CAPITULO LXIX

El festival del centenario era efectivamente algo muy notable. Hacía más de un año que se habían empezado los preparativos. Todas las sociedades trabajaban con ardor y Frank Hirsh, miembro honorario de la Cámara de Comercio y director de los flamantes grandes almacenes, estaba en el cogollo del asunto.

Los monumentos públicos serían iluminados con largueza. Se elegiría una reina. Habría desfile de carrozas y todo el mundo tendría que ir vestido con traje de época, concediéndose un premio a quien llevase la barba más poblada. Desde el primero de septiembre una especie de histeria colectiva se apoderó de la ciudad. Nadie se acordaba de Corea ni de los rusos. Se hacían ya apuestas sobre quien ganaría el premio de las barbas y Frank decidió tener abierto toda la noche su restaurante recién inaugurado.

Sólo una persona no se dejó ganar por aquel contagio de alegría. Dave Hirsh trabajaba en la fábrica de diez a catorce horas diarias y por las noches seguía trabajando en su novela.

Había algo que le impedía compenetrarse con el júbilo general. El sentimiento aplastante de encontrarse en los finales del bajo Imperio Romano se apoderaba de él con una fuerza irresistible. Sabía el motivo de lar excitación general: estaba suscitada por el miedo, el miedo que experimentaba él miaño.

Pero Ginnie pensaba de manera muy diferente. No hablaba más que de aquellas fiestas y pinchaba una y otra vez a Dave para que se dejase la barba. Los dos primeros días salió ella sola con sus amigas y él se quedó escribiendo con encarniza, miento.

Pero la tercera noche, cuando él volvió de su trabajo, se encontró con que Ginnie le esperaba con una barba postiza en la mano.

—Mira —I dijo ella —, te he comprado esta barba postiza y así podrás salir conmigo. Esta noche hay un baile magnífico en la plaza.

Cuando vio que Dave la rechazaba con dulzura, explicando que ella debía irse con sus amigas, porque él no estaba de humor para salir, Ginnie se puso furiosa.

—Pero ¿qué va a ser esto? ¿Es que toda la vida te la vas a llevar con ese maldito libro que no te publicarán nunca? ¿Ese asqueroso y cochino libro?

Estaban en la cocina, cerca de la puerta del cuarto donde Dave escribía por las noches. Él se había retirado hasta allí esperando que Ginnie se calmara y consintiera en marcharse sin su compañía.

—Ese asqueroso libro — exclamó Ginnie de pronto, con un grito histérico.

Cogió una cacerola de aluminio de anchos filos, y, avanzando un paso, la lanzó con todas sus fuerzas. Sólo le dio a Dave de refilón, pero la voluminosa cacerola tropezó con la máquina de escribir portátil y la tiró al suelo.

Durante unos momentos reinó un silencio absoluto. Luego Dave recogió la máquina. El rodillo se había salido de su sitio y el carro estaba torcido. Era una avería reparable, pero Dave se sintió palidecer de rabia. A medida que su rostro palidecía el de Ginnie iba enrojeciéndose más y más.

—Me alegro — dijo ella rencorosamente, pero mirándole con miedo.

—Sal de aquí — silbó Dave entre dientes —. Sal de aquí-y dio un paso con aire amenazador—. Te ordeno que te largues.

Ginnie con los ojos desencajados por el terror, se echó a llorar y desapareció por la puerta trasera.

Dave, blanco como el papel, la vio marcharse y sintió una profunda lástima por ella, por él, por los dos juntos.

Ginnie Moorehead Hirsh sollozaba aterrada, sin ver casi la calle, afligida más que nada por haber hecho lo que una mujer bien educada no debe hacer nunca. Había fracasado. No era una señora; era un trapo, como la llamaba Bama. Pues bien, que se fastidiaran todos. Bastante había resistido ya ella. Desde su vuelta de Kansas no había salido con ningún otro hombre y ahora no iba a ir a las fiestas ella sola. Recorrería los bares. Le iba a dar una buena lección a todo el mundo.

Dave se quedó mucho tiempo sentado junto a la mesa de la cocina reflexionando en todo lo que había sucedido aquel año y en lo que era su vida antes. Lo de la máquina de escribir no era más que un incidente revelador. La imagen que Ginnie se hacía del mundo y la que se hacía él no podrían coincidir nunca porque cada cual tiene su mundo particular que quiere imponer a los demás para probarse a sí mismo que ese mundo existe. Y esa era la causa de todo el mal.

No había más solución que marcharse, resignarse a la soledad y al aislamiento. Preparó una maleta y depositó en ella su manuscrito: la parte militar intacta y las dos o tres versiones de la historia de amor.

Luego se le ocurrió, súbitamente, que quizá en su viaje pudiera ocurrirle algo y entonces redactó a toda prisa un testamento, legando el manuscrito a Bob y a Gwen conjuntamente. Hizo una copia para el juez Deacon y otra para Gwen. En el sobre destinado a Gwen escribió una pequeña nota:

Si me sucediese algo, cosa que no preveo, la historia de amor debe desaparecer completamente.

Se echó las dos cartas al bolsillo, cogió la maleta y la mi— quina de escribir y salió.

No queriendo mezclarse con la multitud, se dirigió hacia el Oeste, para llegar a la desviación, donde trataría d# coger un camión que quisiera llevarle. Con cinco dólares en el bolsillo no podía sacar un billete en el autobús. Mas no era la primera vez que hacía un viaje así. Experimentaba el terror de saber que ahora tendría que buscarse un nuevo empleo, pero al mismo tiempo se sentía libre e impregnado de soledad hasta la médula.

Mientras avanzaba continuaba oyendo la música de la banda, otros ruidos jubilosos y de vez en cuando un clamor más fuerte. Hubo un momento en que creyó que alguien le perseguía, pero al volverse no distinguió a nadie.

Sólo al desembocar en la carretera general y volverse hacia el norte vio al hombre emerger de entre las sombras de una alameda, a unos quince pasos delante de él y le notó un brillo blanco y metálico en la mano. Comprendió instantáneamente. Su corazón dio un salto, pero no de miedo, porque ni siquiera tuvo tiempo para concebirlo. Era la primera vez que se veían. Dave, sin embargo, reconoció inmediatamente la silueta enflaquecida, los pómulos salientes, los labios crispados en una mueca. El brillo blanquecino indicaba que la pistola había sido niquelada en el entretanto. A esta clase de gente bastaba con hablarle, había dicho Bob. Pero no tuvo tiempo para eso, ni siquiera para reírse de aquella suprema ironía de la suerte. Pobre diablo, pensó Dave, pobre diablo.

—Te conozco, canalla — dijo el otro.

Fueron sus únicas palabras. Se encendió una pequeña llamita y Dave tuvo tiempo de pensar que le estaba tirando desde la cadera y luego una llama más fuerte y más grande hizo explosión en su cabeza. Al caer, Dave soltó la maleta y trató de girar un poco para no derrumbarse sobre la máquina de escribir. Gesto de protección absolutamente inútil puesto que no llegó a tener jamás conciencia de haber llegado al suelo. El último ruido que oyó fue la música chispeante y delgada de un organillo.