CAPÍTULO LXVII

La guerra de Corea pudo, en cambio, afectar muy sensiblemente a la vida de un hombre que trabajaba en una fábrica de municiones. Y al año de casado, era precisamente en una de estas fábricas, donde trabajaba Dave, ganando más dinero que en ningún otro período de su vida, excepto en los primeros tiempos de su asociación con Bama. La fábrica de granadas, granadas antiaéreas de 40 milímetros, se encontraba al sur de Terre Haute, no muy lejos de la gran prisión federal que se veía en cuanto que se salía de la fábrica. En agosto de 1956 la tarea de Dave consistía en pintar las cajas de granadas con una pistola de aire comprimido y vigilar a los dos hombres que las colocaban en la correa y se las llevaban después de pasarlas por el secadero. Había comenzado por limpiar las cajas con ácido, antes de aquello de la pintura, pero no había tardado mucho tiempo en ser ascendido a capataz, ya que su predecesor llegaba al trabajo borracho con demasiada frecuencia.

Todos los días, él y cinco hombres, con los que trabajaba conjuntamente, recorrían en su coche, haciendo el viaje de ida y vuelta, los cuarenta y dos kilómetros y medio que distaba de Parkman la fábrica. Otros venían de mucho más lejos, y fue todavía mucho peor en junio, después de iniciarse la guerra de Corea.

Pues sí. Un año después de su casamiento, Dave estaba convertido en un honorable trabajador manual. La diferencia con la vida que había llevado en la casa aquella que alquilara con Bama era tan acusada, que le causaba un sentimiento de extrañeza; por lo demás sentía un poco de vergüenza por haberse hecho tan respetable, pero, sobre todo delante de sus cajas, con la pistola de aire comprimido en la mano, para laquearlas por dentro y por fuera, aquel sentimiento se manifestaba con mucha más fuerza. También, cuando salía y veía la prisión federal a lo lejos, por encima de la llanura de Indiana, se preguntaba cómo los hombres que se encontraban allí sufriendo condena habrían vivido para terminar entre rejas y se hacía la pregunta con respecto a sí mismo.

Y no es que no supiera cómo había sucedido todo. Lo sabía muy bien. Había reconocido paso a paso todos los sucesos que poco a poco le habían ido conduciendo hasta allí, pero no discernía la ligazón de aquellos sucesos ni los matices existentes en los mismos, sucesos que, en cierto modo, no habían debido producir aquel resultado y que sin embargo lo habían producido.

Desde el punto de vista pecuniario, era todo de una prosperidad envidiable. Desde que estalló la guerra llegó a trabajar hasta noventa y dos horas por semana, o sea cincuenta horas extras, porque él y sus dos hombres se encargaron de la pintura de todas las cajas de la fábrica. Pero si bien ganaba mucho dinero, también gastaba mucho para pagar por plazos mensuales la casita comprada por Ginnie y por él y para amueblarla. Aquellos gastos iban todavía a aumentar, ya que Ginnie quería un nuevo coche, porque el «Plymouth» no parecía digno de la situación financiera en que se hallaban. Además poco importaba lo que se ganase; Ginnie hacía correr el dinero tan aprisa como él lo ganaba, por un capricho o por otro, hasta extremos verdaderamente ridículos.

Sí, él sabía muy bien la secuencia de los acontecimientos que habían terminado por dar aquel resultado. El primero había sido el de la repulsa de su novela en Nueva York.

Tres meses después de su matrimonio, acabó aquella novela, trabajando con gran ahínco mientras Ginnie le mantenía con lo que ganaba en la fábrica de ropa interior. Como su segundo cuento «los Peones» había sido ya publicado precedido de grandes elogios, tenía grandes esperanzas de que la novela resultase también un éxito, pero la verdad es que le fue devuelta por todos los editores con el juicio de que lo único que valía de la misma era la historia de amor y en cambio la parte de guerra resultaba demasiado cruda y sarcástica.

El segundo acontecimiento se produjo en enero de 1950, cuando Ginnie se negó rotundamente a seguir trabajando para él y exigió que se buscase un empleo para darle de comer a ella como todos los maridos hacían con sus respectivas esposas.

El tercer acontecimiento había sido su ascenso a capataz.

Y aquella concatenación producía el resultado de aquel hombre que trabajaba pintando cajas de granadas al sur de Terre Haute, a poca distancia de la prisión federal.

Pero además de los acontecimientos en sí había los matices, matices tan débiles que se escapaban entre los dedos como gotitas de mercurio.

Dave tenía noticias de Bama por los compañeros de la fábrica que de vez en cuando jugaban al poker con el viejo tahúr. Este iba declinando rápidamente. Seguía bebiendo de una manera terrible, pero ya llevaba cubiertas las piernas de vendas y de medias de goma para taparse las llagas.

Durante aquel verano de 1950, Dave sólo vio de lejos a Gwen French dos veces, pero no se atrevió a abordarla y creyó notar que también ella había cambiado de camino para no encontrárselo.

Durante aquel primer año de su matrimonio, Dave tuvo ocasión también de enterarse de que el marinero manco había vuelto a Parkman y no dejaba de proferir amenazas de que le mataría el día menos pensado. Él no se atrevió a decirle nada a Ginnie porque ésta, con su respetabilidad recién conquistada, le habría formado una escena, reprochándole que lo que él quería era insultarla recordándole su pasado. Al cabo de un año, Dave conocía ya muy bien las inclinaciones de su mujer.

Ginnie ansiaba elevarse en la escala social. Éste era otro motivo de disputa. Desde hacía algún tiempo no dejaba de lanzar pildorazos con respecto a su hermano Frank. ¿Por qué no habían de ser amigos de él? ¿ Por qué Dave le tenía tanta antipatía? Ahora que lo de la desviación de la carretera había dado unos resultados tan espléndidos, nada mejor que tener buenas relaciones con un hermano tan importante, decía ella una y otra vez machaconamente.

Dave se desesperaba y salía enfadado de su casa errando sin rumbo por las calles, sin meterse en ninguna taberna, porque ya no experimentaba el deseo de beber. También en aquel aspecto, Ginnie lo tenía sometido a una dieta rigurosa.

Por último, empezó a consolarse escribiendo de nuevo aquella parte de su novela que trataba de la historia de amor, pero haciendo del personaje femenino una caricatura sarcástica de Ginnie, que, en el relato, sería una campesina que empezaba entendiéndose con un soldado, luego con un cabo, después con un sargento y por fin con un comandante o capitán.

Envidiaba cualquier otro matrimonio, el de su hermano Frank, el de su sobrina Dawnie, aquella sobrina que no había visto desde hacía dos años y que, a pesar de su estupidez, había servido por lo menos para engendrar un bebé. Sí, un bebé auténtico.