CAPITULO LXIV

Frank se sentía bastante animado aquella tarde cuando salió de casa después de hablar con Agnes.

Diablos, debería haber hablado con Agnes sobre esto mucho tiempo antes. Se habrían ahorrado así infinidad de disgustos y preocupaciones; por supuesto, ella estaba ahora enfadada. Pero ya se le pasaría.

Feliz y enérgicamente desempeñó su trabajo con toda la brillantez y entereza que estaban siendo ya características de Frank Hirsh, ansioso por volver junto a su esposa. Cuando llegó a casa y encontró la nota y la casa revuelta, se derrumbó, petrificado. Ella le había dejado. Le había dejado de verdad. Su esposa, su propia esposa, por la que tanto había él hecho y a la que había querido y necesito más que a nadie en el mundo, le había dejado de verdad. Sentado en la salita de estar, sembrada de toda clase de ropas, con la nota temblándole en las manos, se echó a llorar.

Todavía llorando e incapaz de reprimirse, se puso a recoger la ropa. Que ella pudiera hacer, hacerle a él, una cosa tan horriblemente cruel, a él que siempre la había querido y hecho tanto por ella, le parecía increíble.

Al final fue el pánico lo que le hizo dejar de llorar. Un pánico que había ido creciendo con firmeza en él durante todo ese tiempo: el pánico sin nombre, aterrador y solitario ante el pensamiento de tener que vivir aquí completamente solo todo el resto de su vida. Sin Agnes, sin Walter, sin hijos. Gradualmente el pánico creció hasta hacérsele tan fuerte que se impuso al llanto y al sentimiento de conmiseración y se los expulsó del cuerpo.

Bueno, ahora lo que tenía que hace era conseguir que volviera, eso era todo. Y súbitamente se puso en pie (He un salto, penetrado del deseo frenético de hacer algo, dé empezar a actuar. Si ella iba a casa de su hermana en Kansas City, no llegarían hasta mañana. Hasta entonces no podría llamarla por teléfono. Un telegrama sería esperar mucho. Y además no podría mandar un telegrama públicamente desde Parkman.

Pensó meterse en el Cadillac y seguirlos. Agnes era muy lenta conduciendo. Podría alcanzarlos, pero no había seguridad ninguna de qué carretera habría cogido. No quedaba más solución sino esperar, esperar hasta mañana y luego llamar.

Así, pues, se sentó bebiendo whisky y prometiéndose a si mismo que consentiría en todo lo que ella le pidiese para hacerla volver. Renunciaría a Edith alegremente. Al fin se quedó lo bastante borracho para poder dormir.

Se despertó por la mañana poco después de amanecer, se preparó el desayuno en la cocina y no le gustó el café con tostadas, porque le parecía que todo tenía un gusto insípido. Agnes siempre le preparaba unos desayunos estupendos.

Finalmente llamó a Mary-Helen en Kansas City a las diez de la mañana. Desesperadamente trató de conseguir que su voz sonara serena. No, ella no había visto a Agnes ni tenía la menor noticia de ella. Ni siquiera sabía que iba a ir allí.

—Bueno, cuando llegue le dices que he llamado — indicó Frank, esforzándose en parecer tranquilo —. Y que volveré a llamar. O si ella quiere, que me llame.

Llamó de nuevo a las once. Todavía nada.

Luego, a las doce menos cuarto, volvió a llamar; y ya estaba día allí.

—Espera un momento — dijo Mary-Helen —. Acaban de llegar ahora mismo.

Frank aguardó sin aliento, lleno de una impaciencia desesperada y esperanzada, y luego la voz de Agnes se oyó por el teléfono.

— Allo — dijo ella —. ¿ Qué pasa?

—Tienes que volver — balbuceó Frank —. Tienes que volver inmediatamente.

—Ya te dije que no quería verte ni oír hablar de ti — dijo Agnes secamente.

—No me importa — dijo Frank —. Mira, haré lo que digas.

—No hables por teléfono — dijo Agnes secamente.

—Está bien — dijo él ansioso.—, está bien. Lo que tú digas. Pero tienes que volver. Mira, no he ido a trabajar. Tienes que volver o lo perderemos todo. Y además creo que estoy enfermo. No puedo permitirme caer ahora enfermo, estando las cosas como están. Tienes que volver.

Hubo otro silencio al extremo del hilo.

—¿Qué me dices? —preguntó él esperanzadamente.

—Está bien — contestó Agnes crispadamente—.Volveré. Pero ya sabes cuáles son las condiciones.

—Perfectamente — dijo Frank con avidez —. Cualquier cosa, cualquier cosa. Ya le diré a ella...

—No hables por el teléfono — le cortó Agnes secamente —. Ahora escucha: consiento en volver exclusivamente por causa del pequeño Walter. Este necesita a su padre y a su madre. Por eso voy a volver. Y yo me cuidaré de vosotros dos. Pero eso es todo, ¿comprendes?

—Lo que quieras, lo que quieras — dijo Frank esperanzado.

—Pero únicamente lo hago por causa del pequeño Walter — remachó Agnes.—. Ahora escucha. Tú vas a tardar algún tiempo en arreglarlo todo. Ya comprendes lo que quiero decir. Arreglar también lo de la tienda. Y ya que estamos aquí, creo que debemos permanecer algún tiempo.

—¡ Permanecer! — exclamó Frank con desmayo — ¿ Cuánto tiempo?

—Unas dos semanas — dijo Agnes—. Walter nunca ha visto esta parte del país. Y además, yo no estoy ahora para viajes.

.Así es que arregla tú ahí las cosas. A nosotros dos nos servirá esto de vacaciones.

—Bueno — dijo Frank lastimeramente — si te empeñas, quédate el tiempo que quieras. Pero yo podría arreglar las cosas aquí mucho más rápidamente. Y yo te necesito.

—La señora Davis — prosiguió Agnes refiriéndose a la nueva mujer de la limpieza — se ocupará de ti mientras tanto. Llámala por teléfono y dile que limpie la casa.

—Muy bien — dijo Frank desalentado, reprochándose por qué demonios no se le habría ocurrido a él aquello mismo.

—Probablemente ella misma podrá hacerte las comidas si te interesa. Pero quiero que Walter vea esta parte del país y conozca a sus primos.

—¿ Cómo está el pequeño Walter? — preguntó Frank lleno de nuevas esperanzas —. ¿ Está bien?

—Desde luego que está bien.

— ¿ Echa de menos a su papaíto?

—Claro que te echa de menos. Pero tú ahora ocúpate de lo que te he dicho y dile a todo el mundo que Mary-Helen está enferma.

—Está bien.

—¿Algo más?

—No — dijo él torpemente —, creo que no. Excepto que te quiero.

—Está bien. Bueno, adiós.

—Adiós — dijo Frank temerosamente.

Esperó hasta que oyó el chasquido del corte y entonces colgó con desgana. Luego lanzó un se ojeada circular por la casa, sintiéndose muy aliviado. Cuando más miraba, más aliviado se sentía. Ella iba a volver. Y lo que era más importante, iba a traerse al pequeño Walter. El alivio era como un inmenso suspiro de descanso que relajaba todo su ser. Luego, de pronto, la cólera se apoderó de él. Qué mujer más odiosa. Qué mujer más maldita. Podía irse al infierno.

Bueno, por lo menos esta tarde podría trabajar. Cuidadosamente se cambió de traje y de camisa y cuidadosamente se hizo el nudo de la corbata. Ahora tendría que ir a hablar con Edith.

En realidad mientras estuvo trabajando toda la tarde, supo lo que iba a hacer por la noche. Iba a pasear, a andar. Tan pronto como llegó a casa, se preparó unos cuantos «manhattans» bien cargaditos y la excitación filé creciendo en él. El mismo silencio y profunda soledad de la casa incrementaban su excitación, ahora que estaba seguro de que su mujer iba a volver. Finalmente, a las nueve o nueve y media, se levantó y se echó a la calle.

Casi todo el tiempo se lo pasó espiando la casa de Edith, creyendo que podría sorprender el momento en que entraría tal vez algún hombre. Naturalmente no pasó nada, pero su espionaje lo excitó más que si hubiese estado con la muchacha en persona.

Cuando se despertó a la mañana siguiente le pareció haber vivido un sueño extraño y salvaje. El peligro que había corrido de que algún policía se hubiese fijado en su extraordinaria conducta lo mismo que aquella noche que pasó en Springfield. Luego durante el día se le fue borrando el recuerdo hasta desaparecer completamente, quedándose sólo un regusto de satisfacción suprema y deliciosa. Y aquella noche, la segunda noche, fue a ver a Edith.

Se fortificó en casa previamente con varios «manhattans». La llamó desde la oficina para avisarle que iría. Y cuando llegó allí volvió a tomarse otros «manhattans».

Ella estuvo contándole que la noche anterior le había parecido ver a un hombre que rondaba la casa y Frank estuvo hablando excitado del asunto, aconsejándola que pusiera ventanas opacas en su cuarto de baño y se convenciera de que no había ningún curioso en el momento de desnudarse.

—Aunque puede que todo no sea más que tu imaginación. Nunca he oído decir que haya gente fisgona en Parkman.

—No, ni yo tampoco — dijo Edith —. No he oído hablar de nadie así. Bueno — sonrió luego—, ¿ no te gustaría otra copa?

Al mirar su vaso medio vacío, Frank recordó de pronto para lo que había venido. Carraspeó.

—Sí — dijo —, así, me gustaría. Escucha, Edith. Tengo algo que decirte. Algo que no es muy agradable.

Edith que había empezado a levantarse, se volvió a sentar, y se quedó mirándole fijamente de aquella forma que le era peculiar.

¿Ah, sí? ¿ De qué se trata?

—Tomemos primero esa copa — dijo Frank torpemente.

Ella preparó las bebidas y volvió a mirarle con fijeza mientras le tendía el vaso.

—¿De qué se trata?

;-Bueno, no sé exactamente cómo empezar — dijo él turbado.

—Empieza por el principio — dijo Edith.

—Bueno. Pues mira, Agnes me ha dejado. Cogió al pequeño Walter y se ido a casa de su hermana en Kansas City.

De pronto, Edith sonrió cálidamente.

—¿Te negaste?

—Eso es. Traté de explicarle la diferencia, pero tú ya sabes cómo es Agnes.

La sonrisa de Edith se desvaneció tan rápidamente como había nacido.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Bueno, pues eso es lo que tenemos que hablar — dijo Frank embarazado—. Par a decir las cosas de una vez, la he llamado por teléfono, y le he pedido que vuelva. Ella ha consentido con una condición.

—Me lo supongo — dijo Edith.

Frank asintió penosamente.

—.Eso es.

Edith se retrepó en su butaca y se quedó mirando el vaso de su cóctel.

—Entonces, ¿ qué vas a hacer? — preguntó.

—¡Qué quieres que haga? — replicó Frank enojado —. Se ha llevado al pequeño Walter. Y si las cosas llegaran muy lejos, podría retenerlo legalmente y hundirme todo lo que tengo entre manos.

Edith apoyándose ligeramente en los brazos de la butaca se inclinó para mirarle con fijeza.

—Bueno, en realidad esperaba algo por el estilo — dijo al cabo de un momento —; Quizá tenía la esperanza de que iba a suceder algo así cuando acepté esta casa.

—¿ Esperanza? — preguntó Frank asombrado.

—Sí, en cierto modo — dijo Edith obscuramente y sonriendo. Luego meneó la cabeza —. No por causa tuya, sino por alguna otra cosa...— Antes de que él pudiera preguntarle lo que quería decir, volvió a hablar —: Bueno, ¿ qué quieres que yo haga?

—Tendremos que dejar de vernos.

—También querrás que deje mi puesto en la tienda, ¿ no es así?

Frank se encogió de hombros lastimeramente.

—Supongo que no habrá más remedio.

Edith se le quedó mirando serena, pensativa, eficientemente.

—Bueno, creo que por lo menos tardaré dos semanas en adiestrar a una nueva chica en la oficina, a menos que tú quisieras que se quede todo manga por hombro. Creo que no se podrá hacer en menos tiempo.

—La verdad es que Agnes y Walter van a quedarse allí un par de semanas poco más o menos — explicó Frank torpemente —. Eso nos dará tiempo para enseñar a alguien. Pero, ¿ querrás hacerlo?

—Desde luego — dijo Edith. De pronto le sonrió —: Y te devolveré también la casa. Si no a ti directamente, a quién tú designes. Como por ejemplo a esa Compañía que me envió el cheque. Porque supongo que Agnes no querrá que lo nuestro se haga público, ¿verdad?

—No, no creo que nadie sepa nada. Pero tú debes quedarte con la casa, Edith. Es tuya.

—Pero no la voy a utilizar. No pienso quedarme en Parkman.

—¿No?

—No, desde luego que no. Estoy derrotada — dijo sencillamente.—. Tengo que reconocerlo, ¿ no es así? No, no me quedaré en Parkman.

—¿Adónde vas a irte?

—Creo que me iré a Chicago. Ya he pensado antes en eso, planeando con anticipación. Creo que Chicago sería el mejor sitio para mí: debe de haber muchas oportunidades para la clase de trabajo que yo puedo hacer.

—Pero yo quiero que te quedes con la casa, Edith — dijo Frank.

—Es exclusivamente tuya. Te pertenece.

—Pero eso es una tontería. Puedes alquilársela a cualquiera y te dará una renta.

—Nunca se me había ocurrido eso — dijo Edith —, pero es verdad; podría hacer eso. ¿ Te encargarías tú de arreglarme el asunto?

—Bueno, la verdad es que yo personalmente no puedo, dadas las circunstancias. Pero el juez Deacon podría hacerlo. Más tarde le hablaré.

—Sí — dijo Edith sonriendo —. Eso estaría bien. Lo que yo quiero es que la renta le sea pagada a mi padre. Eso le proporcionará el dinero necesario para costearse la mujer de limpieza que le estamos pagando con tu dinero.

—Podría arreglarse de esa forma — asintió Frank.

—Sí — dijo Edith crispadamente, eficientemente —, así quedaría todo arreglado. — Y se quedó mirándole serena y derechamente —. Bueno, ¿ hay alguna otra cosa que haya que arreglar?

—No, no creo — dijo Frank. Todavía no podía comprender el dominio de sí mismo del que hacía gala —. No creí que fueras a tomarlo así, tan dignamente.

—¿ Cómo querías que lo tomara? — dijo Edith con sencillez —. ¿ Qué querías que hiciera? ¿ Que me echase a llorar y formase una escena? ¿Habrías preferido eso?

—No, no — dijo Frank turbado —. Estoy muy contento. Es mejor que esto no te haya dolido.

Edith le miró abiertamente.

—Sí, es mejor — dijo ella con sencillez —. Es mejor que esto no me duela, ¿no es verdad?

—Bueno.— dijo él torpemente —, creo que lo mejor será que me vaya ahora — y se levantó.

Edith le acompañó hasta la puerta, y cuando él se disponía a abrirla, le sonrió.

—Adiós, jefe — le dijo ella.

En pie junto a la puerta con la mano ya en el tirador, Frank se sintió tan desgraciado que pensó que no podría resistirlo.

—Adiós, Edith — dijo —. Y si te he causado alguna infelicidad y te he ofendido desde que viniste a trabajar conmigo, lo lamento muchísimo. Nunca fue esa mi intención. De verdad que nunca quise hacerlo.

Luego abrió la puerta y salió.

* * *

Durante las dos semanas que tardaron en volver Agnes y Walter, Frank se entregó frenética y enérgicamente a su trabajo. Nunca trabajó tanto ni tan bien.

Como tenía que ocuparse tanto de su tienda como de los demás negocios, tuvo que ver a Edith muchísimas veces. Nunca en forma alguna, se manifestó ningún síntoma de lo que había habido entre ellos. Y cada vez que la miraba, la veía como aquella noche que estuvo espiándola desde los alrededores de su casa.

Durante aquellas dos semanas sólo salió a «pasear» como él llamaba sus innocuas aventuras nocturnas, tres veces. Era algo que le excitaba enormemente, con la esperanza de poder contemplar algo realmente espectacular; era una tentación que le arrastraba con una fuerza irresistible, que él no podía controlar. Previamente se ponía en su casa casi borracho y se cambiaba de traje poniéndose el más obscuro que tuviera.

Una de aquellas noches volvió a pasar junto a la casa de Edith, pero las luces estaban ya apagadas, y entonces, obedeciendo una súbita inspiración, pasó junto a la casa de Al y Geneve Lower y vio cómo ella se inclinaba sobre la butaca donde estaba sentado su marido, leyendo, y le besaba.

Pero cuando Agnes y Walter regresaron por fin, pudo dominar muchos de sus impulsos a salir a «pasear», aunque a decir verdad su hogar no mereciese ya mucho el nombre de tal, excepto por la existencia del pequeño Walter.

Entre otras cosas, Agnes puso bien de manifiesto que no tenía intención ninguna de reanudar con él la vida marital; ya se lo había dicho por teléfono, pero entonces estaba él demasiado turbado para comprender lo que aquello significaría. El primer día, ella hizo sacar todas sus cosas de su dormitorio común para instalarse en el piso de arriba en la antigua alcoba de Dawnie. Y casi a continuación, además, se puso enferma. Era cosa de su vesícula biliar. Desde hacía mucho tiempo, afirmó ella, sufría del riñón derecho, y el viaje g Kansas City había empeorado las cosas. El que hubiese podido hacer el viaje de ida y de vuelta representaba un verdadero milagro. Eso era una acusación discreta contra Frank, que la había obligado a hacer aquel viaje. En Kansas City un especialista le había dicho que tendría que operarse, pero que la operación no era más difícil que la de una simple apendicitis.

Frank se dijo sarcásticamente que aquello no la había hecho perder peso, al contrario. Sin embargo, ella permaneció acostada y Walter la servía como un pequeño esclavo.

Ella hizo llamar al doctor Cost, explicando que se había trasladado al dormitorio de la planta alta porque con su enfermedad no quería molestar a Frank, y el doctor Cost confirmó el diagnóstico de su colega de Kansas City, pero declaró que sólo había que practicar la operación en caso de necesidad absoluta, ya que Agnes tendría que quedar como semiinválida. Lo que hizo fue prescribirle un régimen de comida.

Frank se preguntó hasta qué punto había teatro en aquella enfermedad, porque la verdad es que la misma no le impedía a Agnes salir como en otros tiempos, aceptar y dar invitaciones. Después de todo, aquello era cosa de ella. Pero él por su parte no sabía qué hacer. ¿Es que ella contaba con que él viniese a tenerla cogidita de la mano, a colmarla de mimos y finalmente pedirle que siguieran viviendo tan unidos como antes? En ese caso que no contara con él. Había límites para los que un marido, por cariñoso que fuera, podía aceptar. Ella lo había destruido todo. Tanto peor para ella. Si se convertía en una inválida él se convertiría en un fisgón. Oh, Dios mío, pensó aterrado, pero con excitación. No se imaginaba la pobre el gusto que le había dado dejándole solo en el dormitorio conyugal. Ahora era más libre que nunca de poder salir por las noches a la hora que se le antojase; sin por eso dejar de tener a sus espaldas un hogar ordenado que le salvase de aquel curioso pánico que le invadía después de sus excursiones.

Naturalmente Edith ya se había marchado. El sábado, al cabo de dos semanas y después de haber realizado una tarea considerable, ella fue a buscar a Frank y a Al que discutían las compras que había que realizar para la tienda. Les estrechó la mano, sonriendo afectuosamente, y, por última vez, le llamó «jefe». Nada en su actitud dejó entrever que sintiese separarse más de Frank que de Al. Frank sentía admiración por ella.

Edith tuvo buen cuidado de ver que su casita se quedaba totalmente en orden, sin ninguna luz encendida ni ningún grifo abierto. Después cogió su maleta y salió a la calle donde la estaba esperando el taxi de la Empresa Hirsh que ella había llamado con anticipación. El taxi la llevó a la parte alta de la ciudad, donde cogió el autobús para Terre Haute en cuya estación tomaría el tren para Chicago.

No experimentaba ninguna pena ni ningún miedo, ningún sentimiento de pérdida. Si tuviese que empezar de nuevo, sabiendo lo que ahora sabía, desde luego no habría obrado de la misma manera. Pero en ese caso no habría aprendido todo lo que sabía ahora. Había obedecido a una especie de fatalidad. El hecho de tener que buscar trabajo en una capital desconocida ni siquiera la inquietaba. Tenía confianza en sus aptitudes y sería una secretaria particular casi perfecta. En verdad, se sentía mucho más libre de lo que lo hubiese sido en toda su vida. La vida no era de ninguna forma lo que le enseñaban a una en la infancia, pero se juzgaba con fuerzas suficientes para afrontar todo, incluso la aventura, si ésta salía a su encuentro.

Sin embargo, en Terre Haute, sintió un verdadero dolor. El tren no salía hasta dentro de una hora. Entró, pues, en el bar para beber un cóctel y tomarse quizá un emparedado. Entonces vio a Dave Hirsh.

Éste se encontraba al otro extremo de la sala, por lo visto bastante borracho, bromeando pesadamente, en voz muy alta, con la camarera. No vio a Edith. Esta renunció al proyecto de tomarse un emparedado y fue a sentarse en la salita donde únicamente servían cócteles, y pidió un «manhattan». Para conseguir el emparedado habría tenido que pasar al lado de Dave, y no quería hablarle. Por otra parte, jamás le había sido simpático. Pero al verle, su corazón se detuvo de pronto. Se parecía tanto a su hermano, con su cuerpo redondo, espeso, su cabeza calva, su figura de «bola de manteca». ¡ Pobre Frank! Se dio cuenta con sorpresa de que experimentaba por él, a pesar de todos sus defectos, que aquella conocía tan bien, mucha más compasión de lo que habría creído.

Tranquila, reservada, llena de confianza vació poco a poco su vaso. Una sola cosa estaba clarísima: no habría querido por nada del mundo tener delante de sí la vida que aguardaba a Frank y a Agnes Hirs. Una oleada de lástima muy sincera por aquel matrimonio subió en su pecho.

Luego pagó, tomó un taxi para ir a buscar su maleta, y se dirigió a la estación.

Allí podría procurarse un emparedado.