, una vez que él hubo llegado conduciendo su auto al lado del Cadillac azul pálido que su hermano llevaba ahora —. Necesito hablarte.

—Muy bien, ¿ qué pasa? — preguntó Dave después de sentarse junto a su hermano.

Frank hizo unas profundas y entrecortadas inspiraciones y su rostro parecía un bloque de piedra.

¡ Qué diablos estás ahora tratando de hacerme? — gruñó finalmente —. ¿ Por qué has de estar siempre tratando de molestarme y hacerme daño?

—Primero quizá sería mejor que me dijeras qué es lo que he hecho — repuso Dave.

—Esto — rugió salvajemente Frank sacando un ejemplar de la revista del bolsillo de su abrigo —. Esto es lo que me has hecho.

—Ah, el cuento — dijo Dave complacido —. ¿ Lo has leído?

—¿Leído? No, no lo he leído. ¿Por qué diablos habría de leerlo? No me interesan los confederados.

—Creí que te gustaría leerlo por haberlo escrito yo.

—No necesito leerlo. Todo lo que me hizo falta leer fue ese condenado apellido.

—¡ Oh! ¿ Herschmidt?

—Sí, Herschmidt — respondió Frank furiosamente —. Si querías convertirme en el hazmerreír de esta ciudad puedes estar seguro de que lo has conseguido —. Miró salvajemente la cubierta de la revista y la guardó de nuevo en el bolsillo como si no pudiera resistir la visita de la misma —. Con la serie de cosas que hay en la ciudad por todas partes. Toda mi vida he procurado enterrar ese condenado apellido sin conseguirlo. Primero el viejo y ahora tú. Ahora mismo todo el mundo en la dudad se está burlando de mí. Bueno, si querías encontrar un buen medio de molestarme puedes estar seguro de que lo has conseguido.

—Mira, pongamos esto en claro. Yo no quiero perjudicarte de ninguna forma. Usé el apellido porque es el mío legal y no estoy avergonzado de él.

—No — barbotó Frank en un estallido —, ése no es tu apellido legal. Cuando yo lo cambié por el de Hirsh tú estabas bajo mi tutela legalmente. Eso hace que tu apellido cambiara también por el de Hirsh.

—Legal o no, ése es el apellido con el que nací —dijo Dave —, y no estoy avergonzado de él como tú lo estás. Lo empleé en ese cuento porque mis otras dos novelas fueron publicadas bajo el apellido de Hirsh y fueron muy malas. Yo quería emplear un nombre distinto, eso es todo.

.-¿Entonces por qué no escogiste Jones? ¿O Smith? ¿O Wernz o Slobowski? ¿Por qué tenías que escoger precisamente Herschmidt?

—Porque es mi verdadero apellido. Y te advierto que continuaré usándolo. En todo lo que publique. Y no veo qué diablos vas a poder hacer para impedírmelo.

—¿ Por qué no sales de esta ciudad y te quedas por ahí fuera? — dijo Frank casi esperanzadamente —. ¿ Por qué diablos necesitas vivir aquí?

—Porque no estoy dispuesto a marcharme. Cuando lo haga será porque quiera hacerlo y no porque nadie venga a decírmelo.

Frank sacudió la cabeza.

—Pero, ¿ qué te he hecho yo para que me odies de esta forma? ¿ Qué te he hecho? — preguntó tristemente.

—Sencillamente me echaste de casa — repuso Dave —. Cuando sólo tenía diecisiete años, j Con cinco dólares en el bolsillo!

—Eso fue por tu propio bien —dijo Frank—. ¿Hubiera sido mejor quedarte aquí y casarte con aquella chica? ¿La has visto alguna vez desde que has vuelto? Se ha convertido en la mujer de un campesino, gorda y sucia, con ocho o nueve crios. ¿Te hubiese gustado más esto?

—Podríamos haber evitado el casamiento sin necesidad de arrojarme de casa.

Frank se pasó las manos por la cara.

—Bueno, quizá yo cometí entonces un error. No me preocupaba más que de la reputación de la familia. Pero, ¿es eso una razón para que me odies durante toda la vida y trates siempre de hacerme daño? ¿Por eso has de tratar siempre de que la gente se ría de mí?

—Maldita sea, yo n® te odio — estalló Dave —. Y no trato de molestarte. Ya te he dicho por qué he cambiado mi apellido y ni siquiera te has molestado en escucharme. Con tu condenada preocupación por tu condenado buen nombre no puedes ver nunca que hay en el mundo otras cosas que no son tú mismo.

—Bueno, alguien tenía que preocuparse — repuso Frank suavemente —. Sólo te pido un favor, ¿ quieres? Olvídate de que has tenido alguna vez un hermano llamado Frank Hirsh, que te ha educado, te ha alimentado y te ha llevado a la escuela. ¿ De acuerdo?

—Seguro que lo haré, cerdo, hijo de perra — gritó Dave —.tú olvídate de las molestias que te has tomado por tratar de conseguir formarme a tu imagen y semejanza. Olvídate de que has tenido un hermano menor.

Saltó fuera y cerró de un portazo la portezuela del Cadillac. Frank, sentado al volante, le miró un largo momento a través de la ventanilla cerrada y él permaneció de pie desafiante. Luego Frank, en el nuevo Cadillac azul pálido, rodó alejándose, dejándole todavía de pie. Cuando atravesaba la calle tuvo de nuevo la sensación de una catástrofe imprevisible e inevitable, una sensación que desde hacía poco le asaltaba con frecuencia.

Quizá su entrevista con Frank fue lo que le obligó a oír a buscar a Ginnie. Todavía estaba rumiando la discusión con su hermano cuando encontró a Ginnie. Ésta parecía excitada a causa de la aparición de El Confederado. También ella se mostraba nerviosa, pero no en la misma forma que Frank: Ginnie estaba orgullosa.

—Todo el mundo ha estado felicitándome por tu cuento — dijo complacida.

—¿ Felicitándote a ti? — dijo Dave.

—Sí. Ya sabes, como soy una especie de amiga tuya — contestó Ginnie.

—¿Sí? ¿Quién?

—Oh, todas las chicas. Me han dicho lo muchísimo que les ha gustado..Y muchos chicos también — añadió apresuradamente.

—Bueno, es la primera cosa que he oído de esto. Nadie me había dicho nada hasta ahora — dijo Dave un poco irasciblemente —. Pero, ¿ y tú? ¿ Lo has leído?

—Bueno, en realidad no — dijo Ginnie —. Pero he comprado un ejemplar. En realidad he comprado nueve.

—¡ Nueve ejemplares! — dijo Dave —. ¿Por qué nueve?

—Bueno, uno para mí. Los otros ocho los compré, le puse un autógrafo a cada uno y se los di a algunas muchachas de la fábrica, eso es lo que hice.

—¿ Que eso es lo que hiciste? — gritó Dave.

La complacida expresión de Ginnie se ensombreció.

—Pues sí — dijo nerviosamente —. ¿ Qué tiene eso de malo? No hice más que escribir los nombres de ellas en las revistas y puse debajo: «Espero que te gustará», y después firmé. Nada más que a algunas muchachas, tú sabes; como Mildred Pierce y Lois y muchachas por el estilo. Creí que eso sería una buena publicidad para ti.

Dave barbotó:

—¿Te parece bonito eso de ir regalando autógrafos con los cuentos de otro? Si había alguna maldita necesidad de hacer algún autógrafo, que el maldito autor sea el que se encargue ¿ Quién diablos te crees tú que eres? No tienes ningún derecho a ir por ahí apropiándote mi cuento y repartiendo autógrafos a tus estúpidas amigas. ¿ Quién diablos te has creído que eres?

—Pues soy tu novia — dijo Ginnie humeante.

—¿Sí? Bueno, mira, esto es algo que vamos a poner en claro de una vez para siempre. No eres mi novia. No eres más que una infeliz con la que he salido algunas veces durante algún tiempo. Y si no te gusta eso, lo tomas o lo dejas. Pero no eres mi novia.

—Bueno, pues todo el mundo cree que lo soy — dijo Ginnie.

—Me importa un comino lo que crea la gente Te digo que no lo eres. ¿ Comprendes bien? De todas las mujeres estúpidas que he conocido en este cochino mundo, tú eres la peor de todas. No eres más que una pobre gorda con un cerebro de gallina. ¡ Poniendo autógrafos en mis cuentos! ¡ Tú, que eres capaz de cualquier cosa! Y poniendo tu firma en mis cuentos.

—No puedes hablarme de esa forma — dijo Ginnie.

—¿ Que no puedo? Pues mira como lo estoy haciendo. ¿ Qué vas a hacer tú ahora?

—No tienes derecho a hablarme de esa forma — insistió Ginnie con voz ahogada —, ningún derecho.

Dave dio la vuelta al coche, lo metió entre los árboles y lo paró rechinando delante del garaje.

—Si esto no te gusta, ya sabes lo que puedes hacer, ¿ te enteras? — dijo él, y salió dando un portazo.

Entró en la casa. Desde luego, Bama no estaba allí, en la casa obscura. Y tampoco había nadie más: ni Dewey, ni Hubie, ni Doris Fredric, ni Wally Dennis, nadie. Encendió las luces de la cocina, se acercó al bar, sacó hielo de la nevera y se mezcló tembloroso un «Martini» fuerte. Todavía maldiciendo salvajemente se llevó el vaso a la mesa y empezó a beber. Antes de terminar el primer cóctel empezó a sentirse avergonzado de sí mismo.

Bueno, ¿ qué demonios estaría haciendo ella allí fuera? El no había oído ningún portazo. «¡ Pobre infeliz!», pensó con lástima. En realidad ella no había tenido la menor intención de apropiarse de nada; sencillamente es que era tonta. ¿ Qué demonios podía esperar de ella excepto una cosa así? Con una niñez como la suya y con una vida como la que había llevado, ¿ qué otra cosa podía esperarse?

Dave se tragó el resto de su segundo vaso de «Martini» y sintiéndose muy avergonzado de sí mismo salió a la fría noche y se acercó al auto. Ginnie seguía todavía sentada donde él la había dejado. Él aproximó el rostro al cristal de la ventanilla y se quedó mirándola fijamente, y Ginnie volvió con lentitud la cabeza para mirarle.

—¿Qué demonios estás haciendo ahí dentro? —preguntó él.

—No estoy haciendo nada — dijo ella con gran reserva —; estoy sentada.

—Ven y entra en la casa. ¿O es que quieres quedarte helada?

—¿ Estás seguro de que quieres que yo entre? — preguntó Ginnie con gran dignidad.

—Diablos, sí. No puedes quedarte ahí sentada.

El se apartó de la puerta, manteniéndola abierta, y sin decir una palabra Ginnie saltó fuera y con su andar naneante entró pasito a paso en la casa.

—¿ Quieres un trago? — preguntó él cuando estuvieron dentro.

—Creo que sí — dijo ella altivamente —. Un dedo de Jack Daniels y un dedito de Seven Up.

Aquello debía ser influencia de Doris Fredric. El le hizo la mezcla y se la colocó delante y se sentó a su vez con su vaso de «Martini». Ginnie curvó su mano en torno al vaso, pero sin levantarlo.

—Mira, siento lo que te he dicho. Te presento mis disculpas.

—No tenías ningún derecho a haberme hablado de esa forma — dijo Ginnie —. Nadie habla así.

—Tienes razón —dijo Dave.

—Soy humana. Tengo tantos derechos y sentimientos como cualquier otra persona. Soy un ser humano. Quizá parezca que yo no tengo sentimientos, pero los tengo. Nadie tiene derecho a tratarme de esa forma.

—Tienes toda la razón — dijo Dave, sintiéndose profunda y humillantemente avergonzado ante la dignidad de ella —. Tienes toda la razón — repitió —. Te ruego que me perdones.

.-'Está bien —dijo Ginnie torpemente —. Creo que en realidad no me importa. Pero quería que tú supieses lo que yo siento.

—Ya lo sé —dijo Dave—. Todo lo que puedo decirte es que lo siento y que te presento mis disculpas. Llevo algún tiempo trastornado por muchas otras cosas. Ésa es la única explicación que puedo ofrecerte, y sé que no es muy buena.

Ginnie levantó su vaso como una dama, apartando su dedo meñique cuidadosamente, y bebió un trago de la mezcla.

—Bama no me tiene mucha simpatía, ¿ verdad? — dijo ella al cabo de un momento.

—¿Cómo? —preguntó Dave sobresaltado—. Yo no diría tanto.

—No, yo sé que él no me tiene simpatía. Y tampoco le gusta que yo vaya contigo. Prefiere que vayas con esa maestra de inglés, Gwen French, la de Israel.

—Mira — dijo Dave agitando rápidamente la coctelera —, no mezcles en esto a Gwen French. Y en cuanto a Bama es verdad que no te tiene simpatía. Pero eso es privilegio suyo, ¿no te parece? Puede tenerle simpatía o antipatía a quien él quiera. Lo mismo que tú o que yo.

—Ya lo sabía — dijo Ginnie con voz baja y tétrica —, sabía que no le gusto. Y tú no hace falta que me tomes el pelo: estoy enterada de todo lo que te traes con Gwen French. En Navidad pasaste más de un mes allí, en Israel.

—Mira — dijo Dave vertiéndose un gran vaso de la coctelera—. Te he dicho que no mezcles en esto a Gwen French —. Se bebió un largo trago —. Y voy a decirte una cosa sinceramente: a French no le he tocado el pelo de la ropa.

—Entonces, ¿por qué has estado allí tanto tiempo?

—Porque me ayuda en mi trabajo. Lo mismo que ayuda a Wally Dennis y a mucha otra gente.

—Entonces, ¿ no estás enamorado de ella?

Dave vaciló, marcando una pausa que, a su manera obtusa, Ginnie no podía menos de notar, pero él no pudo remediarlo.

—No —dijo—, no estoy enamorado de ella. Ni de nadie. No estoy enamorado de nadie.

Súbita, abruptamente, Ginnie se puso en pie y dio la vuelta a la mesa. Mientras él seguía sentado, ella le echó los dos brazos al cuello y le arrojó a la cara su aliento de whisky.

—Oh, Dave, te quiero tanto — dijo penosamente —. No sabes cuánto te quiero. Tú eres amable y honrado y listo y superior e inteligente, todas las cosas que yo no soy. — Las lágrimas caían de sus ojos obtusos incongruentemente —. Te quiero de una manera tan terrible...

Dave, irritado, pero lleno de lástima, le dio unas palmaditas en sus anchas y carnosas espaldas.

—Vamos, vamos, no llores. Siento muchísimo lo que te he hecho. No quería ofenderte. —Se puso en pie— y Ginnie le saltó y retrocedió —. Vamos, te llevaré a casa — dijo él gentilmente.

Ginnie resopló por la nariz y se quedó mirándole con expresión lúgubre.

No dijo nada, y él terminó de beberse su vaso y luego la llevó en el coche a casa de ella.

Después de recorrer casi media ciudad en silencio, Ginnie dijo de pronto:

,-¿ Cuándo te volveré a ver? — preguntó ella, después de un momento de intensa meditación.

—Pues no lo sé; ven cuando tú quieras. A cualquier hora. Con tal de que no sea por la mañana. Ni por la tarde tampoco, porque estoy trabajando. Por lo demás, ven siempre que quieras.

—Bueno, está bien, Dave — asintió ella.

Él la vio salir del coche y avanzar por el patio de la casa en la que tenía arrendada una habitación. Una gran lástima y tristeza y aflicción por todo, por todo el mundo, le inundó. Y dio media vuelta y enfiló el coche hacia el centro urbano.