CAPITULO XXXI
Bama no estaba allí, pero prácticamente estaba todo el mundo. Cuando dejó que la puerta se cerrase a sus espaldas silenciosamente, le pareció como si ésta fuera la misma noche que había estado allí por vez primera, y que en lugar de haber transcurrido más de un mes, hubiese llegado a la ciudad hacía sólo unos minutos. Dewey y Hubie estaban allí, y Raymond, y las cinco muchachas de la primera vez, más otras cuantas y sus acompañantes, todos desconocidos para él. La misma gente parecía estar sentada en el mostrador; y la vieja Jane Staley estaba en el palco de la esquina con dos viejos. Por un momento tuvo la extraña sensación de que ninguno de ellos se había movido del sitio, sino que habían estado allí todo aquel tiempo, núcleo perpetuo y pertinaz de una juerga inacabable y a quienes de vez en cuando se juntaban otros que entraban y salían.
Incluso Edith Barclay estaba también en el mismo palquito lateral con su joven amigo Harold. Harold no sé cuántos. Por encima de las cabezas sorprendió la mirada de Edith y sonrió y le hizo un gesto arrogante con el bazo. Ella se limitó a inclinar la cabeza, entornando los ojos, distante y altanera.
Sonriéndole todavía con mayor arrogancia, anduvo hacia el palco donde Dewey y Hubie estaban con sus dos muchachas, más Rosalie, Mildred Pierce y la informe Ginnie, siete en total, tan apretados, que parecía en realidad físicamente imposible que pudiesen estar allí sentados.
—No, no voy a salir, ya os lo he dicho —oyó que la vieja Jane estaba diciendo enfáticamente cuando él pasó junto al palco de la esquina —. Os he dicho que no salgo, y no salgo.
—Pero, ¿por qué? —preguntó uno de los viejos ávidamente.
—Porque no me da la gana. Por eso. He decidido que voy a dejar de salir durante algún tiempo. Creo que toda mujer tiene derecho a eso, ¿ no es verdad?
—Vamos, Jane — imploró el otro viejo.
Por lo visto no estaban haciéndose competencia el uno al otro, sino que más bien unían sus esfuerzos conjuntos, desesperadamente, para tratar de convencerla primero, de que debía salir. La competencia llegaría más tarde. «Si es que la había
—pensó Dave —, porque la perspectiva no parecía ser muy buena.»
—¡Caracoles! — exclamó Hubie, apartándose de donde estaba y mirando entre los poderosos hombros de Rosalie, y de su propia muchacha, Martha —; mirad quién viene aquí. Parece un aparecido que va a sacarnos de dudas deciéndonos su opinión.
—¿ Diciéndoos qué? — sonrió Dave. De pronto se sintió estupendamente en forma —. ¿ Puedo sentarme?
—Desde luego. Coge una silla de una de las mesas traseras
—le dijo Dewey Colé.
Dave pasó detrás del mostrador para coger una silla. En el fondo estaba Raymond Colé sentado ante una mesita con otros dos hombres a los que Dave no conocía, pero que tenían el mismo aspecto musculoso y obtuso que el mismo Raymond. Los tres estaban sentados bebiendo y mirando el fondo de sus vasos de cerveza, sin mirarse ni hablar entre sí, como si cada uno estuviera sentado solo en una mesa diferente. Por lo menos eso es lo que hacían hasta que Raymond alzó la vista y vió a Dave.
—Hola, chico — exclamó con un rugido amistoso —. ¿ Cómo te va?
—Hola, Raymond. ¿Cómo te encuentras?
—.¿Estás buscando una silla? —preguntó Raymond.
—Sí.
—Toma, llévate ésta — gritó Raymond ansiosamente —. No la necesitamos.
—Muy bien — dijo Dave, y se acercó a cogerla.
Tenía las manos puestas en el filo del respaldo cuando se le ocurrió levantar la mirada y vió a Edith Barclay que estaba mirándole, y le saludó con arrogancia.
—Hola, Edith — sonrió —. ¿ Cómo estás?
Lsc forma en que había hablado sonaba arrogante, descarada y desagradable, incluso para él mismo.
—Hola, Dave — respondió ella serenamente —. ¿ Qué tal te va?
Su rostro y su voz tenían la misma cuidadosa falta de expresión.
Dave izó la ligera silla de tubo y se alejó con ella, dándose cuenta de que Edith no dejaba de mirarle. Que se fueran al cuerno todas estas mujeres respetables, pensó con la mente inflamada. Prefería las chicas más desenvueltas, incluso la vieja Rosalie. «Sigue mirándome, Edith — pensó —, sigue mirándome. Piensa todo lo que quieras.»
Edith, en su palco, seguía mirándole. Tanto su rostro como sus emociones estaban impenetrablemente cerrados contra toda inspección, y sus ojos estaban bien abiertos y serenos y cuidadosamente indescifrables. Pero no estaba pensando en Dave. Éste, a su juicio, según había decidido ella mucho antes, no era más que la más desagradable muestra de vanidad masculina que ella hubiese visto en toda su vida. Estaba pensando en algo muy diferente. Como una revelación asombrosa, como una especie de iluminación relampagueante, acababa de comprender por qué él la fascinaba. Era porque, aunque en los caracteres de los dos no había la menor semejanza, él se parecía mocbfsiv mo a su hermano. Edith acababa de darse cuenta de que estaba enamorada de Frank.
Con aquella espede de shock mental, que le cortaba el alíento y los latidos del corazón, de forma que todo pareció quedarse profundamente quieto durante un segundo, Edith se preguntó cómo podía haber sucedido aquello. Ella ciertamente no había advertido nada. Era algo que tenía que haber estado sucediendo durante algún tiempo. En efecto, ahora que podía afrontar la cosa, era capaz de ver que así había sido. Todas aquellas cosas que ella había pensado y sentido acerca de él. Aparentemente, en algún punto a lo largo de la línea, en algún punto innominado en los dos años últimos que llevaba trabajando para él, ella había dejado de amar su trabajo y había empezado a amar a su jefe, sin saberlo.
Indudablemente era por eso por lo que le amaba. Le amaba porque tenía todos aquellos hermosos y gentiles rasgos de carácter que, a su hermano Dave, que tanto se le parecía, le faltaban, sin embargo, de una manera absoluta. Le amaba porque era tímido, patético y solitario, y porque necesitaba a alguien a quien agarrarse y de quien depender; en resumen, todas las cosas que su hermano Dave no era, de las que era el polo contrario. Pero todo esto no era lo más importante.
Lo importante era que todo el asunto resultaba ridículo.
¡ Un hombre casado, lo bastante viejo para ser su padre! ¡ Resultaba increíble! Un hombre bajito, gordo, quejumbroso, de origen alemán, que llevaba una joyería y estaba preocupado. Y que era tan voluble, tan débil que ni siquiera podía llevar sus propios asuntos en forma adecuada y tenía que dejarlos siempre en manos de alguien. Que ni siquiera podía impedir que su propia esposa le dominara. Era lo más contrario de lo que ella hubiera elegido. Y sin embargo, todas aquellas cosas eran precisamente las que derretían su corazón siempre que ella se ponía a pensar en él.
Con ojos ligeramente entornados, cuidadosamente indescifrables, Edith se volvió hacia Harold Alberson, sentado junto a ella en el palquito, y le sonrió halagadoramente, atentamente, buscando algo para trabar conversación. Lo que ella quería era irse I casa inmediatamente para poder pensar, pero sabía que no era prudente marcharse ahora. Harold relacionaría aquello con la manera que había tenido de mirar a Da ve. Y probablemente extraería la conclusión más errónea, pensó crispadamente.
Por un momento Edith alzó la mirada y vió a Jane en el palco de la esquina con sus dos viejos galanteadores. Cualquiera que fuese la molestia de Jane, amor, enfermedad, depresión o fatiga, estaba empezando a superarla al parecer, y por vez primera en su vida, Edith se sentía realmente contenta de verla allí con sus decrépitos amigos, sin que eso la pusiera de mal humor. Desde donde Edith estaba apenas podía verla de perfil en el palco. ¿Era precisamente por eso por lo que Jane había estado tratando todo el tiempo de echarle tierra encima a Frank Hirsh? Janie sabía tan bien como ella lo buena persona que era Frank. ¿Por qué lo hacía entonces? ¿Había previsto Jane con la antelación suficiente y de alguna manera peculiar suya que todo esto iba a suceder? ¿Había estado entonces tratando de protegerla? ¡ Oh, si pudiese volver a casa, y estar sola, y pensar! ¿ Qué iba a hacer?
Se volvió hacia Harold, sonriendo cálidamente, y empezó a hablar acerca de lo violenta que la ponía ver a su abuela chicoleando con unos viejos Como aquéllos.
«¡ Al diablo con ella! — pensaba Dave —. El mundo estaba lleno de mujeres.» Las tres mujeres del palco contiguo al de Dewey tenían sus respectivos acompañantes masculinos, pero todavía quedaba, al parecer sin compromiso, aquella Mildred Pierce, antes de que tuviera que volver a recurrir a Rosalie. Colocó su silla al extremo del abarrotado palco.
—Decidme — dijo profundamente, tomando asiento —. ¿Qué tengo que deciros? Mi voluminoso conocimiento está a vuestra disposición.
—Bueno, se trata de esto — intervino Hubie —. Yo y De— wey estamos pensando seriamente sobre la conveniencia de reengancharnos en el Ejército. Tal como van ahora las cosas, es indudable que necesitan voluntarios, y podríamos volver con la graduación que tenemos en lugar de tener que incorporarnos algún día a la fuerza como soldados rasos. ¿ Cuál es tu opinión autorizada y profesional sobre el asunto?
—Sí, ése es el tamaño de la cuestión — sonrió Dewey tímidamente, chispeándole los ojos y resplandeciendo su hermoso rostro traviesamente —. Estamos ya hartos de esta maldita ciudad. Nunca sucede nada excitante ni romántico.
—¡ Maldita sea, Dewey! — dijo I/ois iracunda —. Quiero un hogar para mis dos crios. Tú sabes que eso es lo que quiero.
El rostro feliz de Dewey expresó súbitamente una profunda simpatía burlona.
—Bueno, cariño, mi consejo es que te busques algún buen hombre con el que quieras casarte y que quiera casarse contigo-dijo solícitamente —. Ese es el consejo que te doy.
—Vete al cuerno, Dewey — indicó Lois —, ¿ quieres?
—Bueno, la verdad, cariño— protestó Dewey suavemente —, hablando con franqueza, cariño, no esperarás que me case contigo y que me haga cargo de los crios únicamente porque hayan matado a tu primer marido en la guerra, ¿verdad? No son mis hijos. Y no ha sido culpa mía que no me hayan matado los japoneses. — Le guiñó a Dave complacido —. En buena lógica, los crios son incumbencia del Gobierno. Pero tú no puedes reprochármelo a mí. Si fueran crios míos, sería diferente.
Hubie se echó a reír regocijado y miró a Dave con expresión feliz.
—¿ Qué te parece eso, profesor? — preguntó Hubie con su arrastre nasal —. ¿ Qué piensas sobre esto? Danos tu valiosa opinión.
—Bueno, la verdad es que necesitan hombres — sonrió Dave siguiendo la broma —. Y si vosotros tenéis una buena graduación, éste es el mejor momento de confirmarla. Para el año que viene puede haber cambiado el Gobierno.
—¿Por qué no te mantienes al margen de esto, gordito?-preguntó Rosalie con su voz cavernosa, perpetuamente iracunda.
—Tú cierra el pico — dijo Dewey —. O te voy a tentar el pelo — advirtió con ojos chispeantes de alegría.
Rosalie le miró echando rayos, pero se contuvo. Al mirarla, Dave Sacó la impresión de que si hubiese sido otro que Dewey el que la hubiera tratado de aquella manera, habría tenido que arrepentirse. El hecho era que, habiendo estado ya con ella una vez, ahora no le atraía en absoluto. Volvió a mirar a Mil— dred Pierce, que hasta ahora no había dicho una sola palabra, y recordó cómo había querido quedarse con ella cuando en la habitación contigua la había oído hablar con Bama. Sospechó que era verdad que estaba poniéndose un poco más gordo; después de todo, llevarse dos meses sentado ante una mesa en aquella maldita oficina de los taxis, no era precisamente un ejercicio para adelgazar la cintura.
.-Eso es — le estaba diciendo Dewey —, eso es lo que yo digo. Hubiera sido ya sargento y yo cabo primera. Sería una tontería despreciar esa ganga, ¿no te parece?
—Desde luego, es un montón de dinero — sonrió Dave.
Dewey asintió solemnemente.
—Muchísimo más del que pudiéramos ganar en esta cochina ciudad.
—¿ Qué nos dices de Alemania, profesor? — preguntó Hu— bie —. Cuéntanos cosas de Alemania. No hemos estado nunca en Europa. ¿Resulta tan agradable ser soldado allí como en Australia?
—Bueno, es un sitio bastante bonito para estar destacado-dijo Dave, moviendo la cabeza prudentemente y mirando con astucia a Rosalie —. Es todo lo que puedo decir delante de muchachas. Alemania es un sitio bastante bonito para prestar allí servicio.
—¿Qué me cuentas de las «frauleins» alemanas? — preguntó Hubie.
—Idos al diablo — exclamó Martha en voz baja, detrás de él, sin alzar la mirada.
Su exclamación sonaba como un lanzazo quizá porque no le salía! con la naturalidad que a las otras chicas.
— ¿ Es verdad lo que cuentan los muchachos? — sonrió Hubie —. He oído decir que las chicas de allí se desviven por uno. Le lavan la ropa, le cocinan, le entregan toda la paga y no piden que se casen con ellas.
—Eso es verdad — confirmó Dave —. Hacen lo que uno quiere, si es que uno les gusta. No les importa el casarse o no. Pero hay que tener en cuenta que las mujeres europeas son diferentes de las mujeres de por aquí. Allí el hombre es el dueño y señor.
Hubie inclinó la cabeza gravemente.
—Eso es lo que yo digo. Sí, señor. Creo que eso es lo que debemos hacer, Dewey. Alistarnos para Alemania. De todos modos, la verdad es que yo siempre he querido ver Europa.
—¡ Quiero un hogar para mis hijos! — estalló Lois.
Aquello era casi una imprecación y había una nota desesperada en la vez. Había empezado a llorar.
—Para nada te hace falta un hogar — intervino Dave ásperamente y con inesperada furia —. Ya tienes su no. ¿O es que vives en la calle?
—Vivo con mi familia.
—¿ Lo ves? Lo que tú quieres es, como todas, algún pobre que se case contigo. Y que te cuide a ti y a tus niños, y te lleve en palmitas y sea un esclavo de los crios.
Lois se quedó mirándole con ojos cargados de reproche, no sin cierta sorpresa, cayéndole todavía lágrimas de los ojos.
—También él querría casarse conmigo —dijo todavía llorando —, si me quisiese un poco.
Su rostro parecía estar preguntando sin rencor por qué trataba él de romper su vida amorosa.
Dave se sintió de pronto avergonzado de sí mismo.
Pero el bonachón Dewey acababa de soltar su vaso con gran habilidad y savoir-faire.
—Sí, señor, desde luego resulta desagradable —dijo amisr tosamente —. La gente no debería casarse en esta época, eso es todo. No hay nadie que pueda decir lo que va a suceder de un momento a otro.
—¡ Desde luego, eso es una gran verdad! «— exclamó de pronto Mildred Pierce con gran vehemencia, pasando su mirada alrededor de la mesa con lar misma ferocidad y penetración que un aguilucho.
«Lo mismo que un halcón — pensó Dave —, un halcón pe— queñito, afilado. Y ésa es la única verdad que se ha dicho aquí esta noche.»
Era la(primera frase que pronunciaba desde que Dave había llegado. Junto a ellat, la informe jamona con aspecto de saco y cuello de toro que era Ginnei, no había dicho una sola palabra. Todo el tiempo había estado ocupadac, según había notado Dave, en cambiar esperanzadas miradas flirteantes con uno de los muchos hombres que estaban en el mostrador, y a continuación, bajo aquellos vagos ojos aparentemente deshabitados, sonreía coquetamente.
—Mildred, Midred — murmuró Dewey —, no era mi propósito hacer que te sofocaras.
Dave sintió que sus proyectos se desmoronaban, robándole todo su optimismo. Había contado con la usual benevolencia de Mildred en formar parte de una reunión. Con eso y con el hecho de que él no se llevaba nada bien con Rosalie. Nunca había creído que tuviera que necesitarla. Y a su lado, pequeñas burbujas de triunfo parecían emanar del físico heroico de Rosalie, como si estuviera allí sentada para esperar que le hiciera ahora a ella la proposición correspondiente; la brillante sonrisa depredatoria en su rostro musculado no dejaba duda de cuál ibaf a ser su respuesta en cuanto él preguntara.
—A decir verdad, creo que debo irme ya —indicó Mildred —, antes de llevarme aquí sentada otra hora. Dejadme pasar, vosotros —dijo a Lois y a Dewey—. Quizá alguna otra vez, Dave — añadió después que le dejaron salir, y se fué a buscar su abrigo entre las perchas erguidas al fondo del palco.
«Bueno — pensó Da ve melancólicamente —, así estaban las cosas.» Nadie se ofreció a ayudar a Mildred a buscar su abrigo, ni ella parecía esperar que nadie lo hiciera. Cuando finalmente lo localizó, se lo puso y volvió a la mesa.
—Bueno — preguntó —, ¿ cuánto es mi parte!
Extrajo una cartera de hombre de su bolso. Parecía estar hablando a Lois.
—Yo lo pagaré — dijo Dave antes de que nadie pudiese responder—. No te preocupes de eso. Yo me encargo.
—Muy bien — dijo Mildred —. Gracias.
Volvió a meter la cartera en su bolso. Le dió una palmadi— ta en el hombro y se marchó.
Dave suspiró.
—Bueno — dijo —, ¿ qué os parece si tomáramos otra cerveza?
—Creo que es la mejor idea que se le haya podido ocurrir a nadie — dijo Ginnie con voz átona, sonriéndose lúgubremente.
Eran las primeras palabras que había pronunciado.
Ella era, reflexionó Dave, estrictamente la más pobre e insignificante excusa de ser humano que él hubiera tenido ocasión de presenciar toda su vida. Y sin embargo, Bama le había dicho que era, no sólo la mejor, sino también la menos molesta de todo el grupo para pasar un rato por la noche. Estuvo jugando con la idea. Bueno, ¿ por qué no? ¿A él qué le importaba? Volvió a mirarla. Ginnie era tan informe como puede llegar a serlo un cuerpo humano, y con todo todavía reconocible como tal. Si en ella había alguna forma definida, era siempre la forma equivocada y en el sitio donde no correspondía. Como aquel montón de grasa que tenía en la parte detrás del cuello y que adquieren las mujeres con la edad y con una postura forzada. Y sin embargo no era mucho más vieja que Wally Dennis: había estudiado con él en el sexto grado, según decía Wally. Tendría unos veintitrés o veinticuatro años. ¡ Dios mío, era increíble!
—Ginnie — dijo Dave —, ¿ querrías pasar conmigo un rati— to esta noche?
Por un momento pensó que Rosalie lo iba a partir en dos pedazos.
—¿Quién? —preguntó Ginnie vagamente—. ¿Yo?
—Sí — dijo él —. Sí. Tú.
—Uy, eso sería muy agradable — dijo ella grandiosamente —. Me encantaría. — La sorpresa se iba extendiendo lentamente sobre su faz oronda —. A decir verdad, no tenía nada que hacer esta noche — añadió tímidamente.
—Eso está bien — dijo Dave —. Tampoco yo tengo nada que hacer.
—Bueno, veo que será mejor que me vaya a casa —silbó envaradamente la pelirroja Rosalie—. Ya estoy aquí de más.
Y ya se sabe lo que pasa entonces. Todo el mundo se siente a disgusto. Buenas noches a todos.
—Espérate un poco — dijo Dave —. Todavía puede llegar alguien.
.-Sí — confirmó Lois, que se había perdido todo aquel floreteo a causa de sus propias preocupaciones, añadiendo lúgubremente —: No es preciso que te vayas tan pronto, Rosalie.
—No es que me haga gracia ninguna — replicó Rosalie —, pero tita Lou quiere que la ayude a hacer el inventario del bar West Lancaster mañana. Así es que será mejor que me vaya. ¿Cuánto debo por mi parte?
—Deja eso — dijo Dave, magnánimamente —. Corre de mi cuenta.
—Bueno, pues muchas gracias, Dave — dijo Rosalie dulcemente, y embutió sus musculosos hombros en el caro abrigo —. Ya os veré a todos.
Después de aquello las cosas empezaron a deslizarse por una rutina carente de excitación. Se bebieron aquellas rondíte de cervezas y pidieron otra. Luego se bebieron aquélla, y pidieron otras. No había mucha conversación general. Las otras dos muchachas estaban sombrías, y Ginnie no era de un natural Ha— meante. De vez en cuando Dewey y Hubie sacaban a relucir de nuevo la cuestión de volver al Ejército y la discutían pensativamente. Los dos estaban pasándolo formidablemente. No solía suceder aquello de que consiguieran y conservaran tal dominio sobre sus chicas, y querían aprovecharse todo lo que pudieran. Quizá era porque su humor había cambiado, pero el caso es que aquello a Dave dejó de hacerle gracia.
—¿ Qué te pasa, muchachito Davie? — Él alzó la vista sorprendido —. ¿ Te encuentras mal? ¿ Tienes morriña, muchachito Davie? — dijo Ginnie Moorehead con pesada blandengue— ría.
—.¡ Maldita sea, no me llames Davie! — estalló él abruptamente —. ¡No me llames nunca Davie! ¡ Odio ese nombre!
La redonda cara de Ginnie pareció romperse en un caos de terror, en medio del cual emergían los ojos como conejos en fuga.
—Bueno, Dios mío, yo sólo estaba tratando de hacer... No es que tuviera intención de... — tartamudeó culpablemente, y luego se dió por vencida y se detuvo, y se limitó a quedarse muy quieta, mirándole indefensa.
Los ocupantes del palco se volvieron a mirarla con sorpresa.
—Lo siento — murmuró él —. Es que no puedo soportar ese nombre. Todo el mundo me llamaba así cuando yo era un crío. Es un nombre que nunca me ha gustado.
—Oh, está bien, Dave — dijo Ginnie con agrado —. Yo no lo sabía. Nunca volveré a llamarte así.
—Creo que será mejor que salgamos — dijo Dave pesadamente, pasándose la mano por la cara —. ¿ Qué te parece, Ginnie? ¿ Estás lista? — Sacó la cartera y puso seis dólares sobre la mesa —. Creo que con eso habrá bastante.
—Cuando tú digas, Dave — dijo ella ansiosamente.
Dave escoltó a la bajita y rechoncha Ginnie hasta la puerta. Se daba cuenta de una especie de silencio a sus espaldas, como una pausa momentánea en medio de una tormenta, mientras todo el mundo cesaba más o menos en lo que estaba haciendo
durante un segundo y volvía la vista para ver quién estaba llevándose a quién, en tanto que él la seguía. Esto le hacía enormemente feliz, con una especie de placer salvaje y profundo, una especie de vulgaridad deliciosamente gozada, y cogió del brazo a la rotunda Ginnie con aire protector, para que todo el mundo pudiera darse cuenta.
Una vez afuera, condujo a la aparentemente felicísima muchacha hasta el «Plymouth». Con seguridad, no era preciso mucho para hacerla feliz, ¿verdad? Una de las ventajas de ser tonta. En el coche la llevó ciudad abajo hasta el hotel.