CAPITULO L
La excursión a la finca de Bama fue una experiencia deliciosa, aunque no sirvió para revelar ningún detalle importante sobre la mujer del sureño. Aparentemente era en todo tal como la había descrito su marido.
Salieron a última hora de la tarde de un once de noviembre, en el Packard de Bama, con un par de escopetas de éste y otros arreos de caza.
Era un día azul soleado. Por el camino Bama fue explicando cómo había adquirido la finca casi por nada, dos años antes de la guerra. Era de una extensión de doscientas hectáreas y de ellas sesenta y cinco de tierra laborable. En la propiedad había dos viviendas.
Dave no esperaba ver unas casas tan hermosas ni un terreno tan admirablemente cuidado. En una de las casas vivía Clint, un primo lejano de la mujer, el cual trabajaba en todo momento, sin más distracción que la caza y la pesca.
La mujer de Bama salió a recibirlos a la puerta. Musculosa y huesuda, parecía más alta de lo que era en realidad. En la cadera llevaba un crío de poco más o menos un año, como quien llevara un saco de harina. Detrás de ella aparecían dos niños de diez y de doce años, huesudos e inexpresivos como la madre.
—Hola, Bill — dijo ella, y Dave se acordó de pronto de que Bama se llamaba, en efecto, William Howard Taft Dillert.
—Hola, Ruth — respondió Bama con una curiosa mezcla de amabilidad y de autoridad absoluta —. Te presento al señor Hirsh.
Inmediatamente la mujer desplegó una ancha sonrisa y los dos niños sonrieron a la vez.
—¿ Cómo está usted, señor Hirsh? — saludó ella —. Encantada de conocerle. He oído hablar mucho de usted. ¿ Quiere usted tomarse la molestia de pasar y sentarse? Tal vez tengan hambre. Tengo café puesto al fuego y acabo de hacer una tarta de calabaza.
La siguieron hasta uñar enorme cocina, donde Dave, no sabiendo cuál sería el protocolo, se sentó a la mesa. La mujer depositó una tarta entera y cogió de un aparador un plato, un cuchillo y un tenedor, sin desembarazarse del bebé.
—Sírvanse ustedes mismos — dijo ella —, y coman todo lo que quieran. Hay otras tres tartas en el horno.
—Hemos venido para cazar, Ruth — dijo Bama.—. Yo no quiero más que una taza de café.
La madre dijo a los niños que fueran a buscar a Clint y a Murrey, el hijo de éste. Inmediatamente empezaron a hablar de la forma cómo harían la cacería.
Dave felicitó a la señora Dillert por lar tarta de calabaza, y ella le pidió que no la llamase señora Dillert, sino Ruth.
—Entonces llámeme usted a mí Dave — sonrió él.
—Muchas gracias — repuso ella con una voz en que se adivinaban el contento y la timidez.
Por la noche hubo un sí cena suntuosa a la que asistieron la mujer de Clint y sus otros cuatro hijos, dos niñas de nueve y diez años, un niño más joven y un bebé. Mientras que las mujeres preparaban la comida, los hombres se quedaron aparte bebiendo. Dave propuso tímidamente ayudarlas, pero Bama se echó 8 reír.
—Aquí no estamos en la ciudad, mi viejo, donde las mujeres hacen fregar los platos a los hombres.
La comida fue tremenda. Hubo pollo y pescado, puré de patatas y diversas salsas, espárragos, judías y bizcochos. De postres tarta de manzana y crema casera. Bama no comió más que pollo. Presidió a la cabecera de la mesa con su vaso siempre lleno de whisky y agua.
—Eso es lo que les pasa a algunos hombres —dijo Ruth sonriéndole con tolerancia —, que prefieren beber a comer.
Los demás comensales recibieron porciones asombrosas de los distintos platos.
Ruth les preparó también un magnífico desayuno cuando se levantaron a las cuatro de la madrugada. Comieron con una especie de excitación febril, con las escopetas y los chaquetones de caza apilados junto a la puerta.
Salieron en la furgoneta de la granja, Bama al volante y Dave a su lado, Clint, Murray y el joven Johnny en el asiento trasero con los perros sobreexcitados. No pararon hasta llegar al límite sur de la finca donde Murray estaba seguro de haber visto dos bandadas diferentes. Allí empezaron a andar con las primeras luces entre los campos de trigo y de alfalfa y los linderos de los bosques, con los perros felices corriendo delante de ellos.
Dave no había disparado un tiro desde antes de la guerra. No consiguió abatir ni una sola pieza, pero en cambio Clint y Murray mataban pájaro tras pájaro. Almorzaron en una pequeña cabaña, todos ellos cansados y hambrientos y Dave envidió a sus compañeros. Ellos pertenecían a la tierra, tenían un ideal de vida y estaban viviéndolo. El no vivía, era un intruso, un desarraigado, un hombre sin base.
Estaba ya terminando el día cuando por fin mató su primer pájaro y aquello le produjo una fuerte sensación de triunfo. Regresaron a la casa con un total de treinta y seis pájaros, de los cuales Bama sólo había matado cuatro y Dave dos, correspondiendo el resto a Clint y a Murray. Ruth los cocinó todos inmediatamente y Dave se comió cinco de una sentada.
Al día siguiente volvieron a salir de cacería, que fue muy parecida a la primera, excepto en el número total de pájaros, que esta vez se redujo a veintiséis.
Dave, lo mismo que Bama, tenía ya bastante de todo aquel esfuerzo. Cuando le pusieron fin, se sintió como liberado de una prisión de sádicos en la que se obliga a uno a llevar escopetas y a estar todo el día andando por los campos y tirando a los pájaros. Sin embargo, sentía el orgullo de haber hecho algo, aunque la verdad era que nada había descubierto en la finca y que la esposa de Bama era exactamente lo mismo que Bama le había dicho. Se la envidiaba a su compañero y se admiraba de que Bama no se quedase allí todo el tiempo. Quizá por vez primera en su vida se sentía pesaroso de no haberse casado con una mujer como Ruth cuando era joven y podía elegir. Porque lo que era ahora parecía como si la única mujer con la que pudiese casarse fuera una Ginnie, cosa que no le apetecía en absoluto. Porque a Gwen French nunca la conseguiría.