CAPÍTULO XXV

Wally Dennis, Wally French Dennis, había tenido en serio la intención de ir aquella noche a casa de Gwen cuando la llamó un poco más temprano. Pero las cosas no se habían deslizado de aquella manera.

Siendo jueves como era, no había tenido ninguna clase con Gwen. Y cuando, después del mediodía, acabó de poner en limpio las últimas páginas de los capítulos que ella le había marcado como tema, su primera reacción fue un sentimiento de necesitar que ella los leyera y los comentase. Y por eso pensó llamarla. Pero en lugar de eso bajó las escaleras del caserón y sacó una botella de cerveza de la nevera. Recientemente había conseguido del equipo materno que guardaran cerveza en la nevera. El equipo materno consistía en su madre y en la señora Mertz, la mujer de la limpieza, que era una rígida puritana. Ambas se mostraban mortalmente enemigas de guardar cerveza en la nevera. Finalmente, sin molestarse en argüir, y cogiendo el toro por los cuernos, por decirlo así, él había comprado una docena de botellas y, sin decirles una palabra a las dos mujeres, las había metido en la nevera, donde su madre las descubrió más tarde.

—Wallace — había dicho ella. El estaba sentado en la salita, leyendo —, Wallace, ¿ qué hace esa cerveza en mi nevera?

—La he puesto yo — dijo él fríamente, y fingió seguir leyendo.

—¿ En mi nevera? — insistió ella, recalcando el adjetivo posesivo.

—No tengo medios para comprar una nevera — había dicho él, pasando la página con ostentación.

De pie en el vestíbulo, detrás de él, ella había vacilado, justamente una fracción de segundo, y él supo que había ganado fue su frialdad.

—Pero, ¿ para qué? — había preguntado ella.

—Para tenerlas frescas — contestó él —. ¿ Para qué iba a ser?

—La señora Hertz las verá allí — dijo su madre sin extraer conclusiones.

—Probablemente también viera cómo me las bebo — dijo Wally con frialdad.

—No me gusta pensar en mi hijo bebiendo cerveza —dijo ella, pero no había mucha fuerza en su frase.

—Voy a bebería de todas maneras — dijo él y volvió otra página.

—Bueno... —dijo ella, y dejó flotar aquella palabra, ofreciéndole a él por tanto una oportunidad de decir alguna otra cosa, algo que justificara la derrota de ella y el triunfo de él.

Pero él, astutamente, había ignorado aquello, y con frialdad siguió leyendo en silencio, y al cabo de unos momentos ella se alejó. La cerveza permaneció. Hacía algún tiempo que él había deducido empíricamente que todas las veces que mostraba lástima o amabilidad hacia su madre, invariablemente eso servía para hacerle perder a él la victoria que ya había ganado.

Comiéndose el emparedado de jamón y bebiéndose la cerveza, él solo en la cocina, Wally pensaba con satisfacción que ya estaba aprendiendo a saber cómo tratarla, cierto que ya se había apuntado algunos triunfos pequeños, pero éste era el primer triunfo de importancia que hubiera ganado nunca sobre ella. Y todo residía, si no analizaba la cosa, en la frialdad. De una manera o de otra, en el pasado año, desde que él había regresado de Florida, el equilibrio de poder y autoridad había pasado de ella a él, aunque él no tenía más que veinte años. Todo consistía en la frialdad y en que ella no quería que él la dejase.

Él había percibido el cambio, pero hasta la Batalla de las Cervezas no había sabido cómo extraer ventajas de eso. Ser hijo único tenía sus ventajas. El día que venía la señora Mertz a hacer las faenas de la casa era los martes y en la primera ocasión él hizo puntillo de honor el beberse descaradamente una cerveza en el almuerzo mientras los tres estaban comiendo. La pequeña vieja de cara arrugada se abstuvo astutamente de decir nada sobre el particular. Su madre tampoco había dicho nada.

Ahora se había ido a alguna reunión de una clase u otra. Ella y la madre de Dawn pertenecían a diversas especies de comisiones, como la Cruz Roja, pero no, ahora no podía tratarse de la Cruz Roja, eso era siempre en primavera. Tal vez se trataba de las cestas de Navidad para el Comité de los Pobres.

Wally se acercó a la mesa de la cocina situada en el centro de la estancia y sacó del cajón un librito que tenía escondido allí y lo abrió y empezó a sumergirse en su lectura. El librito era el catálogo de W. D. Randall, de Orlando, Florida, fabricante de las navajas Randall. Wally lo guardaba allí en la mesa, dónde podía cogerlo y mirarlo cada vez que se le antojaba usualmente por las mañanas, cuando se levantaba temprano y se hacía él mismo su ligero desayuno antes de empezar a trabajar con su máquina de escribir.

Wally sólo había visto una navaja Randall en toda su vida, y eso constituía para él una fuente constante de sufrimiento. Al principio había ido a Florida con Steve Bennett, de Parkman, que iba un curso más adelantado que él en la escuela superior, a trabajar en los muelles y en los balnearios de San Petersburgo y Tampa. Steve había estado allí el año antes trabajando (cuando Wally era todavía de los novatos) y conocía a gente y había venido a casa dispuesto a volver allí. Habían estado CÉR— co meses. Habían trabajado en la fábrica de tabaco hasta que tropezaron con un individuo que poseía una canoa con la que hacía el recorrido Venecia-Nokomis en marzo durante la época de afluencia de turistas, y que los empleó como ayudantes fue en Veneda donde Wally vio por primera vez la navaja. Ésta se encontraba en una tienda decrépita donde él y— Steve habían ido a buscar unas herramientas que hacían falta para la canoa, entre ellas algunos cuchillos, y el propietario la había sacado, juntamente con otras más baratas. En el mismo momento en que se la cogía en las manos, se daba uno cuenta de que era una auténtica obra de arte. Ellos podían decirlo, aunque ninguno de los dos supiera nada sobre navajas. Pero el viejo de la tienda pidió diecisiete dólares por ella. Él mismo no sabía de dónde procedía. Estaba ya en la tienda cuando la tomó en traspaso. Y sólo sabía vagamente que una persona de Orlando llamado Randall hacía navajas por este estilo y las vendía. Wally anheló tenerla con tanta intensidad, que apenas pudo resistirlo, pero los dos estaban tan escasos de dinero que no pudieron permitirse ese gasto. Los muelles se habían puesto mohosos y empezaban a chirriar, y la hoja se había ennegrecido después de llevar tanto tiempo en la tienda, pero eso no importaba. Sin embargo, habría sido una locura comprarla. Al final Steve la compró por catorce dólares y Wally compró otra más barata. Después de aquello Wally llegó a ofrecer hasta veinte dólares por ella, pero Steve no quiso venderla. Por último el muy estúpido de Steve rompió la navaja en dos trozos al tirarla contra un árbol, después de haber vuelto a casa. Wally le había comprado los pedazos por dos dólares y todavía los tenía guardados. Después de llegar a casa vio un anuncio en las páginas de una revista deportiva y escribió pidiendo el catálogo.

Todavía no podía pensar en Steve y en la navaja sin sentirse apesadumbrado por la falta de valor por él demostrada al no comprar la navaja, cosa que le ponía de mal humor y en la que pensaba cada vez que revisaba el catálogo. Figuraban en éste nueve o diez modelos diferentes y Wally los tenía estudiados y más que estudiados, concediendo una gran cantidad de cuidadosos pensamientos al modelo que por fin tendría que comprar. El modelo por el que se había decidido era el Randall número 1 «Navaja para todo» con cachas de cuerno y una caperuza con la que se la podía llevar sujeta a la muñeca.

A primera vista aquélla no parecía ser una elección muy acertada, teniendo aspecto incluso de ser poco práctica. Pero en realidad no pasaba eso. La manera como él había razonado era la siguiente: la Navaja número 1, aunque básicamente era una navaja de pelea, podía ser también usada de una forma estupenda en excursiones e incluso en paseos en bote, si uno tenía buen cuidado de que no la dañara el agua salada.

Desde luego el número 1 era uno de los modelos más caros de los fabricados por Randall, veintidós dólares, pero Wally sentía que eso estaba compensado por la versatilidad de uso que él podría extraer de ella. Y desde luego la tendría en cuanto que el ejército lo llamara, y asimismo le sería imprescindible en el caso que estallase una nueva guerra. Casi todo el mundo, incluyéndose a sí mismo, aceptaba el hecho de que habría otra guerra y que eso sucedería bastante antes de que él fuese ya lo suficientemente viejo como para no intervenir. Por eso, realmente, el modelo número 1 era el más práctico.

Contempló el grabado del número 1 en el catálogo mientras se comía el emparedado de jamón. La forma en que lo tenía planeado todo, a no ser que acabase primero su libro, era conseguir un regalo de su madre. Pero en lugar de permitir que ella le comprase alguna cosa inútil, él le pediría diez dólares en metálico. Con esto, como primer pago, pediría el modelo número 1 y luego abonaría el resto con lo que cobrase en el Ejército.

Lavó el plato en el fregadero, cerró el catálogo Ránclall y volvió a guardarlo en el cajón de la mesa de la cocina. Luego se sirvió una taza de café que se había hecho antes y se lo llevó al saloncito para, desde allí, llamar por teléfono a Gwen,

Mientras se tomaba el café, Wally se dejó caer en la butaca más cómoda, pasando una pierna sobre uno de los brazos de la misma, y marcó, en el teléfono, el número del colegio.

Cierto que tenía una cita con Dawn para esta noche, con tal de que Dawn no sintiera la picada de anularla, siguiendo su acostumbrado e imprevisible comportamiento, pero el programa no era más que el de llevarla a un cine, así es que muy bien podría llevársela a casa de Gwen.

En realidad su idea era que los dos capítulos que acababa de rehacer quizá no fuesen tan buenos como él había pensado en un principio, y por eso quería que Gwen los leyese, para asegurarse a sí mismo. No veía por qué razón no habría de matar dos pájaros de un tiro llevándose allí a Dawn.

Mientras le hablaba a Gwen, Wally escuchaba su propia voz poniendo ante el teléfono un entusiasmo y una alegría que él mismo no sentía en absoluto y que no quería aparentar. Después de colgar se quedó mirando pensativamente la horrible repisa de roble.

Era enormemente difícil ser total y enteramente uno cuando se está en presencia de otras personas. Por otra parte resultaba prácticamente imposible saber quién o qué era uno mismo, a menos que uno estuviese en presencia de otras personas.

Este horrible caserón, pensó rencorosamente mirando la repisa de roble. Algunas veces llegaba a odiarlo de verdad, activamente. Le había hablado a su madre, aunque en verdad no muy convencido, de que deberían vender esta casa y comprarse otra más pequeña y más moderna. La respuesta de ella era siempre la de que nunca se podría conseguir el dinero que le había costado, y ella no estaba dispuesta a perder nada. Pero la verdad era también que no podía resistir la idea de abandonar aquel sitio. La última ocurrencia de la madre había sido la de tomar huéspedes, maestras, maestras jóvenes y solteras, que siempre eran buenas muchachas y que Gwen le podría recomendar, gente de confianza. De vez en cuando él le hacía hablar de este tema. La verdad era que tampoco él quería trasladarse a ninguna parte.

Resueltamente apartó su pensamiento de las viejas vigas y se concentró en el tema sobre el que en verdad nunca dejaba de pensar: No sabía qué hacer con Dawn.

Al principio había pensado que Dawn podría ser una novia excelente. Necesitaba una novia, cada vez con mayor urgencia, y Dawn Hirsh parecía reunir todas las condiciones. Le gustaban las mismas cosas que a él y hablaban de las mismas cosas. Todo parecía presentarse con los auspicios más favorables. Los dos eran tipos creadores, y los dos estaban interesados profundamente por las cuestiones artísticas. Ella era una chica bastante compleja para ser una alumna de la escuela superior, casi tan compleja como él mismo; y los dos estimaban de la misma forma la lamentable pequeñez de Parkman.

Desde luego si ella se escapaba a Nueva York para trabajar allí de actriz, él la perdería y tendría que buscarse otra.

Pero luego, poco a poco, salieron a relucir otras cosas que no se habían manifestado en un principio. Por lo pronto Dawn estaba mostrándose muy inestable. De ninguna manera sensata. Anulaba citas, hacía cosas raras, deliberadamente trataba de darle celos.

Si él no estuviese enterado de la enorme ambición que ella tenía por convertirse en actriz, habría llegado a creer casi que ella estaba efectiva y deliberadamente tratando de casarse con él, pero él sabía que 110 lo estaba.

Al cuerno todo. Wally cogió el libro que siempre estaba leyendo. Se llamaba «Batallas Decisivas, su influencia sobre la Historia y la Civilización», por J. F. C. Fuller, un general británico. Wally había acabado el capítulo IV, «La batalla del bosque de Teotoburger» sobre la derrota de Varus, y ahora se sumergió en el capítulo V, «La Batalla de Adrianápolis», olvidándose del café frío que tenía en la mesa.

Últimamente había: estado leyendo unos cuantos libros sobre Historia Militar, preparándose para cuando le llamara el Ejército, y se había convertido en todo un estudiante de cosas de guerra. Pero en aquellos momentos no podía resistirlo. Irritantes lagunas mentales y saltos de ideas le impedían concentrarse. Cerró el libro y cruzó el vestíbulo y entró en la «habitación de la música» como la llamaba su madre. Miró su trombón, puesto en una esquina sobre un estante, junto a un atril, luego apartó la mirada. Miró la guitarra barata que estaba en otro rincón y que él había adquirido en un establecimiento, junto con algún calzado, a cambio de su vieja bicicleta. El próximo fin de semana habría un baile en Terra Haute y él podría sacarse unos cuantos dólares. Aquel gran caserón resultaba tan condenada y mortalmente silencioso...

Si ella no quería acompañarle a casa de Gwen, que hiciera lo que quisiera, pensó irritado. Después de todo no le importaba mucho, se dijo con más calma, ya que nada iba a sacar de eso.

A las cinco treinta, sintiéndose cansado fue a su habitación y se quitó los zapatos y se puso sus mejores botas vaqueras. (Tenía dos pares.) Se le ajustaban a los pies como guantes, y experimentó una momentánea subida de espíritu.

—Botas de cowboy — dijo en voz alta al enorme muñeco colgado junto al espejo y al P 38 —, son el único calzado realmente eficiente que se haya inventado nunca. Con el talón alzado y bien ajustado al pie se evita que los dedos se compriman en la punta de la bota. Para la comodidad no hay nada como esto. Los zapatos no pueden ni siquiera compararse con unas botas así.

Las miró a las dos, pero no le contestó ninguna. Luego, embutiéndose en su chaqueta adornada con las alitas de la aviación, sacó los dos capítulos de su pupitre y se fue a recoger a Dawn.

En casa de los Hirsh se encontró a Dawn, que ya estaba esperándole con el abrigo y los guantes puestos.

—Acabo de llegar de la escuela — dijo ella, dedicándole el modelo número tres de sus sonrisas de duquesa británica—. Ni siquiera he tenido tiempo de quitarme el abrigo.

Sabiendo que esto no era verdad, Wally no dijo nada y abrió camino hacia el coche. Cuando ella se deslizó a su lado en el asiento delantero observó el mazo de papeles que allí había.

—¿Qué es esto? ¿Algunos de tus manuscritos?

—Sí — contestó Wally —. Un par de capítulos. Iba a llevárselos a Gwen esta tarde al colegio, pero no me dio tiempo —mintió.

De una manera muy repentina había descubierto que ya no necesitaba ir a casa de Gwen. Su humor había cambiado. Ya no se sentía inseguro ni de sí mismo ni de los capítulos, y tampoco se sentía nada solitario.

En lugar de eso, necesitaba hacer algo excitante. No es que aquello tuviera nada que ver realmente con Dawn; era sólo que había anochecido y que alguna presión se había aflojado. Era de noche, y el trabajo del día estaba terminado, y él tenía una chica al lado como la gente normal, y quería estar allí donde hubiese luces y música y gentes normales que no viviesen todo el tiempo con miedo, eso era todo.

—Me pasaré ahora por casa para soltar esto — dijo —. No me gustaría perderlos.

Metió una marcha en el pequeño y viejo «Dodge» e hizo rechinar un poco sus viejos neumáticos al arrancar.

—Dios mío, nada de perderlos — dijo Dawn —. De ninguna manera después del sudor de sangre que te han costado. — Se retrepó en el asiento —. Bueno, ¿ qué vamos a hacer esta noche?

—He pensado que podríamos ir a West Lancaster a uno de los cafetuchos — dijo Wally mientras conducía —. Habría querido llevarte a un bonito cabaret de Terre Haute, pero estoy un poco escaso de fondos.

—Lo de West Lancaster me encanta — dijo Dawn —. A decir verdad, lo prefiero. Es tan pintoresco. En cambio los sitios de Terre Haute pueden resultar mortalmente aburridos.

—Pintoresco lo es— concedió Wally —. Quizá podamos ver una pelea a navajazos.

—¿ Tú crees? — preguntó Dawn ávidamente —. No — continuó.—, hoy no es sábado.-Se echó a reír—.; Dios mío!, Qué bien resulta poderse alejar de casa un rato y sentirse una misma — exclamó voluptuosamente.

—Desde luego —dijo Wally.

Llevó el auto hasta frente de su casa y lo detuvo bajo los altos y jóvenes robles del sitio de aparcamiento y entró dentro con los capítulos. Su madre no estaba todavía en casa. Subió a su habitación y los colocó sobre su mesa, poniéndoles cuidadosamente un pisapapeles encima. Después recogió algún dinero más de la cajita de azúcar que tenía en el cajón de la mesita, que luego volvió a cerrar con llave y bajó las escaleras guardándose el dinero.

—Hoy he tenido un día atroz — se quejó Dawn al verle entrar en el coche.

—¿ En el Club Dramático?

Nuevamente puso en marcha el pequeño Dodge, pero esta vez no chirriaron los neumáticos.

—Sí. ¿En qué otro sitio iba a ser? Estábamos interpretando lo de «El duelo se convierte en Electra» y yo tenía la parte principal. Es terrible. Realmente terrible, Wally. Cualquiera podría pensar que en un club dramático habría por lo menos alguna persona un poco inteligente y sensible.

—No en esta ridícula ciudad — dijo Wally.

—No, desde luego que no — admitió Dawn —. Es esperar demasiado de ellos. Incluso de club del colegio es de lo más pobretón siempre que voy a trabajar allí. Pero...

Él dejó que se desahogara. Dawn hablaba acerca de lo ridículo de todos los ensayos, y de la gente que tomaba parte en los mismos, y de su propio papel. Ya era bastante difícil el conseguir encajar y meterse dentro de un papel para encima tener que luchar con todas las demás dificultades.

—Algunas veces pienso que ya lo tengo — seguía explicando-I Que ya lo he cogido realmente. Y luego otra vez se me vuelve a escapar, y no lo tengo, y es como si todo se hubiese convertido en una cosa extraña de la que no se sabe lo más mínimo. Luego, cuando parece que voy a volverme completamente loca, otra vez vuelve todo de nuevo. Siempre pasa lo mismo.

—Lo mismo pasa escribiendo — dijo Wally —. Hay que entrar dentro de un personaje. Hay que convertirse en el personaje mismo. —Hizo una pausa sin concluir la idea—. Es muy difícil de explicar.

—¿Cómo va el libro? —preguntó ella.

—Así, así — repuso Wally prudentemente —. Es lento. Pero este es un trabajo que tiene que ser lento.

No le gustaba hablar de eso, como si el hacerlo pudiera traerle mala suerte.

—Mira — dijo de pronto, dando la vuelta entre los surtidores de gasolina —, si la orquesta consigue unos cuantos contratos más, como parece muy posible, podré reunir un poco de dinero. He estado pensando que tú y yo podríamos ir a Chicago a pasar un fin de semana. ¿ Qué te parecería?

No sabía por qué lo había dicho. Era una ridiculez decir aquello. Nunca tendría la cantidad de dinero necesaria, ni habría contratos en tanta abundancia.

—Me encantaría — dijo Dawn —. Me gustaría muchísimo.

—Podríamos ver todos los teatros — dijo Wally, siguiendo adelante con su idea a pesar de su miedo —, y entrar en algunos cabarets. Divertirnos un poco.

Parecía todo muy convincente; incluso se lo parecía a él mismo.

—Fulanito y Menganito están actuando, creo, en... — Dawn prosiguió encantada, enumerando las obras que estaban interpretando en Chicago y quienes eran los que trabajaban en cada una. Estaba enterada de todos los detalles —. ¡ Oh, sería maravilloso!

—Bueno, podríamos probar — dijo Wall y —. Probablemente tendríamos que tomar una sola habitación en el hotel — añadió él—, para ahorrar dinero.

—¡ Magnífico! — dijo Dawn fervientemente —. No me importaría. Valdría la pena. — Miró a Wally especulativamente —. A propósito — dijo —, ¿ qué has estado haciendo últimamente? Hace una semana que no te veía.

—Nada de particular —dijo Wally sin apartar sus ojos de la carretera. Había ido reduciendo velocidad más y más; nunca habían tenido prisa en ninguna otra ocasión. Luego, de pronto, se le ocurrió algo —. Bueno — dijo audazmente, sintiendo que el corazón se le subía a la garganta y quería salírsele por los ojos ante su propia audacia —. ¿ Cuándo vas a dejar de burlarte de mí?

—No lo haré — dijo Dawn, jovialmente.

Wally se vio obligado a asentir.

—Está bien.

Estaba un poco irritado y todavía perplejo.

Delante de él podía ver ahora las luces de neón de los edificios. West Lancaster. Dijo:

—El café de Glen y Gertrude tiene ahora un nuevo espectáculo que han traído de Terre Haute. Creo que deberíamos ir allí primero y comer alguna cosa. Pero estoy bastante escaso de fondos, así es que ten cuidado con lo que pides.

—Salchichas y cerveza es todo lo que necesito — dijo Dawn con voz feliz.

—Muy bien; no te olvides. El espectáculo es bastante bueno — insistió autoritariamente —. Piano, saxofón, guitarra y contrabajo. Cuatro muchachos de color que viven en Terre Haute. Los conozco a todos. Podré presentártelos, si quieres.

—¡ Oh, eso sería estupendo! — exclamó Dawn encantada. Le echó una mirada de reojo —. Sabes muchísimo sobre Terre Haute, ¿verdad? — dijo blandamente.

—Sí — gruñó Wally —. Pero únicamente conozco los sitios menos elegantes.

Colocó el coche bajo el amplio anuncio de neón en el que se leía «Glen y Gertrude» en letras rojas y verdes. Otros coches estaban ya allí.

—Es posible que más tarde puedas tocar con ellos — sugirió Dawn.

—Es posible. Al piano — dijo Wally —. No me he traído la trompeta. — De una manera curiosa, se veía a sí mismo recayendo en la estereotipada forma de hablar de los músicos —. No quiero decir con esto que toque muy bien el piano.

El interior de «Glen y Gertrude» estaba muy poco iluminado y con aspecto bastante rudimentario. Un mostrador de factura moderna con taburetes de plástico rojo cogía una tercera parte del local. A sus espaldas estaba una fila de palcos tapizados también en rojo. En la pista había mesitas redondas, rodeadas de sillas, tapizadas también en rojo. En el centro estaba la pista de baile y cerca de ella la tarima en la que se encontraban los cuatro negros llevando camisas y corbatas con nudo Windsor, y todos ellos, excepto el encargado del contrabajo, lucían gafas contra el sol. Estaban tocando piezas de moderno jazz disidente, por el estilo de Stan Kenton. La canción era Sauce, llora por mí, que June Christie había hecho famosa. Uno de los sombríamente gafudos gritó: «¡ Hola, hombre!», a Wally y sonrió deslumbradoramente.

—¡ Hola, hombre! — replicó Wally, y él y Dawn se sentaron en una de las mesitas del centro y pidieron emparedados de salchicha y cerveza.

Otras cuantas reuniones y parejas estaban repartidas por mesas y palcos, y una de las reuniones estaba compuesta por una morenita de unos veintisiete años, reunida con dos hombres a los cuales no conocían Dawn y Wally, aunque sí a la muchacha. Se trataba de Doris Fredric, hija de Paul Fredric, presidente del Banco Second National de Parkman. Dawn la conocía como antigua profesora de inglés moderno; Wally no la había llegado a tener como profesora en su curso, pero también la conocía. Desde la otra parte de la sala, ella les hizo con el brazo un saludo alegre y cordial.

Ellos correspondieron a aquel saludo de la misma forma.

—Allí está Doris — dijo Dawn —. Pero, ¿ quiénes están con ella?

—Gente del campo, ¿quizá? — preguntó Wally.

—No, yo conozco de vista a uno de ellos. Pero no sé cómo se llama. Trabaja en las oficinas de Esternutol.

Doris estaba hablando animadamente con los dos hombres, volviéndose unas veces hacia uno y otras hacia otro, y sonriendo muy complacida. Su cabello suelto, color de la madera de cerezo, peinado muy ceñido a la cabeza, excepto al romperse cerca de los hombres, incrementaba el ¡efecto de candidez, virginidad e inocencia que flotaba en torno a ella. Un caro vestido muy descotado no llegaba a borrar aquel efecto, sino que únicamente contribuía a hacerla aparecer más dulce e ingenua.

—¿Con cuál de los tipos crees tú que se irá esta noche?-preguntó Wally en tono de chanza.

—¡ Wally! — exclamó Dawn, escandalizada. Miró a Doris un momento—. Creo que es una muchacha asombrosa. Y además muy guapa.

—Está muy bien —dijo Wally, recogiendo velas —. ¿Quieres más salchichas?

—Me tomaré otra salchicha y otra cerveza — repuso Dawn, excitadamente—. ¿Podremos pagarlas?

—Desde luego —replicó Wally —, lo que yo no quería pagar era una comida en serio, monada.

Volvieron a llamar al camarero y se comieron la otra salchicha, y después se pusieron a bailar un poco. Doris Fredric también bailó con uno de sus acompañantes y luego con el otro. Parecía hallarse muy dulce y encantadoramente feliz, según notó Wally. De la misma forma parecían encontrarse los dos hombres. Pero hasta que no llegó Bama Diller no se acercó a su mesa para hablar con ellos.

Llevaban ya más de tres cuartos de hora bailando y bebiendo cerveza cuando entró Bama con Dewey Colé y dos mujeres bastante estropeadas que parecían de Terre Haute. Por lo menos así las juzgó Wally. Bama y Dewey parecía que habían estado atiborrándose de whisky, pero todavía seguían bandeándose bastante bien. Ya Wally había notado que siempre les pasaba lo mismo. Cuando Bama le vio, hizo un giro para acercarse a su mesa y decir hola. Hacía ya mucho tiempo que Wally le había presentado a Dawn. No se sentó. Se quedó de pie y estuvo hablando un par de minutos, bromeando con Wally de aquella manera extraña, interesada y efusiva que solía adoptar siempre que se dirigía a Wally; podía mostrarse muy encantador siempre que se le antojaba.

—Para ser un novelista, te llevas levantado demasiado tiempo, ¿ no es así? — le amonestó casi protectoramente —. ¿ Cómo vas a levantarte por la mañana con la cabeza despejada?

—Es verdad —dijo Wally, arrebolándosele el rostro culpablemente—. En realidad, estaba pensando marcharme de un momento a otro.

Bama se limitó a mirarle sabiamente y añadió algunas otras palabras.

—Bueno, no quiero molestarte más —dijo finalmente, haciendo un guiño —. Tenemos que llevar a ésas a Terre Haute esta noche procurando que no se caigan y se rompan un«pierna o algo más importante.

Se alejó y se le vio andar de aquella extraña forma caballuna hacia el palco donde el ensortijado, lóbrego, embriagado Dewey estaba sentado con las dos ajadas mujeres de Terre Haute.

Sólo a los pocos minutos de haberse marchado Bama, Doris Fredric salió de su palco y se acercó al de ellos, caminando con aquel paso suyo echado hacia atrás, deliberadamente lento y con el rostro muy despreocupadamente levantado.

—Hola, hijos míos — dijo ella, sonriendo con su lenta, dulce y virginal sonrisa, tomando asiento.

Wally se dio cuenta de que su deseo era un poco mezquino, pero le habría gustado que ella no se sentase hasta no ser invitada.

—Hace tiempo que no veo a mis polluelos — dijo Doris con su tono más amistoso, y dio unas palmaditas juguetonamente en el hombro del sueter de Dawn —. Parece que lo estás pasando muy bien.

—Hola, Doris — dijo Dawn, casi con un tono de admiración.

A Wally no le hizo gracia el tono que advirtió en la voz de Dawn. Tampoco le gustaba que le tomaran por uno de los alumnos de Doris, ya que él no había pertenecido a ninguna de sus clases.

Como si se hubiera dado cuenta de esto, Doris volvió su serena faz infantil alegremente hacia él.

—¿ Cómo se halla hoy nuestro autor más esclarecido?-sonrió ella —. ¿ Cómo va esa novela? Hace muchísimo tiempo que oigo hablar de ella.

Wally se encogió de hombros, sintiéndose incómodo.

—No va muy bien. Es un.trabajo lento, Doris.

Doris sacudió su cabeza color de madera de cerezo, sonriendo.

—Ya veo que me estás tomando el pelo. Gwen me lo estuvo contando todo el otro día y me explicó algunas de las cosas tan hermosas que estás haciendo. Ella cree que es algo maravilloso.

Wally sabía que todo esto era una mentira. Él le había pedido a Gwen que no le hablara a nadie sobre eso, y ella había estado de acuerdo en que lo mejor era no comentarlo en absoluto.

—Bueno, creo que la cosa va saliendo — dijo desazonado —. Pero estará mejor cuando esté acabada. Lo único es que se trata de un trabajo difícil.

Doris sonrió con dulzura y volvió a sacudir simpáticamente su cabello color madera de cerezo.

—Todas las novelas lo son — dijo tranquilamente, como si ella supiera todo lo que había que saber sobre novelas.

Pero Gwen le había dicho a Wally que Doris no tenía la menor idea de aquello. Como si ella se hubiese dado cuenta de que estaba empleando demasiado tiempo en aquello, se volvió hacia Dawn.

—¿ Cómo marcha el Club Dramático, monada? — preguntó Doris.

Con ojos que estaban., muy cerca de la adoración, Dawn arrugó su nariz con desagrado.

—Oh, Doris. Estoy pasando unos malos ratos terribles.

Doris escuchaba con una intensa avidez de muchachita, mientras la otra le iba contando todos sus apuros. Se mostraba enormemente abnegada, pensó Wally. Y tan inocentemente infantil.

—Descuida que todo se arreglará — le dijo ella a Dawn entornando los ojos —. Ya verás. Recuerda lo que pasó el año pasado. Qué orquesta más buena han traído, ¿verdad? ¿Has tocado tú alguna vez con ellos, Wally?

—No, pero les conozco a todos — respondió él —. Son todo muchachos de Terre Haute.

—Tocan la clase de música que a raí me gusta — dijo Doris —. A mí me bastaría con oírles tocar y no tener que bailar, sino quedarme escuchando.

—Lo mismo pienso yo —dijo él.

—¿ Quién era ese hombre alto que se paró a hablar con vosotros? — preguntó Doris.

Wally contestó:

—Era Bama Diller.

—¡ Oh! — exclamó ella —. ¿ El jugador?

Wally asintió.

Sonriente, Doris lanzó su mirada hacia el palco donde Bama estaba con Dewey. La faz de ella se mantenía llena de la mayor serenidad.

—Nunca supe quién era — dijo volviéndose de espaldas. Luego se echó a reír nerviosamente —. Podría ocurrírseme pedirle que me enseñara a jugar al póker. Papá dice que yo sería el mejor jugador de poker del mundo.

—Dudo que dé lecciones —dijo Wally, incapaz de contenerse.

Captó una mirada amonestadora de Dawn y que Doris fue incapaz de percibir.

—~¡ Qué vestido tan bonito, Doris! — comentó Dawn, inclinándose para tocarlo —. ¿ Es nuevo? Es el corte más lindo que he visto desde hace mucho tiempo.

—Oh, ¿ esta vejez? — comentó Doris, lanzándose amorosamente una ojeada de arriba abajo con una especie de desdén modestamente tímido—. No, no es nuevo. ¿Qué opinas tú, Dawn? — insistió, alzando la mirada —. ¿ Crees que debería conocer al malvado tahúr? — Antes de que Dawn pudiese contestar, añadió —: Bueno, quizá sea mejor que me lo presentes cuanto antes, Wally. Vale la pena. Me gustaría muchísimo pasar aquí tranquilamente alguna noche y recuperar todo el dinero que pierde papá.

—Desde luego. Te lo presentaré —respondió Wally, sonriendo significativamente.

Doris le miró con dulzura y luego le sonrió con serenidad. —Si consigues traértelo aquí, a tu mesa, yo podría sentarme un poco más tarde. — Sacudió su cabello color madera de cerezo astutamente —. Nadie sabe lo que yo he anhelado sentarme alguna noche y vencer a papá jugando al póker — sonrió ella —. Os veré más tarde, niñitos — dijo por último, y se levantó y volvió a su palco.

—Bueno, ¿qué piensas de todo esto? — preguntó Wally.

—No irás a decir que crees que ella tiene el propósito de dejarse seducir por él — dijo Dawn.

—Bueno, tienes que admitir que cabe dentro de lo posible-sonrió Wally.

Dawn sacudió la cabeza.

—No, yo no lo creo. No con él. Con otro cualquiera quizá, pero no con él. Creo que lo que quiere es aprender a jugar del póker. Lo que ella dijo. En realidad no es más que una chiquilla.

—Es posible — dijo Wally, cínicamente. Y no es que estuviera todavía muy seguro —. Bueno, lo mejor será que le eche el lazo a Bama.

Aguardó quince minutos, hasta que Dawn dijo que ya estaba bien. Bailaron dos veces más y se tomaron otra cerveza. Después llamó aparte a Bama y lo puso al corriente. El hombre alto aguardó otros cinco minutos. Todo iba tomando más y más el aspecto de una conspiración.

—Veo que te gusta este asunto — le dijo Wally a Dawn con una mueca cuando estuvo de vuelta en la mesa.

—¿ A ti no? — le preguntó Dawn, mirándole excitada.

—Sí, supongo que sí.

Bama vino y se sentó con ellos y al minuto Doris se acercó, yendo ostensiblemente hacia el tocador de señoras. Se detuvo unos momentos para hablar con la pareja y Wally se puso en pie e hizo las presentaciones.

Bama miró a la hija del banquero especulativamente.

—Encantado de conocerla — dijo lacónico —. Bueno, creo que tengo que volver con mis amigos, Wally. La única dificultad — añadió sonriendo — es que no me dejan beber más.

Por eso cada ver que siento ganas de tomar una copa tengo que ir al mostrador para bebérmela por mi cuenta.

No miró a Doris, la cual, por su parte, estaba mirando a Dawn con completa inocencia. Ella no se había sentado y, un momento más tarde, seguía su camino hacia el tocador de señoras.

—Bueno, esto es una de las cosas más extrañas en que yo haya tomado parte en mi vida —le dijo Wally a Dawn, después que los otros dos se hubieron marchado.

Dawn se limitó a sonreírle con excitación.

—¿Cuándo vas a levantarte para reunirte con los de la orquesta?

A Wally se le puso la cara larga.

—No ahora. Hay demasiada gente aquí. Esperaré hasta que esto se aclare.

Así es que volvieron a pedir más cerveza y bailaron y gradualmente la mayoría de los parroquianos fue marchándose. Cuando por fin se dirigió a la tarima de la orquesta vio que Doris Fredric estaba en pie ante el mostrador hablándole a Bama con mucha seriedad. Cogió la palabra «póker». Ira cabeza pequeña color madera de cerezo de Doris estaba alzada hada Bama con una serena expresión infantil. Y Bama, con su sombrero casi del Oeste, alto y con aquel diminuto vientre colgante, una astuta y reservada expresión en su rostro, por lo general displicente, se pareció de pronto muchísimo, pensó Wally, a Gary Cooper.

«Bueno — pensó él feliz —, cosas como ésta eran las que hadan al mundo interesante y divertido. Rompecabezas.»

Sabía que debería marcharse a casa y no estar allí hasta tan tarde, y no beber tantísimo, ni verse envuelto sentimentalmente en una juerga movida. De esa forma podría levantarse fresco y con la cabeza despejada y trabajar mañana. Pero todavía seguía allí con Dawn, y era cerca de medianoche cuando Doris Fredric se marchó con sus dos acompañantes. Doris se había tomado ya un gran número de copas, y sus ojos estaban chispeantes y saltones, pero a pesar de eso seguía teniendo su aspecto juvenil, inocente y virginal. A él le habría gustado quedarse y ver qué era lo que pasaba. Pero aparentemente no pasaba nada. Bama y Dewey y sus invitadas de Terre Haute estaban todavía allí y no se levantaron ni se marcharon en pos de Doris.

Wally recogió a Dawn y se fue a casa; y Bama y Dewey y las dos mujeres seguían todavía allí cuando él se marchó.