CAPITULO XV
Bama se había deslizado flexiblemente en su asiento junto a la mesa, sonriendo con aire triunfal.
— Bueno, ya está todo arreglado. Van a trasladarse al palco vacío. Pero van a esperar diez minutos para que no parezca que mi conversación con ellas tenga algo que ver con el asunto. Tomemos otra cerveza. Vaya — dijo, echándose hacia atrás en la silla—, las cosas que uno tiene que hacer por sus amigos. ¡Eddie! — llamó, y siguió hablando a Dave —. Luego les conté algunos detalles sobre tu persona: como vives en Hollywood, escribes para el cine; estás aquí visitando a tu hermano por una semana poco más o menos. Y que no conoces a nadie y quieres reunirte con alguien.
—¡ Oh, Cristo! — exclamó Dave —. ¿ No les habrás dicho que soy escritor?
Bama hizo una pausa para mirarle.
—Claro que sí. ¿Por qué diablos no había? de decírselo?
—Pero es que yo ya no soy escritor.
—¿Y qué? ¿Qué importa eso? Es un detalle que puede servirte — explicó Bama, mirándole—. Les he dicho que eres un escritor de cine, y más tarde he dejado caer que ahora no estabas trabajando en nada concreto, pero que, cuando vuelvas y empieces a trabajar en alguna nueva película, si ves algún papel que pudiera convenirle a una de ellas, muy bien se te podría antojar que la que te gustase fuese allí a interpretar algún papelito. Me figuro que de esa forma todo está resuelto.
—¡ Cielo santo! — volvió a exclamar Dave.
—¿ Qué importancia tiene esto? Hilas nunca sabrían la verdad. Ahora mira. Hay tres. Puedes elegir a tu gusto.
—¿Por qué no nos quedamos los dos? —preguntó Dave, echándose a reír estentóreamente.
Bama le miró con curiosidad.
—A mí no me importaría — dijo —, pero no creo que se prestasen al juego. Tienes que tener en cuenta que son gente campesina. Tendríamos que ir a alguna gran ciudad para eso. A Chicago o a algún otro sitio.
—Entonces creo que será mejor no intentarlo — dijo Dave, sonriendo tontamente.
—Sí, será lo mejor — corroboró Bama —. Ahora presta atención. Voy a ponerte al corriente. Dos de ellas trabajan en la fábrica de ropa interior con Lois. Son Ginnie y Mildred. La otra...
Mira, están moviéndose — interrumpió Hubie de pronto — Están levantándose. Van al otro palco. Venga, Dewey —dijo ansiosamente —, vamos.
—Deja que estén sentadas un rato — replicó Dewey con acritud—. ¿Para qué tanta prisa? No hemos de ir corriendo allí como dos perros.
—La tercera es Rosalie Sansome. Es sobrina de la mujer que lleva uno de los bares de West Lancaster. Tú conoces West Lancaster, ¿no?
Dave asintió con aire ausente.
—West Lancaster es el único sitio del condado en que pueden despachar licor fuerte en el mostrador — explicó Bama —. Su tía es una vieja barbiana y Rosalie está más que enterada de todo. Claro que siempre se pone de uñas, porque era su tía la que se quedaba con el dinero, ya me entiendes. Rosalie trabaja para ella algunas veces en el bar. De todos modos, te la puedes ganar fácilmente si sabes tratarla y te muestras cariñoso con ella. Por ejemplo, no se te ocurra llamarla nunca Rosie; es una cosa que la descompone. Pero lo cierto es que es la más vistosa del manojo.
—Excepto Lois — dijo Dewey.
—Excepto Lois y Martha — puntualizó Hubie.
—Naturalmente — dijo Bama con tono cansado —. No habréis pensado que yo contase con ellas.
—¿A cuál crees que debo elegir? —preguntó Dave.
Bama se rascó la cabeza a lo largo de su sombrero y por detrás de la oreja, sin tocarse el filo inmaculado.
—La verdad, no sé qué decirte. Todo depende de que te guste. Ginnie es la más fácil, aunque algunas veces es dura de pelar y tiene un aspecto horrible.
— Lo creo —dijo Dave con tono sentencioso de borracho.
—Sí, y Mildred no es mal parecida. Además es muy divertida y tiene siempre muy buen humor. Pero no sirve para nada. Está por último Rosalie — resumió —. Es la más guapa de todas, pero es horriblemente arisca. Aunque no puede negarse que es verdaderamente hermosa — añadió Bama —, si eres un hombre de pelo en pecho. Yo diría que es la más difícil de conseguir de todo el grupo. Y así están las cosas.
—Me quedaré con Rosie — dijo Dave, después de una pausa, con la voz de un hombre que acepta un desafío.
Bama meneó la cabeza.
—No la llames Rosie. Te lo advierto. En serio. Es una cosa que odia como el veneno. Y no en vano tiene ese cabello pelirrojo. No la llames tampoco pelirroja — advirtió —. Oye, ¿ no sería mejor que esperases un poco? — sugirió prudentemente —... Por lo menos hasta que te acerques por allí y las mires y hables un poco con ellas.
Dave estaba a punto de decir que de ninguna manera, que a él no le daba miedo ninguna mujer, pero decidió que era mejor callarse. Había un no sé qué en la cara de Bama. Una seriedad. Después de todo, era asunto de Bama, ¿ verdad?
—Bueno, esperaré a decidirme —concedió.
—Vamos, Hubie — dijo Dewey con acritud —. Será mejor que nos acerquemos ya allí. — Se levantó con disgusto —. ¿Adónde iréis con ellas? —le preguntó a Bama en tono desafiante.
—A Indianápolis.
—¿Con esta nieve?
—Demonios, ¿ por qué no? — refunfuñó Bama —. La nieve no me molesta lo más mínimo. Podríamos ir hasta West Lancaster, pero allí no encontraríamos ni una mala copa si el transbordador no nos pasa el río y nos lleva a los balnearios.
—Dudo que esté el transbordador — dijo Dewey, echando un vistazo a la ventana, cogiendo del brazo a Hubie.
Empezaron a andar los dos hacia el palco que ya no estaba vacío y que había sido objeto de la discusión y en el que se habían sentado las dos muchachas. Todos los ocupantes de los demás palcos estaban mirándoles para ver qué iban a hacer. Cuando vieron que se limitaban a sentarse con las muchachas y que pedían más cerveza, hubo una especie de inaudible suspiro de decepción, que corrió por toda la sala.
—Vamos a concederles un par de minutos — indicó Bama, sin darse cuenta aparentemente de la expectación del auditorio —. Hasta que ya estén acomodados.
Miró de pronto su reloj nerviosamente, como si pensase contar los dos minutos hasta el segundo exacto. Dave pensó que el otro tenía un aspecto agotado y exhausto con aquellos perpetuos círculos purpúreos bajo sus ojos, recalcando su estragamiento actual y el pliegue marchito junto a las comisuras de su boca nada juvenil. Y, sin embargo, había una especie de avidez de vida en él, en su rostro, una especie de ardiente interés por todo lo que miraba, interés que casi resultaba incompatible con aquella perpetua displicencia suya, pero que evidentemente no lo era. Mientras miraba a Da ve, sonrió de repente con aquella mueca suya sarcástica, y luego brotó de él una mirada tímida de tal efusión delicuescente y tan llena de puro magnetismo animal e inconsciente encanto, que pareció imbuir su personalidad en el otro como con un lanzazo. Era casi como si deliberadamente hubiese dado la vuelta a un interruptor o abierto una compuerta.
Debía ser realmente un rompecorazones, pensó Dave, cada vez que se lo proponía.
Bama se retrepó en su silla y echó una mirada desdeñosa por los palcos.
—Esta es la ciudad más asquerosa que uno puede imaginarse — dijo —. No hay nada que hacer en este cochino poblacho.
Y nadie con quien hacerlo. No sé por qué demonios se me ocurrió venir aquí después de salir de la mili.
—Si quieres que vayamos, vamos — propuso Dave —. Si no quieres, quedémonos sentados aquí.
Era exactamente la única cosa acertada que se podía decir en aquellos momentos, probablemente la única cosa acertada.
—Bueno, vamos — dijo el hombre alto desdeñosamente —. Es lo mejor que podemos hacer. En este inmundo poblacho no cabe otra cosa.
Dave le siguió a lo largo del mostrador hasta el palco, donde estaban sentadas las tres mujeres.
No tardó mucho tiempo. Con la misma sensación de desafío beligerante que había experimentado en la mesa, eligió, y eligió la misma que había elegido antes de verla, tal como se hace jugando a las bolas, pensó tumultuosamente; Rosalie. E inmediatamente que la hubo elegido, empezó a no echarle cuenta y a hacerle la pascua todo lo que podía. Dio la casualidad de que tuvo que sentarse al lado de ella, con Bama enfrente, en medio de las otras dos. De pronto le pareció un esfuerzo exagerado 9 tener que doblar la cabeza para verla a ella, porque aquello le producía tortícolis, y estiró las piernas a todo lo largo. ¿ Por qué tenía que estar incómodo? Dirigió toda su conversación a través de la mesa.
Bama que no era un novato en el juego, había comprendido inmediatamente cuál era la que había elegido el otro, y en seguida empezó con sutileza a dirigirlo todo hacia aquel final, dedicándose, tan pronto como fue posible a las dos, a Rosalie y a Mildred, y dándole a entender a Ginnie que quedaba fuera de la combinación.
—Nunca es una buena idea — había dicho antes de levantarse de la mesita que habían tenido los cuatro — el dejar traslucir cuál es la que te gusta.
Bama no dejaba de hacerle señales con la frente, con los ojos y con las cejas para que se condujese con tacto, para que llevara la cosa con habilidad. Dave no se daba por enterado. Aquello era superior a su fuerza; no podía remediarlo.
El principio había resultado un poco violento. Cuando Bama había hecho las presentaciones e indicado el apellido de Mildred, diciendo que era el de Pierce, Dave había sonreído con una pesada fatuidad.
—Estoy seguro de que te conozco. Hay una novela que trata de ti, una novela de James M. Cain.
Mildred se había echado a reír más bien débilmente; al parecer estaba acostumbrada a aquella broma.
—Vi la película — contestó ella —, pero no sabía que hubiese un libro.
—Pues lo hay. Jim Cain es un buen amigo mío allí en la costa. ¿ Conoces a Jim — preguntó con humor chocarrero.
—En realidad, no — respondió Mildred con una sonrisa, aunque con mucho menos interés —. En realidad, ¿ sabe usted?, esa película no tiene nada que ver conmigo.
—Tengo que contarle al viejo Jim que te he visto —dijo él con la misma gracia chocarrera, insistiendo pesadamente,.
Mildred se echó a reír con cierta frialdad.
—Hágalo, por favor. Estoy segura de que él se alegrará.
—Tomaré nota — sonrió él y se sentó pesadamente.
Al lado de Rosalie.
Rosalie ya le había sido presentada, antes de aquel tremendo intercambio de agudezas acerca de James M. Caín. Ella le había recibido, echada hacia atrás con desenvoltura en la esquina del palco, con la delgada sonrisa y las alzadas cejas de una persona muy superior y había dicho ¡hola! como si estuviese lanzando una perla de la más pura calidad. Después de aquello, sentado junto a ella, irritable y con la lengua trabada, él le lanzó tres observaciones abruptas que ella contestó en tono similar y aún más lacónicamente, y luego volvió a sentarse en debida forma y aguardó, mirándole expectantemente como si él hubiese sido alquilado para divertirla. Cuando él dejó de hablarle, ella recayó en su silencio, y volviéndose a echar de espalda en su rincón, herida y todavía superior, se bebió su cerveza sonriendo y escuchando con las cejas alzadas. Era una muchacha ruda, de hermosos pechos y de carácter brusco. Pertenecía a la vieja escuela. Sabía desde un principio todo lo que iba a suceder. Era realmente una muchacha muy agraciada. Excepto en la cara, que no tenía nada de bonita, sin ser fea. Solamente vulgar. Si su estatura sentada en el palco era una indicación de su estatura estando de pie, era probablemente siete u ocho centímetros más alta que él.
Con Bama todavía haciéndole señales con la frente, con los ojos y con las cejas, Dave empezó a hablar con la otra, Ginnie. Gínnie Moreheat, tal como había sido presentado. Esas otras dos, Ginnie y Mildred, estaban por lo visto tratando de caerle en gracia. Especialmente Ginnie.
Era un horror, de acuerdo. Pero no todo el horror que Bama había dicho o quizá es que estoy borracho, pensó. No era solamente gorda, sino nada más que llenita, redondita y llenita. Ya casi eran así. Tenía una cara de luna llena casi sin nariz, luna que se veía considerablemente reforzada por una doble barbilla que corría desde un pico de la mandíbula al otro. Sus hombros eran redondos, para todos los intentos y propósitos carecía de cintura. Cargada de espaldas. Pero después de todo no estaba mal del todo, a no ser por los ojos. Eran azules, como los de Dewey, pero estaban lavados y resultaban vagos en lugar de fríos, y tenían una mirada intensa e inarticulada de aterrado estupor.
—Así, pues, ¿vive usted en California? ¿En Hollywood?
—dijo Ginnie, tratando por lo visto de aprovecharse de la sugerencia de Bama en el sentido de que ellas no sabían nada de Dave.
Al parecer había aceptado el hecho de que no iba a formar parte de la pandilla.
Sí.— dijo Dave, allí era donde yo solía vivir antes de que me movilizaran.
—Yo también soy cantante — dijo Ginnie.
—¡ Caramba!, eso está bien. ¿ Dónde?
—Bueno, no ahora precisamente. Sólo un poco, de cuando en cuando. Pero antes. ¡ Oh, Terre Haute, Vincennes, Danville! Durante la guerra yo vivía en Indianápolis, ¿sabe usted?, donde está el campamento Attérbury. Conocí a muchísimos muchachos del campamento y cantaba en dos o tres clubs que había por allí. Me encanta cantar — dijo ansiosamente.
—Bueno, en realidad eso puede ser una fuente casi inagotable de satisfacciones — opinó Dave.
—Supongo que no tendrá usted nada que ver con ninguna empresa cinematográfica — dijo ella —. Allí por donde usted trabaja.
—No — sonrió Dave pesadamente —. A decir verdad hay muchísima gente que vive en Los Ángeles y que no tienen nada que ver con el cine.
—Me imagino que eso es verdad — repuso Ginnie blandamente —. Ya me imaginé que usted no tenía nada que ver. Pero la verdad es que yo siempre me he hecho a la idea de verme algún día en el cine — dijo mirando al mostrador —, haciendo algún papelito. Como cantante, usted ya me comprende.
Dave se puso tieso para no estallar en una carcajada. Durante unos momentos no se atrevió ni siquiera a contestar.
—Bueno, supongo que eso sería un experimento interesante
—dijo él —. Pero ya sabe usted que cuando uno vive por allí se ven tantas estrellas de cine que casi llega a resultar aburrido —explicó bebiendo su cerveza.
—¿ Qué tal te sientes, Rosalie? — preguntó Bama —. ¿ Dispuesta a tomarte otra cerveza.
—Pues, la verdad, no lo sé — sonrió Rosalie delgadamente —. Está haciéndose bastante tarde.
—Tienes razón —dijo Bama. Miró su reloj —. Si vamos a ir a algún lado, mejor es que nos pusiéramos y a en marcha. ¿ No crees, Dave?
—¿ Adonde vais? — preguntó Rosalie abruptamente.
—No lo sé — respondió Bama —. A Indianápolis, creo.
—¿ Cuánto tiempo vais a estar por ahí?
—Tampoco lo sé — dijo Bama —. Todo depende de cómo lo pasemos. Podemos volver mañana o podemos volver dentro de tres días.
—Bien — opinó Rosalie, sonriendo blandamente —. Iré con vosotros.
Bama asintió tranquilamente y con indiferencia; y Dave se quedó de una pieza, preguntándose cómo el otro habría podido conseguirlo. Era sorprendente. Absoluta y totalmente sorprendente.
—Bueno, Ginnie, lamento tener que romper la reunión — dijo Bama con desenvoltura —, pero tenemos que marcharnos ya. Si es que queremos levantarnos antes de que sea de día.
Una vez más, Dave se quedó de una pieza, sin habla.
—Lo comprendo — dijo Ginnie, mirando al hombre alto con sus ojos lavados—. Bueno, que os divirtáis.
—No sé si debo ir o no — dijo Mildred Pierce en tono dubitativo —. Pero yo voy a ir de todos modos y que se vaya todo al diablo — añadió luego —. Le dices al capataz que me sentaron mal unas salchichas o cualquier cosa por el estilo, Ginnie. Las dos trabajamos en el mismo departamento — le explicó a Dave,
—Dile que estás enferma — sugirió Bama.
—No puedo — explicó Mildred —. Ya dije lo mismo la semana pasada.
—Ya lo arreglaré de una manera u otra — aseguró Ginnie algo nostálgica.
Todos se habían levantado.
—Te dejamos otra cerveza pagada en el mostrador, Ginnie— sonrió Bama.
En la parte delantera, en el palco siguiente, Dewey y Hubie alzaron la mirada cuando Bama pasó delante de ellos.
—¿Estáis seguros de que no queréis venir con nosotros?
—les preguntó Bama —. Podríamos haceros sitio. Ya lo hemos hecho otras veces.
Hubie hizo ademán de hablar, con aspecto preocupado, pero luego lo pensó mejor.
—No, me temo que no — dijo Dewey. Había estado esperando, mirando con ojos centelleantes al silencioso Hubie —. Tenemos que hacer ese trabajo por la mañana.
Hubie se sintió aliviado. No dijo nada.
—Otro día entonces — sonrió Bama.
Acompañó a las dos muchachas hasta la salida. Salieron en fila india, Bama el primero, luego las dos chicas, Rosalie y Mildred, y Dave cerrando marcha en retaguardia. Dave estaba seguro de que todavía quedaba más gente, no mucha, en el, bar, pero al mismo tiempo era como si se moviese en un profundo silencio aterradoramente vacío, en un bar vacío y hueco donde no había nadie, excepto ellos cuatro. Turbiamente, se daba cuenta de que había algunos hombres sentados al mostrador. Hablando, riendo, bebiendo. Gramola. Estaba seguro, turbiamente. Pero era como si sus ojos y sus oídos, sus sentidos todos estuviesen cerrados en la negra caja de su cerebro.,Cerrado«en el obscuro retrete de su cabeza. Divorciado, no precisamente de una esposa, sino de todo. Les siguió y cerró la puerta tras ellos.
Fuera la nieve había aflojado algo, pero todavía seguía cayendo y haciéndose más densa en la calle y en las aceras. Bama guió hasta el «Packard» situado en el aparcadero, haciendo crujir la nieve bajo sus pies.
—¿Pero tú crees que vamos a poder llegar hasta Indianápolis? — le preguntó Rosalie con sus maneras abruptas —. ¿ Con esta nieve?
—He conducido en noches peores que ésta — sonrió Bama —. Además, las carreteras estarán ya limpias.
Entró y puso en marcha el motor, lleno de confianza.
Tenía razón, o al menos la tenía en parte. Cuando tomaron cuesta abajo y dieron la vuelta a la plaza enfilando la avenida Wernz, que además de ser la calle principal era también la carretera, descubrieron que la mayor parte de la nieve había ya desaparecido, barrida por los rechinantes neumáticos y el intenso tráfico de los camiones, de forma que sólo quedaba una delgada capita junto a las cunetas. Fuera de la ciudad el pavimento estaba muchísimo mejor.
Bama conducía atentamente, mirando por encima de las ruedas, hablando apenas, apretando todo lo que podía sin correr riesgos exagerados. Cada vez que forzaba la marcha para pasar a un traqueteante camión Diesel, el «Packard» se deslizaba peligrosamente durante una fracción de segundo, casi rozando el costado del otro coche. Conducía expertamente. Nadie le pasó.
Y él pasó a casi todos los coches que se encontraron antes de llegar a la ciudad.
En el asiento trasero, Dave trataba de pasar el rato con Rosalie. Ella le permitió que le echase el brazo por encima. Incluso le permitió besarla. Era una faena que costaba mucho trabajo con aquel pesado capote del Ejército. Nunca se había sentido más solitario en toda su vida.
—Gracias — dijo Dave en voz tan baja que nadie podo oírle.
Ya había retirado su brazo del talle de la mujer.
—Bueno — rezongó Bama desde el asiento delantero —, eso está muy bien, Rosalie. Respeto tu honestidad. Pero será mejor que dejes de hacer la tonta con mi amigo Dave porque no me haría ninguna gracia tener que parar en el primer surtidor y echarte a la carretera.
—Serías capaz de hacerlo, ¿ verdad? — preguntó Rosalie con voz ronca.
—Sabes muy bien que sí.
Rosalie no dijo nada más. Dave se había apartado ya a su propio rincón detrás de Bama y encendió un cigarrillo y lo mandó todo al diablo. Rosalie se le quedó mirando, pero él no devolvió la mirada. En lugar de eso se puso a observar la silueta del sombrero de Bama, echado hacia delante, recortándose contra la luz de los faros. Fuera de la ventanilla la nieve silenciosa seguía cayendo. Sintió de pronto una cálida oleada de tan fuerte emoción, de tan subido afecto hacia el desdeñoso tahúr, que casi le subieron las lágrimas a los ojos. Aplastó el cigarrillo y se inclinó hacia delante y clavó los codos en el respaldo del asiento delantero.
—¿Cómo lo estás pasando, compadre? —preguntó Bama, echando una rápida ojeada hacia atrás.
—Estupendamente — contestó Dave —. Magnífico. — Vaciló —. ¿ Sabes? Voy a quedarme en Parkman — dijo en voz baja.
—i Eso es verdad?
—Frank y yo vamos a montar un pequeño negocio que llevaremos a medias.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —preguntó Bama.
Delante de ellos apareció el piloto de un coche.
—No lo sé — dijo Dave.
Al otro lado del asiento delantero, Mildred Pierce se había quedado profundamente dormida. Rosalie estaba fumando un cigarrillo, mirando por la ventanilla.
—Vamos a montar una parada de taxis en Parkman — dijo blanda y confidencialmente a Bama, sin miedo ninguno a confiársele.
—¿Sí? Bueno, si vas a medias con Frank escaparás bien, créeme — comentó Bama. Empezó a disminuir la marcha un poco cuando la luz brillante de un piloto empezó a convertirse lentamente en la parte trasera de un coche —. Algún parvulito-dijo Bama cuando dio un guiño para pasar y el «Packard» se deslizó momentánea y vertiginosamente en la obscuridad — que se le ocurre salir en una noche como ésta. ¿Para qué quieres quedarte en Parkman?
—Oh, no lo sé. Por nada — contestó Dave —. De momento no tengo nada mejor en otro sitio.
Le parecía que Bama había acogido la sorprendente noticia con una espantosa naturalidad.
—La maestrita de escuela, ¿he? — comentó Bama balanceando el coche una y otra vez.
—¡ No! —protestó Dave —. De ninguna manera. Es que se me ha ocurrido estar en la patria chica algún tiempo.
—Muy bien — dijo Bama.
—Oye — preguntó Dave rápidamente —, ¿ qué vamos a hacer cuando lleguemos a Indianápolis?
—No te preocupes. En el «Claypool» — contestó Bama —, o en algún otro sitio organizaremos una juerguecita —dijo levantando la voz —. No te preocupes de Rosalie. Recuerda que te dije que era bastante bruta.
—¿ Te refieres a mí? — preguntó Rosalie, bruscamente.
—Sí, me refiero a ti — contestó Bama con desdén —. Quién, si no, está ahí detrás. Ahora calla el pico. Ya te has ganado una reputación bastante mala por lo que a mí se refiere. No te preocupes de ella — le indicó a Dave —. Cuando lleguemos y empecemos a beber, se pondrán en forma.
—Conmigo no contéis — dijo Rosalie muy bravía —, no creas que me vas a hacer beber.
—Entonces te echaré la bebida: por la cabeza — gruñó Bama —. O te la meteré por la garganta. Cierra el pico— Luego explicó, dirigiéndose a Dave —: Me figuro que volverán a casa mañana por la noche.
—Muy bien —asintió Dave.
Apartó los codos del respaldo del asiento y volvió a echarse atrás cuando Bama se lanzó en persecución de otro piloto.
—Va a costamos un poco de dinero la juerga — dijo Bama al cabo de unos momentos — Pero me figuro que es una buena inversión.
—Sí — dijo Dave. Encendió otro cigarrillo, pensando.que ésta era, ciertamente, una forma propicia de acabar su primer día de regreso a Parkman, un comienzo lleno de buenos auspicios —. Llevo encima un montón de dinero — dijo en voz alta y groseramente —. Cuatrocientos dólares en metálico.
—No me refería a eso — dijo Bama desde su asiento —. Esta juerga corre a mi cargo. No se lo digas a nadie. Esa Rosalie que va ahí detrás es capaz de darte un trastazo en la cabeza y quitártelo todo — dijo echándose a reír.
—¡ Maldito seas, Bama! — gritó Rosalie tan furiosa, que parecía como si estuviese llorando —. Tú sabes que en mi vida he desplumado a nadie. ¡ Tú lo sabes!
Silencio, una pausa, el chirrido de neumáticos mojados.
—Es un grandísimo sinvergüenza este tipo — le dijo Rosalie a Dave amistosamente —, ¿ no crees?
—Sí — asintió Dave con simpatía —, desde luego que lo es.
Desde su asiento, Bama aprobó con una carcajada y se dedicó a pasar el coche siguiente.